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  El Basilisco (Oviedo), nº 20, 1996, páginas 55-72
  
La filosofía en España
en un tiempo de silencio {1}


Gustavo Bueno
Oviedo
 

fuente griego / >>>

Planteamiento de la cuestión

I El enunciado titular que los organizadores de estas I Jornadas de la Sociedad de Historia y Filosofía de la Psiquiatría, consagradas a analizar la figura y obra de Luis Martín-Santos (11 noviembre 1924 / 21 enero 1964), me han asignado, da por supuesto, si nos atenemos a la forma gramatical del propio enunciado, un concepto de «tiempo de silencio» que tiene el formato de un concepto-clase (distributiva), pero que no excluye tampoco (simultáneamente) el formato de un concepto analógico, con diferentes acepciones, cada una de las cuales podría también estar reconocida en la expresión indefinida «un tiempo de silencio».

«Un tiempo de silencio» dice, sin duda, aun dentro de una misma acepción, «cualquier tiempo de silencio», no un tiempo de silencio concreto o determinado. A lo largo de la historia de España, o de la historia de cualquier otra nación, habría, según ese concepto, intervalos que podrían caracterizarse, al parecer, como «tiempos de silencio», intercalados (si nos atenemos al prototipo musical) en el curso fluyente de los «tiempos sonoros». La «ominosa década», en el reinado de Fernando VII, o los años que siguieron al cierre de las escuelas de Atenas por Justiniano, en el 529, podrían ponerse como ejemplos de «un tiempo de silencio». Por lo demás, no aparecen explícitos los criterios que determinan cuales son las líneas de nivel a partir de las cuales hablamos de un tiempo de silencio dado, puesto que es evidente que una sociedad humana, incluso una comunidad de cartujos, no puede dejar de hablar, o al menos, de hacer diariamente algún ruido. El tiempo de silencio al que nos referimos ha de suponerse, por tanto, definido de un modo especial; un modo que nos permita, además, incorporar las causas y funciones de esos tiempos de silencio. Y el modo de definir el tiempo de silencio, además, habrá de estar proporcionado a los contenidos que se suponen puedan encerrarse en los límites del intervalo definido. Es evidente que, para una sociedad dada, la condición de «estar inmersos en el cono de sombra del tiempo de silencio» tendrá un significado muy distinto para contenidos tales como la vendimia o la fabricación del pan que para contenidos tales como la propaganda política o la edición de libros de filosofía.

Pero, por otra parte, no podemos olvidar que, por el contexto dentro del cual aparece incluida en el enunciado titular la fórmula «un tiempo de silencio», sin perder la intención universal-distributiva, o si se quiere, genérica, «nomotética», está referida a un intervalo concreto, «idiográfico», del tiempo histórico, lo que no excluye la intención universal distributiva que hemos asociado al formato de la expresión «un tiempo de silencio». Simplemente ocurre que, por una suerte de dualidad, el ejercicio de un concepto clase tiene lugar, ya sea cuando nos situamos desde la perspectiva de su universalidad, en tanto va referida siempre a «individuos concretos» [56] (aunque estén indefinidos), ya sea cuando nos situamos en la materialidad de un individuo concreto, pero en tanto ella sea percibida como un caso más del concepto clase. Ahora bien, la «materialidad» concreta, la referencia a la que nuestro contexto nos remite, no es, por supuesto, la ominosa década y, menos aún, el período en el que el emperador Justiniano cerró las escuelas filosóficas de Atenas, sino precisamente el intervalo del tiempo dentro del cual se contienen las fechas dramáticas de la novela Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos (fechas dramáticas que se sitúan en torno al año 1949); y no sólo esto, sino (un complemento que me parece imprescindible) en tanto que las fechas dramáticas del relato de referencia se presupongan, en este caso al menos, en continuidad «epocal» con las fechas en las cuales el propio autor escribió y publicó (aunque no fuera en su íntegra totalidad) su obra, fechas que pueden situarse entre los años 1959 y 1962{2}. Unas fechas, por lo demás, que están tan próximas a las de estas Jornadas, que sería posible decir que todas ellas son fechas de un mismo «Presente». Un «Presente», en cuanto se nos delimita en una escala histórica que no puede reducirse, no ya al instante psicológico, al nunc que fluye sin cesar en la conciencia subjetiva, pero ni siquiera al intervalo de una biografía; el «presente», a escala histórica, implica, sin duda, múltiples biografías, susceptibles de ordenarse por «generaciones», que, hasta un número de seis o siete, permanecerán «imbricadas como las tejas de un tejado», al decir de F. Mentré. Y la razón por la cual puede decirse que este presente constituye una unidad objetiva distinguible, al menos conceptualmente, de lo que llamamos «Pasado» y «Futuro», en sentido histórico, sería esta: que el «Presente» engloba al conjunto de individuos o grupos de individuos (por ejemplo, generaciones) susceptible de mantener relaciones de influencia recíproca; lo que significa que el «diámetro» del círculo de ese presente, centrado siempre en torno a alguna generación dada, podrá estimarse en un siglo. El «Pasado», en cambio, englobará a todos aquellos individuos o grupos que influyen sobre nosotros sin que nosotros podamos influir, ni hayamos podido influir sobre ellos; y el «Futuro» histórico podría redefinirse como el conjunto de los individuos (o grupos) sobre los cuales nosotros influimos sin que ellos puedan influir ya sobre nosotros. Cabría afirmar, según esto, que Martín-Santos pertenece a nuestro presente, porque, aunque haya muerto hace poco más de treinta años, todavía están vivos quienes influyeron, más o menos, en él (a la vez que recibieron también la influencia suya), muchos de los cuales están activos en estas Jornadas.

Ahora bien, el reconocimiento de la realidad de un presente histórico, al que pertenecemos nosotros, desde luego, pero también Martín-Santos, no implica, en principio –aunque tampoco implica su negación– que nuestro presente deba considerarse todo él envuelto por la idea de un «tiempo de silencio». Lo más probable es que los participantes (al menos, la mayor parte) en estas Jornadas, muchos de ellos familiares, amigos, enemigos o colegas de Luis Martín-Santos, presupongan que, sin perjuicio de la copresencia que mantuvieron con él, existe una línea de separación bastante clara, aun dentro del círculo del presente de referencia, entre el «tiempo de silencio» en el que transcurren los sucesos dramáticos de la novela, así como la vida del autor que la escribió (pero también períodos de la biografía de muchos o de todos los «aquí presentes», que estuvieron en la cárcel o experimentaron los efectos de la censura policiaca) y el «tiempo de libertad» (por ejemplo: libertad de prensa, libertad de opinión...) en el que, al parecer, vivimos quienes, en estas Jornadas, estamos rememorando precisamente aquel otro «tiempo de silencio». Una línea de separación que es muy probable que muchos identifiquen con la línea que separa la época franquista de la democracia coronada instaurada por la Constitución de 1978, y cuya expresión consolidada más plena (después del frustrado golpe del 23-F de 1981) habría culminado con la victoria en las urnas, en octubre de 1982, del Partido Socialista Obrero Español. Pero fue en este partido en el que militó Luis Martín-Santos. Por ello no parecerá impertinente, cuando nos referimos al presente en nuestro contexto, la mención de la victoria electoral de 1982, desde el punto de vista del análisis ideológico, ni tampoco carecen de sentido las cuestiones, que algunas veces se han suscitado, sobre el lugar que, de no haber muerto prematuramente, en un accidente de automóvil, en 1964, ocuparía Luis Martín-Santos en la vida política de los últimos años del siglo.

2. Lo que he pretendido hacer hasta ahora, en mi exposición, no ha sido otra cosa sino llamar la atención sobre una distinción que parece estar implícita en el planteamiento mismo del tema titular, a saber, la distinción entre el concepto clase de «un tiempo de silencio» y el «tiempo de silencio» concreto, dado en nuestro «presente», que desempeña en estas Jornadas la función de referencia principal de aquel concepto clase. Porque el concepto clase de «tiempo de silencio» no ha sido explícitamente definido; más bien, y gracias al significado mínimo, por vago que sea, que tiene el propio sintagma castellano «tiempo de silencio», se da por establecido, a fin de analizar qué pueda significar en su ámbito, la filosofía. Pero, a la vez, sobrentendemos que ese concepto clase habríamos de referirlo a nuestro presente, en particular, al presente en el que ocurren los episodios dramáticos de la novela Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, y esto debido a que, desde luego, las características generales del concepto clase han de estar actuando en cada una de sus referencias o realizaciones, pero también, por tanto, recíprocamente, a que, si no todas, sí muchas de las características de nuestro presente (o del tiempo de silencio de nuestro presente ya transcurrido o por transcurrir) habrán de poder servir para determinar las características de «un tiempo de silencio», en general, y de las funciones o situaciones que en él puedan corresponder a la filosofía. Y esta constatación tiene ya un alcance metodológico indiscutible: es casi seguro que una exposición, necesariamente dilatada, que comenzase por definir, en general, un concepto previo (no por ello necesariamente a priori) del concepto clase de «un tiempo de silencio» en general (tomando como referencias la llamada ominosa década del siglo XIX, el cierre de las escuelas filosóficas por Justiniano en el siglo VI y otros cientos de referencias que serían sin duda necesarias para esbozar un «concepto inductivo», no apriorístico) no sólo no garantizaría su pertinencia en el momento de ser aplicado al tiempo de nuestro presente que nos ocupa, sino que, acaso por ello mismo, produciría en el auditorio la impresión de una extravagancia. Y, en cambio, supongo que lo que todo el mundo espera ante el anuncio, en estas Jornadas, de una exposición sobre «la filosofía en un tiempo de silencio», es que esta exposición vaya referida, desde el principio, al concepto del tiempo de silencio concreto del que venimos hablando, y ello sin perjuicio de que este «tiempo de silencio de la filosofía» sea visto como «un caso» de un concepto más general, con el riesgo que esto tendrá sobre la posibilidad de transferir características acaso peculiares e irrepetibles de nuestro presente a los tiempos de silencio de otras épocas históricas. Un riesgo, por lo menos tan probable, como el que correspondería a cualquier decisión de aplicar una supuesta característica general del tiempo de silencio a nuestro caso. [57]

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I. Tres perspectivas (A, B, C) desde las cuales puede ser considerada
la fórmula «tiempo de silencio»

Lo primero que tenemos que constatar es que nuestro «presente» –que ha de contener, ante todo, según hemos dicho, a la persona y obra de Luis Martín-Santos– no nos conduce a un concepto unívoco de «tiempo de silencio» (incluso cuando él va referido al mismo presente) sino a muy diferentes conceptos o acepciones, si se quiere, modulaciones del mismo concepto que, sin duda, podrán estar estrechamente relacionadas entre sí por alguna analogía de proporción, simple o compuesta. Sin duda, el número de estos conceptos determinables (cada uno de los cuales estará contenido en la expresión indefinida «un tiempo de silencio») es muy alto. Por nuestra parte limitaremos esta multiplicidad, ateniéndonos lo más estrictamente que podamos a nuestro contexto. Pero, aún así, no es posible circunscribir a una sola modulación unívoca, salvo por convención gratuita, o por acrítica ingenuidad, el concepto de «tiempo de silencio». Y esto debido a que las perspectivas emic y etic por respecto al propio sintagma «tiempo de silencio», acuñado por Luis Martín-Santos, son diversas y, en ocasiones, contradictorias, a pesar de que muchas de ellas aparecen mezcladas, confundidas o identificadas por quienes hablamos de estas cosas. Las tres más significativas perspectivas que distinguiremos (porque no son ni siquiera conceptos, sino perspectivas para construir conceptos) son las tres siguientes, que designaremos, no tanto para abreviar, cuanto para evitar complicaciones connotativas, por A, B y C:

Perspectiva A. Es la que corresponde a quienes, como nosotros, nos consideramos situados en 1995 para analizar conceptos o procesos ocurridos hace más de treinta años en un «presente transcurrido» en el que se escribió Tiempo de silencio. Se trata de una perspectiva que podría considerarse, en principio, como perspectiva etic, en el sentido histórico, en cuanto ella está referida a «actantes» que ya no viven y que por tanto, necesariamente, ha de estar fuera, de algún modo, de ellos. Pero esta exterioridad etic, de principio, no excluye la posibilidad de una aproximación emic que tome como punto de partida la propia obra Tiempo de silencio, y, sobre todo, la presencia de su autor en las vidas de muchos de quienes hoy participan en estas Jornadas, sobre todo las de aquellos que comparten o compartieron sus planteamientos políticos y filosóficos. Una perspectiva etic no necesariamente ha de ofrecernos contenidos diferentes a aquellos que pueden determinarse desde una perspectiva emic; y, en nuestro caso, esta observación tiene la mayor importancia dado el grado de identificación (en militancia política o en ideas filosóficas) de sus amigos con Martín-Santos mismo. Por esta razón el criterio más pertinente para separar o clasificar la multitud de conceptos que podrán darse, sin duda, desde esta propia perspectiva A será el criterio de la identificación o no identificación del concepto etic de «tiempo de silencio» que se tome como canon, con el concepto (o los conceptos) emic que hayamos logrado determinar. Designemos por A1 al concepto (o conceptos) etic, en el sentido dicho, de «tiempo de silencio», que, mantenidos desde 1995 (o también: desde 1978, consagración de la democracia constitucional coronada) se consideran retrospectivamente como idénticos, en lo esencial, a los conceptos emic atribuidos; designaremos por A2 a los conceptos etic que se contrapongan a los A1, sin que por el momento tengamos que comprometernos en decidir si tales conceptos A2 son idénticos o contrapuestos a los conceptos emic correspondientes.

Perspectiva B. Es la perspectiva emic referida al autor de la obra, en principio, en cuanto actante o agente de Tiempo de silencio, aunque también la perspectiva emic puede nutrirse de otras fuentes externas de noticias sobre el autor de referencia, en tanto que persona «de carne y hueso» presente, como venimos subrayando, en muchos de los participantes de estas Jornadas. [58]

Perspectiva C. Es la perspectiva emic pero referida, no ya al autor, sino al personaje protagonista (Pedro), en tanto que en la novela Tiempo de silencio utiliza y hace suya la idea de un tiempo de silencio. ¿Podemos, sin embargo, considerar como perspectiva emic a la que pretende «ponerse en el punto de vista de Pedro» en cuanto agente de una determinada idea de «tiempo de silencio»? Pues, ¿cómo podría ser actante o agente un personaje irreal? ¿Acaso este personaje no es una construcción de su autor y, por tanto, el análisis emic del personaje tendría necesariamente que trasladarse al análisis emic del autor de tal personaje? No podemos entrar aquí en cuestión tan enrevesada.{3} Me limitaré a situarme en el segundo supuesto (la perspectiva emic referida a un actante o autor real, siempre que este supuesto no se interprete, como es habitual, en el sentido de una identificación del autor, en perspectiva emic B, con el personaje, en perspectiva C); puesto que aunque el personaje (Pedro) puede ser considerado como una construcción del autor, ello no significa que construcción equivalga a un «desdoblamiento» del autor en el personaje, como si este no fuese más que una «proyección» suya. Pedro nos ofrece, como personaje, una visión del «tiempo de silencio» que, aunque haya sido concebida por Martín-Santos, no tiene por qué ser atribuida a él como persona real. Reconocer los abundantes componentes biográficos de nuestra novela no ha de significar, como es frecuente pensarlo de hecho, que el «tiempo de silencio» de Pedro pueda considerarse como una parte de la propia «concepción del mundo» de Martín-Santos, aun cuando, eso sí, será imprescindible contrastar la relación entre el «tiempo de silencio» utilizado por el personaje Pedro y el «tiempo de silencio» utilizado por Martín-Santos; por lo menos, aunque fundamentalmente, al imponer el título a su obra (no es inmediatamente evidente que la intención de este título fuera la de reproducir la idea que Pedro pudo tener del tiempo de silencio).

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II. La fórmula «tiempo de silencio» desde la perspectiva A

Hemos distinguido dos tipos de conceptos «tiempo de silencio» construidos en la perspectiva que hemos denominado A, cada uno de los cuales contiene, además, determinaciones muy precisas relativas a la «filosofía». Dicho de otro modo: a la filosofía, en un «tiempo de silencio» del tipo A1 le corresponderá un lugar, una valoración o un significado peculiares y, en principio, muy distintos de los que le corresponderían cuando utilizamos conceptos de «tiempo de silencio» del tipo A2. Más aún, la misma idea de filosofía que se nos muestra «a través» de conceptos A1 o A2 estará afectada (no «agotada») por ellos; o, dicho de otro modo, los conceptos A1 o A2 de «tiempo de silencio» nos llevarán probablemente a ideas de filosofía más o menos diferenciadas y, en todo caso, correlativas a las precisiones sobre su significado, valoración y lugar.

Uno de los conceptos o acepciones de «tiempo de silencio» más corrientes, en nuestro presente, es el que queremos marcar con el símbolo taxonómico A1. En cierto modo podría decirse que el concepto A1 de «tiempo de silencio» es un concepto estándar en nuestro presente, tal como es entendido por todos (y son la mayoría) de quienes hablan de una «transición democrática» que dejó atrás a la «dictadura» del General Franco (¿quien podría negar la dependencia que nuestros análisis mantiene respecto de una espesa capa de supuestos ideológicos?). Porque precisamente una de las características distintivas entre la actualidad «democrática» y la «dictadura» franquista se da en función de esta acepción A1 de «tiempo de silencio». El «tiempo de silencio» A1 es, sencillamente, al menos en extensión (y, en gran medida también, se supone que en la definición del concepto derivado de «dictadura»), el tiempo de la dictadura franquista, los «cuarenta años» contados, bien sea desde 1936 a 1975, bien sea contados desde 1939 a 1978. Después del «tiempo de silencio» nos encontramos en el «tiempo de la libertad», que será, ante todo, «libertad de expresión» (¡habla, pueblo, habla!), «libertad de prensa», «libertad de opinión», «libertad de cátedra»; en resumen, las «libertades» derivadas del hecho de haberse roto las mordazas que imponían el silencio en el período de la «dictadura».

¿Qué decir entonces de la filosofía en este «tiempo de silencio» así interpretado? Algo así como lo siguiente: la filosofía, en este tiempo de silencio –al menos la que se considere como portavoz de la «verdadera filosofía»– hubo de ser también una filosofía silenciosa, o si se quiere, silenciada, es decir, amordazada, exiliada o encarcelada. En el «tiempo de silencio» la censura de libros o la censura de prensa acalló las voces y las obras de los filósofos más ilustres: no sólo las obras de Voltaire, sino también las de Kant, las de Marx o Engels, o incluso las de Heidegger estaban, de hecho, explícita o implícitamente prohibidas, eliminadas de los programas y de los libros de texto de las Universidades o de los Institutos; sus menciones tan sólo eran posibles si iban acompañadas de una refutación demoledora. Al luminoso período que para la filosofía española había representado la Segunda República, período que suele simbolizarse en el esplendor de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, bajo el decanato de García Morente, sucedieron las tinieblas de un oscurantismo medieval. La filosofía del «tiempo de silencio» que pudo manifestarse no podía ser otra cosa sino una filosofía parásita y ociosa (así la vió Manuel Sacristán), un retorno a la filosofía de la Edad Media. No sólo la Facultad de Madrid, sino también las demás Facultades y, por supuesto, los Institutos de [59] Enseñanza Media, se poblaron de profesores que, o bien llevaban sotana o hábitos frailunos o bien los habían llevado, como novicios o seminaristas, antes de la Guerra Civil, sin que las «experiencias» de esta Guerra, suficientes para hacerles colgar los hábitos, lo hubieran sido para hacerles colgar las ideas arcaicas que habían moldeado sus cerebros en los Conventos o en los Seminarios. Algún profesor de filosofía que, allá por los años 1970, se atrevió a ajustar sus enseñanzas «al método científico y experimental» (según decía la Orden Ministerial) fue destituido. «Generación silenciosa» fue la autodenominación que algunos dieron a la generación a la que perteneció Luis Martín-Santos, y que otras veces se ha conocido como «generación de la postguerra» o «generación del 50» (en esta generación «milita» el que os habla en este momento, nacido el mismo año que el autor de Tiempo de silencio). Generación silenciosa, porque sus palabras no podían publicarse y debían permanecer inéditas en abultadas carpetas que tantos y tantos «pensadores» decían tener guardadas en los cajones de su despacho.

Pero los velos se rasgaron con el advenimiento de la democracia. El tiempo de silencio acabó. Y la filosofía, en particular, pudo volver a tomar la palabra pública. Lo curioso es que sus palabras, más que de los cajones que guardaban aquellas supuestas carpetas, venían de fuera, de Francia, de los países comunistas y muy especialmente de Inglaterra: la democracia, en efecto, significó la irrupción de las traducciones de Marx y de Engels, de Garaudy o Althusser, de Popper o Wittgenstein, Ayer, Austin o Wisdom, los «nuevos filósofos» y, más tarde, de los filósofos «postmodernos».

Aquí, dirán los progresistas, reside la importancia del diario El País: nos puso al día. Lo cierto es que filosofar publicamente, con reconocimiento, en la democracia, ha sido, sobre todo traducir, comentar las traducciones de los «pensadores» franceses, británicos o italianos.

Ahora bien: ¿puede darse, sin más averiguaciones, por descontado, que este concepto A1 de «tiempo de silencio», con las repercusiones que él tiene sin duda sobre el papel y valoración que a la filosofía de su ámbito haya que atribuir, es el concepto que tuvo el propio Martín-Santos (B) y, sobre todo, el concepto que se desenvuelve en su obra (la perspectiva C)? A mi juicio, en modo alguno. A quienes ni siquiera se hayan planteado la posibilidad de que el concepto de tiempo de silencio construido desde A1 no sea el concepto de tiempo de silencio necesariamente construible desde B y, sobre todo, desde C, les ofrezco dos argumentos que considero definitivos, en cuanto dotados de fuerza suficiente para triturar la supuesta ecuación A1 = B = C.

El primer argumento es este: ¿cómo podría Luis Martín-Santos haber construido un concepto B o C de tiempo de silencio, superponible al concepto ideológico A1, si escribió su novela en 1959, cuando faltaban más de trece o quince años para dar fin al tiempo de silencio en el sentido A1? Una respuesta afirmativa a esta pregunta equivaldría a poner a Luis Martín-Santos en una tesitura análoga a la de aquel personaje de comedia histórica francesa cuando decía: «Me voy a la Guerra de los treinta años.»

El segundo argumento es el siguiente: ¿cómo puede identificarse el concepto A1 de «tiempo de silencio» con el concepto que de este tiempo tiene Pedro (C) y que, por tanto, también hubo de ser conocido (si no necesariamente compartido) por su autor, sobre todo en cuanto autor del título o rótulo de su obra (Tiempo de silencio), si tenemos en cuenta que precisamente en ese «tiempo de silencio» es cuando se escucha libremente la voz del filósofo por antonomasia, de Ortega? El tiempo de silencio no es, por tanto, en cualquier caso, el tiempo de silencio para Ortega, que había vuelto a España ya en 1946, y en 1949 estaba hablando a sus anchas sobre una manzana en el Cine Barceló de Madrid. El concepto de «tiempo de silencio» que hemos delimitado marcándolo con el símbolo A1 no sirve, por tanto, para dar cuenta, ni siquiera para «registrar», la filosofía que en su ámbito pudo tener lugar, ni acaso para representar el propio concepto de tiempo de silencio que pudieron tener Luis Martín-Santos o su personaje central Pedro.

Estos desajustes nos permiten también dudar de la consistencia del concepto estándar (A1) de «tiempo de silencio». ¿No será este un concepto ideológico vinculado a la ideología de los agentes de la llamada transición democrática, en tanto ella comporta, desde luego, una determinada idea de filosofía y, por tanto, una valoración y asignación del lugar que cabe atribuir a la misma en el «tiempo de silencio» y en el «tiempo de libertad»? La respuesta que, por mi parte, tengo que dar a estas preguntas, es claramente afirmativa: el concepto estándar (A1) de «tiempo de silencio» es ideológico y distorsiona profundamente los hechos (en particular, el del lugar real, funcional, que corresponde a la filosofía) en nombre de una visión interesada, propagandística y egocéntrica, pero sin fundamento en la materia «de las cosas». Esta crítica nos obligará, evidentemente, a exponer, en el momento oportuno (al final de mi exposición), aunque sea en los términos más breves posibles, un concepto de tiempo de silencio que, aun dibujado desde una perspectiva A, desde luego, sea, sin embargo, la contrafigura del concepto A1. Lo marcaremos con el rótulo A2 (sin olvidar que lo que damos es sólo una variante, pero que caben otras variantes o acepciones susceptibles de ser englobadas en este rótulo A2).

En cualquier caso: un concepto A, que no quiera recaer en los componentes ideales de A1, habría de comenzar retirando la [60] supuesta unidad de «bloque compacto» desde la cual está pensado el concepto estándar de «tiempo de silencio», en cuanto característico de una época (la época franquista) que habría terminado gracias a la transición democrática. Porque ni la época franquista puede ser considerada como un bloque compacto, ni la época democrática puede entenderse como una nueva era cuyos perfiles y, sobre todo, sus contenidos (especialmente los que tienen que ver con la filosofía) puedan enfrentarse, por su novedad o por su luminosidad, a los perfiles y contenidos de la época franquista, a los perfiles del tiempo de silencio en el sentido estándar. Las cualidades de novedad y de luminosidad habría que entenderlas, más bien, como pretensiones ideológicas, de la falsa conciencia, de la propaganda. La línea de frontera entre los cuarenta años de la dictadura y los veinte años de la democracia habría que verla, por eso mismo, no ya como una línea imaginaria, por supuesto, pero tampoco como una línea de trazo continuo: sería más bien una «línea de puntos», abstracta, que separa sobre todo superestructuras (incluyendo en este concepto a los mismos procedimientos de «designación de representantes» en las urnas) pero sin pasar por otras líneas estructurales, de separación más profunda, desde el punto de vista político, que se han ido abriendo (como puedan serlo las que tienen que ver con el enfrentamiento entre el proyecto de un Estado español unitario y el proyecto de una federación de Estados, que fue enérgicamente propuesta, con todo su radicalismo, en el Informe de Dolores Ibarruri ante el Pleno del Comité Central del PCE de septiembre de 1970, que planea sobre el llamado «Estado de las Autonomías»). Línea de frontera que es atravesada, en cambio, por líneas de continuidad, y no sólo de índole científico o cultural, sino por líneas que tienen que ver con la continuidad del modo de producción capitalista (la democracia del 78, en el contexto de la Unión Europea, ¿no es la reorganización de una sociedad capitalista que ya no necesita de los procedimientos verticales de la dictadura, entre otras cosas porque los sindicatos verticales que constituyeron su armazón social se han transformado, por pseudomórfosis, en los sindicatos de la democracia coronada?).

Dicho de otro modo, en lugar de formar dos bloques netamente diferenciados, el bloque de los cuarenta años de dictadura y el bloque de los veinte años de democracia –diferencia abstracta muy importante en la pragmática de la transición, pero menos importante a medida que el siglo avanza hacia su final– sería conveniente acostumbrarse a dividir los sesenta años que nos separan de la Guerra Civil según otros criterios, particularmente cuando queremos determinar el lugar de la filosofía en el «tiempo de silencio». Por ejemplo, y a modo de retícula, en seis décadas. Una división que acaso nos ofrece una escala más proporcionada a efectos de analizar comparativamente el lugar, función y valor de la filosofía en el tiempo de silencio estándar y en el tiempo de libertad, también en su sentido estándar.

Primera década 1936-1945.

Comenzaríamos analizando, por tanto, la función, lugar, valor, &c. de la filosofía en la primera década del «tiempo de silencio», la década de la Guerra (1936-1945, en la medida en que la Segunda Guerra Mundial se interprete como una «prolongación» de nuestra Guerra Civil). En parte habría que poner a un lado a la filosofía de la zona republicana durante la Guerra Civil, así como a la filosofía silenciada, a la encarcelada y, sobre todo, a la exilada; decimos «en parte», puesto que esta filosofía –que era también, sobre todo, filosofía traducida– sonaba regularmente, a través de Fondo de Cultura Económica y de otros canales, «en el interior». Y ello debido a que tenemos que referirnos, puesto que procedemos en función del concepto A1, a la filosofía no silenciada en el tiempo de silencio, en su acepción estándar.

Es necesario constatar que, ya en los principios de la Guerra Civil, la preocupación por dotar de una cúpula ideológica, construida muy especialmente con materiales filosóficos, al nuevo régimen, actuó con notable intensidad, ante todo, porque las ideas de Unamuno, de Ortega (pese a su ausencia) o de D'Ors, impregnaron a la «vanguardia» intelectual de la Falange o de las JONS («la persona, como portadora de valores eternos» de José Antonio, era una idea que venía, vía Ortega, no tanto del cristianismo medieval cuanto de Max Scheler o de Nicolai Hartmann). Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar o Javier Conde, la revista Escorial, &c., pueden ser citados como ejemplos de la presencia de la filosofía, comúnmente entendida, en la primera década del tiempo de silencio A1. Mención especial merece, durante este tiempo, el caso de Xavier Zubiri (al principio de esta década todavía se escribía J. Zubiri) que, aunque apartado de su cátedra madrileña (y, por motivos que no son del caso, que al parecer tuvieron que ver con su deseo de verse reducido al estado laical, desde su condición de jesuita, para contraer matrimonio con la señorita Carmen Castro, hija de Américo Castro) gozaba de amplia presencia en España a través de su libro Naturaleza, Historia y Dios, publicado por la Editora Nacional en 1944. Tampoco tenemos que olvidarnos de la gran difusión que alcanzó la Historia de la Filosofía de Julián Marías (con prólogo de Zubiri), ya desde su primera edición, en plena primera década franquista, en 1941. ¿Se me objetará que estoy citando preferentemente autores que estaban «distanciados» del régimen? Objeción vana desde el punto de vista sociológico o histórico, porque, distanciados o no, actuaban libremente en el interior; y esto sin contar que muchos no estaban distanciados, ni mucho menos, con el régimen, o lo estaban de otro modo, como los antes citados (Laín, Conde) u otros que podrían citarse, como Ramiro Ledesma (cuyos Escritos filosóficos fueron publicados por Santiago Montero Díaz en 1941) o como José Pemartín (a veces confundido con su hermano Julián). José Pemartín (cuya influencia en la organización académica de los estudios en la primera década del franquismo fue muy considerable, en cuanto Director General de Enseñanza durante los ministerios de Sainz Rodríguez e Ibañez Martín), ofreció una vasta concepción filosófica, no escolástica, aunque cristiana (con Pemartín colaboró don Juan Zaragüeta) –Introducción a una filosofía de lo temporal (1937), Formación clásica y formación romántica (1942)– y apoyada en el estado de la Física coetánea (Einstein, Planck) y de la filosofía alemana de la época (Spengler, Scheler, Heidegger, Hartmann...). Se dirá que Ramiro Ledesma, por el lado «pagano», o José Pemartín, por el lado «cristiano», son «cantidades despreciables», al lado de... ¿quién? ¿En qué «nivel más elevado» de la filosofía alemana de su tiempo, que el que nos ponía Ledesma Ramos con sus rigurosas reseñas, nos sitúan las reseñas y traducciones de quien, en la época de la democracia, nos ofreció la quintaesencia de la filosofía analítica anglosajona? ¿Acaso el Aranguren que durante la década de 1976 a 1985, y gran parte de la siguiente, fue reconocido, en los medios de comunicación escrita, en la televisión, &c., como «el filósofo de nuestro tiempo», nos ofreció algún tipo de filosofía más interesante o de «mayor nivel» que la que nos ofreció José Pemartín? ¿Acaso las obras que corrían en la primera década del tiempo de silencio, como «alimento para la formación de la juventud», tales como el Caballero cristiano del Padre Vilariño e El joven de carácter de Monseñor Tihamer Toth, tenían [61] menos enjundia filosófica que los alimentos que en la última década de la democracia se hace consumir a la juventud, tales como la Etica mínima de Adela Cortina o la Etica para Amador de Fernando Savater?

Y si nos referimos a la filosofía oficial de esta primera década, a la filosofía escolástica (cuyo dogmatismo doctrinal sólo pudo cristalizarse al final de la década, cuando se habían ya ensayado sin éxito otras alternativas de «filosofía cristiana»), ¿no será confundir la valoración negativa (ideológica, desde luego) de esta filosofía con su función efectiva? Manuel Sacristán habló, refiriéndose a ella, de una filosofía «parásita y ociosa». Pero estos calificativos (dejando de lado sus cargas axiológicas) sólo hacen encubrir la función que la filosofía desempeñó en ese tiempo de silencio; una función que, lejos de ser parasitaria u ociosa, estaba «políticamente implantada» en el subsuelo de la sociedad española de la postguerra. Sin perjuicio de su condición de ancilla Theologiae (comparable, por lo demás, a la condición de la filosofía oficial de las últimas décadas, en cuanto ancilla Democratiae) la filosofía escolástica mantuvo, en su plano, la naturaleza dialéctica de la tradición platónica, y los textos, o los cursos escolásticos, eran muchas veces los únicos cauces por donde aparecían en el tiempo de silencio los nombres y las doctrinas de Voltaire, de Kant, de Hegel o de Marx, aunque fuera para ser refutados (la Sociología cristiana de padre Llovera, que seguía utilizándose en esta década, contenía una sumaria exposición de la teoría marxista de la plusvalía que no cede en rigor al catecismo de Marta Harnecker). Cuando nos ocupamos del análisis de la presencia de la filosofía en el «tiempo de silencio», es preciso también subrayar que en esta década se creó en España, por primera vez, un Instituto de Filosofía, en el marco del CSIC, el Instituto «Luis Vives», en cuya biblioteca podían ser consultadas, al menos por los becarios, y desde luego por los investigadores, las obras filosóficas de las más diversas tendencias y orientaciones. ¿Y quién se atrevería a poner a la revista Isegoría, del Instituto de Filosofía del CSIC, dirigida por Javier Muguerza en el tiempo de la libertad, en un «nivel más elevado» que el de la Revista de Filosofía, del Instituto «Luis Vives» de Filosofía del CSIC, dirigida por Manuel Mindán en las largas décadas del tiempo de silencio?

Así también, es preciso tener en cuenta que fue en esta primera década cuando se sentaron las bases de una organización, dentro del cuerpo de Catedráticos de Instituto de Enseñanza Media, de los programas de filosofía que habían de llevar la presencia de la filosofía en la enseñanza media a unos niveles (tres cursos de filosofía obligatoria de tres horas semanales) que, dejando aparte la valoración de sus contenidos, nunca habían sido alcanzados en España ni volverían a alcanzarse después. Lo más interesante, por no decir paradójico, de esta situación, es que el desarrollo de las materias filosóficas en la enseñanza media en ese clima teológico oficial (con el consiguiente crecimiento del cuerpo de profesores y del status que todo ello comportaba) fue el origen de la actual conciencia de la importancia que corresponde a la filosofía en la enseñanza secundaria en la década presente; una conciencia que se mantiene incluso una vez desaparecido su fundamento teológico, y sin que otra fundamentación válida (puesto que difícilmente puede aceptarse la justificación de la presencia de la filosofía como método «para que los españoles aprendan a pensar») haya venido a sustituirla. Dicho de otro modo, cabría sospechar si las reivindicaciones de la filosofía por parte de su profesorado, en general, que considera amenazado su status por la LOGSE, tienen tanto o más de corporativismo gremial que de fundamentación no metafísica.

Por último, conviene recordar, sobre todo a los jóvenes, pero también a muchas personas maduras –por ejemplo a quienes asistían a las tertulias del Gambrinus durante los años de la década 1946-1955, tropezándose en ella algunas veces con el mismo Luis Martín-Santos, para leer, en un ambiente «marginado», extraoficial o de cenáculo privado, a Sartre o a Heidegger–, [62] que en la Universidad oficial también circulaban, de un modo más o menos discreto (no por eso silencioso) corrientes de pensamiento filosófico coetáneo, dependiendo de los profesores responsables. Puedo testimoniar que en los cursos 1942-43 y siguientes, en la Universidad de Zaragoza, y por el impulso de Eugenio Frutos Cortés, estudiábamos (no leíamos) intensamente a Bergson, a Husserl, a Heidegger o a Sartre; y que, por ejemplo, gracias a la invitación que Frutos hizo a un profesor y sacerdote catalán, Ramón Roquer, para dar conferencias públicas en la Facultad, pudimos enterarnos los que queríamos, allá hacia el año 1942, de la existencia de Carnap, de Neurath, y pudimos leer obras suyas que el mismo conferenciante nos proporcionó amablemente. Asimismo, por aquellos años, en Zaragoza, por lo menos, en la época de mayor oscurantismo, a muchos estudiantes (y público, en general) nos fue dada la posibilidad de seguir un curso sobre Freud y el psicoanálisis que en la Facultad de Medicina impartió el profesor Rey Ardid. Todas estas informaciones, y otras mil que sería posible agregar, no las ofrezco con la intención de disimular la condición de ideología explícita a la que los programas ministeriales reducían la filosofía (aunque esta se resistiera, una y otra vez –precisamente en virtud de su método, que le exigía presentar las alternativas opuestas– a ser reducida a mera ideología); las ofrezco para demostrar el simplismo implícito en el esquema del «corte total» que la época del franquismo, incluso en su primera década, habría producido en las corrientes ordinarias del pensamiento filosófico europeo. Corrientes o hilos de corriente más o menos caudalosos que fluyeron constantemente y evitaron que se secasen por completo gérmenes que estaban vivos y que podrían fructificar años o décadas posteriores. Por tanto, se equivoca quien piense, dentro del esquema simplista, que sólo con el «advenimiento de la democracia» pudo la filosofía represada en el exilio o en la cárcel volver a salir a luz; porque la filosofía ordinaria estaba ya fluyendo en el interior de la misma Universidad o en grupos o en personas aparentemente integradas en el régimen, aunque en situación efectiva de «marranos» (¿hasta que punto no fue esta la situación en la que, sin embargo, Cervantes escribió el Quijote?).

Segunda década 1946-1955.

La filosofía oficial continúa su curso, y se abre en direcciones cada vez más variadas. Permítaseme recordar, ya que su autor está aquí presente, la obra Física y filosofía que Carlos París publicó en 1952 (en el CSIC).

Ortega vuelve precisamente en 1946 y desarrolla una actividad muy intensa que termina, con su muerte en 1955, justamente el año que cierra esta década. Nada pues de «tiempo de silencio», en esta década, para la filosofía de Ortega (independientemente de que él tuviera que hacer algún guiño –como los que hizo en las conferencias sobre Toynbee– al mismísimo «Caudillo»). Tampoco fue esta década, ni la siguiente, por supuesto, un «tiempo de silencio» para Zubiri. A sus cursos asistía una distinguida representación de la «crema de la intelectualidad» madrileña, y Gonzalo Fernández de la Mora, compañero de curso y amigo mío, ofrecía puntualmente en el ABC –que cumplía en estas décadas la función que El País desempeñaría en la quinta y en la sexta– amplias y excelentes reseñas de sus lecciones.

Desde el punto de vista histórico y sociológico es necesario subrayar que los cauces que en esta década se abrieron más a las nuevas corrientes estaban representados por muchos jóvenes que procedían de familias plenamente integradas con el franquismo. El propio Luis Martín-Santos es el mejor ejemplo que en estas Jornadas podemos citar (su padre era General del Ejército). Otro ejemplo notable, el de Miguel Sánchez Mazas (hijo de Rafael Sánchez Mazas, el «poeta de la Falange», fundador del semanario El Fascio y ministro de Franco; y hermano de Rafael Sánchez Ferlosio), que fundó en 1952 la revista Theoria, cuyo último número apareció precisamente en 1955, último año de esta década (inicialmente como suplemento de la revista Alcalá, del SEU, y luego financiada directamente por el ministro Joaquín Ruiz-Giménez), en la que, por la amistad que me unía con su fundador, participé ampliamente desde su inicio. Todo el mundo sabe que esta revista, sin perjuicio de su integración oficial en el tiempo de silencio, fue una ventana abierta a todas las corrientes filosóficas y científicas de vanguardia de la época.{4} Asimismo, en estos años, la lógica simbólica o las teorías de la ciencia más recientes comenzaron a hacer acto de presencia incluso en los manuales de filosofía del bachillerato; todo ello, también es cierto –y en ello reside su dialéctica– junto con las obligadas lecciones destinadas a demostrar la existencia de Dios por las cinco vías y la inmortalidad del alma.

Tercera década 1956-1965.

Aunque el marco jurídico en el que está implantada la filosofía cambia muy poco, el marco social y económico cambia decisivamente en esta década, con los planes de desarrollo y la irrupción del turismo masivo, la política de reconciliación nacional del PCE (abandonando la política guerrillera [63] mantenida a raíz del aplastamiento del fascismo y del nacionalsocialismo por la victoria aliada en la guerra, que mantenía la presencia de los maquis en la década anterior), y, lo que tuvo directa repercusión para la filosofía, el aggiornamiento de la Iglesia, que determinó, sobre todo a partir del Vaticano II, un debilitamiento del dogmatismo escolástico tradicional (en las Facultades de Filosofía empezó a notarse, con sorpresa, que los alumnos clérigos ya no conocían de primera mano a Santo Tomás o a Suárez). Puede decirse que la «libertad de cátedra» en las Universidades (a efectos de «explicar» a Kant, Hegel, Marx –Manuel Fraga, ministro a la sazón de Información, había legalizado la importación de El Capital en traducción de Roces y edición de FCE–, Sartre, Merleau-Ponty...) llega a ser, de hecho, en esta década, casi total, en gran parte debido a la misma ignorancia de los agentes policiales a quienes se les encomendaba la vigilancia de los profesores. No estará de más recordar que en esta década Enrique Tierno Galván tradujo el Tractatus de Wittgenstein (a partir, por cierto, de un ejemplar que yo mismo, anónimo catedrático de Filosofía en un Instituto de Salamanca, le había suministrado), y que Aranguren ganó su Cátedra de Etica (también es verdad que estos dos profesores, junto con otros, fueron destituidos, aunque no tanto precisamente por sus «ideas filosóficas» cuanto por determinados comportamientos políticos muy puntuales).

Cuarta década 1966-1975.

La circulación por España de las corrientes filosóficas europeas e internacionales más diversas se mantiene prácticamente incontrolada por el régimen: filosofía analítica, estructuralismo, marxismo, escuela de Frankfurt, Libro Rojo de Mao... Prácticamente no queda sombra del tiempo de silencio A1 en la filosofía académica (a veces el silencio pretendió ser impuesto, por la vía del terror, no tanto por la policía franquista cuanto por movimientos de extrema izquierda que arrojaban botes de pintura a determinados profesores con fama de «prosoviéticos»). Como ejemplo de la evolución ordinaria de los tiempos, el brazo ejecutor del Partido Comunista Proletario que arrojó sobre la cabeza de quien os habla un bote de pintura en 1970, Alberto Caldero Cabré, se transformó, con los años, en un distinguido ejecutivo de la política socialista catalana de la década en curso.

La filosofía escolástica, con el aggiornamiento vaticano, se desploma: sólo quedan algunos Departamentos universitarios a título de reliquias. Contra estas reliquias arremetió Manuel Sacristán en su conocido folleto. Libros materialistas se publican con cierta profusión en España. Mi libro El papel de la filosofía, respuesta a Sacristán, apareció en 1970 (aunque se entregó al editor en 1968) y mis Ensayos materialistas aparecieron publicados, en Taurus, en 1972, y, por cierto, con una faja en la que, sin el menor hostigamiento por la censura, podía leerse: «Por una filosofía académica materialista». Todavía faltaban tres años para la muerte del General Franco, con la que se cierra esta década.

Quinta década 1976-1985.

Algunos esperaban, en los años de la libertad, que muchas de las carpetas que guardaban abultados ensayos escritos durante la dictadura podrían transformarse en libros que demostrasen la profundidad de un pensamiento madurado en los años del silencio. Pero ninguno de estos libros pudo ver la luz, sencillamente, y, ante todo, porque tales libros no existían en las famosas carpetas (sino, a lo sumo, como proyectos pretenciosos y vacíos). Pero, sobre todo, porque tampoco hubieran llamado la atención a un público que estaba orientándose por otros intereses (en los primeros años de la década, hacia la Historia, hacia los catecismos políticos, &c.). La situación de la filosofía «realmente existente» no varió, por tanto, de modo sustancial, aunque se ampliaron cauces editoriales, que pusieron al alcance del público obras importantes (reediciones de clásicos, traducciones de obras filosóficas francesas o alemanas, de teoría de la ciencia), en gran medida reediciones de obras que ya habían circulado por España.

Se consolida, en cambio, por parte de un grupo influyente de jóvenes profesores de filosofía (antiguos clérigos, en su mayor parte) el esquema A1 de la «democracia como época de la luz, que brilla después de las tinieblas». De hecho la filosofía universitaria consolida sus tendencias doxográficas y mejora, sin duda, su nivel de calidad en esta línea. Muchos profesores ya habían salido a Alemania (valdría el siguiente tipo ideal: hijo de labradores con estudios en la Universidad Pontificia de Salamanca o similares, traslado a Alemania para estudiar teología en Tubinga, Munich, &c., colgadura de hábitos como efecto de relaciones con señorita alemana y regreso a España como catedrático de Metafísica o afines); y ahora podrán viajar becados, a Inglaterra o Estados Unidos, para volver con exposiciones, generalmente estimables, de las diversas corrientes con las que se les habían puesto en contacto, incorporando las técnicas y estilos anglosajones (en sus libros ya no faltarán los agradecimientos a la abnegada esposa, a la secretaria, a los colegas o incluso last but not least [sic, a veces] a los niños que los fines de semana habían sufrido las consecuencias de los arduos trabajos del autor; en estos libros se iniciaba el modo de citar «científico»: «Aristóteles 1974», &c.).

Podría decirse que la filosofía universitaria, en esta década, se consagró prácticamente a las funciones de «recepción» de las [64] corrientes europeas e internacionales, especialmente como alternativa del marxismo; lo que, en todo caso, implicaba una sistemática y creciente desatención hacia la filosofía que pudiera estar siendo desarrollada en español y desde España. Basta repasar los índices de autores citados en las obras clasificadas como filosóficas de estos años para advertir que la casi totalidad corresponde a autores extranjeros y que sólo de vez en cuando aparece algún nombre español ya consagrado, como Ortega o Zubiri.

Sexta década 1986-1995.

Es una continuación del patrón receptivo anterior, si bien cambian obviamente los contenidos recibidos (estos años serán los años de la disolución de la Unión Soviética y los años del postmodernismo). Se observa acaso un nuevo fenómeno, a saber, el de la aparición de obras pertenecientes al género de la filosofía moral, la publicación de libros «de ética» escritos por profesores (profesoras) españoles que actúan al margen de las tradiciones eclesiásticas manteniéndose más próximos a la ideología y al poder socialdemócrata. Desciende acaso la labor de recepción de las corrientes europeas o americanas, pero no porque merezcan mayor atención las españolas, sino acaso porque las editoriales prefieren acoger materias que, en algún sentido, desempeñan las funciones de sucedáneos de la filosofía: cosmología, antropología o sociología. En el momento en que hablamos, carecemos todavía de perspectiva histórica adecuada para poder enjuiciar esta década que acaba.

Concluimos: el concepto A1 de «tiempo de silencio» podría ser redefinido, en función de la serie de décadas establecidas, como continuando esencialmente, en su propia connotación, la contraposición de las cuatro décadas primeras a las dos últimas: «tiempo de silencio», en la acepción A1, es denotativamente el intervalo que cubre los cuarenta años comprendidos entre 1936 y 1975, y por respecto del cual definimos el «tiempo de libertad» cuyo comienzo habrá tenido lugar en el año 1976 y que llega hasta nuestros días. Cuando esta contraposición entre el «bloque de los cuarenta años» y el «bloque de los veinte» se atenúa (en particular en lo que concierne a la filosofía) entonces también se desdibuja el concepto A1 de «tiempo de silencio», aun dentro de la misma perspectiva A.

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III. La fórmula «tiempo de silencio» desde la perspectiva B

La cuestión a la que nos conduce esta sección es, sencillamente, la siguiente: ¿qué entendía Luis Martín-Santos, en cuanto autor de la novela Tiempo de silencio por tiempo de silencio?

Se trata de una pregunta que se formula desde una perspectiva emic, respecto de un autor (actante o agente) de una obra definida. Y, como es obvio, la separación entre la conducta del autor de una obra, en cuanto autor de esa obra, y el resto de las conductas que puedan atribuírsele como sujeto, actante o agente, en general, no es siempre nítida. Dicho de otro modo: la perspectiva emic referida al autor de la obra, en cuanto tal, difícilmente puede circunscribirse a esa formalidad: se extiende también a amplias zonas de la vida del sujeto (si no a todas ellas), una vida que, por haber sido «presenciada» en muchos de sus momentos por una gran parte de quienes participan en estas Jornadas, se presta a ser investigada precisamente desde esta perspectiva emic. Sin embargo, ni esta presencia, ni la fidelidad de su recuerdo, garantiza una exacta representación emic del autor de Tiempo de silencio, debido en gran medida a las características idiográficas de su personalidad. Citaremos un testimonio de indiscutible significado, precisamente porque demuestra cómo una proximidad que pareciera favorecer una disposición o intencionalidad emic, sin embargo, y sin excluir esa intención, resulta deslizarse hacia una perspectiva etic, el de José Luis Munoa Roiz:

«Para los que tuvimos la oportunidad de tratarlo (la de conocerlo quedó probablemente restringida a un grupo exiguo) el personaje [id est, la persona de Luis Martín-Santos] representaba siempre unos aspectos equívocos y hasta enigmáticos, en donde los perfiles se hacían sobrios y las interpretaciones se tornaban confusas e incluso contradictorias... En extremo brillante, dotado de una voz atenorada, muy consciente de sus privilegiadas dotes intelectuales, adoptaba con frecuencia actitudes meditadamente [perspectiva emic] petulantes y distantes, que le granjeaban admiraciones y repulsas a veces sorprendentemente simultaneas.»{5}

No parece tarea sencilla, en conclusión, la de mantener, con una mínima seguridad la perspectiva emic referida a la vida global de un autor como Luis Martín-Santos. Por ello preferimos atenernos, en la medida de lo posible, a la perspectiva emic, pero en tanto se circunscribe al autor en cuanto autor de la obra que analizamos, sin olvidar, eso sí, que esta «reducción» es abstracta, y que habrá de tenerse siempre como inserta en ámbitos de radio más amplio.

Disponemos de abundante y valiosa información «externa» –informes de amigos, de editores– relativos a la obra misma de referencia, acerca de las circunstancias, fechas, &c., en las cuales se escribió Tiempo de silencio; informaciones que podrán utilizarse, sin duda, para reconstruir la idea de «tiempo de silencio» que pudo tener nuestro autor. Pero, ¿hasta donde llevar una investigación, que, aun manteniendo su intencionalidad emic (materialmente, respecto del autor) comenzamos a reconocer como externa, respecto de la obra, es decir, como una investigación que no sería ya formalmente emic (en sentido de la perspectiva B)? Una investigación materialmente emic tendría que contar con testimonios muy heterogéneos, referidos además a momentos muy distantes de la biografía, testimonios entre los cuales tendrían un peso privilegiado los que proceden de sus compañeros de partido, aquellos que, probablemente, presuponen una idea de tiempo de silencio muy próxima al prototipo que hemos marcado como A1. Y no hace falta alegar que, por este motivo, el eventual testimonio, con intención emic, de un compañero político, habrá de verse como sospechoso de estar inspirado por un prejuicio o tesis previa etic, pues pudiera ocurrir que el testimonio (anacronismos aparte) fuera exacto, pero sin que por ello nos garantizase la idea que Luis Martín-Santos tenía, en aquel momento, del «tiempo de silencio». Podía haber sugerido al compañero «en actitud meditadamente contemporizadora [no ya petulante] y distante» una idea de tiempo de silencio próxima a A1 que sin embargo él (si era, al decir de Munoa, «persona de aspectos equívocos y hasta enigmáticos») no compartía propiamente (es decir, cuando le consideramos desde la perspectiva B, formalmente emic).

¿Qué era el «tiempo de silencio», su concepto, para el autor de nuestra obra, cuando se le examina desde una perspectiva formalmente emic? La pregunta puede desplegarse según dos [65] dimensiones, las que corresponden a los dos aspectos que este concepto, como todos, posee, a saber, el denotativo y el connotativo.

¿Qué años constituyen la denotación del concepto de «tiempo de silencio» cuando se le considera desde la perspectiva B? En la novela no aparece fecha alguna; pero de aquí no se deduce que, por tanto, toda determinación en este sentido haya de apoyarse en fuentes «externas». Porque en Tiempo de silencio figuran párrafos que podrían considerarse como «descripciones definidas», en el sentido de B. Russell (o como fragmentos de tales descripciones definidas). Citaré los dos más importantes (y acaso los dos únicos en sentido estricto).

El primero es el de la famosa parodia del ejemplo de la manzana utilizado por Ortega en su conferencia del Cine Barceló (págs. 162-163 de la vigésima edición). En este párrafo no sólo no se dan fechas; tampoco se da el nombre del conferenciante: se le describe definidamente (como se describe definidamente a Cervantes, sin necesidad de nombrarlo, por medio de la frase «el autor de el Quijote»). Sabemos que esta conferencia tuvo lugar en Octubre de 1949.

El segundo párrafo, al final de la novela (págs. 291-292), es el que contiene las referencias a la bomba atómica y a la ONU, como «inventos» relativamente recientes, pero no inmediatos al tiempo dramático: son los años inmediatos de la postguerra.

Por tanto, las «descripciones definidas» que figuran en las páginas 162-163 y 291-292 de la vigésima edición de la obra, nos determinan inequívocamente, si no toda la denotación, sí parte de ella; una parte que en cualquier caso hay que insertar en el intervalo de la primera mitad de la segunda década (1946-1955) que antes hemos establecido. Podríamos concluir que el «tiempo de silencio» que se denota internamente, como fecha dramática, es, por tanto, un intervalo de la segunda década; lo que no implica que haya que segregar a priori de su denotación (aunque tampoco incluir necesariamente) las fechas de escritura y edición de la novela, fechas que hay que situar, indudablemente, en la tercera década (1956-1965).

¿Cual es el significado, cuales son las notas que constituyen la connotación del concepto de «tiempo de silencio» cuando se le considera desde la perspectiva B?

La dificultad específica entrañada en esta pregunta la haremos consistir en la circunstancia de que la perspectiva B debiera ser explorada a partir del análisis emic-formal del autor de la novela; pero este análisis contiene internamente la consideración de la perspectiva C (el concepto de tiempo de silencio que tiene su personaje central, Pedro), a la vez que, sin embargo, no es posible identificar a priori, como algunos inconscientemente hacen, el concepto B de «tiempo de silencio» y el concepto A. En efecto, el único dato emic interno, desde la perspectiva B, de que disponemos es este: que Luis Martín-Santos utilizó la expresión Tiempo de silencio como rótulo de una novela en la cual su personaje central, Pedro, habla de «tiempo de silencio», el que se recoge en la perspectiva C. Pero esto no autoriza a dar como evidente que los dos significados de tiempo de silencio sean el mismo (B = C); es decir, que Martín-Santos hubiera tomado el título de su novela en el mismo sentido en el que lo utiliza Pedro. Pudo haber tomado la expresión en otro sentido (aun jugando con la ambigüedad, precisamente) y, en cualquiera de las opciones, tampoco podría concluirse una identidad entre el concepto del personaje y el de su autor.

Ahora bien, en el momento en el que disociemos la conexión formal de B con C, entonces B puede fácilmente entrar en el «campo semántico gravitatorio» de A (por no decir de A1); pero la única razón por la cual podríamos poner reparos a esta [66] entrada es la evidencia de que C no puede ser identificado con A. Resulta por tanto que las tres perspectivas (A, B y C) se nos muestran ahora en una estrecha concatenación. Por ejemplo, tanto en el caso (A1 = B) Ù (B ¹ C) como en el caso (A1 ¹ B) Ù (B = C) tendríamos que retirar la equivalencia A1 = C; pero si (A1 ¹ B) Ù (B ¹ C) entonces A1 podría ser C, aunque también podría no serlo.

La consideración de todas estas posibilidades de interpretación, y de otras muchas que no podemos tratar en esta ocasión, nos lleva en todo caso a reconocer la necesidad de comenzar por determinar la connotación del concepto de «tiempo de silencio» (y en esta connotación deberá figurar especialmente, por imperativo de los organizadores de las Jornadas, todo cuanto tenga que ver con la filosofía) desde la perspectiva C, una vez que la perspectiva B no nos ha permitido establecer una conclusión definitiva, interna, acerca de la denotación de ese concepto.

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IV. La fórmula «tiempo de silencio» desde la perspectiva C

El análisis, desde la perspectiva C, de la idea de «tiempo de silencio», podría seguirse en múltiples direcciones y sentidos, todos los que Pedro corre o recorre durante el relato, pero vamos a circunscribirnos a aquellas direcciones o sentidos que se cruzan con los «caminos de la filosofía», o incluso se confunden con tales caminos. Pretendemos, de este modo, ceñirnos en lo posible a los imperativos que se derivan del tema titular («La filosofía en un tiempo de silencio») pero sin exponernos por ello al peligro de alejarnos del propio concepto de «tiempo de silencio». Peligro, por un motivo principal: el propio concepto de tiempo de silencio, al menos cuando se le considera desde la perspectiva C –y esta es nuestra tesis– está dibujado esencialmente en función de la filosofía, o, si se quiere, en un plano filosófico. Dicho de otro modo: el concepto de «tiempo de silencio» de Tiempo de silencio, es decir, en perspectiva C, no es un mero concepto político (mordaza, dictadura), sino filosófico. ¿No podría ocurrir, según esto, que la filosofía del Tiempo de silencio no fuese otra cosa sino el reconocimiento (con fundamento in re, o sin él) de que ha comenzado el «tiempo de silencio» de la filosofía?

Si esto fuera así, el análisis del «lugar» de la filosofía en (un) tiempo de silencio equivaldría al análisis del propio concepto (desde la perspectiva C) de «tiempo de silencio», en tanto se supone determinado precisamente en función de la filosofía. Otra cosa es decidir, en cada caso, hasta donde alcanza la perspectiva C, supuesto que ella no podría circunscribirse a los actos o palabras en las que Pedro, como personaje principal, «se cruza» con la filosofía. Porque muchas veces el autor (Luis Martín-Santos) «filosofa» a propósito de su exposición de Pedro (por ejemplo cuando nos describe a Pedro en una tarde de sábado, pág. 94), y no es fácil decidir si las «reflexiones filosóficas» que el autor nos ofrece («...pero incluso el peor momento no es nunca más que eso, un momento. ¡Hasta tal punto es limitada la naturaleza humana!») hay que adscribirla en exclusiva al autor que relata o bien cabe atribuírsela también (incluso exclusivamente) al personaje, como si su relato tuviese la intención literaria de describir (al modo de Joyce) los pensamientos que Pedro mismo tenía mientras callejeaba, sin que ello quiera decir que el autor no pudiera compartirlos.

En cualquier caso, nos atendremos únicamente a la perspectiva C, en su ámbito más estricto, el que va referido a Pedro como agente o actante (como personaje) dramático. Ahora bien: la trayectoria de la vida de Pedro que nos es relatada en Tiempo de silencio discurre ordinariamente por el terreno «prosaico» y cotidiano de una gran ciudad; un terreno cuya característica no es, en modo alguno, la monotonía asociada al trabajo diario (pues es en este terreno en donde tienen lugar, por ejemplo, las escenas del asesinato de Dora y las del encarcelamiento de Pedro), sino más bien, acaso, la que deriva de la condición «determinista» del propio terreno, como cadena de eslabones que envuelven, en virtud de una lógica interna, a quienes se encuentran caminando por él, a quienes se convierten a la vez en eslabones de esa concatenación inevitable, cuando se mantienen en su interno proceso. La única manera de escapar de esa concatenación que constituye la «prosa de la vida» es entrar en otros espacios irreales (al menos respecto de la prosa de la vida), dados en la gran ciudad, o bien, salir sencillamente de la gran ciudad y retirarse al campo, a la vida rural, a fin de liberarse de ella (sin entrar en la cuestión de si esta liberación cancela la «alienación» de la vida ciudadana o bien da comienzo a una nueva alienación, respecto de la prosa de la vida).

Esto supuesto, podríamos considerar el relato de Martín-Santos como destinado a exponer principalmente los pasos que da habitualmente su personaje Pedro por los caminos que se abren en el terreno de la «prosa de la vida», y los pasos que da para escapar de ese terreno. Pasos que cabe agrupar en torno a los tres episodios gracias a los cuales el protagonista conseguiría, al menos, desviarse de los «caminos ordinarios» mediante el ingreso en otros «mundos» diferentes, de los cuales dos de ellos están adosados, como el reverso al anverso, a [67] la vida cotidiana, y el tercero aparece, como un espacio que permitiría salir definitivamente de ese anverso y reverso juntos, en nuestro caso, de la gran ciudad, organizada como uno de los crisoles de la sociedad industrial capitalista de la postguerra mundial. De estos tres episodios los dos primeros corresponderían a lo que denominaremos «noches de Walpurgis», o, si se prefiere: a la «primera noche de Walpurgis» (que ocupa las páginas 99 a 111, con su complemento de las págs. 183 a 190) y a su contrafigura, o «segunda noche de Walpurgis» (que ocupa un espacio que se extiende desde la página 150 hasta la página 173); el tercer episodio, el episodio final, comenzaría en la página 285 y terminaría con la novela misma.

Lo importante es que Pedro, en el «tiempo de silencio» delimitado por el ámbito total mismo del relato, filosofa o se comporta en función de la filosofía. Y no sólo filosofa, o es dibujado en función de la filosofía, cuando, como hemos visto, va recorriendo los caminos de la prosa de la vida cotidiana, sino también, y sobre todo, en los tres momentos en los cuales parece que se le abren las ocasiones de desviarse de tales caminos, las ocasiones en las cuales entra en los mundos irreales que constituyen el reverso de la gran ciudad o la ocasión de salir definitivamente de ella. En cualquier caso, la filosofía, en el «tiempo de silencio», es decir, el lugar de la filosofía en el «tiempo de silencio» de Tiempo de silencio, no sólo aparece (o desaparece) en el anverso de la vida cotidiana, sino también, y principalmente, puede desaparecer (o aparecer) en el reverso de esa vida.

Sabemos (sobre todo a partir de los informes de Juan Benet{6}) que Luis Martín-Santos sostenía la idea, que pretendió elevar a la condición de norma literaria, de que en el centro de todo gran relato, a semejanza del Fausto de Goethe, había de figurar una «noche de Walpurgis». Obviamente dejamos de lado la cuestión de los fundamentos de semejante idea, y nos limitamos a la aplicación que ella pudo tener en la novela Tiempo de silencio. Benet localizó esta aplicación, desde luego, en las escenas que tienen lugar en la casa de prostitución de doña Luisa (escenas que ocupan las páginas 99 a 111, y que tienen un complemento en las páginas 183 a 190), y nos advierte, además, de que esas escenas fueron suprimidas por la censura en la primera edición de la obra (el autor habría puesto a disposición de Juan Benet, desde el primer momento, copias en papel carbón del texto correspondiente a las escenas censuradas).

Ahora bien, en la novela, un poco más adelante (en su centro mismo, págs. 150 a 173, por tanto, entre los dos bloques de páginas que contienen las acciones de la casa de doña Luisa) se nos presenta otro escenario que, a nuestro entender, sería preciso interpretar como una contrafigura del escenario de doña Luisa y, por tanto, como una noche de Walpurgis en el sentido que el autor daba a esta idea. No pretendemos afirmar que Martín-Santos escribiese las páginas 150 a 173 con la intención de ofrecernos «la noche de Walpurgis» de su obra; nos es suficiente decir que estas páginas realizan, por sí mismas (independientemente incluso de la voluntad consciente de su autor), la idea misma de una noche de Walpurgis, de suerte que, si nos atuviésemos a la estricta perspectiva C (es decir, si prescindiésemos, como externos que son, de los informes de Benet), habría que interpretar esas páginas en este sentido. De otro modo, Tiempo de silencio no contiene solamente una noche de Walpurgis sino dos, pero no independientes, sino contrafiguras cada una de la otra. La importancia de esta constatación para nuestro asunto se deriva de la circunstancia de que es en estas noches de Walpurgis de Tiempo de silencio en donde se nos manifiestan muy bien delimitados los lugares en los cuales la filosofía, o bien brilla como tal, o bien «brilla por su ausencia».

Los pasos hacia estos dos lugares del «reverso» de la prosa de la vida cotidiana se anuncian estilísticamente por la utilización de una terminología «mágica». Primer lugar: doña Luisa es una «ogresa» para sus pupilas (pág. 111); «¿has firmado pacto con el demonio?» (pág. 106); «si, maga, confirmó el doncel enamorado» (pág. 108). Segundo lugar: «Scène de sorcellerie: Le Grand Bouc» (pág. 155); rótulo que no queda ahí: «todo esto conoces, buco, con penetración muy seria, y entonces indicas como triaca magna y terapeútica que a la gran Germania nutricia, Harzhessen de brujas y de bucos, hay que fenomenológicamente incorporar» (pág. 150). Los pasos que da Pedro, sin embargo, están precedidos por los pasos de su amigo Matías: éste nos es presentado como un habitual de los recatados lugares del «reverso», un habitual que los pisa como si fueran su propia casa (pág. 103: «Matías era como de la casa»; pág. 150: «la casa es la de Matías»). Matías desempeña, sin duda, en esas meta1basiç ei1ç a1llo ge1noç de Pedro, un papel similar al que Virgilio desempeña como guía del Dante en La Divina Comedia.

Pero, ¿quien impulsa estos pasos que permiten a Pedro (a las gentes, a los hombres), guiado por Matías, a desviarse, al menos cada sábado, por caminos que discurren al otro lado del «anverso de la prosa de la vida cotidiana», para descender a los infiernos o para ascender, después de pasar por el prado del aquelarre, al limbo de la filosofía? Es un principio a quien propiamente no se le podría aplicar el calificativo de humano: es [68] más bien un principio bestial, que tiene algo de numinoso. En la «primera noche» se presenta como «bestia lucherniega» [algo así como un perro cazador nocturno, el perro de Hécate] (pág. 100); en la «segunda noche» se nos presenta como macho cabrío [Satán], como un cabrón engañador, el gran Buco, que, en menos de dos páginas, se transforma, gracias al arte del novelista, en el gran Maestro, en Ortega (pág. 162).

Ahora bien, como hemos dicho, las noches que transcurren por estos dos diferentes lugares son también la contrafigura la una de la otra. La bestia empuja en la primera noche principalmente a los hombres (por ejemplo, a los hombres de las gabardinas raídas) hacia el primer lugar, o antro, en el que, bajo la dirección de doña Luisa, en funciones de «esclusa», esperan unas mujeres –ninfas o Vírgenes de Jerusalén–, unas prostitutas que encarnan, nos parece, el «eterno femenino» (un «eterno femenino» que Martín-Santos ve además como omnipresente, puesto que lo hace alentar incluso en la forma de una puta anciana, casi decrépita, pág. 108). Pero es la bestia, el macho cabrío, Ortega (contraposición de doña Luisa) quien atrae (seduce) a las mujeres al segundo lugar (pág. 156), que ya no está debajo (por ejemplo, en los bajos de Cine Barceló, en los que, como si fuera una ampliación de la casa de doña Luisa, las gentes vulgares bailan sones cubanos) sino arriba, en las tablas de un escenario irreal, que luego se ampliará en seguida por la residencia elegante («de la tres haute») de la madre de Matías (una madre de Matías que, respecto del macho cabrío, se comporta de modo análogo a como lo hace doña Luisa respecto de la «bestia lucharniega»), en la que siguen resonando las palabras pronunciadas en el tablado por el gran Maestro. Matías-Virgilio, el introductor de Pedro en los lugares del «reverso», se mueve, tanto en el Infierno como en el Paraíso (o Limbo) como se movería en su propia casa; mientras que Pedro, como el Dante en La Divina Comedia, es sólo un visitante. Sin embargo, es Pedro quien se mantiene en la vecindad de la filosofía; Matías, en cambio, representa la poesía (es casi imposible no ver una analogía entre la oposición de los personajes Pedro/Matías de Luis Martín-Santos y la oposición de los personajes Belarmino/Apolonio de Ramón Pérez de Ayala). Pero mientras que Matías «en el infierno» se abre a la más elevada visión poética de la realidad –«¡Postume, Postume, labuntur anni!» (pág. 107)– en el Paraíso (o en el Limbo) retorna a la vulgaridad elitista más sorprendente («...se hacía evidente que no eran palabras latinas las que por ella [por la boca de Matías] podían escapar, sino otras mucho más banales, pronunciadas en su idioma secreto...», pág. 169). Me permito advertir que es el propio autor, Luis Martín-Santos, y no yo, quien, a través de Matías, pone en conexión interna las páginas de su obra que hemos hecho corresponder respectivamente a los lugares del Infierno y del Paraíso, pues es el mismo Matías, habitante de ambos lugares (por adopción o por nacimiento) el que se diversifica, en un caso, como guía y protector de Pedro, en el otro, sólo como guía que deja abandonado a su suerte al pupilo, una vez que lo ha introducido en el lugar de destino. Y es también el autor, Luis Martín-Santos, quien nos ofrece la conexión entre el Paraíso (el Limbo, si se prefiere: los salones de la casa de Matías, en los que resuenan los ecos de la lección filosófica del gran Maestro en torno a la manzana), y el Infierno (el antro de doña Luisa, en el que vemos a la manzana transformarse en tomate: «tomó [doña Luisa] un tomate y lo levantó, haciendo que el Sol golpease con dureza sobre la pequeña esfera roja. Ella miraba al tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde diferentes perspectivas» (pág. 184).

En conclusión: la filosofía debe permanecer en silencio en la primera noche de Walpurgis, cediendo el protagonismo del antro a la poesía, representada por Matías (en el antro, la filosofía tan sólo resuena incidentalmente como un eco apagado de la filosofía superior, el eco de la manzana que Pedro escucha a través del tomate). Dicho de otro modo: la filosofía «brilla por su ausencia» en los antros del tiempo de silencio. Porque el lugar en el que la filosofía resuena con voz propia (en Tiempo de silencio) es el escenario del Cine Barceló, y en el limbo de los salones aristocráticos de la casa de Matías. Allí es donde el gran Buco se ha ido transformando en el gran Maestro Ortega, el embaucador (Luis Martín-Santos es quien lo ha transformado, por cierto con las técnicas cinematográficas del «fundido»: el Grand Bouc, el gran macho, el cabrón expiatorio, no, el gran Buco en el esplendor de su gloria, en la prepotencia del dominio... «levantará su otra pezuña, la derecha, y en ella depositará una manzana», pág. 156). Nadie le prohíbe hablar de filosofía, nadie amordaza la boca del gran Maestro en el «tiempo de silencio». Lo único que ocurre es que sus palabras, las palabras filosóficas, son ellas mismas silenciosas, vacías. Esta sería la visión que Pedro tiene de un «tiempo de silencio» que se expresa, principalmente, en el silencio sonoro, solemne y fatuo, vacío, de la filosofía.

Una filosofía que tampoco puede encontrar Pedro en la vida cotidiana. Sabemos que el buco, el cabrón, es «aficionado», y aficiona a la gente, bien tiernamente, a la filosofía (pág. 159). Pero esta filosofía de salón, del Limbo, ¿qué tiene que ver con la vida? «¿Qué tiene que ver el cáncer con la filosofía?» (pág. 168). El pueblo (representado por la muchedumbre que baila sones cubanos en el sótano del teatro en donde hablaba el maestro de filosofía) «ignoraba al filósofo y la profusión de lujosos automóviles a la puerta de un cine de baja estofa» (pág. 161). Siempre que aparece el término «filosofía» a través de la mirada de Pedro aparece envuelto en un aura despectiva: al estudiante de filosofía, Pedro/Martín-Santos le reconoce por el sudor axilar o por el cuello de estudiante aficionado a la filosofía pero escasamente adicto al agua, ya desde antes [«toma existencia»] de la boga existencialista (pág. 160). Incluso cuando la filosofía aparece en un marco cotidiano, pero vecino al poder, su función resulta reducida a la que es propia de una ideología burocrática, que sirve, en el fondo, para justificar la renuncia a una vocación por la investigación científica. El Director del Instituto de Investigación en el que trabaja Pedro [¿un trasunto de Fernando Enríquez de Salamanca?] no investiga, porque está «educado lejos del chato y corto positivismo anglosajón, habiendo tomado de la Universidad centroeuropea un sentido filosófico ordenador de sus actividades...» (pág. 257).

El tiempo de silencio en el que Pedro respira y que parece ser, ante todo, el tiempo de silencio de la filosofía, no está determinado por las mordazas o por la censura, sino por otros motivos. ¿Cuales? La determinación de estos motivos es la que nos permitirá penetrar en la naturaleza misma del tiempo de silencio, en general, en tanto se da en función de la filosofía.

Vayamos a las últimas páginas de la novela, porque allá creemos encontrar las respuestas a nuestras preguntas: ¿qué es el «tiempo de silencio»? ¿por qué hemos tenido que entrar en él? Y la respuesta sería esta: no son motivos políticos específicos, aquellos que actúan en la España de la dictadura franquista, los que imponen un «tiempo de silencio». Son motivos mucho más generales, que actúan, sin duda, en la España de Franco, pero sólo porque esa España es un lugar, entre otros, de la [69] sociedad universal: una sociedad que ha manifestado su verdadero rostro al final de la Segunda Guerra Mundial, es decir, a partir del momento en que ha estallado la primera bomba atómica. Por un lado, será a partir de entonces cuando los hombres pueden comenzar realmente a considerarse libres, dueños de la vida, puesto que es ahora cuando saben que, a partir de la bomba, podrán destruir la Tierra: son las ideas que K. Jaspers (desde 1957, ideas que sin duda debió conocer Martín-Santos) venía exponiendo en charlas radiofónicas, artículos o libros. Pero estas ideas podrían verse también desde una perspectiva opuesta a la perspectiva del «filósofo» del poder nuclear: la bomba atómica es la culminación del desarrollo del poderío de la técnica (que no se agota en la bomba, aunque, a su través, es donde ha manifestado su verdadera virtud); la técnica envuelve a los hombres, a sus pensamientos, incluso al pensamiento científico y, por supuesto, al filosófico: la tecnología reduce al silencio a cualquier otra forma de pensamiento humano. Porque ella misma ofrece suficientes contenidos a la vida, capaces de llenar todo el «anverso» de la civilización, capaces incluso de succionar los lugares del «reverso», el Infierno y el Limbo, la poesía y la filosofía. Y porque la bomba es ella misma silenciosa: «...estamos en el tiempo de la anestesia, estamos en el tiempo en el que las cosas hacen poco ruido. La bomba no mata con el ruido, sino con la radiación alfa que es (en sí) silenciosa, o con los rayos de deutones, o con los rayos gamma, o con los rayos cósmicos, todos los cuales son más silenciosos que un garrotazo» (pág. 291).

¿Qué hacer? ¿Bajar al Infierno (a los antros) o subir al Limbo (a los salones) los sábados por la noche, para volver otra vez, entre semana, a la prosa de la vida de la gran ciudad, por tanto, a la lucha por la gloria, por el Premio Nobel, por el poder, a la lucha política? No, es el tiempo del silencio (del silencio de todos los antiguos deseos, pensamientos, intereses, inquietudes). Y España, fuera de las ciudades que han comenzado, como si fuera en una explosión en cadena, a rodearse de cinturones industriales, se nos ofrece como el lugar privilegiado para el «tiempo del silencio». «Nosotros no somos negros [que saltan, ríen... para elegir sus representantes en la ONU] ni indios, ni países subdesarrollados. Somos mojamas tendidas al aire purísimo de la meseta, que están colgadas de un alambre oxidado, hasta que hagan su pequeño éxtasis silencioso» (pág. 292). «Irás a un pueblo –dice a Pedro su voluntad– abrirás consulta, vendrá una linda mujer y te dirá lo que padece, un prurito de ano... te casarás con ella y gracias a que al principio el prestigio del médico viejo mantendrá alejados de tu consulta a muchos vecinos, tendrás tiempo suficiente para cazar perdices... todo consiste en estar callado...» (pág. 293).

El «tiempo de silencio» es, así se nos presenta, el tiempo de la sabiduría de la vida, el tiempo de la «realización de la filosofía», de su extinción como retórica. No necesita llegar siquiera al silencio quietista de Molinos. Más cerca está del silencio que envuelve la vida retirada de La Flecha (muy cerca, por cierto, de Topas, el pueblo salmantino donde Luis Martín-Santos pasó veranos de su infancia) o, acaso, del silencio del huerto epicúreo replegado sobre sí y alejado, sobre todo, del tumulto de la vida de la gran ciudad, es decir, de la vida política:

Suave, mari magnum, turbantibus aequora ventis
e terra magnum alterius spectare laborem.

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Final

1. El «tiempo de silencio» que hemos tratado de definir desde la perspectiva C (la de Pedro, y también, en parte, la de su autor, al menos hasta tanto no se demuestre que las reflexiones expuestas en el proceso de «construir» a Pedro se [70] circunscriben estrictamente al personaje y no son compartidas por su artífice) no es fácilmente superponible a los cuarenta años del franquismo. La primera década (1936-1945), que es la década anterior a la bomba, ha de entenderse como una década previa al comienzo del «tiempo de silencio». Este se desenvuelve plenamente durante la segunda década (1946-1955): en esta década tienen lugar los episodios de la vida del personaje, de Pedro, que se relatan en la novela. Pero su autor siguió viviendo durante casi toda la tercera década (1956-1965), en la que se escribió la obra, por lo que tiene sentido, y es casi obligado preguntar: ¿podría haber seguido considerando Pedro a esta tercera década como «tiempo de silencio»? La respuesta sólo puede ser afirmativa (aun cuando con modalidad, desde luego, puramente problemática) cuando añadimos las referencias a las décadas últimas, a la cuarta (1966-1975), a la quinta (1976-1985) y a la sexta (1986-1995). En efecto, Pedro podría haber seguido viviendo «en su retiro» (la novela no dice nada acerca de su muerte) atendiendo a sus enfermos, jugando al dominó en el Casino, los días de entre semana, y cazando perdices los sábados o los domingos (si Pedro, al salir de la novela, hubiera cambiado de concepción, no sería Pedro: la fuerza de la novela reside precisamente en la prolongación virtual que el lector ha de hacer de su vida después del relato). A fin de cuentas esta visión que Pedro se habría formado de la filosofía en el «tiempo de silencio» (visión reforzada, sin duda, por la situación de la dictadura franquista) no está muy alejada de la visión que muchas personas, procedentes de muy diversas estirpes (sin olvidar al marxismo: Manuel Sacristán), han tenido o siguen teniendo sobre la inanidad de la filosofía.

2. La posibilidad de aplicar el concepto C de «tiempo de silencio» a las décadas ulteriores, incluso a las décadas democráticas (si es que el silencio definido por Pedro se produce en una atmósfera que envuelve a la línea divisoria entre dictadura y democracia) suscita la cuestión, más general, de la posibilidad de contemplar las décadas posteriores a la vida de Martín-Santos desde la perspectiva de las ideas que en Tiempo de silencio tienen que ver con el concepto de «tiempo de silencio» de su personaje central. Entre estas ideas habrá que tener en cuenta la idea que marcamos como A1, puesto que aunque esta idea está dibujada desde un período posterior a la vida de Martín-Santos, sin embargo podría, sin anacronismo, serle atribuida de algún modo, si no como idea denotativa retrospectiva, sí como esbozo connotativo indefinido en el tiempo. A fin de cuentas, el autor militó y padeció cárcel, como miembro del mismo partido que, en la quinta y sexta décadas, conseguiría, ayudado por otros, levantar la mordaza causante del tiempo de silencio.

Dos cuestiones se nos abren, según lo que precede, de modo inmediato. La primera podría formularse así: la idea de tiempo de silencio que hemos atribuido a Pedro (C), ¿puede considerarse como la idea que su autor, Luis Martín-Santos tenía (B) en el momento de escribir su novela y, por tanto, como una idea que Luis Martín-Santos podría haber seguido manteniendo hoy, si hubiera permanecido vivo? La segunda cuestión, en el supuesto de que resolvamos la primera en sentido negativo, la formulamos de este modo: ¿cuál fue la idea B de Luis Martín-Santos sobre el tiempo de silencio, y hasta cuantas décadas posteriores a su muerte sería posible extender esa idea, con las implicaciones que ello tiene para la filosofía?

3. La primera cuestión, a nuestro juicio, ha de resolverse en sentido negativo. Hay poderosas razones para concluir que el autor del personaje Pedro, sin perjuicio de haberlo construido (y con él su concepto de tiempo de silencio), no pudo compartir sus ideas, en particular, la idea del «tiempo de silencio». Incluso cabría sospechar si precisamente la construcción del personaje, y de su idea de «tiempo de silencio», tal como la hemos interpretado, lejos de ser una «proyección» del propio autor no pudo ser precisamente un procedimiento psicológico-literario al que Luis Martín-Santos recurrió para desviarse definitivamente de una idea que acaso le hubiera rondado en más de una ocasión, y con la cual necesitaba llevar a cabo un ajuste de cuentas. En cualquier caso, es evidente que Luis Martín-Santos no siguió, de hecho, la trayectoria que Pedro ha iniciado al final de la novela. Luis Martín-Santos no se retiró de la vida política, sino que incrementó, si cabe, la participación militante en esa vida. Acaso alguien podría añadir (no seré yo quien lo haga) que fue precisamente la militancia política activa, y no el interés por la ciencia o por la filosofía, la que le «redimió» de cualquier tendencia al quietismo, y la que le permitió alcanzar otra idea de tiempo de silencio. Pero esta idea propia (la B), que tendría, desde luego, posibilidad de extenderse a décadas ulteriores, ¿llegaría sólo a cubrir, de hecho, exactamente la cuarta década (1966-1975) –lo que ocurriría si esta idea B fuese identificada con la que hemos identificado con A1– o podría también cubrir la quinta (1976-1985) y hasta la sexta década (1986-1995)? ¿Y no podría darse el caso de que la idea de tiempo de silencio que investigamos, sin perjuicio de mantener ciertos componentes comunes con la idea A1 tuviese también capacidad para cubrir las «décadas democráticas»? ¿Cabe delimitar la idea de tiempo de silencio –sobre todo, en sus relaciones con la filosofía– que pudo tener el autor Luis Martín-Santos en el momento de poner el título a su obra (Tiempo de silencio) en cuanto idea B que pudiera ser desprendida de la idea C que envuelve a la idea de su personaje Pedro?

4. Todo cuanto yo pueda decir a continuación se mueve en el terreno de las conjeturas, si lo que digo se entiende biográficamente como referido a Luis Martín-Santos. Sin embargo mi perspectiva no es biográfica, puesto que lo único que pretendo es formular, como consecuencia de los planteamientos establecidos, algunas hipótesis, con la pretensión de que ellas tengan sentido. La «traducción biográfica» de estas hipótesis la dejo en manos de los especialistas.

Mi punto de partida es la consideración según la cual del hecho de que el autor se alejara de la visión «quietista» que Pedro alcanzó del «tiempo de silencio», y que le condujo al repliegue o retiro consiguiente, no puede inferirse que tuviera que abandonar todos los contenidos que estaban actuando en la visión de Pedro. Muchos de ellos, incluso los más importantes (al menos desde el punto de vista de la «filosofía» en el tiempo de silencio) pudieron conservarse y pasar a la «nueva» concepción. Una concepción que bien pudiera haber incluido, por una parte, el proyecto político de la necesidad de acabar con un tiempo de silencio articulatorio, por así decirlo (de acabar con la mordaza, con la privación de la libertad de expresión, que nos convertía en seres «mudos») pero que, por otra parte, no tendría por qué contener la idea de un «renacimiento» de la filosofía (tal como muchos quisieran entenderla) en la época de la democracia. Y no tendría por qué contener esta idea si es que se mantenían los conceptos (que actuaban ya en la visión de Pedro) de que, aun recuperadas la ciencia y la actividad política tras una transición democrática, sin embargo la filosofía habría de seguir en el «tiempo de silencio», sencillamente porque su voz se habría apagado definitivamente (una cosa es [71] luchar por quitar a los hombres las mordazas y otra cosa es que estos hombres, con las bocas libres, tengan «palabras filosóficas» que pronunciar). O, por lo menos, aunque conservase su lugar, en términos absolutos, su voz habría perdido la fuerza relativa necesaria para hacerse oír en el nuevo silencio democrático que la nueva situación instaura para la filosofía, la de un silencio que pudiera ser denominado auditivo. El silencio de quienes se vuelven sordos precisamente por la superabundancia de sonidos, por la «algarabía entrópica» resultante de los infinitos mensajes que, en forma de opinión, y neutralizándose mutuamente, pueden llegar a cada ciudadano a través de los medios de comunicación de masas.

Y este nuevo concepto de tiempo de silencio, especialmente definido en función de la filosofía, podría ser interpretado desde coordenadas muy diversas. Por ejemplo, desde las coordenadas de un academicismo que ve en ese silencio democrático la necesidad y la justificación que la filosofía tiene para replegarse a la vida recatada de las aulas o de los seminarios universitarios. Otros verán en cambio ese repliegue como el ingreso en un ghetto en el cual la vida filosófica (que no es una ciencia) languidecerá poco a poco por asfixia o se transformará en una forma, entre otras, de la filología. Pero también cabría interpretar la nueva situación del silencio auditivo como la prueba de que la democracia no necesita de la filosofía que algunos pretendieron poner a su servicio. Tan sólo necesita, a lo sumo, de otra filosofía que no puede pretender mayor alcance que el que puede convenir a un «sombreado» de la propia vida democrática cotidiana, en cuanto realización de la filosofía; un «sombreado» que se aproxima, hasta confundirse con él, con un nuevo «tiempo de silencio».

Esta modulación pragmática de la idea de un «tiempo de silencio democrático» comenzará por la crítica misma de la idea que tratase de circunscribir la idea a la perspectiva de quienes pretendieron entrar en posesión de una filosofía distinta, de una filosofía que hubiera estado hasta entonces amordazada. Podría incluso presentarse, como hemos insinuado, esta novedad, como una versión «socialdemócrata» de la idea marxista de la realización (Verwirklichung) de la filosofía, no ya en el proletariado, pero sí en la democracia parlamentaria del nuevo Estado de derecho. La realización de la filosofía en la democracia comportaría también, entre otras cosas, la proliferación universal de la «filosofía genitiva», porque todo ciudadano o institución habría de poder emanar su filosofía propia: «filosofía de la devaluación de la peseta», «filosofía de las vacaciones para pensionistas de la tercera edad», «filosofía de la duplicación de policías nacionales y autonómicos». Si pudiéramos atribuir a Martín-Santos una idea, anticipatoria para las décadas posteriores, de este «tiempo de silencio» mejor que otra, es la que, por nuestra parte, propondríamos. Porque, por lo que sabemos, las ocupaciones «profesionales» de Luis Martín-Santos, paralelas a su militancia política, sugieren una visión suya muy próxima a la de la «realización», en proceso, de la filosofía en la democracia futura. Dadas las condiciones políticas adecuadas que hicieran posible el «juego» de los sujetos en libertad, los problemas filosóficos que la tradición nos ofrecía (Kant o Hegel, Marx o Weber, Heidegger o Sartre) podrían comenzar a plantearse en forma de su reducción pragmático psicológica. Diríamos por ejemplo: Luis Martín-Santos habría tendido a reducir la filosofía existencial de Sartre al plano de la «cura de almas», de una cura psiquiátrico-existencial, utilizando el arma (que ni confesores, ni maestros de filosofía habrían poseído nunca) de la transferencia, un poco en paralelo a como Binswanger tendía, durante aquellos años, a reducir la filosofía de Heidegger «al plano de la práctica clínica».

Todo esto no llevaría precisamente, es verdad, a la abolición de la filosofía, sino a su puesta en sordina (en un «tiempo de silencio»), principalmente mediante su conversión al plano del «espíritu subjetivo», en la forma de una filosofía práctica, eminentemente «ética», que tan sólo necesita apoyarse en el [72] «sombreado» de ciertos resultados de las ciencias físicas, cosmológicas, biológicas o sociales; y ello porque la masa de los contenidos que necesita como alimento procede principalmente de la literatura, del teatro, de la novela o de la «narrativa». La socialdemocracia, una vez «reconciliada con la realidad» y, en parte, la «liberaldemocracia», afirmarán de hecho que tienen incorporada en su práctica su propia filosofía, que se nutre del comentario político y, sobre todo, de la narrativa: ética-psicología del discurso, Estado de derecho, paz, felicidad, tolerancia, armonía en la libertad, solidaridad. Por tanto, cualquier filosofía que desborde esos cauces estará condenada al silencio, a la sordina, sin necesidad de una censura centralizada. Son los medios (la prensa, la tv, la radio y las redes informáticas) los que establecerán los límites de la filosofía «realmente existente», en primer lugar, por su contribución a la tecnologización de los comportamientos, con la homogeneización que todo ello implica (N. Luhmann), y, en segundo lugar, por la extensión reducida de los espacios que es posible conceder a quien podría hablar según el «discurso largo» filosófico. Son límites que, en todo caso, no están impuestos tanto por los directores de los programas, de radio, de prensa, de televisión... cuanto por el público mismo, por los índices de audiencia. Un público que, conformado por la mutua limitación de los flujos superabundantes de mensajes, dejaría de escuchar en el momento en que esos límites (que unos mensajes imponen a los otros) fueran desbordados.

Desde la perspectiva de la propia socialdemocracia (o de la «liberaldemocracia»), sin embargo, no resultará gratuito hablar de un «tiempo de silencio» para la filosofía, porque efectivamente no lo es según su significado articulatorio; y porque, aunque se reconozca que es imposible ofrecer una sinfonía en el espacio de cinco minutos, sin embargo también se podrá subrayar que en cinco minutos caben muchos acordes sinfónicos, los que el público pueda asimilar (sería absurdo ofrecer la sinfonía completa a un público que a los cinco minutos se sabe va a cambiar de emisora o de canal, y con su conducta hacer imposible económicamente la vida de la emisora, dependiente del mercado: los medios no es que adulen a su público, sino que dependen económicamente de él en la sociedad de mercado, dominada por la ley de Gresham).

En resolución, en todo caso, más que «tiempo de silencio articulatorio», por principio, habría que hablar de «tiempo de silencio auditivo», entrópico, el que resulta de la superabundancia simultanea, heterogeneidad y brevedad de los mensajes, exigidas por la concurrencia democrática de las opiniones múltiples. Esa concurrencia, generadora de ruidos y aún de caos, tendrá que dotarse de los filtros necesarios que los medios (entre ellos, las editoriales), aún privadamente, habrán de aplicar, para mantener la posibilidad de un flujo regular y coherente de mensajes «realmente seguidos» por el público (por tanto económicamente viables) que es el que financia, en definitiva, los propios medios.

El diario El País podría ser analizado, por sus procedimientos durante las «décadas democráticas», como prototipo de esta realización (que no abolición) de la filosofía, en el espíritu subjetivo: contenidos ético-democráticos (Aranguren, Savater, Habermas...), «sombreados científicos» (Hawkins, teorías del big-bang...), Estado de derecho (no se precisa si se trataba del derecho romano o del derecho germánico) y sobre todo, torrencial y continua oferta de «narrativa» servida por una pléyade de brillantes escritores/as encargados de la «reducción estilística» de los problemas filosóficos al plano del espíritu subjetivo, a la ética-psicológica, a la lírica. Canon de todo filtro riguroso, de todo cuanto pueda producir ruido relativo, caos.

(La mayor parte de quienes asistieron a la exposición de esta intervención, que tuvo lugar al final de las sesiones del día 24 de noviembre de 1995, ante un público que –por motivos que no son del caso analizar– había llenado la sala de conferencias, y que terminó en un vivo debate precisamente sobre los medios de comunicación de masas, en el que intervinieron entre otros Víctor Sánchez Zavala, Javier Pradera, &c., pudieron comprobar que la amplia reseña de la primera Jornada sobre Luis Martín-Santos que al día siguiente publicó el citado periódico, El País, y en la que figuraban las fotografías de Martín-Santos y de Fernando Morán, evitó cuidadosamente mencionar mi ponencia e incluso mi propio nombre como ponente; de forma que los lectores de El País de cualquier parte de España que no hubieran tenido otra fuente de información, no habrían podido saber nada de mi intervención, y, quienes la esperaban, pudieron sacar la impresión (algunos la sacaron de hecho) de que yo había estado ausente, por enfermedad o por cualquier otro motivo. Si he decidido terminar la presente exposición escrita de mi contribución a las Jornadas relatando su último incidente, es porque me ha parecido que tal incidente no sólo contiene un aspecto de la crónica de esas Jornadas, que de otro modo quedaría definitivamente borrado, sino como «prueba de existencia» de esos filtros «privados» que tejen en nuestros días su propio «tiempo de silencio»; en modo alguno me ha movido un deseo de expresar mi reacción personal ante un tratamiento sin duda injusto, dado que el silencio de El País, en esta ocasión, como en tantas otras, lo he percibido siempre, dadas las características de mi idiosincrasia, desde una perspectiva que se encuentra lo más próxima posible a la perspectiva del naturalista que contempla el tejerse incesante de una tela de araña.)

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{1} Intervención en las I Jornadas de la Sociedad de Historia y Filosofía de la Psiquiatría, dedicadas a «Luis Martín-Santos. Psiquiatría y cultura en España en un tiempo de silencio», Madrid, 24 y 25 de noviembre de 1995. En estas jornadas participaron, por orden de intervención, las siguientes personas: día 24: Rafael Huertas, Rocío Martín-Santos, Carlos Castilla del Pino, Luis Munoa, Bruno Rueda, Enrique Múgica, Pedro Gorrotxategi, José Ramón Recalde, Luis Montiel, José Carlos Mainer, Fernando Morán, Javier Pradera, Juan Casco, Carlos París y Gustavo Bueno; día 25: Filiberto Fuentenebro de Diego, Angel González, Valentín Corcés, Angeles Roig, Jesús Alberdi, Pedro Laín Entralgo y Germán Berrios.

{2} El libro más completo, desde el punto de vista crítico y documental, sobre estos extremos es el de Pedro Gorrotxategi Gorrotxategi, Luis Martín-Santos. Historia de un compromiso, Instituto Dr. Camino de Historia Donostiarra, San Sebastián 1995, 468 págs. (en particular el capítulo 9: «Periplo y significación de Tiempo de silencio», págs. 149-167).

{3} Hemos tratado algunos problemas relacionados con la distinción emic/etic, introducida por Pike, en Nosotros y Ellos. Ensayo de reconstrucción de la distinción emic/etic de Pike, Pentalfa, Oviedo 1990, 131 págs.

{4} Véase Elena Ronzón, «La revista Theoria y los orígenes de la filosofía de la ciencia en España», en El Basilisco, nº 14 (1983), págs. 9-40.

{5} Véase el Prólogo al libro de Pedro Gorrotxategi, antes citado, pág. 16.

{6} Juan Benet, Otoño en Madrid hacia 1950, Alianza, Madrid 1978, págs. 109-141; y «Luis Martín-Santos, un 'memento'», en El País Semanal de 21 de diciembre de 1986 (págs. 64-88).

 

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