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  El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 87-88
  
Sobre la realidad de los númenes animales
en la religiosidad primaria


Gustavo Bueno
Oviedo
 

En su carta abierta a Alfonso Tresguerres parece que las objeciones de Gonzalo Puente Ojea a la tesis central de El animal divino, en torno al origen y alcance de la religión primaria, se decantan (o se concentran) en la cuestión de la «realidad» de los númenes animales, o de los animales como númenes. Puente Ojea no niega que, al menos en muchas ocasiones, los animales han podido presentarse a los hombres como númenes: lo que niega es que esta presencia pueda entenderse de otro modo que como una «ilusión», porque (viene a decir Puente Ojea) en ningún caso podemos aceptar hoy, ni de lejos, que los animales sean o hayan podido ser númenes reales. La realidad de los animales que han podido ser percibidos como numinosos no tendría nada que ver, por tanto, con una supuesta realidad de los númenes como animales. ¿Y cómo habrían podido llegar siquiera los animales reales a ser percibidos como númenes imaginarios? En virtud de un mecanismo de «proyección antropomorfa», que arrojaría como resultado esa ilusión, similar a la que dio origen a la creencia en las ánimas, tal como Tylor, al parecer, la presentó en sus obras Antropología y Cultura Primitiva. De donde parece desprenderse que la «proyección» que conduce a la ilusión de la numinosidad de algunos animales es de la misma estirpe que la «proyección» a partir de la cual (siguiendo a Tylor) habría dado comienzo el animismo, entendido como origen efectivo de las religiones. En el fondo (aunque esta conclusión no la ofrece explícitamente Gonzalo Puente Ojea) la numinosidad animal sería un caso particular de animismo, y la teoría de la religión expuesta en El animal divino podría ser reducida a la teoría animista de Tylor.

No juzgamos necesario, una vez que ya está ya publicada la crítica de Gonzalo Puente Ojea y las respuestas de Alfonso Tresguerres (así como la de Pablo Huerga) volver de nuevo a una confrontación de carácter general entre la teoría animista y la teoría zoogénica. Pero sí encuentro de una gran utilidad la reexposición de algunas de estas respuestas circunscribiéndolas al terreno en el cual Puente Ojea reconoce animales numinosos, aun a título de «ilusiones». Porque, por referencia a estas situaciones, acaso podamos entender mejor qué puede querer significar la tesis «animista» («estos animales son vistos ilusoriamente como númenes, pero no son númenes reales, puesto que su numinosidad es efecto de una proyección animista») en cuanto contradistinta de la tesis zoogénica («estos animales que aparecen como númenes son precisamente los númenes reales, y el origen de los demás númenes, y no el efecto de una proyección antropológica»).

La tesis de Gonzalo Puente Ojea parece estar orientada a subrayar la necesidad de ver hoy y retrospectivamente a los animales como meros organismos instintivos que sólo pueden recibir el tratamiento propio de una Zoología tradicional, pensada como disciplina contradistinta a la Antropología. Sólo el hombre tiene conciencia, designios, lenguaje, &c.; de donde habrá que inferir que si los hombres, alguna vez, perciben algunos animales como entidades numinosas, ello sólo puede ser efecto de una ilusión, de la proyección a los animales de sus características propias. Parece que semejante tesis no quiere entrar siquiera (en virtud de su concepción previa acerca de la naturaleza de los animales) en el contenido de la tesis central de El animal divino: que los númenes reales fueron los animales (algunos animales) enfrentados a los hombres primitivos. Como se supone que esto es inadmisible a priori, habrá que explicar por qué los animales podrían haber sido percibidos alguna vez como númenes. Y es en este contexto en el que se abre camino la hipótesis de la «proyección». Pero sería inexplicable la posibilidad misma de esta proyección de algún esquema propio del cerebro humano en una pantalla animal si el cerebro no tuviera ya ese esquema. [88] Dicho de otro modo: los hombres deberían ser numinosos en sí mismos para así poder «proyectar» su numinosidad a los animales (requisito que podría ponerse en correspondencia con la doctrina general de Gonzalo Puente Ojea aplicada a los dioses: también proceden ellos de proyecciones llevadas a cabo por los animales humanos, por los hombres, de acuerdo con la doctrina circular de la religión).

Acaso la raíz de la posición de Gonzalo Puente Ojea resida en un tratamiento «sustancialista» del predicado «numinosidad real» o «realidad del numen». Como si la numinosidad hubiera de ser aplicada, y por vía «metamérica», a un sujeto (animal o humano) como un predicado sustancial. Ahora bien, como el sujeto de esta numinosidad, así entendida, no podría ser por hipótesis un animal, habría que derivar tal numinosidad atribuida a los animales a partir de la fuente humana.

Pero ni la numinosidad ni la realidad tienen por qué entenderse sustancialísticamente, en el animal o en el hombre, si es que la numinosidad (y la realidad) aparecen precisamente en el enfrentamiento diamérico de los animales a los hombres y de los hombres a los animales, en determinadas condiciones a partir de las cuales los hombres y animales se codeterminan:

Los animales (ciertos animales), en condiciones determinadas, se manifiestan a los hombres como númenes porque la distancia real entre animales y hombres, en el terreno de la esencia, es precisamente, en el momento del «hacerse del hombre», la que está recogida en esa numinosidad. Por ello, los animales son númenes reales en tanto su numinosidad constituye el modo de configuración objetiva de esos animales ante los hombres, un poco a la manera como el color rojo es la cualidad cromática real según la cual se presenta al ojo humano un objeto que refleja la luz a 603,5 mμ. No es que el objeto coloreado sea «en sí mismo» rojo; pero tampoco su rojez es una «ilusión», ni siquiera una «cualidad secundaria» en cuanto sensación interna de la mente (al modo cartesiano) o «proyección del cerebro», o una mera secreción de los nervios sensitivos (al modo de la «ley de Müller»). La numinosidad animal, precisamente por proceder de los animales reales no tendrá tanto que ver con las afecciones internas «proyectadas» por los hombres, del mismo modo que el color rojo también procede de una estimulación del área 17 de Broadman producida por una longitud de onda de 603,5 mμ (sólo después de haber recibido y procesado este estímulo el cerebro podrá reproducir el rojo subjetivo, pero no a título de proyección sino de reviviscencia). Por ello, la numinosidad (recogida ulteriormente en experiencias secundarias y terciarias) no procederá del hombre, sino de los animales. Recíprocamente (cuando nos situamos en el punto de vista del «adulto civilizado»), la numinosidad animal primaria sólo puede entenderse, no directamente, sino a partir de las experiencias religiosas secundarias o incluso terciarias.

Por todo ello, la tesis de la numinosidad real (no proyectiva o imaginaria) equivale a la afirmación de que las religiones primarias son verdaderas: el «universo» en sus formas animales es el que se presenta como numinoso a los hombres en la etapa de su conformación, en el momento de distanciarse de los animales de donde ellos habían salido. Es en estos momentos en donde podría haberse conformado una «cualidad» característica, la cualidad de la numinosidad, si así se quiere, en cuanto fenómeno real, a la manera como se conforma un acorde de órgano característico a partir de una disposición objetiva de diversos manantiales de sonido (no de uno aislado), o como se conforma una franja multicromática característica a partir de una disposición de diversos manantiales de luces de diferentes frecuencias. El acorde profundo numinoso, resultante del «enfrentamiento» de las formas animales a las formas humanas en sus pasos primeros, será también el manantial de los ulteriores «acordes» que puedan resonar, como un eco (y, a veces, hasta regenerarse o refluir) en fases más tardías de la religiosidad. La numinosidad animal, por tanto, tampoco podrá ser reducida a la presencia pura de un organismo animal (tal como hoy puede ser re-presentado en un Atlas de Anatomía, por ejemplo) ante un hombre en formación, sin más complicaciones, como una suerte de mero «efecto de perspectiva», aunque fuera objetiva. Las coordenadas de un Atlas de Anatomía no son las únicas coordenadas que podemos utilizar; es preciso también regresar a coordenadas más amplias. Podemos considerar por ejemplo, a los animales, como morfologías que van con-formándose ellas mismas en un proceso cósmico, precisamente al enfrentarse con otros animales. Porque un animal no es una sustancia dotada de predicados absolutos (metaméricos) sino una «fase del universo» que alcanza su propia forma (incluso la anatómica) diaméricamente, ante los otros animales: su fenotipo está siempre en función de operaciones que han de ser capaces de trascender muchas veces al genotipo, si es que se quiere entender la causalidad de la conducta en la evolución de las especies. En el caso del hombre (que tampoco es una sustancia) la «morfología» de su mundo estará también en gestación: desde este punto de vista cabría decir que la numinosidad tiene que ver con este proceso «cósmico» en el que los animales «segregan» a un hombre que comienza a enfrentarse con aquello mismo de donde brotó, cuando no tiene otras referencias para determinar su situación y la de las entidades que se le enfrentan.

 
 

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