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  El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 89-92
  
Respuesta a Gustavo Bueno
y Alfonso Tresguerres


Gonzalo Puente Ojea
Madrid
 

Los densos y ricos textos de Gustavo Bueno (GB) y de Alfonso Tresguerres (AT) se inscriben en un sistema conceptual coherente y muy elaborado, tanto para abordar el estudio del hombre como del mundo material y cultural. Comparto muchas de sus perspectivas y de sus resultados, y constituye siempre para mí una copiosa fuente de enseñanzas y de reflexión. No obstante, el tema de esta nota se circunscribe a nuestra divergencia fundamental –que acarrea otras– sobre la génesis de la religión y su factor nuclear. El importante y originalísimo libro de Gustavo Bueno, El animal divino, representa una brillante aportación dirigida a replantear el análisis genético de la religión a partir de una tesis radical: el núcleo de la religión es menester situarlo, con todas sus consecuencias, en la existencia de númenes animales reales que pueblan el entorno de los seres humanos desde tiempos prehistóricos. En esta Respuesta –cuya ocasión se debe a la honrosa consideración personal de ambos filósofos hacia mí y a su ejemplar respeto de las conocidas reglas no-escritas del debate intelectual– no me propongo oponerles nada del mismo peso e intención, pues me faltan la disponibilidad personal necesaria para acometer la tarea y posiblemente los adecuados instrumentos teóricos. Me limitaré, entonces, a comentar muy brevemente algunos puntos de la discusión.

Tengo la impresión de que tanto los argumentos de mi primera respuesta a AT, como el fondo de la cuestión, giran tácitamente en gran parte en torno a lo que se entienda por el término realidad y sus anfibologías. Cuando afirmo que no existen númenes animales reales, soy consciente de que la tesis de la existencia de númenes reales no equivale a la tesis de que existen realmente númenes. Pido excusas a AT si cree que yo he podido sugerir al lector que tengo a esas dos afirmaciones como idénticas. Pero más importante que las excusas es ahora precisar lo que he querido efectivamente decir, a saber, que cuando el ser humano, propicio desde muy temprano a detectar númenes en múltiples sujetos u objetos, animados o inanimados, se dispone a atribuir cualidades o propiedades numinosas a ciertos animales que le causan temor, atracción o emoción, está ya proyectándoles la creencia –aún confusa, vacilante, progresivamente vigorosa– de que existen númenes o almas en esos sujetos u objetos como una cualidad que les pertenece. Sostengo que esta creencia se funda en la hipótesis animista, que surge de la creciente convicción de que bajo la apariencia material de los entes, o al menos de ciertos entes, se oculta algo mucho más sutil, evanescente pero real. Esta hipótesis debió emerger en el área de la actividad perceptiva y reflexiva del ser humano, en la conciencia del sujeto, probablemente mediante la acumulación de inferencias numerosas pero inicialmente discontinuas y ocasionales, de orden predominantemente intuitivo, mucho más que discursivo. Esta actividad inferencial se centró necesariamente en el espacio mental del sujeto humano, y se nutrió germinalmente de sus experiencias personales y de las respuestas psíquicas del yo ante dichas experiencias y sus referentes. Pero enseguida o simultáneamente su actividad perceptiva y reflexiva incluyó la conducta de los otros seres humanos de su círculo convivencial, constituidos análogamente, de algún modo, como otros yos portadores también de ánimas o principios vitales activos aunque inaprensibles. El entorno de seres numénicos o anímicos incluyó, también de inmediato, a ciertos o a todos los animales, y luego a las cosas. No es posible, ni indispensable, determinar secuencias cronológicas entre todos ellos. La prioridad es esencialmente de orden lógico, y a ningún sujeto en particular puede conferírsele una anterioridad, pues la hipótesis animista se forjó en el abigarrado crisol de innumerables experiencias individuales y colectivas. Pero no por eso deja de ser previa, en el orden genético y causal, a la atribución de númenes a los animales. No hay identidad estricta [90] entre númenes y almas, pues cabe una plausible distinción conceptual, pero son del mismo género, y no pueden atribuirse cualidades numinosas a un animal si no se presupone implícitamente que están provistos de ánimas o principios vitales inaprensibles pero indispensables como centros disectores de actividad. La numinización de los animales comporta, dentro de ciertos límites, su humanización, y queda así sometida para el hombre prehistórico a la acción de importantes esquemas de antropomorfismo –y su contragolpe, la interpretación de la conducta humana en términos zoomórficos–.

Es decir, cuando el ser humano numiniza, y en cierta medida antropomorfiza, a los animales, su creencia en almas, númenes o espíritus ya estaba en marcha. Por ello, su proyección psicológica sobre los animales fue un proceso natural aunque probablemente tuviera lugar en un contexto fuertemente emotivo de tonalidades mágicas. No se trataba de alucinaciones, cuyo papel sí había sido importante en la forja de la hipótesis animista, sino de la racionalización del comportamiento animal –tal como lo interpretaba el ser humano– sub specie numinis. Imaginamos que la hipótesis animista se fraguó en el marco de una serie de fenómenos inquietantes para el hombre prehistórico, tales como las fantasías oníricas y la ubicuidad del yo en las mismas; las alucinaciones en estado de vigilia con su corte de apariciones de difuntos o de vivientes lejanos, de trasgos, de seres benéficos o crueles; las intensas emociones en situaciones de peligro, temor o desconcierto, reales o imaginarias; las explicaciones supersticiosas de pseudocausalidades en extraños fenómenos de coincidencia, premonición, prolepsis, &c., &c. Una vez asumida con cierta asiduidad, se fue fortaleciendo con una serie de propiedades en las que subyacían casi siempre esquemas de finalidad, imputación, intención, plan, conjura, inter alia. La atribución de númenes a los animales se produce por las mismas causas y en el mismo contexto psíquico de los seres humanos.

Estas fugaces consideraciones –que sin duda exigirían mucha mayor precisión sobre la base del material fenomenológico disponible– entiendo yo que nos alejan de la plausabilidad de la tesis de la existencia de númenes animales reales, en los términos estrictos en que la proponen GB y AT. En efecto, una cosa es que el hombre prehistórico reconociera naturalmente a los animales como centros de voluntad e iniciativa, lo que apenas cabe discutir. Otra cosa es que les adjudicase del mismo modo propiedades numinosas, es decir, extraordinarias, superiores, sobrehumanas, metacorporales. Esta segunda imputación exige, en mi modesta opinión, que se contase ya con la noción más o menos formalizada de un alma, númen o espíritu. No puede suponerse ab initio que el ser humano perciba las cualidades numénicas como ya originalmente implicadas en su aprehensión inmediata del animal como entidad natural. Sólo si el animal natural poseyese en propio, es decir, ontológicamente, su condición numinosa, podría afirmarse con la necesaria adecuación de lenguaje que los númenes animales son reales. En caso contrario, sigo pensando que esta expresión es equívoca, y por ello inconveniente, pues lleva de la mano a poder pensar, aunque esa no sea la intención de mis interlocutores, que existen realmente númenes animales. Lo que resulta incuestionable es el hecho de que la proyección atributiva de cualidades numinosas a algunos o todos los animales disponía de un soporte empírico más apto, incluso privilegiado, si se lo compara con el soporte inerte de un mineral. Aquí radica la innegable fecundidad científica de la tesis central de El animal divino. Pero sin pasar a afirmar que el númen animal es un fenómeno ajeno e [91] independiente de la hipótesis animista. Sigue en pie la pregunta que formulé en el Elogio del ateísmo, y que también hizo suya el propio GB, aunque a mi juicio sin responderla satisfactoriamente: ¿Cuándo y cómo el animal comienza a poseer, para el ser humano, un númen, la condición de animal divino?... En mi opinión, solo cuando la hipótesis animista estuvo ya disponible para su proyección, pero no antes.

La expresión númenes animales reales no solo me parece equívoca, sino desorientadora si se la aísla del fenómeno animista, donde debe buscar su específico lugar natural. Pero entonces, y por razones similares, me parece equívoco e inconveniente el concepto de argumento ontológico-religioso referido a la «verdad» de la religión. Esta verdad consistiría en su realidad en cuanto que es un fenómeno observable empíricamente de múltiples modos, todos ellos derivados en último término –aunque las conexiones históricamente hayan ido debilitándose o se hayan llegado a cortar– del núcleo original real, el númen animal. Cabe admitir, y debe admitirse, que las religiones qua religiones son todas reales, aunque solo sean realmente los productos históricos de una ilusión. Pero ni aun en el nivel del núcleo primario –el númen animal– pueden las religiones sustanciar la menor pretensión de verdad ontológico-metafísica, porque el númen animal real es resultado de la proyección animista, la mayor ilusión quizás de todas las muchas ilusiones generadas por el ser humano desde que inició su andadura por la tierra; ilusión que exhibe su falsedad constitutiva, con la que envuelve a toda forma de religión como pretensión de verdad. Sé que mis interlocutores son ateos, y que conocen como yo esa falsedad, pero no es esto lo que aquí interesa, sino el marco teorético del ateísmo, y en cuanto a ese marco tenemos nuestras divergencias.

Poner de manifiesto la génesis mental de la creencia en almas, númenes o espíritus, en el contexto tanto de la mente como de la realidad extramental (incluidos la objetivación de la propia mente y el reconocimiento de las ajenas) no debe calificarse como tesis idealista, a no ser que se distorsione el sentido de los términos, o que se los cargue arbitrariamente de connotaciones académicas que valen lo que valen, es decir, con frecuencia más bien poco. Suponer que la consideración de la religión como fundada en una ilusión es necesariamente una posición idealista porque recaería sobre algo irreal, equivale a una confusión de términos y de planos. La hipótesis animista no menoscaba en absoluto la realidad de las religiones como hechos históricos, como productos antropológicos. Resulta elemental tener que decir que algo puede derivarse de una manifiesta ilusión, y sin embargo adquirir inmediatamente espesor fenomenológico creciente, incluso hasta convertirse en inerradicable, como sucede con la contumaz ilusión animista. Es conocido el teorema de Thomas en Sociología, según el cual causas ilusorias producen efectos reales. Nadie que sea cuerdo puede negar la realidad de las religiones en la vida individual y colectiva; pero puede al mismo tiempo denunciar su falsedad en cuanto pretensión veritativa. ¿Alguien calificaría de idealistas a personajes que coinciden es este juicio pero que son tan diversos como Feuerbach, Tylor, Marx, Freud...? Si se admite que no existen realmente los númenes, no es posible decir que la religión es verdadera como zoología, por mucho que se insista en que los animales poseen una realidad ontológica de mayor rango que la de la piedra. Y agregar que quien rechace, tomada sin las indispensables cualificaciones, la expresión númenes animales reales aislándola de la proyección animista, se convierte en un idealista, es un dislate. De ser alguien imputable de idealismo, correspondería esta calificación más bien a los seres humanos, que generan y alimentan la hipótesis animista, que a quienes intentan explicarla. Una vez más, tendemos a constituirnos en víctimas de nuestras convenciones lingüísticas. Se trata entonces, sin que por ello medie mala fe, de una fausse querelle, como dicen nuestros vecinos.

Al margen de la discusión sobre si la hipótesis animista comporta una teoría circular o radial o angular, o todas conjuntamente –discusión que me parece escasamente útil–, estimo que esa hipótesis permite explicar lo que le sucedió realmente al hombre prehistórico en su esfuerzo ineludible por racionalizar de algún modo, aunque sólo fuese en un nivel modesto y evidentemente engañoso de racionalización, una serie de fenómenos y de experiencias que le exigían una respuesta operable tanto en el plano mental como en el conductual. Esta explicación no cierra el camino hacia el estudio del curso histórico de la religión, sino que constituye su presupuesto fundamental. En mi opinión, la mayor parte de las [92] contribuciones de GB al conocimiento del hecho religioso podrían integrarse armoniosamente en este punto de partida, redefiniendo algunas de sus categorías interpretativas. Estimo que el fenómeno del animismo necesita mucha clarificación teórica y muchos esfuerzos de investigación. Pero estas exigencias no creo que afecten a su validez inicial.

Un último punto. He reconocido en mi réplica a AT que en el Elogio había formulado de manera poco afortunada mi convicción de que entre el psiquismo animal y el humano existen diferencias importantes, y maticé adecuadamente aquella formulación en la medida necesaria. Allí me remito. GB afirma que «los animales son sujetos dotados de vis repraesentativa ('entendimiento' o facultad intelectual en su grado límite)». Si por la expresión «grado límite» se entendiera que es el grado alcanzado en su plenitud por la capacidad de representación que posee el ser humano, entonces no estaría totalmente de acuerdo. El sistema perceptivo e intelectivo humano, en cuanto habilitante para el fenómeno de la plena autoconciencia, para los procesos del pensamiento abstracto y de la generalización, para la construcción conceptual, para la constitución o el reconocimiento de alter egos dotados de conciencia análoga, para toda suerte de proyecciones e imputaciones reflexivas, para toda clase de razonamiento discursivo, y un largo etcétera, permite establecer unas claras diferencias entre los hombres y los animales que sería arbitrario reducir o ignorar. Por consiguiente, la especificidad nítida del homo sapiens en términos comparativos no queda cuestionada. Pero como indiqué en aquella primera réplica, aun en el imposible supuesto de que los animales pudieran ser equiparables al ser humano, la proyección animista no perdería su pertinencia y sus virtualidades, pues es una operación que hay que entender y conceptualizar desde el lado de su actor, que es precisamente el sujeto humano y no los sujetos u objetos terceros en cuanto investidos por aquél con atributos animistas o numinosos. En relación con nuestro tema, estimo que se hace demasiado ruido con los bienvenidos avances de la Etología, pues estos avances no pueden poner en cuestión el fenómeno animista en cuanto ilusión nuclear de la religión. Las investigaciones etológicas han contribuido a difuminar en cierta medida las líneas divisorias entre las etapas de la evolución animal, pero no hasta el punto de que pueda ponerse en cuestión la novedad ontológica de los homínidos y de su paulatina y segura ascensión hacia el homo sapiens. Hoy pueden detectarse síntomas del posible riesgo de que la pasión despertada por los hallazgos de la Etología produzca recidivas de antropomorfismo.

Para concluir, permítanme GB y AT que les diga, sin enfado, que me parece abusivo y fuera de lugar su reiterado empeño en disfrazarme de cartesiano impenitente, pues no hay realmente nada en mis escritos que autorice las caricaturas con las que algunos podrían confundirme. No es serio. Alguien podría pensar que se ha querido cargar la mano en estos gratuitos reproches a falta de mejores argumentos en la cuestión principal.

* * *

Mi admiración por la potencia teorética de GB no ha disminuido ni una milésima por el hecho de nuestras divergencias en algunas de las líneas de la teoría de la religión. La admiración y el afecto personal. También deseo expresar mi reconocimiento de la gran capacidad filosófica de AT, cuya Segunda respuesta testimonia de su amistad y estima personal hacia mí, a las que le correspondo sinceramente.

No desearía que mis desacuerdos con las tesis centrales de El animal divino, que he reiterado en estas páginas, pudiesen interpretarse como una actitud de caprichosa obstinación o como un punto de amor propio digno de mejor causa. Una interpretación así, que a veces asoma levemente en alguna frase de AT (sin duda, sin el menor ánimo de herirme), podría tomarse como signo de dogmatismo, y mis dos interlocutores están, al menos intencionalmente, exentos de ese mal.

Madrid, 1º de Abril de 1996
Gonzalo Puente Ojea

 
 

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