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  El Basilisco, nº 20, 1996, páginas 79-80
  
Carta abierta a Alfonso Tresguerres

Gonzalo Puente Ojea
Madrid
 

Señor Tresguerres:

Acabo de leer su artículo «Lecturas de El animal divino. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea», publicado en el nº 19 (1995) de El Basilisco. Le confieso que una pereza invencible me impide entrar en debates de escuela sobre una cuestión que creo tener bastante clara. No necesito reiterar mi gran admiración por el talento y la competencia filosófica y científica del profesor Gustavo Bueno, en cuyos libros tanto he aprendido. Sin embargo, su alegato contra mis objeciones sigue sin convencerme del acierto de la tesis central de El animal divino en cuanto explicación de lo que él considera como la verdad nuclear de la religión.

Dejo de lado sus impertinentes y gratuitas descalificaciones personales, que no merecen ni el más leve comentario, y paso a hacerle tres o cuatro observaciones sustantivas. Si tomamos el término latino numen, según propone el Diccionario, para designar la manifestación de acciones o funciones sobrehumanas o divinas –y supongo que es de esta escueta definición de la que hay que partir–, entonces no solo rechazo la idea de que «los animales son realmente númenes», sino también la idea de que «los animales son númenes reales». Estimo que su improvisada distinción –punto neurálgico de su crítica– es, en definitiva, muy efectista pero nada efectiva. Porque no existen –si este verbo fuera aquí el adecuado, que no lo es– más númenes que las supuestas manifestaciones numinosas de aquellos referentes (animados o inanimados) a los cuales el ser humano atribuye la cualidad numénica mediante un proceso proyectivo tan evidente como de ardua verificación fenomenológica. En consecuencia, resulta axiomático que ningún númen es real; y el marco natural de este filosofema corresponde a los procesos de proyección psicológica. Eludir el momento genético conduce a una petitio principii.

Personalmente, no tengo el menor interés en bautizar el enfoque tyloriano de la religión como «circular», y si empleo este término lo hago por respeto a la terminología de la propia tesis del Profesor Bueno. Para mí, no hay en absoluto identidad –que Vd. caprichosamente me adjudica– entre psicología y circularidad. Muy al contrario, pienso que en las manifestaciones animistas de cualquier tinte, el ser humano apunta intencionalmente hacia objetos terceros, reales o ilusorios pero asumidos como reales, sean ellos cosas, animales o humanos. Una teoría de la religión nunca recae sobre una relación circular pura, sino, de un modo o de otro, sobre una relación «angular» o «radial» –por seguir con su terminología–. El aparente circuito psicológico nunca se puede sostener sin intencionalidades extramentales, es decir, si no está abierto a alguna forma de objetividad, aunque sea falsa. Los numina son propiedades ilusorias, todas ellas, que el ser humano adjudica a algo o alguien que no se identifica intencionalmente con quien los inventa. En general, poco importa que todos o algunos animales sean centros de consciencia y voluntad en mayor o menor grado, porque es siempre el ser humano quien los animiza o numiniza (si se me permite esta expresión).

Mi elíptica frase «finalidad representable ex ante» hubiera quizás aconsejado mayor matización. Pero no me parece correcto aferrarse a su sintética literalidad para interpretarme erróneamente. Vd. mismo apunta cómo debe entenderse cuando se aplica al homo sapiens, lo que yo hubiera podido hacer para evitar tergiversaciones con que no conté, aunque lo habría hecho en un lenguaje distinto del suyo, y más sencillo. Debe Vd. saber que estoy bastante bien informado de los trabajos pioneros de Wolfgang Köhler (1925) sobre psicología animal, y sobre las copiosas aportaciones de la Etología actual, incluidas las investigaciones, [80] muy difundidas ya y apasionantes, de D. Premack (1970) y de R.A. y B.T. Gardner sobre los chimpancés. Aun en estos simpáticos animales, sus niveles de consciencia y voluntad están, al parecer, estrechamente ligados a su dinámica instintual, y esto con tal intensidad, y consiguientes limitaciones, que se separan conceptual y prácticamente del homo rationalis. Si a esta estimación le divierte a Vd. adosarle la etiqueta cartesiana, no seré yo quien vaya a censurarlo, pues cada cual es libre de organizarse sus evasiones lúdicas. Pero lo grave de estos juegos es que le desvían a Vd. de la cuestión relevante, pues parece no darse cuenta de que sus observaciones sobre el psiquismo animal se sitúan por necesidad en un contexto que no puede afectar verdaderamente a mi línea argumental. En efecto, incluso si llegara a admitirse que existen animales dotados de representaciones mentales plenas y «ex ante», estas capacidades tampoco los convertirían en sujetos provistos de cualidades numénicas, es decir, sobrehumanas, divinas, de ningún género. Estos animales continuarían, en su caso, siendo tributarios de proyecciones animistas humanas. A no ser que Vd. me propusiera acudir al absurdo supuesto de que dichas cualidades son vividas en cuanto tales como una realidad por los propios animales. Estaríamos, entonces, en el reino literario de la fábula. Ni siquiera los humanos podemos pretender que poseemos semejantes cualidades, salvo que nos entreguemos a la simulación o seamos víctimas de alucinaciones.

Por todo lo dicho, entiendo que hablar –si se quiere hacerlo con propiedad– de un «argumento ontológico-religioso» en relación con los númenes animales es, cuando menos, peligrosamente equívoco, y por consiguiente desorientador. Algo muy diferente es que si se deseara establecer una suerte de gradación en la especificidad ontológica, no de los númenes, sino de los entes ilusoriamente investidos por el ser humano con cualidades númenicas, pueda resultar aceptable, y quizás aun conveniente, colocar en primer plano a los animales, cuya naturaleza ofrece obviamente rasgos diferenciados con respecto a una piedra, un astro, o un difunto. Pero todos estos referentes, y otros, pertenecen al mundo de objetos o sujetos a los que el ser humano asigna propiedades numinosas de las cuales todos ellos carecen per se. En suma, el concepto de «númenes animales reales» me parece una insostenible arbitrariedad verbal o una expresión desafortunada de algo muy diferente. Reconocer explícitamente que esto es así, obliga a una importante revisión conceptual y terminológica de la tesis central del Profesor Bueno.

Habría más puntos que comentar, pues Vd., sin duda de buena fe, ha desfigurado algunas otras de mis posiciones. Pero deseo concluir señalándole solamente que es ociosa la inquietud que por su cuenta cree adivinar en mí ante la infundada sospecha de que el Profesor Bueno pudiera resultar «menos ateo» de lo que yo me creía. No es el caso. No se inquiete infantilmente Vd. por mi supuesta inquietud, que nunca ha existido. Sin embargo, deseo también decirle que cada cual, superando posibles vasallajes de escuela, debe fundamentar sus juicios en sus propias evidencias. Por mucho que uno admire la potencia teorética de un pensador, al argumento de autoridad no debe concedérsele más que un valor muy relativo, y por lo tanto cuestionable.

Atentamente,
Gonzalo Puente Ojea
Madrid, 10 de febrero de 1996

 
 

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