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  El Basilisco, 2ª época, nº 33, 2003, páginas 3-24
  El tributo en la dialéctica
sociedad política / sociedad civil


Gustavo Bueno
Oviedo
 

(*) Conferencia inaugural del XXIII Congreso Nacional de la Asociación Española de Asesores Fiscales, pronunciada en el Auditorio de Oviedo el 3 de noviembre de 1999.

Prólogo

Sean mis primeras palabras de reconocimiento a los organizadores de este Congreso Nacional de Asesores Fiscales y en especial a don José Francisco Alvarez Díaz, Secretario General, y a don Eduardo Luque Delgado, Presidente de la Asociación Española de Asesores Fiscales, por haberme concedido la palabra en el umbral de sus sesiones.

Supongo que nadie de los ilustres profesionales aquí presentes espera de mí una intervención técnica en materia tan compleja y que tanta sutileza requiere, como es la tributación. Me corresponde, por tanto, ser el primero en plantear aquí esta cuestión: ¿cómo puede serle posible al profano (al que está «fuera del templo») decir algo pertinente en torno a una materia cuya complejidad técnica está íntegramente reservada a los especialistas (es decir, a quienes se mueven «dentro del templo»)? Y así planteadas las cosas, mi primera tarea será responder, como cuestión preliminar, a la relativa a la posibilidad de que un profano en materia de tributación pueda decir algo con sentido sobre un campo que está reservado en su análisis interno a los expertos. A establecer, de la manera más breve que me sea posible, una respuesta a esta cuestión preliminar se consagrará la Introducción de esta mi intervención.

I. Introducción gnoseológica

1. El análisis y desarrollo del sistema de conceptos constituido en torno al campo de la tributación, en todas sus especies y modalidades, tal como es definida en el ordenamiento jurídico que se tome como referencia, tiende a organizarse como una disciplina jurídica bien delimitada (generalmente denominada «Derecho financiero y tributario»), dotada de una inmanencia dogmática o doctrinal suficiente como para poderla describir como una disciplina técnicamente (según algunos, científicamente) cerrada, cuyo cultivo corresponde a una «comunidad» de especialistas, también relativamente bien definida. Cuando hablo aquí de inmanencia dogmática lo hago, desde luego, en el contexto en el que Rhotacker contrapone, en las disciplinas que Rickert llamó ciencias culturales, su parte dogmática o doctrinal y su parte histórica: Teología dogmática / Historia de los dogmas, Gramática estructural / Historia de la lengua; Dogmática jurídica / Historia del Derecho (habría que agregar, a estas dos partes, una tercera, a saber, la parte «comparatista»: Teología dogmática comparada, Gramática comparada o Derecho tributario comparado).

No podemos entrar aquí en las cuestiones relativas a las conexiones, internas o externas, que quepa establecer entre la parte sistemática (o dogmática) y la parte histórica de una disciplina y, por supuesto, entre estas partes y la parte comparatista. Únicamente sugeriré la necesidad de considerar hasta que punto estas relaciones implican la cuestión del relativismo cultural: el derecho tributario comparado sería, en principio, relativo a la perspectiva de un sistema dogmático de derecho tributario dado. Pero el relativismo se enfrenta con las pretensiones absolutistas de la sistemática o de la dogmática, en nuestro caso, con las pretensiones de una dogmática tributaria que busca establecer las líneas sistemáticas de un sistema tributario «justo» y definitivo, correspondiente a una sociedad democrática supuesta en el final de la historia. ¿No equivale esta pretensión a postular un «ordenamiento tributario ideal» intemporal en sus fundamentos, eterno en sus valores y por ello mismo metafísico? O bien: ¿acaso no sería suficiente que este ordenamiento «justo» lo fuese no en absoluto sino relativamente a una sociedad determinada? ¿O quizá no fuera preciso suponer [4] que la sociedad en función de la cual pueda establecerse un ordenamiento justo deba tener potencia suficiente como para reducir a ella a otros sistemas tributarios y en función de ello, para ordenarlos en una historia sistemática?

2. De todos modos, la inmanencia de una disciplina, y aun su cierre tecnológico o científico, no tendría por qué interpretarse como la expresión de un estado clausurado (concluso) y estático de un sistema que hubiese ya alcanzado su desarrollo definitivo. El cierre tecnológico o científico de una disciplina no es el final de un proceso, sino el principio del desarrollo de su propia inmanencia: el cierre de la Química clásica (la de Dalton, la de Mendeleiev) que estableció la ordenación de los elementos químicos en una tabla finita, no fue tanto el final de un proceso cuanto el principio de una asombrosa proliferación de compuestos químicos insospechados. Esto ocurre también con las llamadas disciplinas formales, como puedan serlo las Matemáticas o incluso las disciplinas jurídicas, en tanto ellas se estructuran en torno a sistemas axiomáticos cuyas consecuencias tratan de extraer. Porque los sistemas axiomáticos de principios sólo por abstracción pueden ser tratados como meros sistemas lógico formales inmutables. En realidad, los principios sólo lo son por referencia a un material fenoménico que ha de estar dado, y que jamás puede considerarse agotado por los principios del sistema. Esto quiere decir que el desarrollo de un sistema suscita el surgimiento de situaciones y problemas imprevistos; determina en ocasiones la conveniencia de sustituir algún principio por otros alternativos, como fue el caso del célebre quinto postulado de Euclides en las geometrías no euclidianas. En suma, el desenvolvimiento de una disciplina tecnológica o científica inmanente en su campo es todo menos un desenvolvimiento tautológico que pudiera hacerse consistir en una mera «aplicación de los principios generales a los casos particulares».

En el caso del Derecho financiero y tributario estas características se hacen todavía más notorias. Aun en el supuesto de que esta disciplina procediera a partir de un sistema axiomático estricto (consistente, coherente, saturado, sin lagunas) –supuesto utópico porque, de hecho, un sistema tributario realmente existente estará constituido por conjuntos de normas principales no siempre bien coordinadas, lo que hace que el ejercicio del desarrollo de la disciplina tenga mucho de casuística empírica– su desarrollo no podría ser «lineal», o meramente deductivo. Ante todo, porque los principios han de ser múltiples (de un único principio nada se sigue); y esta multiplicidad de principios suscitará inmediatamente la cuestión de la codeterminación entre ellos (por ejemplo, el artículo 31 de la Constitución española de 1978 establece el carácter universal y proporcional de la tributación, pero el artículo 12 establece la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, y ello obliga a introducir de hecho la distinción que tradicionalmente se formulaba como distinción entre igualdad aritmética y geométrica). Más aún: el mero cambio de los parámetros económicos que ha de tener lugar en su campo de inmanencia, alterará a veces el sentido de las normas, y la confrontación con otros campo colindantes o envolventes dará lugar a situaciones específicas nuevas, introducidas por las fuentes particulares del derecho, que siguen manando en el campo material (pongamos por caso, las sentencias del Tribunal Supremo y las del Tribunal Constitucional); la constante labor de reclasificación de las normas tributarias por la «doctrina» (por ejemplo, la distinción, debida a Sainz de Bujanda, entre impuestos personales e impuestos reales), o la confrontación de las normas tributarias con otras, la comparación con otras instituciones y normas jurídicas (tasas y precio público; obligaciones de los tributos y obligaciones del derecho privado civil de Gianinni) son suficientes para eliminar la idea de que la «disciplina tributaria» pueda reducirse a un proceso de aplicación mecánica y tautológica de normas-recetas previamente establecidas ad hoc, a casos particulares. Y todo esto aproxima la situación de una disciplina jurídica, como el Derecho tributario, a la situación mejor analizada por los teólogos, de la Teología dogmática de la escolástica católica. También esta Teología parte de un sistema axiomático (los Principios de la Revelación); pero se desarrolla, según algunos, por «evolución homogénea» mediante deducciones, confrontaciones e incorporaciones de hechos nuevos (por ejemplo, revelaciones particulares, milagros) y además dispone de fuentes particulares de decisión (las declaraciones ex cathedra de nuevos dogmas, ya formulados por los teólogos, por los pontífices).

3. Sin embargo, y aun concedida ampliamente la variedad, movilidad y riqueza implicadas en el desarrollo de la inmanencia de una disciplina dada, la inmanencia permanece y, además, como única perspectiva desde la cual fuera posible «decir algo pertinente» sobre el campo de inmanencia. «Todo lo que pueda decirse acerca del espacio deberá decirse desde la Geometría», afirmaba el fundador del Círculo de Viena, Moritz Schlick. Lo que dará lugar de hecho a la tendencia a reducir a su inmanencia a cualquier situación, relación, figura, dada no ya en su campo, sino en los campos colindantes o envolventes entre los cuales se desarrolla. Así, todo cuanto tenga que ver con el tributo, aun lo que parezca ser de naturaleza extra jurídica (social, política, psicológica, económica, antropológica) tratará de ser reformulado en términos jurídicos. Sin embargo, este panjuridicismo no constituye ninguna anomalía comparativa en el campo de las disciplinas; también hay un panaritmetismo en Matemática (aritmetización del la Geometría, aritmetización de la Sintaxis), como hay un panquimismo en Biología («toda la vida es Química») o un paneconomicismo en Antropología o Historia.

Por lo que se refiere a la teoría del tributo, el panjuridicismo propenderá a reformular en términos jurídicos incluso los componentes sociales y sobre todo políticos que están explícitos o implícitos en los procesos de tributación. Y esta pretensión encuentra un camino directo abierto gracias al desarrollo de la doctrina de «Estado de derecho» y del reconocimiento de esta doctrina como norma constitucional-política de muchos Estados concretos. Independientemente de los mecanismos «gremiales» que hayan impulsado este panjuridicismo político (mecanismos que recuerdan el pan-medicalismo del doctor Knock, que consiguió, al menos en su pueblo, según nos cuenta Jules Romain, «El triunfo de la medicina», es decir, la finalidad de «elevar a la existencia médica a todos los ciudadanos», lo cierto es que la concepción del estado de derecho ha sido determinante, a nuestro entender, para el reforzamiento de la tendencia a la inmanencia jurídica de la disciplina tributaria. Por de pronto, las leyes tributarias dejarán de ser consideradas como «normas» singulares y aun excepcionales dentro del conjunto del cuerpo legal. En un estado de derecho, se postula, la ley tributaria habrá de entenderse como una norma jurídica equiparable a las demás normas del ordenamiento jurídico (equiparación que, por cierto, y antes de la formulación [5] explícita de la teoría del estado de derecho, encontramos ya ampliamente defendida en el libro V, capítulo III, artículo XIII del De Legibus de Francisco Suárez). Esta equiparación determinará una reconceptualización de los diversos tipos de tributos que llevará a separar a los impuestos de las tasas y tributos especiales (y, por supuesto, también de las exacciones parafiscales), a efectos de considerar sólo a aquellos (en tanto dependen de normas legales, en su sentido pleno, y no de decretos leyes o de disposiciones de menor rango) y a considerar a los impuestos (directos o indirectos) como los «auténticos tributos». Más aún: el panjuridicismo, aplicado al campo tributario, llegará a inspirar la definición (conceptualmente jurídica) del tributo no tanto como una relación de poder establecida entre el sujeto pasivo y la autoridad tributaria (que, según Suárez, todavía sigue siendo el emperador, o el monarca en funciones de tal), sino como una relación estrictamente jurídica, a saber, como una obligación que vincula al sujeto pasivo y al sujeto activo del tributo. Una relación sometida por tanto a los tribunales de justicia, ordinarios, supremo y de garantías constitucionales. La equiparación no se apoya únicamente, sin embargo, en la circunstancia de que tanto el Ente público (a través de los Abogados del Estado) como los sujetos pasivos puedan dirimir sus conflictos ante los tribunales, sino también en la premisa de las democracias parlamentarias que atribuye el poder legislativo al Parlamento en cuanto representante del Pueblo; por lo cual, en consecuencia, una norma tributaria ya no tendrá que interpretarse en el contexto de una relación de poder «externo» con el sujeto pasivo, sino en el contexto de una relación «del pueblo consigo mismo», sin que ello signifique la recaída en el estado estacionario. El cambio político será siempre concebido como posible sin necesidad de salirse del campo jurídico, porque procederá «de la ley a la ley» mediante su «autoreforma». Dejamos de lado la consideración, en este lugar, de los componentes ideológico metafísicos de esta concepción: la «autoreforma» tiene demasiado que ver con la causa sui y, en todo caso, suponer que el sistema jurídico es el que se autoreforma es tanto como encubrir los verdaderos motores de los cambios, que son la diversas fuerzas sociales contendientes que, a lo sumo, terminarán revistiendo jurídicamente transformaciones que se han producido en otro lugar.

4. Ahora bien. La inmanencia que puede alcanzar una disciplina es siempre de naturaleza abstracta, por la sencilla razón de que el sistema de principios no agota la integridad del campo material de fenómenos que organiza. Ni siquiera en Geometría puede mantenerse con Schlick la tesis de que «solo geométricamente es posible decir algo sobre el espacio». Un triángulo es sin duda una figura espacial, delimitada en un espacio de dos dimensiones; pero la trigonometría no agota la estructura del triángulo, porque un triángulo es «antes» de ser una figura espacial, un simplejo de cardinal 3 y, por ello, cabe hablar, sin metáfora, de triángulos etológicos y de triángulos teológicos (como el misterio de la Santísima Trinidad). A fortiori en el campo de la tributación. Cabría citar aquí la célebre sentencia que Hamlet refiere a la filosofía («hay muchas cosas en el mundo que no caben en tu filosofía»): «hay muchas cosas en los tributos que no caben en el Derecho tributario». Sin duda todo, o casi todo, lo que concierne a esa fragosa cordillera que es la tributación real puede ser proyectado sobre la superficie jurídica, pero esta posibilidad no significa que se reduzca a ella, y esto dicho sin necesidad de negar la capacidad reexpositiva (o representativa) de tal superficie. Ocurre aquí como con la proyección de la misma cordillera geográfica tridimensional, de nuestro ejemplo, en la superficie del mapa: todos los puntos de aquélla que no se encuentran en la misma vertical son representables, con más o menos artificio, en ésta, y aún determinados en ella para servirnos de orientación y guía. Pero la cordillera real no se reduce al mapa, y los cataclismos que abren nuevos valles y desmoronan antiguas cumbres poco tienen que ver causalmente con las variaciones en la cartografía que se produzcan a raíz de las transformaciones en la cordillera.

5. La cuestión fundamental podría plantearse entonces de este modo: independientemente de que el tributo sea, en el mapa del estado de derecho, sobre todo, una figura jurídica, no por ello el tributo deja de ser ante todo una figura social y política. Concedamos a Kelsen que el Derecho es inseparable del Estado y se agota en el Estado. Lo que ya no es tan sencilla es la afirmación recíproca, la de que el Estado sea no ya inseparable del derecho –en realidad todo estado implica un determinado sistema de derecho (hasta el punto de que la expresión «estado de derecho» podría considerarse como redundante)– sino algo que se agota en él. Y esto, aun en el mismo terreno de las normas. No todas las normas políticas o sociales son normas jurídicas; existen también normas morales, las costumbres, a veces tomadas como fuentes supletorias del derecho. Pero, sobre todo, el poder legislativo del Estado, junto con el [6] poder judicial, carecen de toda efectividad social o histórica al margen del poder ejecutivo. Y aunque no fuera más que por esto, la sociedad política jamás podría reducirse a la condición de un estado de derecho puro e ideal en el que el diálogo resolvería todas las situaciones conflictivas. El derecho implica, además de la norma, su ejercicio ejecutivo; pero este ya no deriva de la norma, por así decirlo, el ser no deriva del deber ser. El ejecutivo podrá ajustarse a la norma en lo posible, pero la norma, por sí misma, carece de fuerza de obligar. La fuerza de obligar de la norma jurídica no deriva de la norma (y esto se olvida constantemente). La fuerza de obligar está dada previamente, y está presupuesta por la norma, sin perjuicio de que esta se ajuste a aquella en cuanto acto «imperado» por el entendimiento. De la circunstancia de que tanto el sujeto pasivo como el sujeto activo (ente público) puedan dirimir ante los tribunales sus conflictos, no se deduce que la tributación real sea un simple negocio jurídico. Porque una cosa es que la Administración pueda someter sus actos a los tribunales de justicia, en especial a los tribunales de garantía, y otra cosa es que esos actos, aun ajustados a la norma constitucional, tengan por sí mismos una sustancia jurídica. El ritmo de un batallón desfilando encauza los movimientos de los soldados, pero no los impulsa; lo que hace marchar a los soldados son sus músculos, suficientemente alimentados; sus pasos son canalizados por el ritmo pautado del desfile, pero este ritmo no es el que mueve a los músculos de quienes integran el batallón. El ritmo pautado lo impone el poder legislativo, pero la marcha la ejercitan los músculos de las fuerzas ejecutivas.

7. En cuanto figuras de la sociedad política, el tributo puede considerarse como parte de un todo, y de esta consideración brotan dos líneas dialécticas: 1) una de ellas abstracta, respecto de las otras partes del todo, por cuanto recorre la relación de la parte al todo y del todo a la parte (es decir, el sentido ascendente y el sentido descendente de una misma dirección de movimiento), y 2) otra línea concreta (de la parte a la parte): el tributo es una institución, junto con otras muchas, constitutiva de la sociedad política, en general.

En la consideración de estas dos líneas dialécticas podemos fundar la organización de esta conferencia. En su primera parte esbozaremos un análisis de la primera línea dialéctica; en la segunda, esbozaremos el análisis de la segunda línea. En una tercera parte analizaremos algunas cuestiones que se encuentran en su intersección.

En un final se intentará aplicar estas ideas a la interpretación del significado que pueda tener la acción de los propios asesores fiscales en el proceso político de la tributación.

 

II. El tributo como categoría propia (institución constitutiva) de la sociedad política

1. Comenzamos el análisis de la idea de tributo desde la perspectiva de la que hemos llamado «dialéctica abstracta» de las relaciones (ascendentes y descendentes) implícitas en el proceso mismo de la tributación entre la parte que tributa (el «sujeto pasivo») y el todo que recibe el tributo (un ente público, el Estado u otras instituciones de rango inferior, que forman parte de la sociedad política [en todo lo que sigue utilizamos las ideas expuestas en nuestro Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas]). Dialéctica abstracta en la medida en que ella abstrae (es decir, disocia, aunque no separe) el complejo de relaciones entre las mismas partes implicadas en el proceso de la tributación y que están comprendidas, desde luego, en la sociedad política total (que consideraremos en la sección siguiente). En todos los casos, cuando hablamos de «dialéctica» de la tributación, es porque queremos señalar los componentes contradictorios constitutivos de su misma idea. Pues en toda relación concebida como relación de parte a todo juega la contradicción entre la necesidad de comprender a la misma parte como término de la relación y la necesidad de que esa parte pierda su condición de tal en la misma medida en que parece reabsorberse en el todo. La tributación deja de ser una contribución de la parte al todo para significar una «contribución a sí misma», de la parte a sí misma, a través del todo. En las relaciones de la parte al todo aparecen también las contradicciones entre las partes. En el proceso de tributación los contribuyentes resultan enfrentados entre sí a través de muchas líneas, como si fueran incompatibles, en el contexto de unas relaciones por las que, hasta cierto punto, y en la medida en que ellas figuran como partes del todo, se niegan los unos a los otros en cuanto partes.

2. La estructura dialéctica de la idea de tributo en cuanto institución constitutiva de la sociedad política, y ante todo, su dialéctica abstracta, no es otra cosa sino una determinación o un reflejo de la estructura dialéctica de la idea misma de sociedad política en la medida en que esta idea es de naturaleza holótica. Dicho de otro modo: si la idea de tributo tiene una estructura dialéctica, en cuanto reflejo de la misma dialéctica de la sociedad política, es porque el tributo no puede considerarse como un «momento» accidental o contingente de esta sociedad, sino como un constitutivo esencial suyo. La estructura dialéctica del tributo se desdibujará cuando lo consideremos al margen de la sociedad política (si ello fuera posible), como sin duda lo es de algún modo (por ejemplo, cuando nos atenemos a los componentes psicológicos, morales o etnológico ceremoniales de las instituciones tributarias).

Ahora bien: que las instituciones tributarias son constitutivos esenciales de las sociedades políticas «realmente existentes» (que realmente han existido en la historia) es una tesis que puede considerarse como tesis común a toda concepción realista (aunque no sea materialista), es decir, no idealista, de la sociedad política. Una concepción realista, mucho más si es materialista, de la sociedad política rechazará la visión utópica y ucrónica de una sociedad política en la cual la tributación hubiera desaparecido, sustituida, por ejemplo, bien sea por la contribución generosa de la Naturaleza (que provee de bienes superabundantes, por ejemplo, a los individuos de las Islas del Sol, de las que nos habló Diodoro) o de la técnica del inmediato futuro (de la que nos habló Marx en su Crítica al Programa de Gotha y, casi un siglo después, los «tecnócratas», con Howard Scott, y últimamente Fukuyama), bien sea por la contribución voluntaria de los ciudadanos que, movidos por su «conciencia ética y solidaria» (que inspirará, en su caso, actuaciones «estajanovistas», convertidas en normas), ofrecen a la comunidad, como un don (como un tributo convertido en don) mucho más de lo que ella podría exigirles (de hecho [7] las donaciones a instituciones de interés público, del llamado tercer sector, suelen estar exentas de tributación). Una sociedad compleja en la que no figurase la institución del tributo, no sería una sociedad política realmente existente, sino una especie de iglesia o «comunión de los santos», una fantasía utópica y ucrónica que suele sin embargo inspirar la política de muchos gobiernos, incluso socialdemócratas, que atribuyen a la supuesta debilidad de la ética ciudadana los fracasos de su política económica y social, incluso en lo que al proceso de la tributación se refiere.

3. Pero no solamente conviene comenzar subrayando que prácticamente todas las teorías realistas del Estado consideran a la tributación como un momento esencial suyo. Conviene también constatar que para algunas teorías de la sociedad política el tributo no es sólo un momento esencial (aunque, sin perjuicio de ello, sólo sea considerado acaso como un momento determinante o «instrumental») sino un momento primordial y aún constitutivo, no sólo en el sentido de la génesis (es decir, como momento generador del propio Estado) sino también en el sentido de la estructura de la sociedad política. De otro modo: convendría subrayar las teorías para las cuales, de hecho, la tributación habrá de ser puesta en la definición misma, genética y estructural, de la sociedad política. Así pues, junto a las concepciones teológicas del Estado (el panteísmo estatal, de Hegel o de Donoso Cortés) o a las teorías jurídicas (que parten de la definición del Estado como un Estado de Derecho) o a las teorías policíacas (el estado gendarme garantía de la paz y del orden público) o a las teorías culturales (el estado de cultura de Fichte y sucesores) o las teorías lúdicas (el «origen deportivo del Estado» de Ortega) cabría reconocer también la figura de unas «concepciones tributaristas» del Estado, organizadas en torno a la teoría del «Estado recaudador» (de contribuciones).

Sin embargo, la «concepción tributarista del Estado» no se nos concreta en una teoría unívoca y podría ser reconocida en dos versiones diametralmente opuestas entre sí, en cuanto a la significación misma de la sociedad política concebida en torno al proceso de tributación. Teorías que, aunque formuladas generalmente en perspectiva genética, no por ello pierden sus pretensiones de teorías estructurales de la sociedad política.

A) Una versión de fondo anarquista. Y decimos «de fondo» para incluir aquí al propio marxismo originario. En efecto, aunque Marx admitió para la fase «prehistórica» de la humanidad la necesidad del Estado, lo hizo siempre desde la perspectiva crítica cuyo objetivo histórico último fuese el logro de su extinción. Y no sólo esperando que ella se produjera espontáneamente, sino reconociendo la necesidad de cooperar al advenimiento, para esa lucha final («teoría del eclipse» de Plejanov), de la sociedad sin estado mediante la utilización del propio estado como un mal necesario para el cumplimiento de sus objetivos.

Desde esta perspectiva podría decirse que la teoría marxista originaria sobre el origen del Estado gira en torno a una peculiar concepción de la tributación. El Estado se constituye como una suerte de instrumento en manos de una clase dominante que se ha apropiado de los medios de producción a fin de mantener sometidas a otras clases que dificilmente podrían llamarse «expropiadas» por él (si se supone que aún no existía el derecho de propiedad). Y esto significa principalmente la tendencia a ver al Estado como un sistema de aparatos jurídicos y políticos destinados no sólo a mantener a los desposeídos en su situación de tales, sino también a obligarles a contribuir de todas las maneras posibles y de modo recurrente al sostenimiento de la maquinaria estatal. Esta contribución comprenderá tanto la contribución personal de su trabajo físico (en la economía doméstica de las democracias griegas antiguas, en las obras públicas, minería, ejército) como la contribución tributaria de la parte de la renta (excedente) o de las pequeñas propiedades que retengan. La contribución tributaria alcanzará cada vez más peso a medida que la sociedad política vaya madurando sus instituciones y organizando sus cuerpos especializados de funcionarios, que harán posible disminuir la contribución personal no dineraria.

En conclusión: el Estado, desde esta perspectiva anarquista, será concebido, no solamente en su origen, sino en su estructura, como instrumento de explotación económica, como una «máquina de obligar» a la contribución de los vencidos y de sus herederos puestos al servicio de una clase explotadora (exenta generalmente de contribución) que no solamente buscará extraer los recursos de los pueblos de su entorno a los que domina (la rapiña o la explotación regular de las colonias) sino también, regularmente, de las clases oprimidas en su propio territorio. Esta visión anarquista del estado tributario aparece expuesta en los clásicos del marxismo al hablar de la génesis del Estado y de su extinción. [8] Desde la perspectiva estructural no se suele hablar directamente, en la medida en que ella se concibe como transitoria; pero esta estructura aparece iluminada por la perspectiva de la génesis y del fin de la sociedad política. Dice Marx hablando del sistema político que denominó «modo de producción asiático»: «Habitualmente en Asia solo hubo, desde tiempos inmemoriales, tres departamentos de Gobierno: el de Finanzas, o saqueo interior, el de Guerra, o saqueo exterior, y, por último, el de Obras Públicas.» Dice Engels en el capítulo último («Barbarie y civilización») del Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado: «En Roma, la sociedad gentilicia se convierte en una aristocracia rodeada de una plebe sin derecho alguno, pero también sin deberes; el triunfo de la plebe hunde la antigua constitución gentilicia y crea el Estado. Y entre los alemanes surge el Estado directamente al conquistar grandes y extensos territorios que la constitución gentilicia no podía gobernar. Para sostener el poder del Estado es necesario que los ciudadanos contribuyan por medio de impuestos. Las gentilidades no los conocían...» (por supuesto, los impuestos eran institución que afectaba a las clases inferiores: las clases dominantes estaban exentas de ellos).

En conclusión, desde esta perspectiva anarquista de fondo, el estado aparece como una maquina orientada a la explotación de las clases sometidas, obligándoles a contribuir coactivamente y especialmente a contribuir tributariamente mediante los impuestos. La organización de la contribución, y muy particularmente, la contribución tributaria, resultará ser, por tanto, no un aspecto secundario, accidental o meramente instrumental, sino una institución que tiene que ver con la esencia misma del Estado. El propio ordenamiento jurídico del estado de derecho no sería otra cosa sino una superestructura que gira en torno al derecho de propiedad («los romanos, que eran ladrones, inventaron el derecho de propiedad», dice Engels). Hasta el punto de que todas las restantes instituciones del Estado (desde la policía y el ejército, hasta la educación reglada) también podrán ser interpretadas hasta cierto punto como medios de acompañamiento de la actividad recaudadora.

Es obvio que esta concepción tributarista del Estado que se apoya sobre todo en testimonios de sociedades esclavistas, feudales o aristocráticas, interpretará las situaciones de omnitributación propias de las sociedades modernas socialistas, socialdemócratas o socialcristianas, como logros de los movimientos sociales; pero logros que, sin embargo, no eliminarían de raíz lo que de explotación tendría siempre la tributación. Tan solo la disimularían y, en el mejor caso, la atemperarían. Un sistema omnitributario progresivo, aplicado en una sociedad capitalista de mercado, no suprime las diferencias de clases, por lo que cabría concluir que es el Estado como instrumento de las clases dominantes (no necesariamente de naturaleza hereditaria, como en el antiguo régimen) el que sigue explotando, mediante la contribución, a todas aquellas capas de la sociedad que no pueden rebasar la «ley de bronce». Y aunque el desarrollo tecnológico permita incorporar logros que sitúa a las clases económicamente inferiores en un nivel muy superior al que tenían las clases más altas del pasado, sin embargo podría decirse que la tributación, atenida a la norma de la igualdad geométrica, sigue haciendo posible y aun consolidando la existencia de clases económicas y que, por tanto, la tributación mantiene la explotación relativa de unas clases en beneficio de otras. Cabrá entonces, desde esta perspectiva general, interpretar al fraude fiscal como una estrategia revolucionaria, como un sabotaje al Estado que hace posible la persistencia de la explotación, por medio de la institución del tributo.

B) La teoría tributarista del origen del Estado puede abrirse camino también en una versión no propiamente crítica (anarquista) del Estado en general, sino en una versión positiva (estatista) respecto de la naturaleza del propio estado. En algún sentido, esta «versión positiva» desarrollada por antropólogos cercanos al llamado materialismo cultural, puede considerarse inspirada en un marxismo al que se le hubieran extraído sus componentes anarquistas y sus apelaciones a la violencia y al sabotaje (a la justificación del fraude fiscal o de la huelga fiscal como armas legítimas de lucha) que la teoría de la contribución explotadora, por parte del Estado, comporta. Ahora la contribución, y especialmente la contribución tributaria, identificada también con el proceso mismo de constitución del estado, será considerada como un proceso pacífico y «consensuado» en el que a todos los ciudadanos les interesa participar, si no gozosamente, sí voluntariamente y con ánimo de contribuir a la comunidad, en su desarrollo histórico. El materialismo cultural coincidirá con el marxismo por tanto en su concepción de la naturaleza recaudadora del estado; solo que, en cuanto «marxismo revisionista», tratará de justificar las instituciones tributarias como canales de participación de las partes en el todo. Sanders y Price han propuesto un modelo de transformación de la sociedad natural (prepolítica) en sociedad política basada en un análisis peculiar del proceso de tributación. Se diría que, según este modelo, no es el Estado quien, una vez constituido, establece, inter alia, la institución del tributo, sino que es la institución del tributo (o, si se prefiere, la del proto tributo, cuando aún no está formalizado el Estado) la que dará lugar al Estado y a las leyes tributarias. Se parte de una sociedad en la que los clanes o tribus aparecen asentados como agricultores recolectores en algunas aldeas o alquerías relativamente autárquicas aunque interrelacionadas por nexo de parentesco y de mercado conmutativo inmediato. El incremento de la producción de bienes (y con él, de la población) dará lugar a la aparición de un mercado conmutativo mediato o diferido. De este se pasará a la fase de un mercado distributivo de radio creciente, que determinaría instalaciones aldeanas intermedias (almacenes, depósitos, &c.) hasta llegar al gran centro general de almacenamiento, con todo lo que él implica (caminos, enseres, transportes). Cuando se añada un cuerpo de guardias para vigilar al «Gran almacén», y al proceso de su aprovisionamiento, convertido ya en centro de redistribución y un grupo de redistribuidores que se beneficie del proceso (de sus excedentes) estaremos en los límites de la sociedad política. Quienes aportan sus bienes al gran almacén (o a los almacenes intermedios), se convertirán en tributadores. En este modelo, la tributación que da lugar al estado no se desenvuelve tanto por imposición violenta de una clase exactora que obliga a tributar a las demás, sino por un proceso, en principio pacífico, de interadaptación de las relaciones de comercio diferido, en las que el contribuyente, en función de los bienes y servicios que se le redistribuyen, encuentra ventajas diferenciales, sin perjuicio de que la clase exactora encuentre beneficios todavía más acusados (sobre todo si deja de producir y se dedica en tiempo completo a las tareas de la organización de la redistribución).

4. Podría defenderse la tesis de que las teorías tributaristas del Estado se fundan en realidad en el reconocimiento de la [9] sólida conexión (formulada acaso por primera vez por Panecio de Rodas) entre la propiedad privada y el Estado; porque, a fin de cuentas, lo que las teorías tributaristas vienen a sostener es que el Estado se constituye como el aparato mediante el cual alguna parte de la sociedad se apropia de los tributos particulares o de los bienes colectivos. Pero simplificaríamos el análisis de esta relación considerándola como si ella quedase instaurada en virtud de algún proceso que hubiera tenido lugar en el seno mismo de la sociedad natural (gentilicia, tribal, &c.), ya se haga consistir este proceso en la apropiación violenta ad hoc por una parte de la sociedad de los bienes colectivos, ya se haga consistir en la apropiación pacífica (a título de «beneficios de gestión») de una contribución que se presupone preexistente. El Estado se constituiría como la organización de la clase de los propietarios, surgido del seno de la sociedad natural, a fin de mantener su posición privilegiada. Este análisis acerca del «origen del Estado» empobrece, hasta extremos inadmisibles, la dialéctica del proceso de constitución de las relaciones entre la propiedad privada y el Estado. Supone que estas relaciones aparecen como resultado de una «evolución» interna dada en el seno de una sociedad natural previa (la sociedad de la «edad saturnal»), que desconocía todavía «la diferencia entre lo mío y lo tuyo».

Pero esta «evolución interna» no es otra cosa sino un expediente para explicar la relación entre propiedad privada y Estado, que había sido ya certeramente constatada. Por su carácter interno (a la sociedad natural), y ad hoc, la construcción deja fuera del proceso el componente acaso más importante tanto en la génesis como en la estructura del Estado, a saber, el componente militar, vinculado a la guerra. Pero la guerra no es un proceso que pueda entenderse circunscrito al ámbito de una misma sociedad natural; la guerra implica una relación entre dos o más sociedades naturales. Y en todo caso, esta teoría sobre el origen del Estado a partir de la idea de apropiación por una parte, de lo que no sería propiedad de nadie, es decir, la teoría del Estado expropiador de propiedades aún no existentes, deja fuera el componente global y no depredador que, en todo caso, la expropiación ha de mantener.

Es preciso, por tanto, aún partiendo de la relación funcional entre la propiedad privada y el Estado propuesta por Marx y Engels, dar la «vuelta al revés» a esta relación. Para abreviar: la propiedad privada, suponemos, no puede explicarse en virtud de una metamorfosis ad hoc en la que tuviera lugar la aparición de una relación emergente del seno de una sociedad natural en cuya estructura no figurase esa propiedad. Si la propiedad privada (de los medios de producción: tierras, ganados, equipo...) ha surgido del seno de la sociedad natural (que, en todo caso, hay que postular como sociedad precursora del Estado, o como un proto-Estado) es porque esta sociedad natural ya «había descubierto» la propiedad privada. Y esto nos obliga a introducir en la dialéctica del proceso que analizamos la consideración de las relaciones entre la sociedad natural y otras sociedades naturales. Dicho de otro modo: la misma idea de sociedad natural que ha rebasado ya la fase de la banda nómada («salvaje») y se encuentra asentada en un territorio, implica ya la idea de propiedad privada, en su momento originario. Un momento tenazmente puesto en segundo plano tanto por el materialismo cultural como por el materialismo histórico tradicional, como consecuencia de su tendencia a enfocar el análisis en el ámbito propio de cada sociedad considerada. Un momento de gran trascendencia teórica, puesto que pone en cuestión el mismo supuesto «derecho natural» de una sociedad asentada en un territorio durante siglos y por tanto pone en cuestión la supuesta «radical injusticia» de toda empresa colonial o imperialista. ¿Hasta qué punto los españoles tenían derecho a entrar en tierra de los indios, puesto que estaban arrebatando a estos las tierras que eran suyas? Pero, ¿por qué títulos eran suyas? Desde el punto de vista del «género humano» (desde el cual argumentaron Luis Vives, Vitoria, y también los clásicos del anarquismo) habría que decir que los indios americanos se habían apropiado ya de las tierras de América, aunque el propietario fuese un titular colectivo.

Concluimos: si la propiedad privada de los medios de producción, que, en ningún caso, tienen en su origen como titular a un individuo, sino a una banda, a un clan, a una tribu, ha podido constituirse en el seno de una sociedad natural (de un protoestado) es porque este protoestado ya había «descubierto» la propiedad privada en relación con otros protoestados o sociedades naturales. Y es esa propiedad privada colectiva o general aquella que podrá transformarse, dentro de cada sociedad natural, en propiedades privadas particulares: el Estado será el instrumento mediante el cual la propiedad privada particular quedará instituida; pero no de modo inmediato, si queremos hacer intervenir en la dialéctica a otras sociedades naturales, es decir, si tenemos que hacer intervenir a la guerra.

5. En una primera fase (la que hemos descrito en otro lugar como la fase de la sociedad política preestatal o protoestatal) [10] la sociedad natural ha debido alcanzar una complejidad suficiente para que, en virtud de la confluencia de diversas sociedades naturales y de las divergencias objetivas entre los intereses de sus partes, se haga preciso un control (a cargo siempre de una parte del todo) principalmente orientado ante todo a mantener las propiedades colectivas, frente a las otras sociedades naturales circundantes. Esto quiere decir que no será el Gran Almacén Central el núcleo del protoestado «redistribuidor», sino que este núcleo estará representado más bien por el estado mayor de la sociedad protoestatal, que no sólo defiende sus bienes, sino que tiende a «saquear» a los convecinos o a propiciar razzias lejanas.

En esta fase de la sociedad preestatal no cabrá hablar propiamente de tributación porque no hay propiedad privada particular. Podremos hablar de contribución interna y de saqueo externo; pero la propiedad sigue siendo colectiva. La sociedad protoestatal, como figura delimitada en el espacio antropológico, desarrolla sobre todo en el eje circular su peculiar capa conjuntiva, y en el eje radial, estructura el sistema de su capa basal. Vemos ya en ella mecanismos de replicación porque los instrumentos de control dejan de producir directamente, pero han de sostenerse mediante la extracción de una parte de la energía global.

La fase propiamente estatal de la sociedad política aparecerá cuando dos o más sociedades preestatales se encuentran frente a frente. Es entonces cuando la capa cortical de cada una de ellas (dada en el eje angular) se hace cada vez más potente.

Y mientras que en la fase preestatal no aparece como necesaria la propiedad privada particular, en la fase estatal los órganos de control y dirección, no tanto de la distribución interna, cuanto del botín, se irán apropiando de una parte del mismo; asimismo, retendrán parte o todo de las tierras anexadas (incluyendo a sus habitantes). Según esto, las naciones o tribus incorporadas al Estado en expansión será el origen del tributo (de hecho, el término tributo procede del término tribu) y el tributo será en parte renta (puesto que la propiedad privada se atribuye al propietario) y en parte contribución al Estado, a su tesoro colectivo o erario. La distinción entre fisco y erario no sería, por tanto, una mera peculiaridad del derecho romano. El derecho romano habría formalizado una distinción casi universal, a saber, la parte del tributo o botín que pasa al príncipe o a los primates para atender a sus gastos como tales (es el fisco –originariamente fisco era una cesta en la que se metían las monedas–, que se distingue también de las propiedades privadas que el príncipe o los primates puedan tener) y la parte que pasa al tesoro público o erarium. Septimio Severo instituye la res privata Principis, una caja que ponía a disposición del Emperador y familia enormes sumas, pero además de la administración de la res privata abre otra, el fiscus, más próxima al tesoro público. Cabría decir por tanto que los tributos son la resultante del proceso de incorporación de las tribus (o de las naciones étnicas) a la sociedad política y, por tanto, de la transformación del botín en una contribución procedente de las partes internas de esa sociedad, en tanto que a la vez reciben, en la redistribución, una compensación, además de en todo aquello que concierne a la defensa exterior, también en servicios, salarios, &c.; es decir, en tanto que el botín inicial obtenido por saqueo externo se transforma en botín no depredador (ad extra) o tributo.

6. Desde las coordenadas de la teoría política en la que estamos situados, el tributo habrá de considerarse como un componente fundamental (no contingente) de la sociedad política, aun cuando para captar esta condición (de componente fundamental) tengamos que comenzar evitando la reducción del concepto del tributo a su función fiscal (o recaudatoria) estricta. Desde esta condición, como exponemos a continuación, el concepto de tributo no podrá ser reducido a sus funciones fiscales o recaudatorias; pero de suerte que las funciones extrafiscales del tributo no sean consideradas a su vez como adventicias o sobreañadidas. Habrá que considerar en el tributo [11] como funciones estrictamente internas a la tributación, de significado político fundamental, a muchas de sus funciones que no se agotan en la recaudación.

En efecto, la tributación se extiende por toda la capa de la sociedad política que denominamos capa basal y que (de acuerdo con la teoría sintáctica del poder, según la cual el poder político queda diversificado en las tres ramas del poder operativo, el poder estructurativo o estructurados y el poder determinativo) se diversificará a su vez como poder gestor, como poder planificador y como poder redistribuidor. (La doctrina de las tres ramas del poder, en su intersección con la capa conjuntiva, nos llevaría a la consabida doctrina de los tres poderes, por antonomasia, del Estado: poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial).

El sistema de los nueve tipos de poder de la sociedad política que presuponemos puede exponerse en la siguiente tabla que figura en el Primer ensayo... antes citado, página 324; si bien en ese libro sólo se representaron las conceptuaciones de esos tipos de poder conformadas desde la perspectiva descendente (del todo a la parte).

 

Ramas del poder
(eje sintáctico)
Capas del poder (eje semántico) Sentido (vectorial) de la relación
Conjuntiva Basal Cortical
Operativa Poder
ejecutivo
Poder
gestor
Poder
militar
↓ Descendente
obediencia / desobediencia civil contribución / sabotaje servicio / deserción ↑ Ascendente
Estructurativa Poder
legislativo
Poder
planificador
Poder
federativo
↓ Descendente
sufragio / abstención producción / huelga, desempleo comercio / contrabando ↑ Ascendente
Determinativa Poder
judicial
Poder
redistributivo
Poder
diplomático
↓ Descendente
cumplimiento / desacato tributación / fraude alianzas / inmigración privada ↑ Ascendente
 

El sistema de los nueve tipos de poder político que tomamos como referencia está establecido obviamente desde la perspectiva de la sociedad política en cuanto «totalización in fieri» de múltiples corrientes, actividades, grupos, instituciones (en general: «partes») que hay que suponer dadas, es decir, que no pueden ser deducidas del propio sistema político. Solamente desde la concepción de la sociedad política como «Estado totalitario» cobraría algún sentido una deducción semejante; nosotros suponemos, sin embargo, que el Estado totalitario es un concepto límite, sin existencia real. Por consiguiente, el sistema de los nueve tipos de poder político, sobre todo cuando en él subrayamos los conceptos «ascendentes», ha de entenderse como la expresión o reflejo en la sociedad política de un conjunto de procesos correlativos que no se agotan en su condición de momentos de la sociedad política, sin que a su vez estén actuando o existiendo en otros lugares, a los que podemos englobar bajo el rótulo de sociedad civil o privada. No se trata de una distinción dicotómica capaz de separar nítidamente entidades aislables y aún contrapuestas; se trata más bien de una distinción de funciones o de situaciones delimitadas in medias res. Por ejemplo, el grupo familiar (también la persona individual) constituye obviamente una parte integrante de alguna sociedad política, pero no se agota en esa condición. La familia, o el individuo, forma parte también de una sociedad zoológica, que tiene un habitat o nicho, aunque sea cambiante, que ha de apropiarse cada día de alimentos, &c. No por ello cabe suponer que la oposición entre la sociedad o vida privada y la vida política se establezca únicamente a través de una línea fronteriza que separa las sociedades naturales o prepolíticas de las sociedades políticas, porque también ha de separar a funciones o situaciones que presuponen ya a la propia sociedad política. Por ejemplo, la propiedad privada (de los grupos familiares, de los individuos, de las empresas) es una institución que surge en el ámbito de la sociedad política, pero sin que se agote en ella, por cuanto la propiedad privada se «repliega» de algún modo respecto del conjunto político volviéndose hacia una existencia apolítica (lo que podría explicarse si la propiedad privada se considerase como una refluencia de las apropiaciones prepolíticas de grupos tribales o de instrumentos o bienes por parte de los individuos o de los grupos familiares).

Con todo esto se nos hace preciso concluir (siempre que nos mantengamos a distancia de la concepción totalitaria del Estado) que el sistema de poderes políticos, expresado desde la perspectiva del Estado, es decir, en la perspectiva descendente de las relaciones de la sociedad política a sus componentes, debe considerarse establecido sobre un sistema de términos, operaciones y relaciones susceptibles de ser conceptualizados en el sentido recíproco o ascendente (el sentido horizontal, el que va de la parte a la parte, participará a la vez de los dos anteriores).

Lo que al poder judicial, por ejemplo, corresponde en la capa conjuntiva («construir términos», clasificar, &c.) y al poder diplomático en la capa cortical («clasificar» términos exteriores como amigos o enemigos) será el poder fiscal en la capa basal: una de-terminación de la capacidad tributaria de cada parte de la sociedad política. El poder fiscal podría definirse, en este sentido, como una suerte de poder judicial (o también de poder diplomático interno), porque su oficio es también juzgar, clasificar. Y no es, por supuesto, independiente del poder ejecutivo. Pero, a diferencia del poder judicial, que contiene precisamente la facultad de imponer penas, el poder fiscal no impone penas, al menos directamente: las «penalizaciones» derivadas del poder fiscal, tales como recargos, multas o incluso sanciones penales, no habrá que considerarlas tanto como procedentes de este poder cuanto de los ilícitos criminales, apreciados por el poder judicial, generados por el incumplimiento de las obligaciones atribuidas al «sujeto pasivo» en cuanto ciudadano.

7. La dialéctica o contradicción del tributo, en su esencia más abstracta, podría formularse de este modo: el tributo presupone la propiedad privada, porque sólo puede tributar el propietario de bienes raíces, de bienes muebles, o de bienes indeterminados, expresados en papel moneda, es decir, el sujeto del «hecho imponible»; pero, al mismo tiempo, pone en tela de juicio (y desde luego, limita y recorta en la práctica) el mismo núcleo de la propiedad privada, gracias al cual la institución del tributo existe y puede seguir existiendo.

Podría argumentarse que el tributo no limita la propiedad privada, sino la apariencia de esa propiedad, lo que el propietario cree advertir respecto de aquellas partes vinculadas a su propiedad y que no le pertenecerían precisamente porque tiene que tributarlas. La propiedad fenoménica (que podría visualizarse en el montón de trigo acumulado por el agricultor con el trabajo de sus manos) es sólo una apariencia, porque su propiedad esencial habría de ir referida a aquella parte del montón que permanezca después de retirado el diezmo. Pero, ¿cómo separar la línea divisoria entre el fenómeno y la esencia en estos casos? No parece en todo caso una línea fronteriza interna, sino una línea arbitrariamente impuesta desde el exterior: la décima parte está dada en continuidad con las otras partes del montón de trigo; al igual que retiramos la décima parte de ese montón de nuestro ejemplo, podríamos retirar dos tercios o cuatro quintos y, en el límite, el montón íntegro. Con ello, la tributación se transformaría en confiscación. Por tanto, el tributo establecido sobre la propiedad de un propietario constituye claramente un índice de la dependencia que la propiedad entera tiene respecto de la propiedad residual. La propiedad le ha sido entregada al propietario, dentro de la sociedad política, como una participación de la «propiedad política» global. Previa a la propiedad privada habrá que postular por tanto la propiedad colectiva de la propiedad preestatal. La frontera entre la parte segregada por el tributo y la parte que permanece para [12] el propietario es de «geometría» variable; en el límite, el tributo se convertirá en confiscación. Son dos figuras jurídicas diferentes pero que, como ocurre con las figuras de la circunferencia y de la elipse, se mantienen en la perspectiva de la transformabilidad de la una en la otra. El tributo es una confiscación limitada, así como la confiscación es un tributo ilimitado. Los límites entre tributación y confiscación parecen claros en el papel del derecho tributario; pero en la realidad de la vida, la confiscación ronda siempre a la tributación, y toda tributación tiene un punto de intersección con la confiscación. Esta sería la dialéctica que la historia del tributo tendría que aclarar.

8. Ateniéndonos a la cuestión que nos concierne, la tributación, lo primero que tendremos que subrayar como idea fundamental es la tesis de la correspondencia entre la tributación y la capa basal de la sociedad política. Sin duda, a todos los poderes políticos (de la capa basal) corresponden acciones u operaciones recíprocas ascendentes: al poder gestor le corresponde la cogestión o contribución ciudadana; al poder planificador la producción privada; al poder redistribuidor, la tributación. Sin embargo, desde la perspectiva descendente la contribución está implicada tanto en el poder gestor de la sociedad política (es decir, en la capacidad operativa de sus miembros, por ejemplo, en la capacidad de dirigir y de ejecutar de hecho, por medio de las técnicas adecuadas, un proyecto del estado) como del poder planificador (la capacidad de establecer planes o programas, por ejemplo, los presupuestos generales del Estado) y en el poder redistribuidor (en la capacidad de re-partir bienes en forma de salarios, sueldos, primas, subvenciones, obvenciones, entre las partes de la sociedad política).

Sin embargo, el concepto de contribución, como el de tributación, están conformados inicialmente desde la perspectiva ascendente, que nos pone en la proximidad de las relaciones y operaciones de inserción de las partes o sujetos de la sociedad política (o de la «sociedad civil») en el todo. Y esto, tanto en aquellos impuestos que algunos (con Sáinz de Bujanda) llaman personales –porque contiene la referencia a las personas individuales– como en los reales –porque se dirigen a las personas a través de hechos objetivos, como es el caso, por ejemplo, de las alcabalas–. Y en esta perspectiva, la tributación engloba principalmente a los correlatos del poder gestor y del poder redistribuidor.

En todo caso, la perspectiva ascendente es eminentemente política, por cuanto en ella tiene lugar la incorporación (cooperación, sumisión) de las partes (que suponemos en principio como apolíticas) a la sociedad política total. Y esto daría pie para definir a la contribución, según su concepto más general, no por ello menos riguroso, como el mismo proceso de subsunción o incorporación de los sujetos o grupos que forman parte de la «sociedad civil» a través de las ramas operativas y determinativas del poder, a la capa basal de la sociedad política (no propiamente a la capa conjuntiva o a la capa cortical: el servicio militar, por ejemplo, no es una tributación). Desde este punto de vista sería importante constatar el enfrentamiento con el sistema de conceptos tradicionales, formados desde la perspectiva descendente, mediante la denominación del contribuyente como «sujeto pasivo». El concepto de «sujeto pasivo» es ideológico, y está constituido desde una perspectiva descendente del poder tributario. La denominación de los contribuyentes como sujetos pasivos está determinada sin duda desde el punto de vista, por ejemplo, de la actividad recaudatoria del cuerpo de los decemprimi constituido (en la época de los Antoninos) para recaudar impuestos directos, o del cuerpo de los publicani (para recaudar impuestos indirectos) que actuaban ante los contribuyentes a la manera como actuaban los buscadores de oro ante los depósitos ocultos y pasivos del metal en cualquier parte del Imperio. También jurídicamente el contribuyente es sujeto pasivo en cuanto sujeto de obligaciones impuestas por un poder activo: el sujeto pasivo es el súbdito (el sujeto en sentido de obligado); pero el sujeto activo del tributo es el ente público que tiene el poder para imponerlo. En cualquier caso, el sujeto pasivo es un propietario, y en la «doctrina» se recoge, como hecho imponible, su capacidad económica. Según esto la tributación no se agota en su función fiscal o recaudatoria. A veces, porque ni siquiera es (al menos directamente) recaudatoria, cuando se trata de una contribución de servicios de sujetos operatorios útiles (por ejemplo, cuando los vecinos tienen que contribuir a apagar un incendio o a atender a una riada), y no sólo accidentalmente, sino regularmente. Pero, sobre todo, porque en el mismo proceso recaudatorio, el componente fiscal de la recaudación no es el componente único y tan constitutivo de la tributación son los componentes fiscales como los llamados extrafiscales.

9. En efecto, el tributo es una estructura en la que es preciso distinguir (como en otras muchas estructuras) una forma y una materia. En cuanto institución (o instituto) político jurídico, el tributo está normado en un sistema de instituciones similares pero diferentes a otras muchas, como puedan serlo [13] las retribuciones penales, las multas o los servicios de redención de penas (el tributo no tiene sentido de pena por un ilícito); lo que no implica que un número cada vez mayor de conductas de los administrados puedan ser consideradas como ilícitos criminales y, por tanto, como delitos contra la hacienda pública (artículos 305 al 310 del Código Penal vigente); o las requisas o confiscaciones. El tributo no es institución que dependa de la contingencia de un ilícito, ni de sistemas excepcionales de crisis. Es una institución regular que hay que considerar integrada en las funciones basales del Estado. La concepción del tributo como una parte formal de la estructura de la sociedad política, a través de su capa basal, de la «administración», nos lleva a distinguir los dos momentos, inseparables pero disociables, constituidos por la materia del tributo (el contenido del tributo, en cuanto parte de la capa basal y energética: servicios, bienes económicos directos en las tributaciones por especie, o bienes económicos similares,de tipo monetario) y la forma del tributo (en lo que este tiene de inserción de partes de la capa basal en la estructura del Estado; inserción que obviamente no agota la materia, puesto que mantiene sus ritmos propios, tanto físicos o biológicos como económicos o culturales). La distinción entre la forma y la materia del tributo se hace presente, tanto en la línea descendente (del poder político al súbdito) como en la línea ascendente. Pero la forma del tributo no se reduce al componente jurídico de la misma, porque incluye también, y de modo fundamental, a la fuerza de obligar de la autoridad política tributaria.

La forma del tributo se determina en la línea descendente, en efecto, como fuerza de obligar, por parte del poder político, y como obligación por parte del sujeto pasivo, súbdito o sujeto obligado. Mediante esta obligación el súbdito se convierte en sujeto pasivo u obligado (en las categorías del derecho civil: el tributo se aplica como una suerte de derecho de crédito al que corresponde una obligación por parte del sujeto pasivo). La obligación «tributación», por tanto, se aproxima a la estructura de la obligación civil, si bien las diferencias derivan de la naturaleza pública del titular del supuesto «derecho de crédito».

Pero la materia del tributo se determina, en la línea descendente, como definición o delimitación (dentro del sistema de bienes y servicios de la capa basal característica de la sociedad política de referencia) de aquellas partes de la capa basal global que se logren determinar en el contexto de los planes y programas administrativos, en virtud de actos de prudencia política que implican conocimientos técnicos aplicados capaces de formar esos planes y programas. En la línea ascendente, la materia del tributo es la misma aportación material, dineraria o en especie, de esa parte de la capa basal que ha sido previamente definida como contenido de la tributación.

Ahora bien, como característica esencial del tributo, en cuanto proceso político jurídico, cabría señalar precisamente su formalismo, es decir, la disociación que él presupone entre la forma y la materia del tributo; disociación que no implica separación absoluta pero sí separación determinada (la que se mantiene en una conexión sinecoide o abstracta con la materia determinada por el tributo). Esta disociación se realiza plenamente en los tributos puros (o «por antonomasia»), es decir, en los tributos no contraprestativos («no aplicativos», cabría llamarlos desde una perspectiva funcional) que son aquellos tributos en los que precisamente tiene lugar la desconexión entre la tributación y una contraprestación definida por parte del poder público (la vigente Ley general tributaria española define el impuesto como el tributo exigido sin contraprestación). En los tributos no impositivos (cabría decir, «aplicativos») como las tasas o los llamados tributos especiales, cabría establecer una analogía, en el derecho civil, con los contratos de compraventa, porque tanto en las tasas como en los tributos especiales el contribuyente recibe, a cambio de su tributo, una contraprestación definida, un servicio administrativo (por ejemplo, unas lecciones tras la matrícula en un centro público) o de otro orden (por ejemplo el tributo municipal por el arreglo de la calle). Pero desde la perspectiva de la teoría política (y no desde una teoría estrictamente jurídica) habría que precisar que el impuesto no tiene contrapartida definida y que, por consiguiente, no puede ser invocada la ausencia de contrapartidas definidas como una prueba de deslegitimazión. Esto demuestra que el tributo es antes un concepto análogo que un concepto unívoco, y que el tributo puro o impuesto es su primer analogado. Pero en este primer analogado se nos muestra precisamente la disociación entre la forma del tributo y su materia. El tributo puro crea la obligación, en el súbdito, con abstracción de una contraprestación determinada. Sin duda se supone que los tributos materiales se incorporarán a la capa basal de la sociedad política, pero ello en virtud de unos planes y programas políticos que deberán haber sido establecidos por el poder político, y que teóricamente, en las sociedades democráticas, podrán ser conocidos por los contribuyentes, aunque no tengan acuerdo con ellos (por ejemplo, si pertenecen al partido de la oposición). Pero la materia tributada, tanto en los impuestos directos como en los indirectos, no está vinculada a objetivos definidos (es decir, no cabe considerarla como una aplicación «unívoca a la derecha»).

El tributo crea una obligación formal en el súbdito y por tanto el contribuyente tiene, en el supuesto más favorable, que confiar en que su contribución le será útil (en una sociedad democrática, la oposición retira esta confianza, casi de modo regular, al gobierno). En una sociedad no democrática, la disociación entre la obligación formal y la material del tributo es casi absoluta y es índice de la heteronomía del contribuyente. Circunstancia que podría explicar en el ámbito de la filosofía ética y de la filosofía moral la doctrina del «formalismo kantiano»; pues tal doctrina, que tanta influencia ha tenido en la teoría del Estado de derecho, podría ser interpretada como una extensión a la ley moral de una característica propia de la ley tributaria, cuya obligación deriva, suponemos, de la forma de la ley, pero no de su materia. Kant habría pretendido, sin embargo, que una tal disociación es la garantía de la «autonomía de la conciencia». Suárez interpretó ya esa «obligación formal» de los tributos como obligación moral, una obligación «en conciencia». La función política del tributo es, según lo que precede, tanto o más la que tiene que ver con la forma que la que tiene que ver con la materia. En efecto, en las contribuciones no fiscales (que constituyen una clara refluencia de situaciones prepolíticas, pero no por ello menos actuales o meramente pretéritas) la contribución tiene un funcionalismo eminente de integración social que incluye a veces sumisión, a veces obediencia, a veces cooperación por parte del contribuyente, pero siempre control social por parte del poder. Pero en las contribuciones fiscales el «funcionalismo extrafiscal» es todavía más significativo. El contribuyente es un propietario, según venimos suponiendo; jurídicamente esta condición se recoge a través del concepto del «hecho imponible», cuya realización genera el nacimiento de la obligación de la contribución; [14] el hecho imponible es un hecho indicativo, en efecto, de la capacidad económica del súbdito, y, sobre todo, el hecho imponible de los tributos por antonomasia, los tributos sin contraprestación, es decir, los impuestos (no las tasas, ni siquiera las contribuciones especiales). Esto se aplica también al caso de las contribuciones no fiscales, de las contribuciones representadas por las propias prestaciones u operaciones de los súbditos o sujetos pasivos cuya actividad podría sin duda tener un equivalente económico a través de salarios (y en esto se diferencia la contribución no fiscal del servicio militar tradicional).

En cuanto propietario el contribuyente tenderá a considerar la materia de su triburo como fruto de su esfuerzo. Pero el tributo obliga al propietario a retirar la parte, siempre importante, que ha de ser entregada al recaudador. Es probable que el propietario experimente siempre la impresión de estar con ello siendo expropiado, embargado, confiscado o extorsionado; a la par que objetivamente (y al margen de sus sentimientos subjetivos) habrá de concluir que «sus propiedades» no son de hecho íntegramente suyas. En este sentido la tributación constituirá un cauce efectivo para la educación del «subjetivismo infantil» del propietario. La tributación le hará reconocer su inserción de hecho en una red social que hace posible que él mismo, en cuanto propietario, pueda disponer no ya de los servicios derivables de la redistribución (comunicaciones, líneas eléctricas, orden público) –que según algunos sería la única justificación del tributo– sino, sobre todo, de la aseguración de su misma propiedad.

Este es un punto en el que quisiéramos insistir: la justificación política del tributo fiscal (por patrimonio o por renta) no se encuentra tanto en los efectos redistributivos (calculados en servicios o en bienes y que casi nunca pueden medirse o coordinarse puntualmente con lo tributado), cuanto a lo sumo en una redistribución tomada en un sentido tan amplio que pueda incluir la propia «revalidación» del derecho de propiedad, como un derecho positivo y no natural. Un derecho que viene establecido en el marco de la sociedad política (como «Estado de derecho»). Sólo el poder ejecutivo (pongamos por caso, la Guardia Civil) pues cubrir la protección de la propiedad privada del contribuyente, sin la cual el propio contribuyente no podría mantener su condición de tal. Por lo demás, las funciones extrafiscales del tributo suelen estar reconocidas, de un modo u otro, por casi todas las sociedades políticas. Las tributaciones sirven siempre al poder político como instrumento, justo o injusto, de dominación, de igualación o de discriminación, de creación de capas, mayoritarias o minoritarias, estabilizadas de la sociedad política o, contrariamente, de capas inestables si la redistribución es excesivamente injusta. Mediante el tributo se busca a veces favorecer un tipo de instituciones (eximiendo, desgravando o atenuando, como es el caso de la famosa sentencia del Tribunal Constitucional 45/1989, sobre la sujeción separada o conjunta de los cónyuges en el IRPF) o bien perjudicarlas para debilitarlas o extinguirlas (impuesto sobre el alcohol, el tabaco, &c.).

9. Si el sistema tributario sólo tiene sentido en el contexto de la sociedad política habrá que concluir que la estructura del sistema tributario podrá tomarse siempre como un reflejo muy fiel de la estructura del sistema político, aunque muchas veces el reflejo esté distorsionado y no sea fácil establecer las correspondencias. Otras veces ocurre lo contrario. Es el caso del sistema de titulaciones de los sujetos pasivos del impuesto sobre la renta y sobre el patrimonio tal como ha ido evolucionando en la democracia española de 1978 sobre todo a raíz de la llamada Ley de Reforma Tributaria (18/1991 y 19/1997). Porque un sistema político de democracia parlamentaria en el cual a cada ciudadano corresponde políticamente un voto; un sistema en el que se practica la institución de la «jornada de reflexión» (que supone el carácter individual de la conciencia: el voto habría de ser un «voto en conciencia»), entonces este ciudadano habrá de ser tratado como un sujeto autónomo, abstrayendo su vinculación a grupos y, en particular, a la familia (cuyos vínculos se han declarado contingentes, disolubles, saltando por encima de los vínculos que establecen los derechos de herencia). Por ello, a este ciudadano con voto individual se le hará corresponder con un contribuyente con titulación profesional individual, tanto en la declaración de la renta de las personas físicas como en la declaración del patrimonio. Otra cosa es que esta titulación individual sea, tanto en las elecciones parlamentarias como en el tributo, una abstracción, en el momento en el cual resulta que el individuo, como elector, no figura sólo como elemento de la clase o colectivo común de todos los electores españoles, sino que figura también como elemento de otras clases o colectivos (municipales o de comunidades autónomas); y, como contribuyente, no figura sólo como contribuyente de la sociedad política común, sino como contribuyente de un municipio o de una comunidad autónoma. En cuanto pertenece a esos subconjuntos diversos de una misma Sociedad política, el elector adquirirá pesos diferentes en función del subconjunto al que además él pertenezca (un voto soriano [15] a las elecciones del Parlamento Nacional podrá pesar tanto como quince votos sevillanos). Pero otro tanto ocurre con el contribuyente.

 

III. Dialéctica del tributo como expresión del conflicto entre la «sociedad civil» y la sociedad política

1. En los párrafos precedentes hemos expuesto las principales líneas de la dialéctica abstracta del tributo. Abstracta, porque poníamos entre paréntesis las relaciones, ascendentes o descendentes, de las partes que tributan, de los contribuyentes, con otras partes de la sociedad política, ateniéndonos únicamente a la consideración de las relaciones entre las partes y el todo. Ahora procede analizar la dialéctica de las relaciones («concretas») entre cada parte o contribuyente de la sociedad política y las otras partes de esa sociedad.

Ahora bien, la sociedad política, considerada como una clase booleana (y la consideramos como tal, aunque no sin artificio, a fin de canalizar nuestros razonamientos) consta de términos elementales (los individuos abstractos) y de subconjuntos de elementos (familias, sociedades anónimas e instituciones, consideradas en su extensión). En general, ningún elemento x de la clase A «se agota» en su condición de tal; es decir, el elemento de una clase, ni siquiera algebraicamente puede ser reducido a su condición de término de una relación de pertenencia, aunque no sea más que por la razón de que las operaciones algebraicas con la clase producto de otras dos clases A, B, implican la pertenencia de x a la vez a cada una de esas dos clases. En nuestro caso, la relación de un ciudadano, en cuanto contribuyente, a la clase de los contribuyentes de la sociedad política, no agota su entidad. El contribuyente pertenece a la vez a otras múltiples clases (sindicatos, partidos políticos, familias) y a su vez no puede agotarse en su condición de parte de una sociedad política determinada, porque puede pertenecer también a otras sociedades supra o interpolíticas.

De aquí podríamos obtener, como tesis recíproca pero equivalente, la tesis de la naturaleza abstracta de toda clase respecto de sus elementos, es decir, la tesis que establece que una clase (por ejemplo su connotación) no puede agotar todas las notas constitutivas de sus elementos. Tesis que no necesita acudir al principio tradicional individuum est ineffabile (es decir, con infinitos atributos); bastaría que el elemento de la clase A, aunque no fuese «inefable», en razón de sus infinitos atributos, perteneciese a otra clase B. Lo que, aplicado a nuestro caso, nos llevará a encontrarnos con la tesis acerca de la imposibilidad del estado totalitario. La idea de un estado totalitario es absurda, porque una sociedad política no puede agotar o controla a todos sus elementos o subconjuntos constituidos por estos elementos. Lo que significa que las críticas a los llamados estados totalitarios (al estado nacional socialista, o al estado soviético) habría que interpretarlas en términos distintos de aquellos en los que suelen ser entendidas.

De lo anterior deducimos que las relaciones de los contribuyentes con otros elementos o instituciones de la sociedad política tampoco son agotables como relaciones definibles en el seno de esa sociedad. Habrá, es cierto, relaciones cuyo campo pueda considerarse inserto en la propia sociedad política de referencia; pero habrá también relaciones cuyo campo desborde a esa misma sociedad. Así, mientras que la relación de un contribuyente con otros contribuyentes, en cuanto tales, de la misma sociedad política, puede considerarse como interna a esa sociedad (relaciones homogéneas o inmediatas respecto de la clase de referencia), las relaciones de un contribuyente con otros que a la vez estén desempeñando el papel de elementos de otra clase distinta, podría ser una relación incluso externa («ad extra», heterogénea o mediata) respecto de la propia sociedad política, y ello aun cuando supongamos que se mantienen entre dos o más términos de la propia sociedad política. Dicho de otro modo, las relaciones ad extra no habrían de entenderse tan solo como relaciones que se mantienen entre términos de dos clases distintas A y B, sino también entre términos x, y de la misma clase A; entre ellos podrían establecerse relaciones ad extra respecto de A (las relaciones heterogéneas entre dos o más individuos de una misma sociedad política implican la mediación de otras sociedad políticas o no políticas distintas de la sociedad de referencia).

Podríamos ejemplificar estas situaciones con «subconjuntos» tales como los constituidos por la clase de los asalariados, o bien, por la clase de los afiliados a una organización sindical internacional o por la clase de los individuos pertenecientes a una ONG o a una iglesia universal.

En el ámbito de las relaciones homogéneas ad intra entre los contribuyentes de una misma sociedad política (relaciones a partir de las cuales se establecen las subclases particulares de contribuyentes según, por ejemplo, la cuantía de su contribución, pero también según otros criterios: trabajadores autónomos, funcionarios, profesiones liberales, célibes, &c.) podemos hablar del desencadenamiento de procesos dialécticos en el sentido más estricto, a saber, el que implica incompatibilidades o contradicciones. Las más importantes derivan de las desigualdades entre los contribuyentes, lo que hace que las contribuciones respectivas no puedan ser iguales, y no ya solo en sentido aritmético (lo que es obvio) sino tampoco en el sentido geométrico o proporcional. Cuando el artículo 30 de la Constitución de 1978 se interpreta como compatible con el artículo 12, que establece la igualdad de todos los españoles, es obvio que no está refiriéndose a una igualdad aritmética, y en esa dirección marcha alguna sentencia del Tribunal supremo; pero la igualdad social tampoco tiene mucho que ver con la igualdad geométrica, porque las mismas relaciones de proporcionalidad, en los tipos de progresividad del impuesto, que han de atenerse al criterio de la renta principalmente, no son aplicables al caso con equidad, dado que los contribuyentes son sólo elementos abstractos de las clases respectivas. Los mismos tramos de las tablas de ingresos, para los impuestos directos, son siempre incompatibles con una equidad de proporción, porque los pasos del tramo B al C, o del C al D, no pueden ser homogéneos, y menos aún representar lo mismo para cada contribuyente. Son tan solo cuadrículas necesarias para el cálculo del juicio fiscal, pero objetivamente injustas, en cuando introducen desigualdades consolidadas entre los contribuyentes: la contribución proporcional favorece o perjudica necesariamente, aunque en distinta medida relativa, a unos y a otros. Cabría hablar aquí también de un «efecto Mateo» (fiscal) que correspondería, con las diferencias pertinentes, a lo que Merton ha descrito como «efecto Mateo» en el terreno de la redistribución de prestigios entre los autores que firman como «contribuyentes» un mismo trabajo científico o artístico. [16] El «efecto Mateo fiscal» está, en todo caso, literalmente descrito por el evangelista en la llamada parábola de los talentos de su Evangelio (Mateo 25, 14-30): «...porque a todo el que tiene se dará y abundará, y al que no tiene se le quitará aún lo que tiene. Y al siervo inútil arrojadlo a las tinieblas exteriores: allí será el llanto y el crujir de los dientes.» Pero este «efecto Mateo fiscal» está sin duda funcionalmente implicado, más allá de la justicia o de la injusticia, con la estructura de una sociedad política suficientemente compleja, basada en el derecho de propiedad dinámico, que admite la posibilidad de ser incrementado legalmente, y sometido a las leyes del intercambio mercantil. En esta sociedad, el Estado tenderá a promover al propietario que sepa incrementar sus rentas, puesto que este incremento constituirá el modo más seguro para incrementar también la recaudación contributiba.

La idea de un «sistema tributario justo», como sistema ordenado capaz de sostenerse, sin generar entropía, es una idea límite, un imposible político, como pueda serlo el perpetuum mobile en termodinámica. La justicia solo tiene sentido con un alcance limitado y abstracto a las reglas de juego. No cabe, según esto, admitir la posibilidad de una disciplina cerrada o inmanente denominada Derecho tributario que se atenga, como a su contexto determinante, a la idea de un sistema justo distributivo. Este sistema «justo» sólo podrá circunscribirse al terreno de la justicia formal establecida en el sistema tributario, pero descontando la materia de la tributación y otros muchos contenidos.

La dialéctica de las relaciones ad intra u homogéneas que tienen que ver con la tributación puede hacerse derivar, por tanto, de la incompatibilidad entre la necesidad de un juicio fiscal y la imposibilidad de un juicio justo o con equidad. De otro modo, la equidad formal genera siempre desigualdad material, y no por error del juicio fiscal, sino por estructura. Las discriminaciones objetivas consolidan la decantación en capas y clases económicas de la sociedad política, y son tanto una medida de la desigualdad social como un procedimiento de igualación. Una veces por discriminaciones inversas (que diferencian según las tasas a los que contribuyen y a los exentos privilegiados) y otras veces por discriminación directa (quienes más contribuyen se estratifican en las capas superiores de la sociedad, de suerte que la mayor contribución refuerza su prestigio y estatus; quienes no contribuyen en absoluto, son desempleados, mendigos y marginales, a quienes en muchos sistemas políticos se les quita incluso el derecho al voto). La tributación proporcional equitativa no sólo presupone la desigualdad entre las capas sociales, sino que cuenta con ellas y la refuerza, legitimando al más rico precisamente porque tributa más.

Por ello tampoco cabe pensar que en un sistema democrático, en el que todos los ciudadanos contribuyen proporcionalmente, mediante sus impuestos, a la sociedad política, la equidad tributaria (salvo los obligados errores de casos particulares) se haya conseguido. Y no solo porque la constitución democrática no implica la discriminación social ligada al propio sistema proporcional, de la que venimos hablando, sino sobre todo teniendo en cuenta que una sociedad democrática no garantiza, a pesar de las pretensiones del Estado de derecho, el pleno empleo, y deja marginada del sistema tributario a la masa de desempleados que, sin embargo, sigue conservando sus derechos políticos. Sobre todo, porque las contradicciones o inconmensurabilidades entre los sentidos descendentes o ascendentes de la actividad social entre gobernantes y gobernados, aun cuando aquellos figuren como representantes del pueblo, subsisten incluso en una sociedad democrática con pleno empleo y con diferencias económicas mínimas entre sus miembros. En efecto, la transformación de los gobernantes del Antiguo Régimen en representantes del pueblo (en el Parlamento, en el gobierno, o en los tribunales de justicia) anula teóricamente la distinción entre fisco y tesoro, porque todo lo que resulta de la tributación habrá de desembocar en el erario público (es decir, no podrá ir a parar al tesoro del Príncipe). Sin embargo, es lo cierto que los representantes del pueblo constituyen a su vez una clase, la llamada «clase política», cuya sustantivación (y homogeneización de hecho), en comportamientos, nivel de vida, &c., sin perjuicio de las discrepancias políticas teóricas, alcanza valores muy altos en los sistemas partitocráticos (lo que se ve con claridad en la fijación de remuneraciones de parlamentarios, jueces y gobernantes). De este modo, volvemos a encontrar una reedición del concepto originario de fisco, si no ya por referencia al Príncipe, sí por referencia (y generalizando) a lo que Gramsci denominó el «Príncipe moderno», es decir, a los partidos políticos y a sus representantes en la clase política (y, por extensión, en el poder judicial y en el ejecutivo). En suma, una fracción cada vez más importante del total de la tributación resultará destinada al fisco o «cesta» de una clase privilegiada de representantes, cuyos méritos personales no tienen por qué discutirse; y no solo durante los años del ejercicio de su representación, sino también de modo vitalicio. Esto es lo que obliga a reconocer, en las partitocracias del presente, la efectividad de la distinción entre el fisco y el erario como distinción de hecho y de derecho legal (aunque conceptualmente la distinción sea logicamente considerada, por los propios miembros de la clase política, como un intolerable arcaísmo).

Pero las contradicciones dialécticas que el tributo suscita tampoco pueden resolverse en una democracia en la que a la clase política no le fuese asignado ex profeso una determinada cesta de monedas o fisco. Porque la distancia entre la clase política dirigente y el pueblo que la eligió (incluyendo aquí a quien vota por los partidos de la oposición) se traducirá también en la diferencia de la planificación de los objetivos de la redistribución, según los presupuestos, del tesoro obtenido por tributación. Es preciso distinguir, en efecto, el componente formal de la contribución del ciudadano al erario público y el componente material de la redistribución del erario a los fines de la sociedad política (no necesariamente a los ciudadanos, que sin embargo tienden a mantener la perspectiva de sus derechos subjetivos a recibir contraprestaciones personales a sus impuestos) según los objetivos fijados en el presupuesto. Ahora bien, estos dos planos son inconmensurables, porque la sociedad política, y la sociedad democrática por tanto, presuponen la divergencia entre sus partes, y la divergencia se delimita muy especialmente en el plano de la redistribución material de los objetivos. De este modo, una fracción de los ciudadanos que puede llegar hasta los alrededores del 50%, que está dispuesta a tributar al erario público, se verá «defraudada» en la redistribución realizada por el gobierno democrático, sin necesidad de tener en cuenta las eventuales prácticas de corrupción administrativa que puedan sobrevenir, sino por el hecho mismo del desacuerdo (velado por el consenso) con los objetivos (planes y programas) presupuestarios establecidos por la mayoría parlamentaria directa o en coalición. Obviamente, los puntos de desacuerdo son indefinidos. En general, los presupuestos [17] aprobados por el gobierno serán sistemáticamente rechazados por la oposición del régimen partitocrático que no se atiene al sistema de turnos, puesto que obligadamente (funcionalmente) la oposición tendrá que descalificar todo cuanto pueda a los planes y programas del gobierno para justificar su disposición a sustituirle. Un contribuyente pacifista estará en desacuerdo con las partidas del presupuesto destinadas a gastos militares; un racionalista objetará las partidas destinadas a apoyar a las organizaciones religiosas; un contribuyente crítico de la cultura considerará aberrantes y aún ridículas las atenciones millonarias que el presupuesto oficial presta al sostenimiento de un teatro de ópera cuya reapertura se consagra a una puesta en escena del Turandot de Puccini. Y precisamente porque las reglas democráticas determinan por consenso que esos desacuerdos de fondo no eximen al ciudadano de su contribución, se abre una dialéctica irresoluble, a través del tributo, entre la sociedad política y las diferentes clases de los contribuyentes.

También es cierto que esta dialéctica puede en gran medida considerarse como dada dentro del ámbito de la dialéctica entre la sociedad política y lo que se llama sociedad civil. En efecto, el «objetor de conciencia al servicio de armas» puede alegar, además de su condición de ciudadano contribuyente, su condición de miembro de la «sociedad cosmopolita de los pacifistas o filántropos»; el racionalista, además de su condición de ciudadano contribuyente, puede considerarse miembro de una sociedad racionalista internacional, visible o invisible; el crítico de la cultura puede considerarse como miembro de una élite contracultural, que libre de los prejuicios de la cultura vigente, le «autorice» a constituirse en «objetor de conciencia cultural» e incluso la insumisión tributaria, aun exponiéndose a las penas correspondientes (que contribuirán, por cierto, a agravar los gastos carcelarios del Estado). Todas estas relaciones de los contribuyentes a clases tan heterogéneas como puedan serlo las sociedades cosmopolitas, las sociedades racionalistas o las élites culturales, suelen ser englobadas en el concepto de una pertenencia adicional de los miembros de la sociedad política a una «sociedad civil».

Cuando pasamos, como vemos, sin necesidad de salir del terreno de la propia sociedad política, al ámbito de las relaciones ad extra o heterogéneas entre los contribuyentes de esa sociedad política, la dialéctica de las relaciones pertinentes se hace mucho más compleja y abundante. Todas esas relaciones ad extra podrían englobarse bajo la rúbrica de conjunto de las relaciones entre las partes de la sociedad política y los términos exteriores, en el sentido dicho, a la sociedad política.

Ahora bien, ocurre que el conjunto de estas relaciones (que son también relaciones circulares, dentro del espacio antropológico), que los miembros de la sociedad política mantienen al parecer más allá de ella misma, constituyen la definición de la «sociedad civil» de la que hemos hablado, en su sentido fuerte más corriente, a saber, el que la sociedad civil alcanza en cuanto sociedad delimitada por contraposición a la sociedad política. Por consiguiente, las contradicciones, incompatibilidades, inconmensurabilidades, que pueden resultar en el contexto de las relaciones entre los contribuyentes, en cuanto miembros de la sociedad política y esos mismos contribuyentes en cuanto son considerados como miembros de la sociedad civil, podrán englobarse bajo la rúbrica de la dialéctica del tributo como expresión del conflicto entre la sociedad civil y la sociedad política.

Comenzamos reconociendo que esta rúbrica es oscura y confusa, porque oscuro y confuso es ese mismo concepto sustancialista de sociedad civil. Inicialmente, podría partirse de la ecuación «sociedad política = sociedad civil». Suponemos, en efecto, que el concepto de sociedad civil, cuando comienza a utilizarse como un concepto opuesto a sociedad política, sólo puede admitirse como un concepto negativo, y ello sin perjuicio de que etimológicamente ambos conceptos fueran equivalentes, como equivalentes son la polis y la civitas. De hecho, todavía en la llamada segunda escolástica, la española, la expresión societas civilis se utilizaba como sinónimo de la res publicae, de la sociedad política. Pero lo cierto es que la expresión sociedad civil comenzó a utilizarse a partir del siglo XVII como un término de clase que intentaba englobar todos aquellos aspectos, por heterogéneos que fuesen, de la sociabilidad humana que no se dejaban reducir a la vida política, aun cuando hubieran resultado, según su génesis, por mediación de esa misma vida política. El concepto de sociedad civil habría comenzado por ser estrictamente negativo, como si fuese el concepto de una «clase complementaria» de la sociedad política, y sin perjuicio de que la clase universal respecto de la cual se establece la complementación, es decir, el universo lógico, fuese la propia «sociedad humana».

El formato negativo del concepto «sociedad civil» admite sin embargo múltiples interpretaciones, según los functores que se utilicen para establecer las relaciones entre ambas sociedades (por ejemplo, según que utilicemos los functores de ecualización, de reducción o de contraposición); pero el carácter negativo del concepto de sociedad civil quedará enmascarado por la sustancialización de ese concepto, llevada a cabo por la propia denominación («sociedad civil») cuando se utiliza como si fuera el nombre del concepto de una clase positiva. Una sustancialización ideológica que constituye, sin embargo, la característica de ese término tal como viene utilizándose.

Con todo esto no queremos concluir, puesto que la sociedad civil no es un concepto al que pueda dársele un valor único y global, que tampoco carezca de todo sentido hablar de una dialéctica entre la sociedad política y la sociedad civil susceptible de manifestarse inter alia en el tributo. Queremos decir, en primer lugar, que esa «dialéctica global» habrá de ser descompuesta en una multitud indefinida de oposiciones dialécticas, casi siempre heterogéneas y casi nunca actuantes como si fuesen momentos convergentes de un superior proceso único (la emancipación y promoción de la «sociedad civil») al que tendiera la sociedad humana. En segundo lugar, el hecho de que una tal descomposición no se lleva a efecto, sino que el término «sociedad civil» sigue utilizándose como designación de un concepto hipostasiado, pero, por motivos ideológicos distintos en cada caso, nos indica que la fórmula «sociedad civil» es un concepto ideológico, cuya influencia se deja ver en construcciones doctrinales que han ejercido y siguen ejerciendo una gran influencia en la teoría de la tributación.

A) Ante todo, nos referiremos a las concepciones más radicales, cuanto al proceso de hipostatización se refiere, de la idea de una sociedad civil en tanto contrapuesta a la sociedad política. El común denominador de esas concepciones radicales de la sociedad civil podríamos ponerlo en su tendencia a considerar a las sociedades políticas como organizaciones secundarias, a veces incluso contingentes, superestructurales, perversiones (en la perspectiva del anarquismo o del liberalismo extremado de la «teoría del Estado mínimo») que eclipsan, [18] bloquean o incluso destruyen la característica fundamental de los hombres entendidos como animales sociales, originariamente miembros de una sociedad no política llamada sociedad civil. Que unas veces será entendida como previa a la sociedad política, otras veces como posterior a ella, tras la extinción del Estado, y otras como abriéndose camino a través y simultáneamente del desarrollo de la propia sociedad política.

Acaso la concepción ideológica organizada más antigua de una «sociedad civil» independiente o englobante de las sociedades políticas fue la concepción estoica de la Cosmópolis; una idea que estaba construida desde la polis, pero de tal suerte que esta polis, al ser entendida, no ya como una ciudad-Estado, sino como la «totalidad del cosmos», perdía sus características políticas y se convertía en una idea muy próxima a la de sociedad civil vinculada al cosmopolitismo de los que hoy se consideran «ciudadanos del mundo», en una tradición ininterrumpida precisamente desde los estoicos. El «ciudadano del mundo» no se considerará miembro de una sociedad política; él cree encontrarse situado «más allá» de cualquier «estrecho nacionalismo» (si es un jugador internacional de futbol, reconocido, abrirá su sede fiscal extramuros del Estado al que pertenece el club que le ha contratado). La concepción cosmopolita de la sociedad civil suele ser individualista, en el sentido de que considera como término de la sociedad civil antes a los individuos que a los grupos, a las sociedades folk, &c. (han sido los antropólogos, desde Morgan hasta Sahlins, quienes más han insistido en la importancia de las formas de socialización humana independientes o previas a las sociedades políticas, a las que con frecuencia se designa como «sociedad civil»).

Pero la concepción ideológica más influyente de una «sociedad civil», entendida sustancialistamente como una sociedad opuesta a la sociedad política, y además vinculada a una organización «realmente existente» (es decir, no meramente taxonómica, como habría sido el caso de la cosmópolis estoica) es sin duda la concepción de la Ciudad de Dios de San Agustín, vinculada internamente a la Iglesia católica. Tras el pecado original los hombres fundaron ciudades (es decir, Estados). Caín fue el primer fundador, lo que es tanto como decir que las sociedades políticas son un efecto del pecado. Los componentes anarquistas del agustinismo político son indudables: tras el pecado ninguna sociedad política podrá ser considerada como una sociedad justa. Babilonia o Roma son sociedades terrenas, y sólo tras la venida de Cristo, los hombres podrán ser considerados, ante todo, como miembros de la Ciudad de Dios, de la Iglesia militante. La sociedad de los hombres que constituyen la Iglesia resultan ser por tanto miembros de una sociedad que es al propio tiempo una ciudad, pero no una sociedad política. Es una sociedad civil, una ciudad, la Ciudad de Dios. Sin duda muchas de las ideas estoicas sobre la cosmópolis tomaron cuerpo en la idea de la ciudad de Dios agustiniana.

Ahora bien, a los efectos de la teoría de la tributación, todo esto significa que durante los siglos de consolidación de la ciudad de Dios iría incrementándose la conciencia de que los miembros de esa ciudad debían estar exentos de tributos respecto del Estado. Será el Estado el que estará obligado a ayudar y aun a sostener a la Iglesia. También los propios fieles, pero a título de don voluntario, y no de impuesto o tributo obligatorio. Lógicamente, la casuística según la cual se desarrollan estas relaciones es inabarcable. Pero importa subrayar la continuidad de una tradición de la teología dogmática de la iglesia católica tendente si no a negar («dad al Cesar lo que es del Cesar») sí a rebajar la naturaleza del vínculo de los ciudadanos en cuanto contribuyentes, con la sociedad política, mediante la distinción entre las obligaciones morales (o éticas, o religiosas) y las obligaciones penales. Las «obligaciones penales» son aquellas cuyo fundamento es únicamente el temor a la pena positiva (física, pecuniaria) que impone la autoridad política, mientras que las obligaciones (o leyes) «morales» tienen como fundamento la propia conciencia («obligan en conciencia» y la pena es espiritual). Una distinción cuya estirpe metafísica no impide que fuera reinterpretada en el sistema que pasa por ser el sistema más crítico de la metafísica moderna, a saber, el sistema de la filosofía crítica de Kant, mediante su célebre distinción entre las normas heterónomas y las normas autónomas. Ahora bien, y por lo que a nuestro asunto concierne: desde la concepción sustancializada de la sociedad civil se tenderá a interpretar las leyes tributarias promulgadas en una sociedad política dada, como meras «leyes penales», que, por tanto, «no obligan en conciencia». Entre los escolásticos españoles del siglo XVI, Domingo de Soto defendió la tesis de que las gabelas o alcabalas (impuestos indirectos sobre cosas o ventas) son injustas. Azpilicueta, Castro o Vitoria, mantuvieron la tesis general de que las leyes penales no «obligan en conciencia», sino únicamente bajo pena, pero sin lugar a culpa. La ley penal (dice Azpilicueta) es odiosa (se la odia, al modo como se odian a las necesidades puramente terrenas) y, por ello, en cuanto sea posible, la ley penal habrá de interpretarse con la mayor benignidad. Azpilicueta da como argumento de que la ley penal no obliga en conciencia el mismo hecho de que el legislador, al añadir pena temporal, obliga a presumir que se excluye la pena eterna (según las Decretales quien de dos cosas expresa una y calla la otra habrá que juzgar que la excluye).

También es cierto que no siempre se ha sostenido, aún partiendo de las premisas que constituyen la teoría sustantivista de la sociedad civil, la conclusión terminante sobre el carácter heterónomo de las leyes penales, y esto, aun reconociendo la condición odiosa de estas leyes, en tanto que afectan a los intereses particulares. Pero esta odiosidad subjetiva (diríamos) no menoscabaría la obligatoriedad objetiva de las normas penales en general. Y, en particular, la de las leyes tributarias. Esta posición moderada, muchas veces se indentificará con la idea de una oposición entre sociedad civil y sociedad política tal que no excluya la posibilidad de su intersección. Se fundamentará en efecto en la idea misma de esa intersección posible entre la sociedad civil, en general (ya sea sobrenatural, ya se natural) y las sociedades políticas. A través de esa intersección, por la que los ciudadanos resultan estar perteneciendo a la vez a dos sociedades diferentes, la posibilidad de una «cooperación» entre ambas sociedades quedará reconocida sin menoscabo de la debida subordinación del «orden temporal» al «orden eterno». En este contexto se cita la sentencia consabida de Cristo que figura en los Evangelios (dad al Cesar lo que es del Cesar, &c.). Entre los escolásticos españoles fue Francisco Suárez quien más decididamente desarrolló estos puntos de vista moderados y conciliadores en el Libro V de su Tractatus de Legibus (1612), cuyos capítulos 13 al 18 se dedican al análisis de las leyes tributarias. Suárez, con Covarrubias, dice (libro V, cap. 13) que las leyes tributarias, por su naturaleza o en virtud de la materia, no son penales de suyo, ni tampoco son meramente penales por el solo hecho de que en ellas se añada una pena, salvo que conste otra cosa. La razón es que las leyes tributarias [19] no tienen, por serlo, nada de particular. En la ley tributaria pueden distinguirse dos elementos: uno, es el que manda o impone el tributo; otro, el que impone la pena a quienes no lo paguen. Pero este segundo elemento no va de suyo unido al primero, sino que va unido a la voluntad del legislador (la ley podría referirse a la pena en general sin determinar la cuantía, que debiera establecerla el juez). Por su materia, los tributos no son penales (no son sanciones); y aunque algunas veces resulte gravoso o trabajoso el tributo, este no implica culpa ni transgresión alguna, por lo que no realiza el concepto de pena (habría otras leyes más gravosas, sin ser por ello penales, como las de la milicia). La materia de las leyes tributarias es de justicia conmutativa (diríamos, se mantiene la relación de parte a parte), una justa paga o ayuda que se deba prestar a los reyes para sostener las cargas de su cargo, según la Epístola a los romanos, 13, de San Pablo: «pagad a todos lo que se les debe, a quien tributo, tributo... pues son funciones de Dios [ministri Dei] asiduamente aplicadas a eso mismo; por eso precisamente pagáis los impuestos.» Suárez interpreta ministros de Dios en el sentido de que no se paga al rey como persona sino como cargo público (divino).

Porque se añada una pena no se le da al vasallo opción entre el tributo o la pena, aunque no es imposible dar la ley en esa forma disyuntiva. Por lo demás, sólo un soberano que no reconozca superior en su esfera, puede imponer tributos. Ese poder sólo lo tiene el emperador: las ciudades no lo tienen, dice Suárez, y si los reyes tienen esa facultad de imponer tributos es en la medida en que se equiparan a los emperadores. Pues la razón del tributo es la razón del fin, y el fin de los tributos es el bien común del Estado.

Terminaremos esta recensión de los diversos modos de entender las relaciones entre la idea sustancialista de la sociedad civil y la sociedad política citando algunas doctrinas que ya no se presentan como teológico dogmáticas (aunque puedan considerarse como secularización de ellas), pero que mantienen una identificación entre la sociedad civil y la sociedad política más profunda que la que conviene a la «mera intersección»; una relación de identificación por «ecualización» o por «inclusión mutua», o al menos sencilla, de la sociedad política y de la sociedad civil. Me refiero principalmente a concepciones de la sociedad civil tales como las que aparecen en el sistema de Hegel o en de Krause. Hegel fue quien probablemente más contribuyó a acuñar la idea de una sociedad civil (bürgerliche Gessellschaft) en cuanto opuesta a la sociedad política; sólo que, en su sistema, la sociedad civil, aunque disociable en sus ritmos propios del Estado, carece de existencia fuera de él, y se subordina en todo caso al Estado. La tributación se mostrará entonces como un momento de esa dialéctica entre la sociedad civil y el Estado, pero de tal suerte que los fines del Estado serán presentados siempre como fines más altos (no sólo más potentes) que los fines de la sociedad civil. De este modo, la concepción de la sociedad política se aproximará en un grado casi insuperable, al límite del totalitarismo, y las oposiciones kantianas entre las leyes autónomas y las heterónomas (entre leyes morales y leyes penales) quedarán prácticamente desvanecidas.

B) Desde las coordenadas de la teoría política en las que estamos situados tenemos que comenzar impugnando la sustancialización de la idea misma de sociedad civil. «Sociedad civil» no es un término al que pueda hacerse corresponder algo así como una estructura social positiva unitaria. Es un término funcional negativo («sociedades distintas de la sociedad política») y, por tanto, con él designamos a valores muy diferentes y no siempre coordinables entre sí. En efecto, sociedad civil puede alcanzar con perfecta legitimidad (y de hecho los alcanza) valores o acepciones tan diversos como los siguientes:

1) Conjunto de individuos, pertenecientes a las más diversas sociedades políticas, en tanto forman parte de una «sociedad humana protegida por los derechos humanos promulgados por la Asamblea general de las Naciones Unidas».

2) Conjunto de ciudadanos pertenecientes a las ciudades de los diferentes estados en la medida en que ellos logren constituir una «federación internacional de municipios». Las ciudades incorporadas a esta federación podrían considerarse con todo derecho como miembros de una misma sociedad civil.

3) Conjunto de fieles que se consideran miembros de una iglesia entendida como «ciudad de Dios».

4) Conjunto de asociaciones internacionales (clubs internacionales, instituciones culturales o científicas, o de beneficencia, tipo Cruz Roja o Green Peace) que se constituyen como apolíticas y que, de hecho, no se circunscriben a los límites de un Estado determinado.

5) Conjunto de organizaciones empresariales multinacionales; y también cualquiera de los sindicatos internacionales.

6) Conjunto de empresarios nacionales (comerciantes, industriales, &c.), familias, &c. que, aunque circunscritos a los límites de un Estado, y por la similariedad con otros órganos [20] dados en otros Estados, permiten hablar de una «sociedad civil» con intereses disociables de los estrictamente políticos. Por ejemplo, el conjunto de los «trabajadores autónomos» españoles (casi el 70% del empleo lo proporcionan ellos) que ni tienen acogida en sindicatos, ni en organizaciones patronales, formarán también parte de la sociedad civil. La presión fiscal que sobre ellos ejerce el Estado suele ser muy fuerte y su arma específica de lucha suele ser la huelga fiscal.

Podríamos referirnos a los conflictos que se establecen entre las diferentes clases o capas de la sociedad política y que amenazan a la convivencia de sus partes. La diversificación de la idea de sociedad civil no tiene en efecto nada que ver con una suerte de «emulsión» de la idea de una dialéctica entre la sociedad civil y la sociedad política; tiene que ver con la multiplicación de procesos dialécticos entre las sociedades políticas (que son entidades de sentido muy próximo a la univocidad) y los valores diversos que, como hemos visto, puede tomar la idea de sociedad civil. Pongamos por caso, las inconmensurabilidades y conflictos entre los planes y programas de las personas individuales o de empresas privadas con las leyes de tributación establecidas por la sociedad política; o las inconmensurabilidades o conflictos entre los planes y programas de las sociedades familiares, de las empresas mercantiles o de las religiosas. El IRPF sólo se aplica bajo la titularidad de personas físicas individuales, sólo que los individuos son una abstracción. Porque los individuos suelen pertenecer a una familia, o estar asociados a alguna familia, y los miembros de una familia suelen además pertenecer a una empresa particular de la que son titulares. ¿Cómo deslindar las rentas de cada cual a efectos de una tributación separada? Un individuo figura como titular en la cuenta corriente de su madre anciana y viuda: luego como contribuyente debería declarar la mitad del saldo (según la regla como se calcule: saldo medio del último trimestre, &c.), y, en caso de sucesión, el impuesto de sociedades por la mitad de la cuenta. A veces el conflicto es tan frontal e intenso que es preciso elegir entre los planes y programas privados y la defraudación al fisco, como ocurre, por ejemplo, con las pequeñas empresas cuyos programas y planes de producción, incluso mínimos, no podrían llevarse adelante si tuvieran que someterse a la presión fiscal: tienen que arriesgarse a defraudar si no quieren morir.

Hay también conflictos que amenazan al propio Estado. La multiplicidad de los vectores determinan en cada momento las líneas dialécticas de relaciones entre los diferentes valores de la sociedad civil y de la sociedad política; lo que explica que la resultante de la composición de todos esos vectores no tenga que producir necesariamente un vector global de oposición que se aproxime al que sugiere la fórmula de la dialéctica entre la sociedad civil y la sociedad política. Como esos vectores tienen diferente módulo, sentido y dirección, podrán neutralizarse parcial o totalmente y, como las moléculas orientadas de una barra magnética, no lograrán componerse para producir el «efecto de imantación» de la barra. Pero esto tampoco excluye la posibilidad de que, de vez en cuando, esta «imantación» se produzca. En estos casos, que habría que ir detallando, la presión fiscal (no precisamente excesiva de modo relativo, pero sí distribuida de forma que la resultante pueda producirse en una magnitud, dirección y sentido definido) podrá desencadenar una convulsión en la propia sociedad política más o menos profunda, que acaso culmine en una revolución histórica. A ello contribuirá la intensificación de la odiosidad que acompaña siempre a toda tributación (y que la ideología del llamado «estado de derecho» tiende a disimular), debida, no sólo a la cuantía de la exacción, sino también al carácter implacable de su ejecución (el fisco no puede perdonar, ni puede ser tolerante si no quiere poner en peligro la propia seguridad del estado) y, muchas veces, al modo despótico (aunque imprescindible) de llevar a cabo la exacción. El modo despótico tiene que ver con el carácter implacable, porque los funcionarios recaudadores o habilitados, al estar amparados por todo el poder del Estado, fácilmente transforman ese poder objetivo en un sentimiento subjetivo de prepotencia del que derivará su proceder despótico.

Muchos ejemplos podrían citarse al respecto. Limitémonos a unos pocos, aunque relevantes. El primero, el de la llamada sublevación de Nika, en la Constantinopla del año 532, reinando el emperador Justiniano. La presión tributaria impuesta por su ministro de hacienda, Juan el Capadocio, que necesitaba recursos inmensos para sufragar las obras públicas, guerras y gastos fastuosos de la corte bizantina, llegó a tal punto que provocó una serie de disturbios, con abundante derramamiento de sangre e incendios en la ciudad, que en gran parte quedó destruida. Otro ejemplo nos lo ofrecen los historiadores que sostienen que el alzamiento de Covadonga tuvo su origen inmediato en la rebelión, no ya propiamente contra los musulmanes, sino contra las exacciones fiscales que ellos querían imponer: la yizia o capitación fiscal y el jaray o contribución territorial. [21] Ejemplos, más próximos a nuestro presente, nos los suministran los efectos que las normas tributarias, a raíz de la elección de Carlos I de España como emperador del Sacro Romano Imperio, apelando a un aumento del rendimiento de las alcabalas (tasas sobre compras y ventas de aproximadamente un 10%) que afectaban a hidalgos y pecheros, más los nuevos servicios pedidos a las Cortes. Estos tributos, pero sobre todo los procedimientos según los cuales se establecieron (recaudación por arrendamiento, y no por encabezamiento) habrían desencadenado la guerra de las comunidades de Castilla. Toledo, en 19 de octubre de 1519 invita a las ciudades con representación en Cortes a que exigieran el encabezamiento de las alcabalas, en lugar del arriendo. Las cortes de Santiago de 20 de marzo de 1520 solicitan servicios: las Cortes tuvieron que trasladarse a La Coruña el 22 de abril. Hubo muchos más puntos de conflicto (por ejemplo, respecto del tratamiento que habría que dar a Carlos I, si en lugar de «muy alto y poderoso señor» había que decirle «sacra católica cesárea majestad»). Pero lo que movilizó a las gentes fueron los impuestos, muchos de ellos fingidos en folletos o en sermones de frailes (se acusaba a los procuradores de haber consentido, además del servicio, gravámenes intolerables: pagar un ducado por cabeza los matrimonios, dos reales por cada hijo, un real por cada criado, cinco maravedises por cada oveja). El 30 de mayo de 1520, al volver a Segovia su procurador Rodrigo de Tordesillas, fue ahorcado por la multitud.

Nuestro cuarto ejemplo puede tomarse de la rebelión de las «trece colonias» contra la metrópoli británica desencadenada por los impuestos del timbre (Stamp Act de 1765, una tasa por todo documento jurídico o comercial, así como por publicaciones privadas) y el gravamen sobre el te (a raíz de la entrega en monopolio, en 1773, por Lord North, a la Compañía de Indias, del transporte de te a América), con los incidentes que tuvieron lugar en Boston cuando tres buques de la compañía intentaron conducir el cargamento de te a tierra (Samuel Adams dirigió el motín: un grupo de hombres disfrazados de indios asaltaron los buques y arrojaron los fardos al mar). Los incidentes polarizaron la solidaridad continental. El primer Congreso continental de Filadelfia se reunió en septiembre de 1775; el 6 de julio de 1776 se anunció la declaración de independencia. Es cierto, y se ha dicho muchas veces, que los impuestos sobre el timbre y sobre el te desencadenaron un proceso de emancipación que se hubiera producido aunque estos impuestos no se hubieran establecido; pero, en todo caso, la odiosidad de estos impuestos fue el desencadenante.

Por último citaremos el ejemplo de la Revolución francesa. Bástenos recordar que los Estados Generales, que se abren el 5 de mayo de 1789, se transforman muy pronto, a propuesta de Sieyes en Asamblea Nacional, el 17 de junio de 1789. Y que la primera resolución de la Asamblea fue precisamente declarar ilegal el sistema de impuestos hasta entonces percibidos (un sistema en el que el estado de la nobleza y el del clero quedaban eximidos de tributación). Sin embargo, es también importante subrayar que la Asamblea Nacional, en esa misma sesión, autorizó a que los impuestos siguieran vigentes provisionalmente mientras estuviera reunida la Asamblea. Lo que nos puede servir de corroboración a la tesis que anteriormente hemos expuesto, acerca de la pervivencia, al menos en ejercicio, de la distinción entre fisco y erario. Se diría que los miembros de la Asamblea revolucionaria veían como evidente, desde el punto de vista de la Realpolitik que cualquiera que fuese el alcance de la reforma tributaria, debería quedar salvaguardada la parte de los tributos destinada a sostener a los propios legisladores, es decir, a la clase política.

 

IV. Análisis de dos cuestiones disputadas en el presente,
desde la perspectiva de la dialéctica del tributo

1. Analizaremos ahora, desde las ideas expuestas, dos debates de máxima actualidad con los cuales podemos ilustrar la dialéctica entre la «sociedad civil» y la «sociedad política» a través del tributo, de la que venimos hablando. El primer debate que consideraremos (el que se centra en torno a la «doctrina de los tres sectores») parece no tener relación inmediata con el tributo; y el segundo debate (centrado en torno a la intervención de las comunidades autónomas en la recaudación y redistribución de los impuestos, tasas y recaudaciones del Estado español) parece no tener relación con la sociedad civil. Pero estos «pareceres» son sólo apariencias.

2. La «doctrina de los tres sectores» de la sociedad contemporánea ha ido fraguando durante las dos últimas décadas del siglo que acaba. Una doctrina inspirada por una perspectiva ideológica que acaso podría estar determinada por la intersección de un decidido liberalismo económico (que, sin embargo, no quiere prescindir del Estado, sino antes bien, colaborar con él en cuanto se mantenga en los límites de un estado subsidiario: es el liberalismo representado en Inglaterra por la administración conservadora de Margaret Tatcher y asumido ulteriormente en 1999 por los primeros ministros europeos socialdemócratas Blair y Schröder) y de un internacionalismo humanístico muy próximo a las posiciones más abiertas de las democracias cristianas, católicas, evangelistas, irenistas, &c., o a directrices propias de algunas organizaciones filantrópicas.

Amparadas en esta doctrina de los tres sectores vienen celebrándose, por ejemplo, importantes encuentros iberoamericanos, como el III Encuentro Iberoamericano del Tercer Sector (Río de Janeiro 1996) y el IV Encuentro Iberoamericano del Tercer Sector (Buenos Aires, septiembre de 1998). La abundancia de ponencias, comunicaciones y debates habidas en estos encuentros hace imposible, en esta ocasión, un análisis detallado. Lo que a nosotros nos importa aquí es destacar las líneas en las que parece estar ejercitándose la doctrina, filosóficamente muy imprecisa, de los tres sectores. A nuestro juicio la clave de esta doctrina habría que ponerla en dos dicotomías encadenadas:

  1. La (supuesta) dicotomía entre sociedad política y sociedad civil.
     
  2. La (supuesta) dicotomía, dentro de la sociedad civil, entre sociedades lucrativas y sociedades no lucrativas.

Ahora bien: mientras que el concepto de sociedad política se utiliza con referencias relativamente fijas y positivas («todo cuanto cae bajo el control de un gobierno, en sentido político») en cambio el concepto de sociedad civil es definido de hecho de un modo negativo, como una «clase complementaria» de la sociedad política: «lo que no es el gobierno». Asimismo, en la subdivisión de este concepto negativo de sociedad civil figura como criterio positivo de conceptuación el carácter de «lucro» (legítimo) y como criterio negativo de conceptuación el carácter de «no-lucrativo». A partir de estas dos dicotomías encadenadas podremos obtener la clasificación que constituye la clave, nos parece, de la doctrina de los tres sectores. Un primer sector estará constituido por las sociedad políticas; un segundo sector por las sociedades «civiles» (no políticas) lucrativas; [22] y un tercer sector por las sociedades «civiles» no políticas y no lucrativas. El concepto de tercer sector es, por consiguiente, doblemente negativo.

Por supuesto el tercer sector es el que será sobreentendido como la «sociedad civil» por antonomasia. He aquí un excelente resumen de esta doctrina, tal como lo expuso Manuel Arango Arias, en el plenario III de los IV Encuentros de 1998 (Memoria, pág. 191): «Sociedad civil es todo el ámbito que no forma parte del gobierno y que se divide en dos grandes bloques, lucrativo y no lucrativo. La rentabilidad económica diferencia al uno del otro, siendo la empresa ejemplo del primero. Dentro del sector no lucrativo existen cuatro grandes divisiones: asociaciones religiosas, partidos políticos, asociaciones mutualistas como sindicatos, clubes y cooperativas, y finalmente asociaciones filantrópicas [por ejemplo, las masónicas] de beneficio exclusivamente a terceros» (en el tercer sector se incluyen, además de las Fundaciones, la OSCs, es decir, Organizaciones Sociales Civiles, que corresponden a lo que en España y otros países suelen llamarse, en forma explícitamente negativa, ONGs, Organizaciones no gubernamentales).

No entramos en la crítica detallada de esta doctrina. Dejamos de lado la «debilidad de conceptuación» en definiciones tales como «beneficio exclusivamente a terceros», puramente ideológicas (¿acaso una empresa lucrativa no beneficia a terceros?, ¿acaso una OSCs no crea puestos de trabajo, y por tanto beneficia a quienes no se limitan al puro voluntariado?). En cualquier caso, las ONGs tienen que proveer, por replicación, a la subsistencia de sus agentes, aunque sean voluntarios, si trabajan a tiempo completo, por lo que la diferencia entre lucro y no lucro es meramente psicológica y no económica-objetiva. También dejamos de lado la cuestión de la inclusión de los partidos políticos o los sindicatos en el tercer sector (no gubernamental), según criterios meramente ideológicos o jurídicos. Lo que nos importa señalar en esta ocasión son los dos puntos siguientes:

1) La sustantivación de un concepto doblemente negativo (sociedad no gubernamental y no lucrativa) en una apariencia de concepto positivo a través del nombre no negativo de «sociedad civil». Porque este nombre no designa una entidad unitaria, sino una multitud de organizaciones contrapuestas entre sí (por ejemplo, iglesias evangelistas, israelitas, católicas, logias o bien organizaciones en defensa de las tribus amazónicas, &c.) que únicamente están vinculadas por rasgos negativos: el ser no gubernamentales y no lucrativas. Rasgos además totalmente imprecisos, si se tiene en cuenta que el carácter de no gubernamental debe confrontarse con el hecho de las financiaciones de las ONGs por cuenta de los gobiernos, y el carácter de no lucrativo por lo que ya hemos dicho.

2) La ocultación, deliberada o inconsciente, del verdadero rasgo efectivo, no meramente conceptual, y también de carácter negativo, que permite englobar a estas organizaciones no gubernamentales del tercer sector en un solo grupo, y que no consistiría en su no-lucratividad, sino precisamente en su no-tributariedad, en no pagar impuestos, en estar exentos de tributaciones fiscales.

En conclusión, el tercer sector se nos muestra como un concepto que se corresponde casi como «el guante a la mano» con la sociedad civil de la teología agustiniana. Lo que es tanto como decir que la dialéctica entre sociedad política y sociedad civil estricta vuelve a restablecerse de hecho precisamente a través de la tributación.

3. En cuanto a la intervención de las Comunidades autónomas en la recaudación y redistribución de los tributos del Estado español: las modalidades y, sobre todo, la evolución de estas modalidades de los sistemas de tributación sobre todo en cuanto se acusan en diferencias significativas en la redistribución, ofrecen un material muy rico para el análisis de las relaciones entre la ideología de la sociedad civil (y no decimos «de la sociedad civil», puesto que negamos su existencia como entidad positiva) y la sociedad política.

Partimos del supuesto de que en el entendimiento de la relación entre el Estado (español) y las Comunidades autónomas ha tenido una gran influencia (a partir de la Constitución de 1978) la oposición ideológica entre la idea de sociedad política y la idea de sociedad civil. Por supuesto, esta influencia no está representada en las fórmulas constitucionales o en las leyes orgánicas pertinentes (para nuestro caso,la LOFCA o Ley de Organización Financiera de las Comunidades Autónomas); pues todas ellas se mueven en el terreno de la sociedad política («las comunidades autónomas son Estado»); las administraciones comunitarias, provinciales o municipales, son parte de la sociedad política, &c. Sin embargo, desde el punto de vista del ejercicio, cabe sospechar que las comunidades autónomas son simultáneamente interpretadas, en cuanto se oponen al Estado como administración central, a través de la idea de la sociedad civil, como si fuesen una especie de sociedades civiles ellas mismas. La propia denominación de «comunidades» así lo indica, si se tiene en cuenta el origen «académico» de esta denominación, que tuvieron presentes los legisladores (la Gemeinschaft de Tönies). Así también, el principio de solidaridad que se invoca para compensar las diferencias posibles en el proceso de redistribución, no está pensado tanto como principio jurídico (solidaridad frente a terceros) ni siquiera político, sino como un principio ético-humanístico (la solidaridad ha de extenderse también a los emigrantes, a los países subdesarrollados). Asimismo, la justificación habitual de las comunidades autónomas, invocada una y otra vez por autoridades comunitarias como una forma de gestión «que quiere estar cada vez más cerca de los ciudadanos» equivale a una suerte de reconocimiento de la necesidad de subordinar la sociedad política a la «administración» de la sociedad civil, en este caso representada por las comunidades autónomas.

Pero estamos ante una situación en la cual la idea de sociedad civil está aquí funcionando como un instrumento de oposición a una sociedad política de escala dada, pero en beneficio de otras sociedades políticas (no «civiles») que muchas veces incluso buscan darse la forma de un Estado, sea de un Estado independiente, sea de un Estado libre asociado, o por lo menos la forma de un Estado confederado o federado. Y es este proceso el que puede seguirse muy de cerca a propósito de la evolución de la política de tributación y redistribución.

Es evidente que la tributación está siempre en función de la redistribución, sea esta aplicativa, sea esta no aplicativa. La tributación tiene lugar en función de unos presupuestos de redistribución. Y es evidente que no sólo la variación del sistema de composición del dividendo recaudado por la [23] tributación (según las titularidades de los contribuyentes) sino también la determinación de las variaciones en el sistema de unidades del divisor, reflejan la dialéctica de la oposición entre la «sociedad civil» constituida por las comunidades autónomas y el Estado.

Los sistemas de recaudación de tributos ya constituyen una muestra importante de la oposición de referencia. Supongamos que se habla de un Erario o Tesoro público nacional. ¿Quiénes son los contribuyentes de ese Tesoro a efectos de recaudación? Es decir, ¿cómo se define su titularidad como tales contribuyentes? Es evidente que las unidades contribuyentes están dadas en función del mapa político. Los contribuyentes del impuesto directo por capitación (IRPF) o por familia, o por empresa, &c., pueden figurar como unidades o divisores de un conjunto total homogéneo (dividendo) tal como «personas o empresas españolas». En este caso, quien trabaje en Valencia o en Soria, tributará como español, y no como valenciano o como soriano. Otro tanto se diga de los impuestos indirectos, como puedan serlo los llamados «cinco tributos» (transmisiones patrimoniales, sucesiones, patrimonio, tasas sobre juegos, actos jurídicos documentales), pero también los impuestos especiales de fabricación o los impuestos de sociedades. Supuesta la homogeneidad de los criterios de determinación de los sujetos contribuyentes, sólo en la redistribución cabría reconocer líneas diferenciales entre las diferentes comunidades (que quedarían neutralizadas por el principio de igualdad proporcional: variables por territorio, por pobreza relativa, &c.). Pero es obvio que esta homogeneidad en las titularidades del sistema de recaudación, cuanto a la determinación de las unidades sujetos contribuyentes, y la igualdad de la redistribución, son sólo ficciones jurídicas. Y es la desigualdad en la redistribución la que determina muchas veces la exigencia de una ruptura de la homogeneidad de la recaudación, aunque a veces ocurra al revés.

Los «conciertos económicos» con las comunidades a quienes se les respetaron los derechos forales (País Vasco y Navarra), según la disposición adicional primera de la Constitución de 1978, ya implicaban un reconocimiento de unidades fiscales correspondientes a unidades con significado político. El «sistema del cupo» y, sobre todo, el modo como en la práctica se refieren a él los afectados, expresa con claridad la situación: las comunidades forales recaudan sus tributos (es decir: los vascos y los navarros tributan ante todo como vascos –si se quiere: como guipuzcoanos, alaveses o vizcainos– o como navarros, antes que como españoles) y, mediante un cupo pactado, compensan al Estado «en función de los servicios que él ha prestado a tales comunidades», lo que estará en función de las competencias transferidas. La decisión del gobierno del PSOE en 1991 de ceder el 15% del IRPF a las comunidades autónomas fue justificada de muchas maneras: o bien como una simple variación en la técnica de la recaudación (dar corresponsabilidad a las Comunidades Autónomas para perseguir el fraude y para evitar el desgaste [por la «odiosidad»] que supone para el Estado la gestión recaudatoria) o bien reconocer el «esfuerzo fiscal» de cada comunidad (concepto absurdo orientado a sugerir un derecho subjetivo moral que legitimase la gestión). En realidad, lo que significaba el 15% fue ya un paso, en la esfera de la fiscalidad, hacia la transformación del Estado de las autonomías en un Estado federal. Cabría decir, por tanto, que los primeros pasos importantes hacia el Estado federal español, en el terreno político, fueron dados, conscientemente o a ciegas, en el terreno tributario, por esa especie de «fiscalidad federal» apuntada en la cesión del 15%. Si a esta cesión tributaria en porcentajes del IRPF se añaden las cesiones de impuestos especiales de fabricación, juntamente con transferencias de competencias que implican la extinción práctica de un funcionariado estatal común, la resultante es muy clara: las comunidades cuya recaudación autónoma pueda a su vez ser redistribuida en sus competencias transferidas (educación, sanidad, justicia, pero también policía) se aproximarán a la situación de Estados libres asociados. Y esta situación será visible, ante todo, en el plano de la tributación. Las autonomías políticas se anuncian y se preparan a través de las autonomías fiscales.

Otra vez es, por tanto, la tributación la mejor expresión de la dialéctica entre la «sociedad civil» (en este caso la constituida por las Comunidades autónomas) y la sociedad política y, a la vez, la mayor demostración de que esta dialéctica encubre en realidad una dialéctica entre las sociedades políticas y las sociedades civiles entre sí.

 

Final

1. ¿Es posible extraer de la exposición que precede algunas consecuencias relativas a la interpretación del papel de los asesores fiscales en la dialéctica que estamos considerando? ¿Cabe asignar un papel característico a los asesores fiscales en el contexto de esta dialéctica? [24]

2. Una primera respuesta, que es preciso examinar, es la respuesta negativa. Según ella, habrá que conceder que los asesores fiscales, en cuanto tales, no tienen ningún papel específico que jugar en esta dialéctica. Más aún: se añadiría que no deben aspirar a tenerlo, y que su misma definición como «profesionales técnicos» reconocidos, habría de inclinarles a una escrupulosa neutralidad en todo cuanto implique una toma de partido entre el Estado y la Sociedad Civil. La perspectiva del asesor fiscal sería antes ética que moral o política.

Se justificará esta respuesta negativa, es decir, se defenderá la neutralidad escrupulosa, bajo la fórmula profesional del «servicio prestado al cliente privado dentro de la legalidad vigente». Pero la cuestión es si esta fórmula es algo más que una expresión elusiva de una situación efectiva; o, a lo sumo, expresión de un deseo (finis operantis) pero inviable, si es que el finis operis de la asesoría fiscal no puede dejar de ser partidista.

3. En efecto, «servicio al cliente» es una fórmula muy ambigua y más aún lo es la expresión «dentro de la legalidad vigente». Porque se puede servir al cliente también aconsejándole la opción más gravosa, pero con menos riesgos legales, y porque la legalidad vigente no es unívoca (y ahí está la teoría del «uso alternativo del derecho» para demostrarlo). No es lo mismo señalar a un empresario o a un particular la posibilidad de una evasión fiscal sin riesgos legales, aunque sea «antipatriótica» (alguien asesora a Julio Iglesias o a Arancha Sánchez Vicario a inscribir su domicilio fiscal fuera de España, o asesora a estrellas de la ópera o del deporte a destinar parte importante de sus ingresos a organizaciones benéficas internacionales, en lugar de destinarlas a finalidades estatales), que aconsejar una declaración conjunta del IRPF antes que una declaración por separado. Y esto es debido, según hemos dicho, a que el contribuyente no es tampoco un sujeto que pueda ser «agotado» en una única clase tributaria.

4. En un caso, el asesor fiscal viene a convertirse en un auxiliar de la Agencia tributaria de la sociedad política; en otro caso es una suerte de guía en el conflicto permanente entre la sociedad civil y el Estado, cuyos asesoramientos podrían llegar a equivaler a la ejecución de una suerte de plan objetivo de sabotaje, no ya necesariamente crítico de la sociedad política en general, sino de una sociedad política en particular.

5. En cualquier caso, el asesoramiento siempre tendrá que tomar partido, sea por la sociedad política, sea por la sociedad civil de referencia; o al menos se inclinará más de hecho por una parte que por la otra. Pero como hemos dicho ni la sociedad civil es el rótulo de una sociedad global unitaria, ni la sociedad política es una entidad global susceptible de ser enfrentada a al sociedad civil. Existen múltiples sociedades políticas, como existen múltiples sociedades civiles en conflicto mutuo de intereses. La diferencia estriba en que mientras las partes «discretas» de la sociedad civil son heterogéneas, en cambio las partes de la sociedad política son mucho más uniformes y concatenadas. Las partes de la sociedad civil se regulan en general por la competencia, es decir, por la lucha darwiniana por la vida; y, por ello, los conceptos de sociedad civil y de sociedad política se combinan entre sí como si fuesen conceptos conjugados: las partes atributivas de la sociedad civil se vinculan a través de la sociedad política y las partes de las sociedades políticas se vinculan a través de sociedades civiles internacionales o multinacionales.

6. Ahora bien, si se toma partido por la sociedad política, el asesor fiscal aconsejará siempre «en bien de su cliente en cuanto contribuyente», de forma tal que se convertirá de hecho en un auxiliar de la Agencia tributaria. Y esta situación generalizada, aunque pudiera favorecer a algunos asesores fiscales en particular, que llegarían a convertirse en funcionarios, implicaría la extinción de la profesión específica de asesor fiscal, transformándola en un servicio del Estado.

7. Por consiguiente, si el oficio de asesor fiscal mantiene su especificidad, es porque, sin perjuicio de otras funciones genéricas de información, asesoramiento, &c., que comparte con la propia Agencia tributaria, opta por la parte de la sociedad civil (es decir, por alguna de las sociedades o individuos designados por este concepto negativo).

Y precisamente porque la sociedad civil no es una entidad homogénea, sino un concepto puramente negativo, es por lo que la definición del partido al que podrá ser adscrita la función del asesor fiscal es tan multiforme y problemática.

«Tomar partido por la sociedad civil» es un modo de decir indeterminadamente que se está tomando partido, consciente o inconscientemente, por el individuo (frente a su familia o frente al Estado), o por la familia, o por la empresa, o por la Comunidad autónoma, &c., en tanto todas estas entidades se oponen al Estado. Y se le oponen según conflictos de intereses prácticamente imposibles de definir a priori puesto que estos intereses solamente tienen sentido en función de la escala a que se consideren (muchas veces los intereses particulares auténticos serán los que se identifican con los intereses del Estado a un plazo más largo). Según esto, las situaciones en las que podrá actuar el asesor fiscal habrán de entenderse de un modo muy distinto en cada caso, y no tanto porque su previa disposición determine coherentemente un consejo partidista en una dirección mejor que en otra. Por ejemplo, una disposición anarquista del asesor fiscal le llevará a dar su consejo a título de un episodio más de la «lucha contra el Estado». Otras veces el asesor, que se acoge a la práctica del uso alternativo del derecho, servirá de guía a un trabajador autónomo en la lucha por la supervivencia de su empresa; un nacionalista asesorará sistemáticamente en beneficio de su Comunidad, sobre todo si estima que este beneficio perjudica al Estado central. Por supuesto, el consejo del asesor fiscal podrá siempre ser clasificado en la dirección de un partido político más bien que en la de otro.

8. En resolución, el asesor fiscal no «flota», como si fuera un «demonio clasificador» de Maxwell, por encima de los procesos sociales y políticos en los que está inmersa la tributación. Cada acto de asesoramiento fiscal implica una toma de partido, un compromiso con el proceso dialéctico de la tributación de que venimos hablando. Una serie de actos en una dirección determinada confirmará el partido tomado por el asesor, pero no es eso lo más importante (mediante una conducta ecléctica el asesor podría neutralizar la dirección tomada en su línea de conducta anterior). Lo importante es cada acto de asesoramiento.

Y, por tanto, me parece que está dentro del derecho, por no decir del deber de cada asesor, la necesidad de reflexionar en cada caso sobre los significados y consecuencias de su consejo, y no tanto, en principio, para poder desviarse a sabiendas de la línea tomada en otra ocasión, sino, por de pronto, para curarse de la situación de «falsa conciencia» a la que le llevaría irremisiblemente el ideal utópico de una neutralidad imposible.

[8 enero 2000]

 

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Textos de Gustavo Bueno El Basilisco