Rufino Blanco Fombona
Revista de revistas españolas
Revista de América
ENSAYO SOBRE EL MODERNISMO LITERARIO EN AMÉRICA, por R. Blanco Fombona. — I. Los poetas modernistas y los poetas clásicos de América. — Estos poetas modernistas, preparadores y actuantes solidarios de un momento estético, de una tendencia literaria común, o que por tal se considera, ¿enlázanse ellos entre si con verdadero parentesco espiritual? Su poesía ¿posee rasgos psicológicos precisos que la diferencian de la poesía de cualquier otro pueblo? ¿Tiene, por otra parte, esa poesía raíces nacionales? ¿Arraiga en la tierra de donde procede? ¿Es producto natural del suelo, de la civilización, del alma de la América actual? ¿Representa algo nuevo en la historia de nuestras letras?
A tales preguntas no todos los críticos americanos contestarían acordes, lo que prueba un estado mental anárquico. En vez de contestarme yo mismo a esas cuestiones, presumiré lo que argüiría alguno de los poetas aludidos. El poeta dirá:
— "La respuesta a semejantes preguntas no es difícil ni ocasionada a enredos. Existe un divorcio aparente entre el medio actual americano, tosco, impreciso, hostil a toda manifestación de arte, y los artistas fuertes o finos que en tal medio se producen. Críticos de enjundia como Rodó y García Calderón opinan que Buckle y Taine se sorprenderían del hallazgo de tal arte en tal pueblo, hallazgo que parece ser un mentís a las doctrinas de estos pensadores respecto a la armonía entre el terreno productor y el producto, fenómeno que se observa así en biología como en botánica. Si bien se examina, tal divorcio no existe, en el caso de los [322] poetas americanos. Ellos no impugnan, con su mera aparición, la teoría, cien veces comprobada, de la influencia sobre la obra de arte del ambiente social y físico en donde se produce. América, la América de origen español, que es la única por mí conocida con ese nombre, ya que las otras secciones del nuevo mundo se llaman Canadá, Estados Unidos de la América del Norte y las Antillas; América, digo, volviendo a tomar el hilo de mi pensamiento, América, tierra adolescente, retorta de pueblos y razas diversas, atraviesa un período de crecimiento por el desarrollo natural y por el desarrollo artificial de la inmigración, y carece todavía de facciones y espíritu propios, de alma y de cuerpo. Devorada, además, por la política y por las guerras civiles, en unas partes; en otras, por el lucro, por el afán de figuración, y siendo como es en toda la extensión del continente campo de intereses urgidos, nacionales y extranjeros, no tiene en este momento de su evolución aquella estabilidad, aquel reposo, aquella fijeza, por lo menos relativa, de las civilizaciones añosas ; fijeza merced a la cual clases enteras de la sociedad, por refinamiento y ocio hereditarios, necesitan del arte para vivir, lo propagan, lo comprenden, lo glorifican y glorificándolo, comprendiéndolo, pagándolo, necesitándolo para vivir, le crean atmósfera propicia, lo hacen viable.
"Por eso los escritores americanos, a quienes se nombra modernistas, cuya aparición coincide con el momento de incertidumbre mental y racial de América, tornan los ojos a otras literaturas instintivamente, a otras civilizaciones, se buscan una patria intelectual, son desarraigados, Pero esos desarraigados son de su tierra y de su época; y por ser precisamente de su época y de su tierra son desarraigados. Ellos representan el momento actual de nuestras sociedades."
— Las Repúblicas —me atrevería yo a insinuar, interrumpiéndolo—, no representan todas igual grado de adelanto, no son igualmente poderosas, y, sin embargo, literariamente, Nicaragua no le va en zaga a Perú, ni el pequeño Uruguay al gran país mejicano o al gran país argentino.
A lo que el otro pudiera responder:
— "Que sean más o menos ricas o más o menos poderosas unas u otras Repúblicas nada significa en este punto. Al contrario, su similitud mental, a pesar de esas diferencias, prueba que tienen, hasta ahora por lo menos, un alma común. Se caracteriza el momento actual, en unas partes, por la fastuosidad, el cosmopolitismo, la lucha metódica de intereses, la agricultura brillante, el industrialismo naciente, el nacionalismo reaccionario; mientras que en otras [323] partes asume el desarrollo, por otras razones, otros caracteres; agricultura más rudimentaria y triptolémica, comercio rapaz, minería imperfecta, carencia de capitales y de brazos, ardor político, inseguridad social, lucha encarnizada de intereses; pero en unos y otros países lo común, lo constante, lo típico, es la imprecisión del carácter y del espíritu nacionales. En tales condiciones ningún pueblo alcanza a producir una literatura, aunque produzca literatos. La sensibilidad de los poetas en ese medio hostil y prosaico se aisla dentro de sí y se exaspera o busca patria y nido bajo otros cielos. Por eso los poetas americanos de la época, los poetas modernos, los poetas modernistas, tienen entre sí parentesco de espíritu, que consiste en la desorientación espiritual, en el solicitar, para beberlo y calentarse, el rayo de sol extranjero, en el ideal de renovarse para avanzar y no morir petrificados en viejas fórmulas y viejos ideales; por eso tal poesía tiene rasgos psicológicos precisos: el pesimismo, el refinamiento verbal, la exaltación de la sensibilidad, que son un desafío o una liberación; la anarquía y el acantonarse cada poeta en su individualismo; por eso tal poesía, fruto exótico en la tierra donde se produce, representa la incertidumbre, lo indeterminado y confuso del alma americana actual, y, por tanto, aun sin quererlo, aunque indique discordancia entre lo objetivo y lo subjetivo, corresponde al estado social del que es producto. Buckle y Taine descansen tranquilos en sus tumbas.
La generación que realizó la independencia era, en sus elementos caucásicos, más homogénea que la nuestra; de ahí el que fuese capaz de aquel esfuerzo maravilloso, consciente y sostenido, aun en lucha con las castas que a menudo apoyaron a España, y por ser más homogénea aquella generación en sus elementos exclusivamente caucásicos, produjo la poesía de Olmedo, de Bello, de Heredia, que era la poesía española en su prolongación novomundana, el alma de España apenas modificada por los factores del ambiente tropical en el cual se crearon aquellos tres grandes maestros. Estos poetas, aunque, políticamente, estaban más separados de España que nosotros y aunque la denostaban en sus versos, fueron siempre comprendidos en la Península, explicados y admirados. Quizás no se ha hecho en España un estudio tan paciente de célebres poetas peninsulares, Tassara, por ejemplo, Bécquer, Querol, Larmig, como el consagrado por D. Manuel Cañete a Olmedo o por Menéndez Pelayo a Bello y a Heredia. En cambio la poesía modernista de América repugnó al principio vivamente en España; a sus representantes y cultivadores se les lanzaron buidas saetas y no fue sino muy tarde cuando los jóvenes españoles se resolvieron a seguirla. [324] Aquella repugnancia, que aún perdura en ciertos críticos, era sincera. Ascendía de los silos del alma española. La poesía de nuestros clásicos, a pesar de su forma ultraespañola, es más americana, y lo es más la poesía de nuestros románticos y de nuestros poetas políticos —Mármol, J. E. Caro, Arboleda—, que la poesía llamada modernista y que no representa de América sino la incertidumbre y la inquietud."
— Muy bien —diré a mi turno—; pero tal período de la evolución no puede prolongarse para aquellos países, y esta poesía, que lo representa, no puede vivir. Entre los mismos poetas de la presente Antología, ¿no se observan principios de reacción? Creo que algunos de nosotros empezamos, por fortuna, a abominar de las muertas ninfas paganas, de los centauros clásicos, de toda esa Grecia de avalorio, de los frivolos abates y marqueses del siglo XVIII, de los trianones versallescos, de toda esa Francia artificial y de Watteau. Creo que empezamos a tener conciencia literaria nacional; que empezamos a trabajar el barro criollo, que es el bueno para múcuras; la piedra criolla, que es la mejor para pedestales; la vida criolla, que es la más aparente para que la estudiemos. Creo que empezamos a ver las cosas personales, sociales, universales, con nuestros propios ojos, que empezamos a sentir con nuestros propios nervios, que empezamos a labrar nuestro predio, a explotar nuestra mina, á acrecer nuestro patrimonio, a ser nosotros mismos. Ya era tiempo. Máscara cubría nuestro rostro; por eso no nos conocíamos; mentira hablaban nuestros labios; por eso no nos entendíamos; insinceridad dominaba nuestro espíritu; por eso moríamos.
Mi interlocutor podría entonces responderme:
— "Puede pasar la moda modernista, y nuestro espíritu, que no cuenta como patria la patria política y geográfica, seguirá otra moda extranjera, o se dejará influir por ella. Porque el estado de alma de los poetas quedará siendo el mismo, mientras no se cambie el estado social de América, y, sépalo, si no lo sabe, las evoluciones sociales, aun las más aceleradas, son obra de tiempo.
II. Caracteres del modernismo. — Lo que debe ser el arte en América. — ¿Cuáles son los caracteres de la obra modernista? Veámoslo con nuestros ojos y ensordezcamos a lo que pudieran otros decirnos, para oir nuestra propia voz.
Caracteres distintivos de la obra modernista se advierten: el amor de la forma, de sensualidad, el escepticismo religioso, la indiferencia moral, la tristeza psicológica y el exotismo, de preferencia francés y helénico, siglo dieciochesco y ninfático o panida, tomando por francés, no la claridad y la ironía, sino lo accesorio, el decorado [325] de los Trianones; y tomando por griego, no el amor de las líneas puras, la agilidad mental y el sentimiento de la naturaleza y del arte, sino el sensualismo y el culto de las Bellas Apariencias. Como en el fondo toda poesía sale del alma de un hombre y como todo hombre pertenece a tal o cual colectividad, de rasgos más o menos determinados; como el olmo no puede dar peras, alcanzamos en los caracteres de la poesía modernista americana algunos que son de pega y otros que brotan de lo más íntimo de nuestro ser. Del primer número cuéntanse el amoralismo, el exotismo y aun el culto exagerado de la forma, por donde flaquea la obra entera. En el segundo número descubrimos caracteres comunes con nuestra raza y que le insuflan a la obra modernista cierto vigor de planta autóctona; estos caracteres consisten en el sensualismo y la tristeza, que son hispanoamericanos.
Su aporte de más entidad, aquel por donde la influencia del modernismo va a perdurar y lo que significa en él una renovación, consiste en la caudalosa riqueza métrica y en un sentimiento, recién despertado, de exquisitez, más formal que sentimental o mental. Choca un poco el ver las cobrizas manos democráticas convertidas, por obra de paciencia, en manos de artífices del Renacimiento y culminar en labores de hada. Pero quizás no sea justo, o más bien preciso, afirmar que todo se realiza por obra de paciencia. Debe de haber en el fondo el sentimiento de la exquisitez y de la hermosura, porque sin sentir lo bello y lo exquisito mal podrían expresarse o traducirse por medio de la palabra escrita. La arquitectura verbal corresponde al pensamiento o sentimiento en cuyo honor se erige. A tal dios, tal templo.
Podemos afirmar, siguiendo el hilo lógico de estas ideas, que no somos espontáneos en nuestros sentimientos, ya que no los expresamos espontánea sino rebuscadamente; que no hemos sabido ver, gustar, comprender y admirar nuestra naturaleza de América, puesto que no sabemos pintarla ni aparece sino incidentalmente, y mal, en nuestras pinturas; que no hemos sabido bajar al fondo de nuestras almas criollas, ya que apenas desfloramos la superficie de ellas, manifestando sentimientos o ideas comunes a todos los hombres, ideas y sentimientos que sólo son nuestros porque son humanos, pero sin profundizar en la mina espiritual de cada uno de nosotros y encontrar allí lo único digno de revelación para un poeta; su yo, ese yo que debe ser inconfundible con cualquier otro yo, como su cara es inconfundible con toda otra cara, aunque su yo se parezca, por líneas generales, a los demás de su familia o raza espiritual, como sus rasgos fisonómicos, por inconfundibles que sean, [326] tienen el sello de la familia material en cierto grado y el de la raza en grado menor.
Pero no. Nuestras almas se parecen a las almas de otros pueblos, a las de los pueblos cuyos libros leemos. No tenemos raza espiritual. No somos hombres de tal o cual país; somos hombres de libros; espíritus sin geografía; poetas sin patria; autores sin familia precisa y natural; inteligencias sin órbita; mentes descastadas. Nuestro yo es artificial. A nuestro cerebro no llega, regándolo, la sangre de nuestro corazón, o nuestro corazón no tiene sangre sino tinta, la tinta de los libros que leemos. Somos fenómenos, o fenomenales, no en sentido científico y natural, sino en el sentido antiguo y popular de cosa rara y monstruosa. Veámonos y repugnémonos.
Esta fenomenalidad, si bien se penetra, quizás no sea culpa nuestra, sino obra de una lógica superior, a la cual seamos nosotros tan ajenos como la bola de plomo arrojada en el aire que cae obediente a leyes físicas que ignora.
Nosotros tal vez no tenemos yo racial porque no tenemos raza y carecemos de poesía propia porque carecemos de alma propia. Nuestra poesía, ¿no será mezcolanza y confusión, porque nuestra sangre es confusión y mezcolanza?
Somos una colcha de retazos, una colcha de retazos multicolores como esas con que la pobre gente de mis campos nativos cubre sus pobres catres.
Del negro tenemos, con el amor de lo pintoresco, el atavismo de rapiña o imitación; por eso tal vez nos miramos en el espejo de los demás; del indio tenemos la pasividad y la tristeza hereditarias; por eso tal vez somos melancólicos y pesimistas; del español tenemos la arrogancia y la elocuencia; por eso tal vez nuestra poesía tiene énfasis y sonoridad verbal. Y por eso nuestra poesía es cambiante según influya uno en quien predomine, ya del verbalismo ibérico, ya la taciturnidad indígena, ya la inescrupulosidad y el colorismo africanos, por no mencionar otros factores.
Estos diversos agentes de química poética producen confundidos un precipitado que se llama la poesía latino-americana, rapiñera y colorista, pasiva y melancólica, arrogante y elocuente.
En los postreros tiempos a la elocuencia española, a la terrible elocuencia castellana, tan viva en lo íntimo de nuestro ser y en el corazón de nuestra lengua, la hemos sustituido con la exquisitez más sobria, y, en nosotros, virtud, si es virtud, adquirida. ¿Por qué? Porque leímos este consejo del último gran poeta de Francia: "a la elocuencia, tuércele el cuello". [327]
Sólo uno de nuestros poetas modernistas, uno de los menos leídos e eruditos, antípoda de todo artificialismo, único en esto, como es único en el saber sentir y expresar la naturaleza de América: José Santos Chocano, es de una exuberancia, de una elocuencia profundamente instintivas y raciales. Ese vivirá, a pesar de su mal gusto increíble, no sólo por su elocuencia, demasiado desnuda de arte a veces, sino porque, ajeno a todo artificio, canta como le sale del pecho lo que tiene dentro de él, y porque cuando abre los ojos no ve ninfas ni sátiros, ni damas de Versantes, ni señoritas de Fragonard y de Boucher, sino una aymará del Titicaca, un burro en el campo, una magnolia en su tallo, los Andes, el Amazonas, las Bocas del Orinoco; y no se preocupa por lo que se murmuran al oído fingidos abates y marquesas de artificio, en un parque de Watteau —que ya uno de Le Notre fuera muy natural—, sino por lo que será Paita cuando se rompa el Istmo de Panamá por lo que hicieron los héroes de América, conquistadores e independizadores por lo que significan las ciudades México, Lima, Guatemala; Bogotá, y porque las regiones amazónicas sean en lo futuro "el centro del mundo".
Cuando uno lee a este poeta después de los preciosismos y parisienismos de Darío, por ejemplo, entran ganas de gritar: ¡Viva la patria!, y, sobre todo, ¡viva la vida! La vida, si, lo único interesante; la vida, es decir, lo natural; la vida, es decir, lo que pensamos, lo que vemos, lo que sentimos, lo que vivimos; el levantarse, el acostarse, el comer, el rezar, el llorar, el reír, el ir, el venir, el amar, el odiar, el bañarse, el caerse, el fingir a veces, el a veces decir la verdad, el ser como somos, ¡la vida, la vida, la vida!
La afectación, la insinceridad, la falta de vida, el que no corra sangre por nuestras obras, sino tinta, depende de que nos inspiramos para escribir en las obras de los demás, olvidando lo que tenemos en torno y desoyendo nuestras personales voces interiores. Y nos inspiramos en los demás, es decir, somos poetas o pensadores de inspiración libresca, porque somos producto de razas inferiores, porque tenemos el servilismo hereditario de antiguos esclavos africanos; de ahí el que nos deslumbremos con los libros y las ciudades europeas, de ahí el culto de lo cisatlántico, de ahí el respeto lacayuno y sin análisis de cuanto Europa nos impone, de ahí el que, según la magnífica expresión de Alberdi "la poesía en América está en todas partes menos en los versos". No somos creadores. Poseemos espíritu femíneo. Necesitamos de fecundación para parir. Somos poetas fecundados. Carecemos de la viril virtud de ensementar. Así como importamos de Europa machos de selección para [328] que infundan su viripotencia a nuestras hembras de cría, nosotros venimos a mendigar el cruzamiento con espíritus viriles, y acogemos con pasividad de marranas, burras, ovejas y yeguas, la cópula de berracos, garañones, moruecos y sementales.
Y a menudo olvidamos que, aun entre brutos, el cruce, para que sea beneficioso, debe producirse entre animales afines y no entre especies disímiles. Pero la selección de espíritus, ¿se producirá por el mismo procedimiento que entre animales? En todo caso, la obra debe salir del espíritu, como el agua del manantial, por ímpetu propio, y el espíritu debe romper su vuelo como el cóndor y el gavilán, por la razón de tener alas. El vuelo es cuestión de alas. Tras una laboriosa consagración, el hombre puede inventar el aeroplano; pero el cóndor, apenas emplumado, se lanza al azar por encima de los Andes, obediente al instinto y confiado en su órgano de locomoción: los remos. Su vuelo es el triunfo, el instinto.
Naturalmente no debemos menospreciar el arte, sino el artificio; no debemos erigir murallas de China; no debemos tampoco imaginar que se nace por generación espontánea, ni menos que debamos ser extraños a las formas de arte extranjero, y, sobre todo, a la corriente universal de ideas, que es, por los días de cosmopolitismo que pasamos, el ambiente psíquico de todos los hombres de estudio, la constante atmósfera intelectual de todo hombre de letras moderno.
Pero contentémonos con cultivar nuestro espíritu, con sembrar en él nobles simientes, sean de donde sean, procurando que nuestro espíritu, por una química superior, parecida a la de la tierra, eche fuera sus frutos, y no nos emborrachemos, en el instante de crear, con aguardiente ni menos con libros.
De lo contrario, nuestro arte será un corte híbrido, violento, contra natura; y no produciremos sino literatura de artificio, prosa mestiza, poesía descastada, una obra sin arraigo en el suelo, de donde surge, planta exótica, pronta a morir. Es necesario, en suma, que creemos en literatura el nacionalismo, el arte propio, criollo, exponente de nuestros criollos sentir y pensar. La principal deficiencia del modernismo en América, el germen ponzoñoso que iba a darle temprana muerte, ha sido el exotismo. ¡Abajo el exotismo! El enemigo es París. ¡Muera París!
Pero no confundamos el rubendarismo con el modernismo de que aquél es sólo rama y tal vez desviación.
El rubendarismo, entendiendo por tal lo exótico, lo preciosista, y lo afectado, lo insincero, lo gongórico, pasó ya; del modernismo tampoco restan sino el recuerdo y aquellas virtualidades que nos [329] pusieron en la vía de encontrar el arte de América, el arte hoy naciente, el arte del futuro.
Este arte del futuro, criollista, que ya esboza, no consistirá en mera exposición de lo accesorio americano, en el decorado pintoresco, en los cuadros pictóricos y de costumbres, sino en saber estudiar, comprender y reflejar, en creaciones de hermosura, el alma o los destellos de alma del pueblo a que cada artista pertenece y la suya propia. Ese arte obedecerá, por lo que puede inducirse, y es bueno que obedezca, al sentimiento personal y al colectivo. Debe obedecer sin hipocresía, porque la hipocresía en arte empequeñece; sin travestirse de exotismo, por cuanto el disfraz de la forma rompe la armonía preestablecida entre la forma y la idea. Debemos insistir en la impretermitible sinceridad para que exista espontánea correlación entre la obra y el autor que la produce, entre éste y el medio en que escribe. El crimen capital, repítase, de la literatura americana moderna ha sido el de extranjería.
En última análisis, nadie se libra de sí mismo ni de su ambiente. Esa literatura nuestra sólo prueba que nos hemos creado un ambiente literario artificial, de París, de Madrid, de Grecia y una familia de sombras. Recordemos estas palabras de Brandes, el gran crítico de Dinamarca: "La obra, almacén de pensamientos y de sentimientos, no es únicamente resultante de la personalidad del autor, sino también imagen refleja del estado psíquico de su tiempo."
Un esfuerzo como el de los rubendaríacos puede desarraigar momentáneamente la literatura del suelo en que nace, si concurren a ello otras circunstancias favorables, como entre nosotros la ingratitud del medio social para temperamentos artísticos de excepción; puede un poeta o un almacigo de poetas en condiciones especiales externar sentimientos de adquisición y emociones de fingimiento y hacer versos de oro; una generación tal vez los aplaudirá; a la subsiguiente morirán. Está escrito.
La subsiguiente generación, ajena ya a la causa pasajera que hizo viable semejante literatura, se alejará de esos frutos de oro que no puede comer, de ese arte que no corresponde a sus necesidades, ni a sus inclinaciones, ni a sus ideas, ni a sus sentimientos, ni a sus tradiciones, a nada de cuanto le interesa o le gusta, a nada de cuanto es consustancial con el alma perenne de la nación.
La corta influencia social que han ejercido las bellas letras en Hispano-América hasta la hora presente, aparte lo mal acondicionado del público para recibir tal influencia, ¿no dependerá de que nuestra literatura no se inspira en cosas del país, ni corresponde a [330] necesidades psicológicas de la comunidad, ni traduce sentimientos generales, ni expone o resuelve problemas del país? ¿No dependerá lo ínfimo de ese influjo del divorcio que existe entre el alma de nuestros pueblos y el alma de nuestros escritores?
Suponed un propietario que fabricase por capricho, en pleno trópico, casas a la moda sueca o noruega, donde las condiciones climatéricas son diferentes de las reinantes en los países del equinoccio.
Una, dos, diez, veinte, cien personas pueden imitarlo. Pero estad seguros de que la necesidad recobrará, tarde o temprano, su imperio; se desecharán los palomares nórdicos de piezas diminutas, mal aireadas, con ventanas estrechas, y se volverá a las amplias habitaciones, a los patios plantados de árboles, con surtidores refrescantes, a la arquitectura que el clima impone.
Lo propio sucede con la literatura. Cada raza erige sus monumentos según sus necesidades psíquicas. Lo demás es cuestión de modas. Y las modas se caracterizan por su mudabilidad.
III
Rubendarismo, modernismo y criollismo. — Para conocer el rubendarismo es menester comenzar por conocer a Darío, en cuanto poeta, siquiera sea someramente.
La sensibilidad de Darío se resuelve siempre en gracia de estilo, sin alcanzar a nuestro espíritu, como no sea por nuestros nervios seducidos merced al encanto y al prestigio de hábiles orquestaciones. El no habla a nuestro ser moral superior, cuando le habla, sino por sugerimiento, como la música. Cuanto a imaginidad, la de su obra es exquisita, siendo la exquisitez una de las preocupaciones constantes de este arte de medias tintas, pródigo en mármol y oro para las construcciones, por el que vuelan gerifaltes y neblíes, navegan como góndolas vivas de armiño cisnes albicantes, se trajean de rameada seda rósea o de un pálido azul desvanecido y muriente, empolvadas, alcoholadas y versallescas damas que suspiran de amores pecaminosos en parques de Le Nótre, donde se mece, en los aires, la música de los violines y se yerguen, sobre chatos zócalos de piedra, al ras de la verde grama, blancas diosas desnudas. Todo es en tales cantos marivaudage, perfume, gracia, pecado elegante, sensualismo entre encajes. En veces, a las decoraciones versallescas suceden los accesorios de una Hélade de centauros graciosos, enamorados y discurseros, de ninfas desnudas, de sátiros en atisbo.
Francia y Grecia sirven de marco a poéticas imaginaciones; [331] pero no la Francia de los derechos del hombre, de la toma de la Bastilla, de Valmy, de Mirabeau, de Bonaparte, del Código civil, sino la Francia de la Regencia, del Pare aux Cerfs, de Trianón. A las liviandades cortesanas, siglodieciocheseas y de Luis XV, júntanse el sensualismo y la desnudez paganos; a los discreteos de Marivaux, los argumentos mudos, pero convincentes, de la carne victoriosa de Friné, más bien que las disertaciones de la hetera Aspasia. El poeta distribuye sus entusiasmos entre esa Francia de abates galantes y Marquesas de Fragonard, de Luis XV y madama de Pompadour; de Luis XIV,
Sol con corte de astros en campos de azur,
y una Grecia que no es la Grecia de Platón, de Pericles, de Praxiteles, de Maratón, de Salamina, del Acrópolis, del Parnaso, ni siquiera la Grecia resurrecta del Renacimiento italiano, sino una Grecia delicada, llena de mignardises francesas, donde triunfan las diosas de Clodión sobre las diosas de Fidias.
Añádanse la multiplicidad de metros, la selección de imágenes, la riqueza de rimas, las vagos deseos imposibles, el epicureismo, las elegantes perversidades y la distinción mental de este poeta cuya musa de armiño repugna la más leve mancha de vulgaridad, y se tendrá idea de esa poesía que, aunque reflejo de poetas extranjeros, revela un gran temperamento de artista, y, en literatura castellana, a un renovador.
Los imitadores, sin los talentos técnicos ni la inspiración del iniciador, han convertido en guirigay la lengua por ambición revolucionaria; de sutiles se quiebran; de elegantes caen en amanerados; una plaga siglodieciochesca y Luis XV toda Marquesas de Pompadour, flores de lis y cursilerías de Francia marchita la frescura de jóvenes musas descarriadas. La mayoría, carente de superiores dotes, parodia del iniciador la envoltura formal, exagerando las audacias y lindando con la extravagancia. Se ha llegado en este sentido a filigranas de espuma, obra efímera, vacua y de copia que no corresponde en los imitadores a una mórbida exquisitez de nervios, ni trasunta un estado psicológico personal o un estado psíquico del medio. Obra perecedera, por sin valor intrínseco, apenas puede considerársela como estragos de la influencia, de un brillante poeta o como exponente de capacidad en nuestra clase media literaria durante un período que corre entre 1890 y 1900.
Nos hemos referido de exprofeso en la exposición de las tendencias literarias de Darío a sólo sus primeras obras: Azul y [332] Prosas profanas, haciendo caso omiso de Cantos de vida y esperanza y de sus últimos poemas, como el Canto a la Argentina. Diré por qué. Aquellas dos primeras obras suyas fueron las que ejercieron influjo preponderante en América y España, las que imitaron los neófitos, las que dieron margen al rubendarismo. En sus restantes obras Rubén Darío, en vez de ejercer influencia la recibe de nosotros, los demás poetas americanos, ya libres de todo francesismo, y que proclamamos con el ejemplo y la doctrina la vuelta a la naturaleza, a la sencillez, a la verdad, a la vida, a la América.
El rubendarismo, en resumen, que no ha sido sino una rama del modernismo, adolece de vacuidad, peca de extranjería, vive de préstamos y va de capa caída.
El modernismo representa otra cosa más amplia, más noble, más transcendental: la conquista de la libertad, el emanciparse de la rutina; la creación de una estética nueva, más de acuerdo con nuevos hombres, nuevos temperamentos y nuevos países. Ha sido entre nosotros una revolución semejante a la de 1830 en Francia. Esta revolución no tuvo jefe. Darío fue uno de tantos, como el cubano Casal, como el mexicano Gutiérrez Nájera, como el colombiano José Asunción Silva, como otros. Cualquiera de nosotros los que iniciamos o seguimos esa revolución pudo exclamar como, el viejo Hugo, cuando era joven:
Je fis souffler un vent révolutionnaire,
Je mis un bonnet rouge au vieux dictionnaire.
Plus de mot sénateur, plus de mot roturier;
Je fis une tempête au fond de l'encrier,
Et je mêlai, parmi les ombres débordées,
Au peuple noir des mots l'essaim blanc des idées.
Sólo que nuestra revolución no fue democrática, como la de Hugo, sino más bien aristocrática, ennoblecedora, antiburguesa, por lo menos, y en vez de ideológica, sentimental. Esta renovación, la cumplimos a ejemplo y por influencia de los simbolistas franceses, de los parnasianos y aun de algunos románticos como Gautier. En cada uno de los americanos que tenían verdadera personalidad fue personal la nueva poesía y despertó sonoridades inauditas e íntimas, inconfundibles: Casal no se parece, pongo por caso, a Lugones, ni Chocano a Silva, ni Fiallo a Jaime Freyre.
Algunos de los modernistas americanos, es verdad, extremaron el francesismo que, en los discípulos e imitadores de aquéllos, resultó odioso por servil y a ultranza; lo cual, en el fondo, venía a, ser una reacción contra el genuino espíritu de independencia que la revolución entrañaba. [333]
Esa revolución fue en su tiempo un gran progreso, y su mayor beneficio consiste en habernos servido de puente para llegar, al través de Francia, a la América. Gracias al modernismo, buscando ser originales, obedeciendo a nuestro instinto, abriendo los ojos y la inteligencia al espectáculo circunstante y oyendo la voz de nuestros abuelos en el fondo de nuestras almas, hemos arribado al criollismo, es decir, a un arte hecho de sinceridad y con los elementos de nuestro país y de nuestra personalidad, sin bastardeo alguno de, extranjerismo.
Personalidades aisladas habían llegado, antes que nosotros, a una concepción del arte parecida a ésta. En tal número cuéntanse desde el guatemalteco Landívar, en tiempos de la colonia, hasta Urbaneja Achelpolh, los Gutiérrez González, los Altamirano, los Zorrilla de San Martín; pero en la obra de Landívar, como en la de Bello, como en la reciente geórgica A los ganados y tas míeses de Lugones, por ejemplo, lo americano es lo accesorio; en el fondo subsiste la imitación, la preocupación clásica, la parodia de Virgilio.
El criollismo es cosa más radical. El aspira a insuflar aliento criollo al barro criollo. El criollismo es moderno. Nació en Venezuela hacia 1890 con la novela Peonía de Manuel Vicente Romero García. Tuvo por teórico de su estética a Urbaneja Achelpolh desde 1893, y posee ya toda una literatura en los Cuentos chicos de Rafael Bolívar, las Costumbres caraqueñas de Miguel Mármol; Villabrava, novela de M. E. Pardo; las novelas de Tosta García, las de Arévalo González, las de Díaz Rodríguez, en cierto modo; los cuentos y novelas de Urbaneja Achelpolh; las piezas teatrales de Ruiz Chapeilín y de Enrique Soublette; los poemas de Lazo-Martí, el cantor de los Llanos; mis Cuentos americanos, mi novela El hombre de hierro, mis Cantos de la prisión y del destierro y cien obras más; las novelas de Gil Fortoul, Pasiones; de Pío Gil, El cabito; de Picón Febres, El sargento Felipe, Flor, Fidelia, Ya es hora, etc.; de R. Cabrera, Mimí, La guerra; los cuentos de Carlos Paz García, de Alejandro Romero García, de Víctor M. Ovalles; los poemas de Samuel Darío Maldonado, de Abelardo Gorrochotegui, de Dámaso Almeida; los estudios críticos de Ángel Rivas, de Key Ayala, de Jesús Semprum; los estudios sociales de Julio de Salas, de Laureano Vallenilla, de Pedro M. Arcaya; los estudios de folklorismo de Tulio Febres Cordero, M. Landaeta Rosales, Manuel Segundo Sánchez; los estudios históricos de Duarte Level, Andará, E. González. Según se advierte, el movimiento venezolano de criollismo no [334] es manifestación aislada como hubo, desde antes de la independencia, en todos los países de América, y que era la aspiración de mentes libres hacia la emancipación espiritual; el venezolano es de veras un movimiento organizado, radical, nacional, teórico, consciente.
No estaba mal que la patria de los grandes libertadores Bolívar, Sucre, Miranda; la tierra que inició la emancipación política americana el 19 de Abril de 1810; la que primero se declaró independiente el 5 de Julio de 1811; la que más luchó por su emancipación y por la de sus hermanos australes; la que paseó por todo el continente y clavó en la cima del Potosí, entonces argentino, los tres colores de nuestro pabellón; la que conserva íntegra la tradición boliviana de independencia a todo trance y fraternidad con las Repúblicas hermanas; no estaba mal que Venezuela, digo, fuera también la tierra que iniciara la emancipación de las letras americanas, la emancipación definitiva de nuestro espíritu. Tal ha sucedido.
Sólo resta comentar esa revolución, ya cumplida, que es el complemento de nuestra independencia política.
Si queremos en Hispano-América conservar nuestra soberanía de naciones, ¿cuál apoyo más sólido que el espíritu, mantenido en libertad, de los ciudadanos de Hispano-América? No abdique nadie, y menos los mejores por la inteligencia, de su yo individual. El servilismo y la imitación en el terreno de las ideas preparan, en el terreno de la práctica, a recibir el yugo. Esto va con los hombres de letras y con los hombres de Estado, con los escritores y con los legisladores. Prueba tanta bajeza imitar un poema como imitar una institución. Una comunidad de siervos por el pensamiento no puede ser República libre.
El cultivo del yo, el fecundo y noble individualismo, tan de acuerdo de nuestra raza y con nuestra historia, debe ser nuestro norte. No desviemos el individualismo hacia autolatría absurda, sino fortalezcámoslo por un sentimiento generoso de utilidad social, ya sea realizando un sueño de belleza, ya un sueño de dominación.
Saludemos al criollismo que ha dado o tiende a dar una patria a nuestro espíritu.