Rufino Blanco Fombona

Bolívar, el Congreso y el Canal de Panamá


La cuestión de Panamá –ese ejemplo, ese alerta a las naciones hispanoamericanas– está a la orden del día. Es, por tanto, cuando menos curioso conocer la opinión de Bolívar sobre este asunto. Y sus proyectos sobre Panamá nos obligan a considerar a Bolívar desde el punto de vista político. El, antes que todo, sobre todo, fue un hombre de grandes concepciones políticas, de concepciones políticas tan vastas, que hoy mismo –un siglo después que el Chimborazo sintió sobre las espaldas los pies del coloso– nos parecen a primera vista prematuras o irrealizables. Su espada de guerrero, como su verbo de tribuno, como su pluma de propagandista, no fueron sino diferentes armas al servicio de un mismo plan. La independencia de América no era, en resumen, sino una faz, aunque la más brillante, del proyecto colosal de Simón Bolívar. En esa primera empresa de su vasto plan empleó quince años de su vida; quince años que estuvo con la espada en la mano. Esta sola empresa es de suyo tan hermosa y tan nueva en la historia de las naciones, que la misma Europa opina por boca de algunos de sus hijos eminentes:

«L'emancipation des colonies espagnoles, c'est á-dire, la formation sur d'inmenses territoires d'Etats républicains de races nouvelles, semble devoir étre, avec le colonisation de l'Australie, le fait saillant de l'histoire general du XIX siécle» (1). (Nota: Révéiller: Voyage autour du monde)

El proyecto de Bolívar, era, sin embargo, mayor. El pensó formar un todo político de las naciones latinas del Nuevo Mundo. Este país, así constituido, abrazando parte del Norte, el Centro y Sur de América, hubiera sido el más grande imperio de cuantos registran los anales de la humanidad: contrarrestaría esa gran nación, entonces, a la constante amenaza de la Santa Alianza, unión de los tiranos contra la libertad universal, y conservaría hoy el equilibrio de los continentes, roto por la supremacía de la agresiva Europa y por el crecimiento formidable [249] y alarmador de los Estados Unidos, que ya no caben dentro de su territorio, y se desbordan, en son de conquista y de rapiña, por ley fatal, sobre los pueblos del Sur. Ese país que soñó el Libertador, hubiera sido en lo futuro, como él pensaba, «la primera nación de la tierra».

Vagas alarmas de nuestras pequeñas nacionalidades, incipientes e ignaras, se opusieron al plan del Libertador, acusando al héroe de aspirar a la tiranía. Los Estados Unidos, aconsejados por Jefferson y otros estadistas, miraron también de reojo los pasos del Libertador, y previendo el momento en que harían presa de Cuba y Puerto Rico, tildaron de conquistador a Bolívar, y de guerra de conquista el proyecto boliviano de llevar la guerra y la independencia a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, y sus armas, en caso de necesidad, a España.

Las dificultades de tan magna empresa no escapaban al Libertador. Se quejaba de que europeos y yanquis permanecieran en expectativa, indiferentes ante una lucha «que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos» (1). (Estas y otras frases de Bolívar, que adelante se transcriben, son tomadas de una sola carta.–Col. O´Leary, vol. XXIX, páginas 697 y siguientes.)

El conocía nuestra ignorancia, la inmensidad del territorio americano, las dificultades étnicas con que su plan iba a tropezar, lo mismo que la ceguera o miopía de generales y doctores de similor que invocaban una libertad que no comprendían, y en cuyo nombre sacrificaban el porvenir. Las ventajas que el Libertador suponía en las pequeñas Repúblicas también entraban en sus cálculos. Pero nada supeditaba el gran pensamiento del genio.

«Es una idea grandiosa –decía– pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo Gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse.»

Es verdad que el Libertador pensaba: una gran Monarquía no sería fácil consolidar; una gran República, imposible. Es verdad que a renglón seguido de asomar la idea de «fundar en el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligase sus partes entre sí», niega la factibilidad de la empresa, «porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen la América».

El pensamiento –dicen– parece obscuro. Lo cierto es que parpadea como una estrella entre nubarrones. Pero todo se explica. Cuando el Libertador estampaba su pensamiento en esa forma estaba muy [250] joven. Apenas contaba treinta y dos años, y no conocía de la política, por decirlo así, más que el lado guerrero. Bien pudo ser que tal pensamiento, confuso para él mismo, no madurado por vigilias de meditación, fuese apenas el destello de una idea en estudio. Pero bastaría ese destello para columbrar en la fuente de que brotaba la frente del genio. El pensamiento de Colón, al apuntar, no sería más claro; y acaso nunca lo fue, ya que sus razones no convencieron a nadie, y no vino a tener acogida en sabios u hombres de Estado, sino en el capricho de una señora. Bien pudo ser asimismo que el Libertador, por razones políticas o diplomáticas, no quiso explayarse en otras consideraciones. El documento donde corre ese pensamiento, como el que se refiere al Congreso de Panamá, al cual lo asocia, fue escrito en el destierro en 1815, y dirigido a un caballero inglés, a quien no se nombra, y que probablemente no fue otro sino el Duque de Manchester, Gobernador entonces de Jamaica.

Pero es lo cierto que en el curso de su carrera trató más de una vez de reunir en una asamblea a los pueblos de América, y que la víspera de Ayacucho convocó el Congreso de Panamá. Ese Congreso debía ser, según la mente de Bolívar, o de ese Congreso debía salir el poder «que confederase los diferentes Estados» ya constituidos, «la autoridad sublime que dirija la política de nuestros Gobiernos».

Por donde se ve claro que el pensamiento, ese pensamiento, máximo de su genio, no era sed de predominio personal suyo, sino el noble, santo y salvador anhelo de fundar un poder colosal de América, factible entonces «bajo los auspicios de la victoria» y en la infancia de nuestras Repúblicas. Con cuánta elocuencia y con qué son de verdad resuenan en nuestros oídos, ahora, las palabras ¡parece mentira! de un escritor de España, al tratar en 1883 sobre el Congreso de Panamá: «En cualquier intento del Libertador, los espíritus estrechos y los exaltados de la democracia sentimental veían al dictador, al imperante, al Rey» (1) (J. Güell y Mercader: Literatura venezolana, vol. II, pág. 407). ¿Se temía la dictadura o se aspiraba a prebendas y puestos públicos? Se sospechaba del padre de la Patria, y se metían cañas de estupidez a la rueda colosal de su pensamiento. ¿Qué tuvimos después? Dictadores de pacotilla, presidentes cubiertos de sangre o de oprobio, y la partija de América: a Santander, a Páez, a Flórez, destructores de Colombia la grande, ambiciosos nacionalicidas, mediocres malvados; a Rosas en la Argentina, a Melgarejo en Bolivia, a García Moreno en Ecuador, y en Nueva Granada un López, un Meló y un Obando, ¡un Obando! Hemos tenido, en vez de la gran Patria, que hoy sería nuestro orgullo y el terror de yanquis y europeos, un haz de pequeñas [251] nacionalidades afrentadas, explotadas y amenazadas constantemente por las potencias agresivas del mundo.

De cuantos pensamientos pasaron por la cabeza y la boca de Bolívar –«la cabeza de los milagros, la lengua de las maravillas»–, ninguno más grande y transcendental. Cuando convocaba a las naciones para efectuar la liga anfictiónica de América, decía, con la plena conciencia de la grandiosidad de su plan: «El día en que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus poderes se fijará en la historia diplomática de América una época inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen de nuestro derecho público, y recuerde los pactos que consolidaron su destino, registrará con respeto los Protocolos del istmo» (1) (Blanco y Azpurúa: Documentos para la vida pública del Libertador, vol. IX, pág. 448.)

Fracasó el Congreso de Panamá; todos sabemos cómo y por qué. Hoy nos vemos reducidos a mendigar un puesto en la Conferencia de La Haya, para la cual Europa, viéndonos con el más merecido desprecio, ni siquiera nos invitó. Hoy nos vemos esclavos del derecho público exterior, de naturaleza especial, y para uso exclusivo con las naciones de Hispano-América, que la Europa ha creado, distinto del por que se rigen los europeos entre sí.

No quisimos el Congreso de Panamá, el Congreso de Bolívar, el Congreso de Hispano América, y ahora vamos por fuerza al reato de los yanquis y de sus Congresos panamericanos, sintiendo sobre nuestros amenazados cuellos la espada de doble filo de la doctrina de Monroe.

Cuando en 1822 el Libertador invitó a las naciones americanas a la Asamblea que soñara desde su juventud, fiel a su pensamiento de consolidar la federación de nuestros países, y cuando todavía no podía tildársele de aspirar al Imperio, indicaba que tan Alto Cuerpo «nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias».

Por donde se mira cómo el arbitraje entre naciones, que hace tanto ruido ahora, y por el cual no se deciden sino con muchas restricciones los espíritus más liberales de Europa, nació en América, en la cabeza de Bolívar, un siglo atrás.

Si el Congreso de Panamá hubiera sancionado ese pensamiento, ése por lo menos, derivaría hoy de ello gloria inmarcesible, y sería esa la base de nuestras internas relaciones americanas y de nuestras relaciones con los extranjeros. [252]

Afortunadamente, nunca es tarde para los hombres de buena voluntad. Los Congresos latino-americanos, en vez de los Congresos panamericanos; el derecho público latino-americano, en vez del derecho público europeo o la doctrina de Monroe, ¿qué no podemos fundar todavía? Luego será tarde. El camino que llevan algunos, ¿cuál es sino el de la desmembración y el coloniaje? Panamá ¿no es un ejemplo? Un ejército y una marina común muy poderosos; inmigración, inmigración a todo trance, y una conducta discreta y solidaria es la sola fianza del porvenir.

Deberíamos dolemos si no hubiéramos producido hombres águilas de esos que columbran el futuro de las naciones y previenen la felicidad y grandeza de los pueblos; pero más debemos dolemos de que, habiéndolos producido, la miopía, la estolidez y la maldad de cuatro ambiciosos hayan frustrado los vastos planes del genio. Sin embargo, corrijamos los yerros del pasado y pensemos que antiguos colonos de España no podían calzar las botas de siete leguas con que andaba el Libertador.

¿Era quimérico el pensamiento boliviano? En manera alguna. ¿No existieron el Imperio de Roma y el de Carlos V? ¿No existe el de Inglaterra? ¿Y no los formaron pueblos de sangre, costumbres, lenguas y religiones diferentes, en diferentes latitudes del planeta? ¿Qué mucho, pues, que la federación de Estados americanos se hubiera llevado a término? La generación que sucediese a la creadora de tan vasta, rica y formidable potencia, orgullosa de esa admirable Patria, ¿no habría sido más fuerte en voluntad para sostenerla que cuantos intereses la combatieran?

Cuanto a la importancia futura del istmo de Panamá, ninguno la presintió como Bolívar. Este punto del globo ejercía en él como una fascinación. Lo que nunca pudo prever fue que el istmo de Panamá cayera un día, por obra del filibusterismo, y con el más cínico descaro, en manos de los yanquis, en manos de los hombres que acusaban de conquistador a Bolívar, en manos de los peores enemigos de nuestra raza, de nuestras glorias y, de la obra boliviana.

«Esta magnífica posición entre los dos mares -decía el Libertador- podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo.»

Allí reunió el Congreso de las naciones, el Congreso de Panamá; allí debería tal vez residir el poder o centro de unión de los Estados confederados. Ya en 1815, en la carta al anónimo inglés, decía: «¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra, como pretendió [253] Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio!» Y en 1824: «Parece que si el mundo hubiese de elegir su capital, el istmo de Panamá sería señalado para este augusto destino, colocado como está en el centro del globo, viendo por un lado el Asia, y por el otro el África y la Europa» (1) (Blanco y Azpurúa: ob. Cit., vol. IX, pág. 448.).

Francia, la ciega Francia, no sabe lo que pierde, perdiendo el canal de Panamá, que ideó y puso por obra uno de sus mejores hijos. Mal hace en reirse de nuestra desgracia actual (la de Colombia nos es común a todos); y peor aun en mostrarse feliz y satisfecha con haber vendido su progenitura a los yanquis por un plato de lentejas. El regocijo de esta nación es un caso de ceguera o estulticia colectiva de lo más curioso.

No está lejos el día en que Europa se alíe para construir a sus expensas el futuro canal de Nicaragua, a fin de libertarse de la tiranía yanqui, y para no perder de un golpe la mitad del comercio del Nuevo Mundo y buena parte del asiático.

¡Ojalá ese futuro canal no sea el origen de una guerra! ¡Ojalá que las carcajadas actuales de esta Europa venal, con motivo del escamoteo de Panamá por los yanquis, no se truequen un día en lágrimas y en crujir de dientes!

RUFINO BLANCO-FOMBONA