Rufino Blanco Fombona

LITERATURAS IBERO-AMERICANAS


LITERATURAS IBERO-AMERICANAS

I

Ensayos de crítica e historia y otros escritos, del uruguayo Sr. A. Nin Frías, es un libro del cual la mala intención pudiera decir: «Esa fruta se produce tan sólo en el Nuevo Mundo». No que el libro sea ínfimo u óptimo en punto a literatura, que libros buenos y malos se publican dondequiera, sino que esa obra transparenta un alma, y esa alma no es la única alma de un autor, sino de muchos autores –no de un americano, sino de muchos americanos.

He aquí un jovencito que llega a Europa, estudia en Inglaterra y en Suiza, viaja por el resto del continente, y al cabo de algunos años regresa al terruño nativo. Espíritu serio y curioso, no se contenta con los abrazos venales de las grisetas, modistas y cocotas de Paris, volatiza los billetes de papá en las ruletas de Monte-Carlo. Por el contrario, abre los ojos ante el espectáculo de las nuevas civilizaciones que recorre, para las orejas a las voces del arte y de la ciencia y corre por fin a su rincón de América, lleno de un noble amor de su raza, con la ambición de que su tierra, nuestra gran patria de América, realice los ideales de Bolívar, uniéndose, emulándose con el ejemplo de los yankees y supeditando a la postre a las viejas naciones europeas. Es más, no sólo el americano le interesa, sino el hombre. Los problemas sociales de Europa quitan el sueño a ese pobre soñador en su lejana tierra, más allá del Atlántico; y, mientras hiela su entusiasmo el indiferentismo ambiente o el egoísmo de los años maduros, él lucha sus batallas con un ardor magnífico por las ideas que cree justas, por las causas que cree santas, por los hombres que cree buenos. ¡Que sepa las cosas a medias no importa! Él ha estudiado, o, mejor dicho, ha leído; y, con ese dilettantismo que es característico nuestro, sabe de casi todo, y de casi todo mal. Así su energía se pierde por difusión, y sus batallas, sus entusiasmos, su actividad, su vida toda, resulta a la postre inútil. Su obra, que él creyó imperecedera, se desvanece. La agitación de su vida ha sido tan infecunda como la esterilidad. Esto es muy triste. Y esta tristeza la he padecido yo leyendo la obra del Sr. Nin Frías. En este caso concreto, la tristeza es mayor, porque uno presencia el esfuerzo, un poco ridículo, de la golondrina que anhela volar como las águilas. La pobre golondrina se pierde pronto en el espacio como un punto y vuelve al alero fatigada, mientras el pájaro de [35] Júpiter se cierne en las nubes o mira desde una cumbre y cara a cara al sol. En esta lucha de la impotencia he recordado bellos versos de Verdaguer:

«¡Ay, Dios mío, Dios mío, dame alas
O quítame el deseo de volar!»

El alma del Sr. Nin Frías es el espectáculo más curioso que sea posible contemplar. Admira a Taine, del cual se dice discípulo –sin que sepamos a punto fijo por qué,– y en cambio ama la metafísica y la moral británica y trueca su bella, su pagana religión católica por el abstracto y pérfido luteranismo. (¿Será porque Taine se hizo protestante? ¿Será por haber vivido en Inglaterra? Lamentable problema.) A Ruskin, generoso idealista, lo pone en línea como estudiante de la naturaleza con Buckle, que es el Taine de Inglaterra, y con Taine, que es el Buckle de Francia (pág. 177).

Como sociólogo afirma (pág. 51) que «la América ibera tiene que apoyarse en España y Estados Unidos», es decir, en el país que nos causó ayer más daño y en el que más daño nos causará mañana.

Como filósofo piensa que la sonda experimental que lo ha profundizado todo, no ha hecho otra cosa sino «despertar inquietudes desconocidas, temores infundados». (Y se dice discípulo de Taine. ¡Pobre cabeza!)

Como literato… vale menos que como pensador el Sr. Nin Frías. ¡Ay, si este libro cayera en manos del buen humor! Su prosa, a menudo enferma de calvicie como una roca pelada, se empingorota a veces de adjetivos inútiles que penden de las frases como los monos de los árboles, en alguna selva del trópico, haciendo visajes.

Por lo demás, basta leer el índice u hojear la obra para soltar el trapo a la risa… o a las lágrimas, según prevalezca en el lector la ironía o la compasión.

¡Qué ensalada rusa! El Sr. Nin Frías se muestra en un solo volumen ensayista, autor de pensamientos a la Rochefoucauld, crítico de teatro, cuentista y viajero, ¡qué sé yo! ¿Y no es éste, sin embargo, el más grave de sus atentados contra la estética! Todo se pudiera perdonar al Sr. Frías, a no ser que él colma sus artículos de un sentimiento de bondad que lo pone a uno furioso. No he visto a nadie más bueno. Sus apuntes sobre el teatro dan el diapasón de lo que es como crítico y como hombre. Este excelente señor es, por supuesto, un detestable crítico.

«El drama de Giacometti, María Antonieta, es magnífico».

«Ingenio, gracia, fineza, estudio abundante manifiesta esta comedia (Madame Saus Géne), cuya paternidad no hubiera despreciado el mismo Molière.»

«Esta comedia –El honor, de Sudermann– y junto con La casa de muñeca de Ibsen, es de las que más prefiero».

«El Nerón –de Cavestany- empieza de una manera magnífica. (¡Perdónalo, Dios mío, porque no sabe lo que dice!)

La bondad del Sr. Frías es cosa muy mala. Yo selo perdonaría todo, [36] repito, hasta su oda en prosa al autor del ¿Quo vadis?, si no fuera esa bonhomía suya tanto más dañina al arte, a la verdad y a la sociedad, cuanto más sinceramente se profesa. La bondad no es una virtud, sino un recurso; el recurso de los que no saben, o no pueden, o temen ser justos.

II

El Sr. Juan C. Tinoco acaba de dar a la luz en Maraibo unas notas de viaje.

La frecuente publicación, entre nosotros, de relatos, recuerdos y apuntes de viaje prueba cuánto los ibero-americanos somos aficionados a ese género de literatura, testimonia, además, nuestro carácter un poco bohemio, nuestro espíritu aventurero, nuestro amor de luengas correrías, puesto que, sin viajar, es imposible escribir de viajes.

A la hora actual, el alma de los hombres, de todos los hombres, está como tocada de curiosidad. No solamente es la curiosidad científica y filosófica lo que nos mueve –santa curiosidad a la cual se deben los progresos de la ciencia,- sino la curiosidad de emociones nuevas, procuradas por confidencias, por intimidades, por romerías o relaciones de romerías, al través de remotos pueblos. De este sentimiento de curiosidades y de anhelo vago y fuerte ha nacido en literatura el género, relativamente moderno, de Memorias y Diarios; y en las costumbres el reporterismo. La publicación de la correspondencia de personas notables, apenas fallecen, es otro de los síntomas de nuestra insaciable curiosidad. El reporterismo es una de las formas, acaso la más brutal y odiosa, de la industria humana que explota la humana vanidad. Apenas una persona suena un poco, ya todo el mundo, gracias al reporter, sabe cómo duerme, lo que piensa, cuánto come, sus más íntimas costumbres y sus más secretas preocupaciones. Esta brutalidad de la interview la censuró Eduard Rod; yo no la censuro. Es una mala costumbre de mi tiempo, a la cual estoy habituado, como a tantas otras. Lo que intento no es condenarla, como Rod, sino explicármela. Desde luego se advierte que no es un hecho aislado. La interview; la publicación de correspondencias, la literatura de viajes y de memorias, son diferentes síntomas de una misma enfermedad: la exasperación de la vanidad y de la curiosidad. Ha habido siglos medios; así, éstos que vivimos son tiempos de acaparamiento, de avaricia, de vanidad, en los que cada uno realiza la frase de una mujer célebre y goza su parte del paraíso en el mundo. Nunca se vieron las fortunas colosales que existen hoy. Ningún pueblo hasta ahora conoció la tiranía de los Trusts, que es el despotismo infame y cínico del dollar sobre la inteligencia y sobre el trabajo. El acuerdo de todas las clases sociales de un gran país para despojar un país débil, es ejemplo que presenta la historia; pero el apandillamiento [37] de grandes pueblos, enemigos o rivales entre sí, para pillar y matar a un pobre diablo de pueblo, es una infamia nueva de que la historia no tenía noticia. La cantidad de cobardía y de vileza humanas que ha sido necesario desplegar para la guerra de China y la reciente expedición contra Venezuela, es increíble. En medio de este desbarajuste, de este «sálvese quien pueda» universal, nadie quiere pasar inadvertido. Todo el mundo hace esfuerzos sobrehumanos por atraer sobre sí la notoriedad, que es también, en muchos casos, la riqueza. En las ciudades pequeñas del mundo antiguo, todas las personas se conocían, y las ambiciones eran más circunscritas; de ahí que the struggle for life no presentara los caracteres de ferocidad que ahora, ferocidad subrayada por las hipócritas fórmulas que en que se envuelve; de ahí que no existieran los vanidosos libros de memorias ni el reporterismo que explota la vanidad de unos y la curiosidad de otros; de ahí que los libros de viaje no fuesen una de las fórmulas más socorridas, como ahora, pour épater les bourgeois, para deslumbrar al pobre diablo que, según el verso de Lista, no ha visto correr

Más río que el de su patria.

Nosotros, los hispano-americanos, no viajamos, como Darwin o como Taine, con un fin específico, para comprobación de una teoría, sino más bien como gozadores, como diletantes, como curiosos del arte, de paisajes, de mujeres. El afán de exhibicionismo, el más o menos embozado propósito de hacer públicas, por la imprenta, nuestras sensaciones de viaje, o siquiera de referirlas en sociedad, entre un coro de boquiabiertos, nos pone muchas veces en la mano el bordón del peregrino.

El autor de Album de Viajero, que debe ser muy joven, según se comprende por la lectura de su obrita, sale de su país, entra por Génova en Europa, de Génova pasa a París, en donde estudia Medicina durante un espacio de tiempo, y regresa al terruño por España, es decir, embarcándose por un puerto de la Península. Todo esto, incluso el estudio de la Medicina en París, lo infiero yo del libro, porque, en realidad, nada sé del autor, y es la primera vez que oigo su nombre.

De que se pueden escribir libros sin ideas, este librito es una prueba. Para juzgar una obra de autor joven me parece que hay dos sistemas: juzgar la obra por lo que vale en sí, y juzgarla por lo que representa de promesas, por el futuro que aliente en sus páginas. Juzgar este libro del Sr. Tinoco por el primer sistema, es condenarlo; la sola juventud de su autor redime el libro; que no es tonto, ni árido, ni repugnante, sino juvenil, más bien infantil: loco, ingenuo, de entusiasmos irreflexibles, de una inquietud de colegial. Quiero confesar, sin embargo, que el articulito titulado Mont-Parnasse, el único que tiene principio y fin, es sentido y precioso. Quien tal hizo, puede escribir muy bien algún día, a menos que su juventud se malogre; a menos que –hombre sin voluntad– el autor no pase de ser uno de tantos abortos de [38] escritor como existen a docenas entre nosotros. En las alas de su estilo apuntan las plumas nuevecitas y bellas; después vendrán las plumas fuertes. Es necesario no olvidar esta advertencia de Rousseau: … avec quelque talent qu´on puisse être né, l´art de écrire ne s´apprend pas d´un coup.

III

Down the Orinoco in a canoe, aunque escrito en inglés, es obra hispano-americana. Su autor, el Sr. S. Pérez Triana, maneja con la misma soltura el idioma de Shakespeare que el de Cervantes. Esta obra, según entiendo, se publicó primero en lengua castellana; luego el propio autor la vertió a la inglesa, arreglando su obra al gusto de los english-speaking countries. Del acierto con que lo ha hecho da razón, mejor que mis comentarios, los juicios unánimes en el aplauso de la Prensa británica, y varias ediciones que en muy corto espacio de tiempo se han publicado, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. No conozco el texto castellano: pero la obra, vestida a la moda de Regent Street, me parece que debe de gustar mucho, sobre todo a los ingleses. A mí me ha interesado bastante su lectura, a pesar de no ser hijo ni compatriota de John Bull ni de Oncle Sam. Estoy por decir que el libro en inglés debe de gustar más que en castellano. Los hispanos de ambos mundos, tanto como los italianos y casi tanto como los franceses y los griegos, somos exigentes y sobrios en punto á literatura. En medio de la opulenta magnificiencia de nuestras prosas, tenemos dos cosas que nos salvan: la medida, que es el amor de las proporciones, y la elegancia, la claridad ática.

Los germanos y anglosajones son menos exigentes. Su literatura no es inferior a las latinas quizás, si se comparan entre si los genios y autores máximos de unos y otros pueblos; pero, comparando la generalidad de los escritores, la ventaja me parece que está de nuestra parte. De ellos es la médula; de nosotros el encanto. Nosotros redactamos hasta los anuncios con cierta gracia que a germanos y sajones les importa tres pitos. El periodismo, que está fuera de la literatura, puede, sin embargo, servir de ejemplo. ¿Hase visto nada más imbécil, nada más abstruso y pesado que un reporter yorker! ¿Cuántas generaciones de periodistas ingleses y alemanes se necesitan para agotar la cantidad de esprit que malbaratan en un mes el parisiense La Jeuneusse y el español parisiense Luis Bonafoux?

El Sr. Pérez Triana se educó en Alemania y en Inglaterra y ha logrado asimilarse a tal punto las virtudes de esos pueblos, que, por contragolpe, no le es posible desprenderse de los defectos que son el reverso de aquellas virtudes. Su estilo, pues, un maestro de escuela muy amable, el más amable de los maestros de escuela, dobladlo de un epicúreo, añadid un diplomático [39] y un causeur, y tendréis idea de lo que es y vale Santiago Pérez Triana.

Debe de ser tan persuasiva y abundante su charla, que en torno de su nombre circulan, a este respecto, varias leyendas.

Verídicas o no, estas leyendas indican a las claras cómo la vida del Sr. Pérez Triana tiene algunas páginas de novela. Uno de los capítulos más interesantes de esta novela vivida es, sin duda, la odisea Orinoco abajo en una canoa. La travesia del Sr. Pérez Triana, de las más osadas que puede aventurar un hombre civilizado, es también una de las más curiosas. Partido de Bogotá, a caballo, por caminos desusados, el viajero y su comitiva atravesaron montañas inverosímiles y escarpadas donde un hombre parece «una mosca sobre un muro»; selvas vírgenes donde el sol no penetra nunca, y la luz, gracias al tupido boscaje, da claridades verdes, como tamizada por esmeraldas; llanos interminables que hacen horizonte como el mar; caños que son ríos; ríos que son océanos… ¡Y los peligros! Aunque el autor ha sido parco –lo que denota buen gusto– en referirnos «historias extraordinarias», de algunas páginas del libro surge un encanto mezclado de horror, y muestra alma aventurera y romántica, como la de nuestros abuelos españoles de la Conquista, suspira por la caza de caimanes feroces a la riba de los anchos, opulentos ríos, en los medios días del trópico; por las noches azules de la montaña, surcadas por roznidos de tigres, por los divinos amaneceres americanos llenos de cantos y vuelos de pájaros, de balsámicos efluvios de plantas, y de fiestas magníficas de luz que dejan atrás a todas las fantasías electro-polícromas de Loïe Fuller.

Este viaje y este libro del Sr. Pérez Triana ponen en evidencia cómo es América un país de contrastes. Junto a las grandes ciudades suntuosas, las pampas oceánicas; el steawer trasatlántico boga las mismas aguas que la piragua indígena, y la propia tierra produce al cacique indomeñable que vive fuera de la civilización, como producto crudo de la Naturaleza, y al blanco puro, al caballero perfecto, espíritu sutil, talento cultivado, que, como es Sr. Pérez Triana, es capaz de emprender un viaje de aventuras al través de una naturaleza hostil, por el solo placer de narrar sus sensaciones, ya en castellano elegante, ya en galana prosa inglesa.

IV

La casa de Garnier Frères, amillonada con el comercio de libros sur-americanos, ha publicado hace poco la última obra del eminente crítico Sr. Enrique Piñeyro. El Sr. Piñeyro goza de justa fama en América por su saber, que es copiosísimo; por su juicio, que es recto; por su imparcialidad ya probada, y por el amor intenso que él atesora por cuanto se refiere a la literatura y a la historia americanas. Cubano de origen, muy liberal de opiniones, el Sr. Piñeyro, malhallado en su patria bajo la dominación española, fijó su residencia hace largos años en París. Su cabeza pensadora, ya blanca, es de las que [40] representan con más honor la mentalidad ibero-americana en este noble París, capital intelectual del mundo.

La última obra del Sr. Piñeyro se titula Hombres y glorias de América, y contiene varios estudios de crítica histórica y de crítica literaria, siendo los más notables: «El conflicto entre la esclavitud y la libertad en los Estados Unidos de 1850 a 1861», que constituye de por sí solo un libro; el estudio sobre el poeta cubano José María de Heredia, primo del poeta francés del mismo nombre, y cien veces mayor poeta que éste; y las páginas dedicadas a D. Andrés Bello, filólogo, legislador y el más americano de nuestros grandes poetas. Bello nació en Caracas en 1781 y murió en Chile a promedios del siglo XIX, después de haber aleccionado en aquel país varias generaciones. Sus obras de Derecho internacional fueron en su tiempo lo que son hoy las de otro eminente sur-americano, el Sr. Carlos Calvo; y sus estudios sobre el idioma de Castilla cuentan entre los más altos monumentos de nuestra lengua. Como poeta, y por sus Silvas Americanas, se la ha parangonado con Virgilio. El mismo Sr. Piñeyro, que es por naturaleza frío y analizador, escribe estas líneas: «Bello es un admirable poeta didáctico, a la manera del autor de las Geórgicas. Basta a determinar los quilates de su mérito recordar que la comparación, hecha y repetida infinito número de veces, no es un simple manoseado lugar común, un consorcio vago y caprichoso de nombres, o una indulgente concesión de apasionados. Quiérese realmente con ella significar que creó el autor americano, a ejemplo y en libre imitación de Virgilio, algo casi tan bueno como muchos buenos trozos de los cuatro libros de esa célebre producción latina; que la recuerda, y a menudo la iguala, tanto en la parte puramente descriptiva como en los admirables episodios».

Como crítico de arte y de historia, el Sr. Piñeyro se distingue por su amor de la verdad y de la justicia, por un criterio amplio y liberal, y por cierta feliz casi juvenil movilidad de alma, que le hace juzgar las mismas cosas y las mismas ideas desde diferentes puntos de vista. Añádase a esto la copia de su saber y la serenidad clásica de su estilo, y se comprenderá cómo es un regalo una obra del Sr. Piñeyro.

V

Para celebrar el XIII aniversario, El Cojo Ilustrado, de Caracas, una de las más bellas e interesantes revistas de América, ha promovido un certamen literario que se verificó el 1º del año.

A pesar de que los cinco jurados de El Cojo no eran todos borregos, el resultado de este concurso, como el de todo concurso, deja mucho que desear, y ha sido ocasión de protestas y de cóleras.

En general, el juicio por jurados es absurdo. El juicio de un jurado no corresponde a la suma de juicios personales de los miembros de ese Jurado. Cada miembro, cada persona, sin percibirlo, da y recibe influencias; y, en último [41] análisis, el juicio plural aparece maleado por una serie de causas extrañas y complejas difíciles de determinar.

El Jurado democrático en los procesos criminales es peor aún. Si un criminal es, según quiere la moderna escuela italiana de criminología, un enfermo, es decir, un caso patológico, ¿cómo podría una docena de burgueses profanos, egoístas e indiferentes sondar en cortos instantes el secreto de las causas que concurren en un crimen y que obran como una fatalidad sobre el malhechor?

Cuando al juicio literario de un número de personas opinando así en grupo, no es menos absurdo. Cada persona tiene su temperamento, su educación artística y su ideal de hermosura. Para acordarse, cada quién hace concesiones, y no es difícil que de estos sacrificios de opinión resulte el triunfo de la mediocridad. Sin ir más lejos, esto acaba de suceder en el concurso de El Cojo Ilustrado. El Sr. Arismendi Brito, jurado, destituido de todo entendimiento de hermosura, se enamoró –digno objeto de su amor– de una porquería, de un cuento ridículo é imbécil, escrito con pluma de pordiosero literario, para encantar las veladas de las cocinas en las noches del trópico.

Y la historieta servil, titulada Adela, mereció un segundo premio pasando sobre las producciones de contadores cien veces más artistas. Estos detalles, que se conocen por el escándalo que produjo en los medios intelectuales de Caracas el juicio del Jurado, prueban una vez más lo ilógico de los certámenes.

No todo, sin embargo, es de lamentarse en este concurso, pues el premio de crítico se adjudicó por unanimidad al doctor Gil Fortoul, que es un pensador y un sabio. Sólo que no es posible felicitar al doctor Gil Fortoul, ni mucho menos al Jurado por la adjudicación de ese premio; al doctor Gil Fortoul, porque ninguno de los cinco jueces, ninguno, es capaz de comprender la importancia de ese estudio; al Jurado, porque se vió constreñido a laurear al autor de la Filosofía Constitucional, del Hombre y la Historia y de tanto admirable libro, por carencia de concurrentes.

Al que sí es menester felicitar es al Sr. Herrera Irigoyen, director de El Cojo Ilustrado, admirable profesor de energía, que en medio de todos nuestros desórdenes nacionales, en lucha siempre con el medio ignaro y hostil, ha sabido conservar en sus manos la bandera de la hermosura.

Cuanto al premio de verso, el hermoso poema del Sr. Udón Pérez no tiene sino un defecto, pero tan capital, que, en mi sentir, lo inhabilitaba para el lauro: al Sr. Pérez se le pidió un poema nacional, y el Sr. Pérez escribió un poema indiano, lo que no es lo mismo. El Jurado es tan estúpido y tan inconsciente, que no pensó en esto.

Rufino Blanco Fombona

P.S.

—Quiero aprovechar la oportunidad que se presenta para manifestar mi gratitud a los periódicos, revistas y críticos parisienses que han tenido frases amables para mi libro Contes Americains y frases de aliento y de aplauso [42] para mí. Al mismo tiempo aprovecho para responder, por diferentes motivos, a tres publicaciones de índole bien distinta: Le Cri de Paris, New York Herald (edición de París) y la Revue Bleue.

Constato con el mayor placer que Le Cri de Paris, cuyo factotum, el señor Jean de Witty, no es francés, es el único periódico en toda Francia que ha elogiado la edición no la médula del libro. Agradezco, sin embargo, al señor de Witty sus frases, si son suyas, por espíritu de justicia. El Sr. Witty, a quien yo me complazco en reconocer competencias como tipógrafo, elogia la edición. No le pidamos más.

Pero el Sr. De Witty, que ha conquistado un puesto merecido –no en la literatura francesa, sino en el periodismo de París,– ve de reojo a los nuevos arribantes. Es, como dirían en Roma, «más papista que el Papa». Así el señor de Witty encuentra «qu´ne sorte de mystére plane sur l´auteur de Contes Americains», y se pregunta muy preocupado por qué los traductores «se sont abstenus de nous fournir des lumières sur la personnalité de l´auteur, sur ses travaux, sur ses origines».

Siento que el Almanaque Gotha no dé indicaciones sobre mí; sin embargo, dadas las malas costumbres que se le achacan al Sr. De Witty, acaso no deba yo quejarme.

The New York Herald es por extremo galante al tratar de mi libro, y yo le agradezco su galantería. Nobleza obliga. Pero ¿a qué extrañarse de que se titule ese volumen Contes Americains y no Contes Sudamericains! Tan americanos somos unos como otros. El monopolio de ese adjetivo «americano» por parte de los yanquis es una pretención incalificable. Es como si los rusos se titularan «europeos», con prescindencia de los demás nativos de este continente.

Los anglo-americanos no ocupan sino una porción de Norte América, mientras que nosotros, américo-latinos, ocupamos todo el Sur, todo el Centro y gran parte del Norte. Lo que sucede con los Estados Unidos es, que es el único pueblo de la tierra que no tiene nombre. Esto no nos impide –pensará The New York Herald– ser rozagantes y musculosos e inspirar mucho miedo a los nombrados Fulano y Zutano…

Cuanto a la Revue Bleue, tengo en tan buena opinión a su crítico literrio, el Sr. J. Ernest-Charles, que su artículo a propósito de Contes Americains me ha lisonjeado mucho, y así lo hago constar con toda sinceridad. Agradezco además al Sr. Ernest-Charles el trabajo que se tomó, de seguro, hojeando alguna Enciclopedia monumental para documentarse sobre las cosas de Venezuela. Cuatrocientos años después de Cristóbal Colón, y con el menor motivo, los escritores europeos se dignan descubrirnos. Y parecen preguntarse con el gran abuelo:

Comment peut-ou être personne?

Siempre recuerdo la respuesta de una concierge, a quien yo me quejaba de sentir olor de cocina en mi apartamento: [43]

—¡Ah, señor! En París no hay aire: Ce n´est pas commme chez vous, à la champagne.

Lo peor es, que a menudo los hombres más eminentes, lo mismo que las concierges, imaginan que los americanos todos vivimos en el campo, entre los árboles, o, mejor dicho, sobre los árboles. El propio Sr. Ernest-Charles, con muy buena intención, con una buena intención de que él no es pródigo, y de que yo estoy espantado, quiere que yo pinte siempre «ces hommes dasn cette nature ainsi que il l´afait dasn quelques-uns, quelques-uns seulement, de ces «Contes Américains»; «les hommes rudes qui vivent d´un rude travail». Cuando pongo en escena los hombres y las almas de las ciudades, el Sr. Ernest-Charles arruga el entrecejo. Él no quiere más personajes sino los hombres ingenuos, «les rudes qui vivent d´un rude travail»; y por teatro, sino los llanos, que durante las lluvias «se garnissent poru la joie du regard, de hautes herbes prodigieuses», o bien les grandes forêts touffues où se trouve le polissandre, les grandes forêts abondantes en palmiers, oú l´on recueille le caoutchoue, le vanille, la salsepareille, le quinquina, le marioc»…

Desgraciadamente, o por fortuna, todo no es bosque en América, ni todos los hombres viven de «un rudo trabajo», ni todos son simples. Pero hay en nuestra América de todo eso: naturaleza abrupta, hombres trabajadores, seres ingenuos. Es más: en cada uno de nosotros quizás coexisten el salvaje y el culto, el hombre abrupto de la naturaleza y el sibarita de las Babilonias, el simple y el sutil de alma compleja. Y acaso porque en los Cuentos Americanos vibra el alma ilógica de nuestra raza, han tenido el honor de atraer sobre si las miradas de tan notable maestro como el Sr. Ernest-Charles.

Debo consignar, en justicia, que la insistencia del Sr. Ernest-Charles en querer verme pintar almas simples, por creer que es lo que mejor hago, prueba de su profundo e instintivo sentido crítico. A mí, en efecto, me ha impresionado siempre el espectáculo de la Bondad puesta en ridículo, con la ironía más amarga, por la Vida.

R.B.F.