Rufino Blanco Fombona

De vuelta a Italia

¿Recuerda V., querido Rubén Darío, aquella tardecita dorada, una de las primeras de Abril, en que tres hombres unidos por el amor del laurel charlaban una charla de adiós en este saloncito de la Rue Pigalle que nos es caro?

¿Recuerda V. a los tres hijos de Orfeo? —De Orfeo y no de Apolo, pues Apolo cantaba ante las musas –como en el fresco de Rafael– mientras que el pobre y lírico Orfeo sonaba sus líricos instrumentos delante de un público de animales. Uno de los poetas debía partir aquella tarde misma hacia Tierra Santa, patria de la belleza, cumbre del Ararat, donde la paloma artística encontró la rama verde.

¿Recuerda V. a los que se quedaban, tristes de no partir? Blondo el uno como luis de oro, la perilla romántica, el ojo claro, el aspecto mitad de mosquetero, mitad de trovador. Era el otro castaño, de un rubio de Jerez, la barba como Felipe II, la nariz más parecida a la de Sócrates que a la de Alcibiades, los ojos a la manera de Sada Yacco. Las manos de este hombre, finas y blancas, «manos de marqués», han desencadenado las más puras, melodiosas y verlenianas músicas. Recuerde V., mi querido Rubén:

Era un aire suave de pausados giros,
el hada Harmonía rimaba sus vuelos,
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violoncelos.

—¡Adiós!

—¿Con quién va V. á Italia? preguntaron los poetas al que partía.

—Con Fulano…:

—Va V. solo.

El viajero se desprendió de los brazos de sus amigos; y cuando el tren, entre bufidos, se echó a devorar el espacio, fue el principio de las llanuras monótonas, de los rientes cielos azules, de las montañas a cuyos pies se queja, entre peñascos, el agua de un río. Y luego fueron los grupos de pueblecitos, detenidos, como en asombro, ante la inquietud solemne del mar; y las nobles ciudades magníficas; y en las ciudades vetustas, nobles y magníficas, los hombres de la historia, la historia del arte y el arte del amor.[314]

Desde Marsella a Génova el ferrocarril corre por la orilla del agua, entre el monte muy verde y el mar muy azul; corre con la rapidez de una gaviota que vuela sobre el Mediterráneo. Los pueblecillos del litoral, blancos y numerosos como rebaños de ovejas, parece que bajan de la montaña y se detienen frente al mar.

El camposanto de Génova es muy otro de como yo lo había imaginado. La verdad es que lo único serio de la vida es la muerte. Esa pirueta en que uno salta, ignorando adónde va a caer, ha preocupado a los más despreocupados e impertérritos titiriteros. Desde el árbol en cuyo hueco el salvaje de la Melanesia metía su muerto, hasta la pirámide de Cheops, la tumba es más bien asilo sagrado, lugar de superstición, que el sitio donde se deposita una cosa inútil e incómoda. La muerte, esa cosa tan vieja, es siempre una sorprendente novedad para los hombres. Es lo único a que no se acostumbran, ni se resignan. Ya el hombre no piensa, como antaño, que la muerte sea maleficio de espíritus adversos o treta de enemigos insidiosos, trota que es menester vengar o maleficio que se conjura con sangre de inocentes.

Pero la inmortalidad del alma, ¿no es una hipótesis cándida y salvaje? Los indígenas de América, de Australia y de la Polinesia, creían o creen asimismo en la supervivencia, más o menos relativa, de los seres que desaparecen del mundo, y se forman una vida futura a imagen y semejanza de la vida terrestre. Para los esquimales, por ejemplo, el sumo bien futuro, el Paraíso, debe de consistir en alguna mar providente a cuya costa vengan a encallar, muertas y podridas, ballenas enormes, regalo perenne de los bienaventurados. De igual modo el infierno, «donde toda incomodidad tiene su asiento», se lo imaginarán los achanti, de seguro, después de la conquista, como un país lleno de ingleses.

Le plus espirituel diseur de hons mots qu'ait produit la fin du XVIII siecle, observa que algunos salvajes persiguen durante días el alma del muerto; pero como no la encuentran, abandonan la búsqueda, y agrega: lo mismo sucede a los filósofos. Como la teoría de la inmortalidad del alma y la fantástica leyenda resurreccional pierden adeptos día a día, los cementerios, cuya forma se acuerda con las ideas religiosas de cada pueblo, cambiarán de seguro. ¡Cuánto dista ya el cementerio de Greenwood, por ejemplo, campo abierto donde florecen tumbas, entre blancos y casi alegres mármoles, de aquel severo y triste cementerio de Pisa, construido en plena Edad Media, murado como el espíritu de aquel tiempo, relleno con la tierra del Calvario y por cuyas paredes corren frescos de Buffalmaco y de Orcagua, que son paradigmas de renunciamiento y lecciones de dolor!

El fresco de Orcagua, El triunfo de la Muerte, en el cementerio de Pisa, es una de las más interesantes invitaciones a la meditación. El sentimiento artístico y el pensar poderoso luchan allí con el balbuceo de los pinceles, con el tecnicimo de la época, todavía deficiente, con los medios [315] de expresión en pañales todavía. Del fresco, ya desteñido y caduco, surge va pesimismo penetrante, a pesar de los caballos pintados como cerdos, ¿pesar de aquella hercúlea Muerte de guadaña poderosa, que vuela como si fuese pluma, y a la que pudiera dirigirse la propia crítica justa que dirigió Bolívar a la sombra del Inca, en el canto de Olmedo. Una cabalgata de grandes señoras felices, en medio del campo, en el placer de la cacería, aprende –a la vista de tres cadáveres, de los cuales uno en esqueleto,– cómo es vana la felicidad, cómo es segura la muerte, cómo la suntuosidad de hoy es la podredumbre de mañana. En el centro de la pintura, la Muerte, implorada por los paralíticos, por los ciegos, por los muertos de hambre, por una multitud de caronas ambulantes, corre más bien con una ceguera que parece mala intención, á blandir su hoz niveladora sobre las cabezas de los que ríen, de los que cantan, de los que chupan las mieles de la vida. En el fondo, a la izquierda del fresco, aparecen dos eremitas, cuyo despego del mundo, cuya renuncia de honores, cuya vida rezandera están preconizando la única felicidad terrena y el solo mérito a la vida futura. Este fresco es la filosofía medioeval en toda su desolación; pero el hecho mismo de que Orcagua luchase por expresar en colores su pensamiento, a pesar de la carencia de savoir faire, ¿no es en parte un mentís del artista a la filosofía del no hacer nada?

Este fresco no es sólo pintura de cuerpos, sino pintura de almas. Las almas, groseramente figuradas como bambinos desnudos, surgen de la boca de los difuntos; ángeles acogen a los bambinos o almas de los justos, mientras que otros bambinos o almas de pecadores caen en garran de grotescos demonios. No sería extraño que buenos y malos espíritus se creyeran en iguales derechos de posesión sobre la misma alma, y entonces ¿cómo triunfarían los bellos y frágiles ángeles, de mirada celeste, sobre espantables y fuertes demonios? ¡Cuánto dista esta grosera concepción del alma en Italia y en pleno siglo xiv, de la concepción poética de algunos indígenas de la Polinesia, que imaginan que el alma se escapa con el último aliento! Lo malo es que para evitar la fuga del alma, deudos y amigos del moribundo le tapan la nariz y boca con tal fe y eficacia, que terminan por ahogar al pobre expirante.

Entre los monumentos del camposanto genovés prefiero dos cosas muy recientes: una mujer de mármol blanco, inerte sobre un escaño de mármol negro, con adormideras en las manos, y un triunfo de la Muerte, un bronce que representa a la desnarigada, en cuyos brazos rueda una mujer casi desnuda en la flor de la edad.

II

Por fin en Roma. Á medida que el tren se avecinaba a la Ciudad Eterna, empecé a sentir inquietud, desasosiego, una ansiedad inexplicable, ni más ni menos, mi querido Sthendal, que una pobre alma ingenua o que una ridícula alma afectada. Me asomo a la ventanilla del tren, los ojos fijos en la campiña velada en sombras. De pronto, alguien anuncia junto a mí: «el Tíber», y el corazón me da un vuelco. Me hubiera [316] impresionado menos la noticia de que la máquina estaba a punto de estallar. Más hubiera debido extrañarme, sin embargo, no encontrar el Tíber en Roma; pero hago constar con placer esta ingenua sorpresa, a trueque de pasar, a los ojos de algún sthendaliano, por majadero y pedante, porque miro que mi corazón no se pudre ni está seco, sino que rompe en cándidas flores de emoción, a la vecindad de una cosa venerable como este padre Tíber.

Al desembarco del tren, en la gran plaza de las Termas, llena de elegantes construcciones de ahora, sufre una desilusión estúpida. No sé por qué había imaginado que encontraríamos al entrar el esqueleto del Coliseo. En vez de ruinas, los edificios de una suntuosa capital moderna. ¡Qué diablos! ¿Para eso dejo París? Y no pude menos de exclamar, como un idiota, dirigiéndome a Gil Fortoul:—¿Y esto es Roma?

III

En la sesión inicial del Primer Congreso de Pueblos Latinos se pone a discusión el proyecto de aceptar y propagar el latín como lengua internacional. Oradores de Francia argumentan en contra del latín y a favor del francés, como lengua más propia a universalizarse. La discusión se encrespa; mas como toma un giro filológico, yo me abstengo de terciar. Los gramáticos son inofensivos, pero muy rencorosos. Imagino que esto de resucitar el latín como lengua práctica, no pasa de ser un voto romántico. Una lengua no se decreta. Los pueblos crean las suyas, un poco inconscientemente, de acuerdo con las necesidades del alma nacional, y las propagan luego según la influencia política e intelectual que ejercen; según las obras maestras de literatura que producen; según las facilidades de adaptación y divulgación que presente cada lengua. El vidrioso patriotismo francés no tiene, pues, nada, absolutamente nada, de que resentirse con la propagación del latín. Es cierto que el francés, de un tiempo a esta parte, ha ejercido el imperio; pero tal supremacía la está ya compartiendo con el inglés, y la perdería del todo, ciertamente, si el azar de una guerra hiciera víctima a Francia.

La comunidad de lengua une á los pueblos más que nada, es verdad; pero ningún país renuncia a la suya si no quiere suicidarse. Cuanto a la propagación del latín como lengua internacional, sobre requerir tiempo, mucho tiempo, presenta una dificultad mayor. El latín no se pronuncia en Francia como en Italia, ni en Italia como en España; así el latín de un español sería tan incomprensible, pongo por caso, para un hijo da Italia, como el castellano de ahora para un florentino, un véneto.

Si, pues, sinceramente suspiramos por la unión y simpatía de los pueblos latinos, yo no encuentro sino un medio: que en cada uno de los pueblos latinos se aprendan, de obligación, las lenguas-romances, simultáneamente.

Así, á vuelta de algunos años, habremos realizado en mucha parte el ideal, a menos que nos decidamos por el Esperanto del Dr. Zamenhof. [317] Por lo demás, esta diferencia entre los partidarios del latín y los del francés viene de atrás. Chamfort refiere este pasaje:

On parlait de la dispute sur la préférence qu'on devail donner, pour les inscriptions, á la langue latine ou á la langue française.

Comment peut il avoir une dispute sur cela, dit M. B...?

Vous avez bien raison, dit M. T...

Sans doute, reprit M. B.... c'est la langue latine, n'est il pos vrai?

Point du tout, dit M. T..., c'est la langue française.

IV

La Basílica de San Pedro me hace reconciliar, en cierto modo, con esta soberbia, hermosa y contradictoria religión católica. Esta religión de pescadores y de esclavos, que sale de las Catacumbas; esta religión de humildad y de tristeza instituida por un judío plebeyo y demagogo; esta religión espiritualista y desafecta a intereses terrenales, se transforma poco a poco, evoluciona hacia el porvenir –y sabiendo que esos pueblos e instituciones débiles perecen,– cobra fuerza, impónese y domina por medio del Papado, la más abominable y magnífica institución de los hombres.

De acuerdo con su origen, la Iglesia conserva procedimientos democráticos en la elección de sus Monarcas. La democracia, que es simplemente absurda, cuando proclama la igualdad entre los hombres, posee un criterio admirable, sin embargo, según el cual, el origen, por humilde y rastrero que sea, no es óbice al triunfo del hombre superior. En esto, la democracia está de acuerdo con la vida y con la historia.

Este procedimiento republicano ha sido el de la Iglesia: el más fuerte, el más astuto, el más inteligente, se ha podido imponer y ha reinado, aunque viniera de las piaras de Sixto V. Por eso la Iglesia ha visto a su frente, salvo raras excepciones, una serie de hombres de genio, como ninguna Monarquía ha tenido sobre la tierra. Cuando no llegaban al poder hombres superiores, era porque no existían. Este procedimiento es el de la República; y si en los pueblos que gozan de instituciones republicanas los hombres superiores no deslumbran ni se notan apenas en el poder, consiste en que, por superior que sea un hombre, necesita el medio y la acción para brillar; y los Presidentes de Repúblicas no son por lo general dictadores, sino meros jefes de Estado, que nada pueden resolver ni emprender sino de acuerdo con los demás miembros del Gobierno.

En cuanto un Presidente de República es bastante audaz para declararse dictador o para ejercer de tal, al punto se destaca su figura, por pequeño y mísero que sea el pueblo que dirige. Así Guzmán Blanco en Venezuela y el Dr. Núñez en Colombia; hombres que no deben confundirse con neurópatas asesinos como Rozas, Lili, García Moreno, &c., &c.

La supervivencia del más apto es ley ineludible en el orden político,lo propio que en el orden físico. Desde Augusto a Napoleón, los hombres que han escamoteado el poder público no han sino obedecido a esa [318] ley. Y la gran virtud de la democracia consiste en permitir el arribo del más apto al poder.

El hombre que se eleva sobre los demás, así venga de lo más recóndito del pueblo, deja de ser de la manada, para formar en el corto número dirigente. Por donde se mira que la democracia es imposible; que la democracia no existe sino para formar y refirmar la oligarquía.

En la Basílica de San Pedro se advierte cómo los Papas supieron hacer del arte un instrumento de dominación. La religión de la verdad debía poseer el mayor y más solemne de los templos, y erigió San Pedro; el más fuerte y audaz de los escultores, y tuvo a Miguel Ángel; el más delicado y gracioso de los pintores, y tuvo a Rafael.

San Pedro me produce la impresión de una selva virgen de América. Allí todo es formidable, hasta la gracia. (Detrás de un blanco rosal puede deslizarse un reptil. El vuelo de la paloma se levanta bajo el ojo del gavilán.) Aparte el templo mismo, lo que me produce más placer, un placer inefable e intenso, es el sepulcro de los Estuardo por Canova, sobre todo aquellos ángeles, divinos de hermosura, que gimen a la puerta del sepulcro, las antorchas simbólicas en tierra, extintas.

Desde mi arribo a Roma, me pregunto: ¿Por qué prefiero, amo y comprendo más obras de artistas modernos que las de artistas clásicos, aunque algunos de esos artistas nuevos, como Canova, tiendan al clasicismo? Aparte deficiencias de educación artística, ¿será que mi alma tiene más semejanza con la de artistas modernos por haber sentido las mismas corrientes de ideas, las mismas influencias –más o menos– que ellos sintieron? La Capilla Sixtina debe uno visitarla muchas veces para comprenderla y gastarla bien. De la primera visita saco la impresión de haber estado en presencia de una cosa fuerte, de una cosa formidable. Toda está allí la historia del mundo, según la mitología católica: desde el Génesis hasta el Juicio final; y por las paredes se tienden, augures y visionarios del porvenir, los Profetas, desde Jeremías hasta Jonás; y entre Profeta y Profeta, una Sibila, desde la Sibila Pérsica, llena de años, a la Eritrea, llena de juventud.

Miguel Ángel me parece brutal. Ese genio abruma. Se diría uno en presencia de un habitante de Neptuno. Cuando uno habla de Miguel Ángel se empenacha el estilo con una lírica pluma; se imagina uno que este este genio mal puede hablarse en diario lenguaje doméstico; nos montamos en el hipógrifo y echamos a buscar por las cumbres la cantera de mármol o la página de cielo donde escribir su nombre. El no veía las cosas como los demás hombres. Los cuerpos de sus condenados y de sus elegidos, en escorzos de milagro, más bien que humanos cuerpos, con montañas de músculos. La pupila de Miguel Ángel era un vidrio de aumento.

Aquel Jonás ante Nínive, aquel Jeremías sumido en reflexiones, son algo más que simples humanos. Uno comprende que son de veras Profetas inmortales y no hombres perecederos los que tiene a la vista. Salgo de la Capilla fatigado como si hubiese leído toda la Biblia de un tirón; [319] como si hubiese escuchado, sin interregno, diez óperas de Wagner.

Al salir, ya en la pública vía, acaricio con los ojos una mata de azaleas para volver a darme cuenta de la levedad, de la sutileza, del aspecto delicado de las cosas.

V

En los museos hormiguean ingleses y alemanes. Y yo pregunto: ¿no es colmo de snobismo la admiración de desnudeces y de imágenes de dioses por parte de esos pueblos luteranos y de pudibundez farisaica? Su religión no les permite figurar en imagen a los seres divinos, y ellos viene» a Roma a fingir veneración por divinidades ajenas. Su concepto alarmista e hipócrita de la moral les induce a considerar como desacato al decoro el que un hombre o una dama permitan ver el talón; y, sin embargo, ellos manifiestan admiración a la vista de una Venus de desnudez vencedora y en presencia de los Apolos vestidos de su propia hermosura. Esto no prueba que una persona sin ropas sea inmoral, y una estatua no lo sea, porque el arte, de esencia a moral, lo transforma y diviniza todo; esto prueba simplemente lo elástico de la moral: lo que es shocking en Londres, es wonderfull en Roma. También prueba la sinceridad de anglosajones y germanos. La escultura no es arte de los pueblos del Norte. Su clima y su Biblia los alejan de la contemplación del cuerpo humano, a pesar de los sports. El sport inglés, más que la actitud graciosa del discóbolo y del corredor de carros a quien Píndaro cantaba, pone en evidencia la fuerza, la victoria del músculo. Y recuérdeles V., mi querido Rubén Darío, «que el ejercicio es humano; la fuerza sorda es bárbara, y la gracia en la fuerza es latina».

Si la Biblia y el clima los alejan de la contemplación del cuerpo humano, a pesar de los sports, ¿cómo, pues, dónde, cuándo aprendieron esos pueblos (no hablo de personas aisladas) a comprender y gustar eso arte de paganos?

El catolicismo vive entre los pueblos del Sur por lo que tiene de paganismo. Cuando Lutero, aquel inmundo fraile de alma brumosa y metafísica, vino a Roma del fondo de su provincia bárbara, se llenó de envidia y de rabia ante el esplendor de Roma, ante los mármoles, ante los oros, ante los Papas ricos, poderosos y deslumbrantes. La simonía abundaba, es cierto; pero ¿cómo no habrían menester dinero esos paganos del Renacimiento –un León X, un Clemente VII, un Julio II– para comprar las joyas de Benvenuto y adornar la pared de sus palacios con los cuadros de Rafael?

Era el ápice de la Iglesia: ya no tiempo de lucha, sino de plenitud y de tranquilo reino. La Iglesia, pues, se adornaba con todas las joyas del arte, muy lejos de aquellos primeros cuatro siglos del Cristianismo en que esa misma Iglesia era iconoclasta por odio a las divinidades paganas y que, sin arte, sin literatura, era lástima de aquellos pulidos romanos de la decadencia, retóricos, gramáticos, poetas.

Lutero, por su parte, es la reacción contra el Renacimiento. [320] Pensadores ilusos e interesados propagan que el libre examen nos viene de Lutero. ¿Cómo? ¿Libres, y esclavos de la Biblia? Es la ilusión de un hombre que pensara ser dueño de sus pasos dentro de un vagón de ferrocarril. El luteranismo no es sino una modalidad de la reacción bárbara contra el alma greco-latina, contra esa alma amorosa de la vana Apariencia, de la noble Forma y de la graciosa Desnudez. Ya en tiempo de Herodoto los bárbaros abominaban de los gimnasios, de los baños, de cuanto representara el triunfo de la bella bestia humana. El mismo Schopenhauer encuentra ridículo el cuerpo de la mujer, mientras que nosotros persistimos en preconizar, por boca de amables teorizantes, étre beau, pour un animal, pour un objet, c'est d'avoir quelque chose d'humain dans la forme.

Diecinueve siglos do ese budismo occidentalizado que se llama cristianismo no han podido borrar de nuestras almas el viejo fondo pagano. Y a ese viejo fondo pagano debe el arte católico sus mejores triunfos. Los autores recuerdan a menudo el desentierro de aquella joven romana en tiempo de Inocencio VIII. Produjo tal sensación la hermosura de su cuerpo, que el Papa lo hizo enterrar de nuevo subrepticiamente.

Cuanto al protestantismo, es uno de los mayores esfuerzos que ha hecho el hombre por retroceder a la barbarie.

VI

Muchas estatuas de dioses tienen algo de femeninas, sea en la expresión de la cara, como el Apolo Citareda, en la Sala de las Musas, sea en el cuerpo y el rostro, como el Baco joven, en la Sala della Biga. (Ambas salas pertenecientes al Museo Vaticano.) Este Baco hermafrodita es encantador. Su afeminamiento no consiste en el androginismo de la mujer que por los ángulos de su carne magra confina con el hombre, sino en las morbideces y en las curvas graciosas del efebo, línea indecisa entre ambos sexos. La cara es dulce y bella. El cuerpo afeminado y sensual. Provoca a devorarlo a besos. El cuerpo mismo de las diosas, carente de la estrecha cintura moderna, favorece la ilusión. ¿Sentirá una mujer por este Baco la misma simpatía y atracción que yo? Me pronuncio por la negativa. Lo que halaga a los hombres en este joven dios, ¿no será lo que tiene de hermosura femenina? Para la generalidad de las gentes el ideal de belleza reside en el sexo opuesto. Las mujeres preferirán siempre Apolo; los hombres, Venus. Y este gracioso Baco, más que dios, parece la metamorfosis de alguna ninfa jovial.

Lo mismo que de este Baco pudiera decirse del Musajeta, que llena con su hermosura la Sala de los Centauros, en el Capitolio, y de un Hermafrodita, en el Museo de las Termas.

VII

Primera impresión de Nápoles.–Imagínate Macuto grande. Hazlo a Maiquetía y La Guayra el honor de sepultarlas bajo el fuego de un [321] volcán. Acerca un poco y embellece a Curazao y llámala Capri; a Margarita y Trinidad acércalas también y bautízalas Ischia y Prócida. Que circulen por allí algunos cientos de turistas. Como decoración de un ballet monstruo que tenga por escenario una ciudad –entre callejas y encrucijadas, llenas de caserones añejos, descascarados, leprosos– pon un pueblo de mendigos rampantes, harapientos, cantando mientras pulsa la mandolina de las serenatas, o en el furor de una tarantela abigarrada y pintoresca; y como el azul del caribe es bastante azul, tendrás idea de Nápoles y del paisaje partenopeo. (Carta a un venezolano.)

Tendida a los pies del golfo, en una ensenada, con un monte a la espalda como Atlas, Nápoles es el centro de una media luna de pueblos. La bahía, en semicírculo, como arco de flecha, se creyera una joya maravillosa y de capricho. Sería el golfo el záfiro de la joya; Nápoles, que es multicolor, sería el ópalo; y la dorada y dulcísima Sorrento, entre sus naranjales, el topacio.

Nápoles es un paraíso: el paraíso de los mendigos y de los ladrones. Todo el mundo mendiga en Nápoles y todo el mundo roba. En vuestra calidad de extranjeros se imaginan con derecho a explotaros cínicamente. Aquí no se ignora ninguna de las formas de la extorsión. A la gente le gusta poco el trabajo o no le gusta. Pululan abridores de portezuelas, vendedores de flores, cicerones, una cáfila practicante de esos pequeños oficios que no son apenas más que una disimulada fórmula de mendicidad. Cuando uno ve estos diablos tendidos boca arriba, al sol, en actitud beatífica, mirando el cielo o el mar, se explica esta frase, inexplicable en otro país: dolce far niente. El ideal del napolitano es no hacer nada; y cuando se digna trabajar, trabaja a la puerta de la calle, o en la acera, incapaz del recogimiento fecundo de una estancia murada. En la calle cocinan, en la calle mercan, en la calle viven; en la acera pulen los corales de Capri, en la acera labran el carey de Pozzuoli, y si por azar lavan o se lavan, es en la acera.

Critico lo que merece crítica. El mío no es el caso de Bourget cuando viajó por los Estados Unidos: no he venido aquí pagado para entusiasmarme.)

VIII

He ascendido al Vesubio. Como estoy solo, hago la ascensión por medio de la Agencia Cook, en una de esas caravanas cosmopolitas que parten al amanecer de todos los días a la conquista del cráter... y de alguna insolación. Es necesario engañar al enemigo, al Hastío. Es necesario divertirse, hacer creer a los demás que uno se divierte, o creerlo de veras buenamente.

Me tocan de compañeros en el coche un matrimonio alemán, ya maduro, y una vieja inglesa triangular, que tiene aspecto de misionera. El vino del Vesubio que bebo de camino me pone de buen humor y charlatán. Missis Albión se alarma cuando le hablo de las culebras de volcán, y sobre todo cuando le refiero que a una señorita inglesa, [322] cincuentona, de virtud rocallosa, una ráfaga de viento la arrojó en el cráter días atrás. A duras penas la salvaron; pero su impresión fue tanta que parió allí mismo un negro.

—¿Un niño carbonizado?—pregunta la ingenua imbecilidad de la alemana.

—No, señora. Sino que la señorita regresaba de una misión religiosa en África.

El alemán se pone furioso, echa pie a tierra y continúa a pie la ascensión del monte, porque le cuento que en las últimas excavaciones de Pompeya se había encontrado el esqueleto de un alemán.

—¿Cómo supieron que era alemán?

—Porque tenía los dientes muy sucios.

El triángulo británico, que lleno de mala intención hizo la pregunta, se muere de risa.

El alemán asegura que él abomina de estas excursiones, en que un honesto viajero está obligado acodearse con toda clase de gente. Se quejará a Cook. Y como las señoras se ponen a charlar entre sí, a los pocos minutos me duermo, sin preocuparme de Germania ni de Albión, olvidándome de ambas potencias.

El cráter del Vesubio es una olla inmensa, empotrada en la cima del monte. ¿Qué almuerzo de gigantes se prepara en aquella marmita monstruosa? Alguien lanzó una piedra al fondo y del fondo surgieron de súbito una llama, una columna de humo, un aliento pestífero de azufre y un vuelo de cenizas.

El panorama es maravilloso. A los pies, la copa azul del golfo, donde tres esmeraldas flotan: Ischia, Prócida y Capri; al frente Nápoles, la alegre y abigarrada Nápoles, patria de la tarantela; a la siniestra mano las ruinas grises de la yacente, de la muerta Pompeya; a la derecha, Portici y Resina, y bajo Resina, Herculano.

IX

A la hora del alba dejo Nápoles en una carrozuela que guío yo mismo. Un muchacho me sirve de valet. Atravieso Portici y Resina, que ya conozco; visito Herculano y Pompeya, y cruzando puebluchos de esta costa encantada, Torre del Greco, Torre Anunciata, Castellamare de Stabia, Vico y Meta, voy a dormir en Sorrento.

Viajo en coche para gozar mejor del paisaje; pero el cielo corre un velo gris, el velo de la lluvia, sobre este panorama del paraíso. Llego a Sorrento calado hasta los huesos, con jaqueca y en la desilusión de haber contemplado triste, entenebrecida por la lluvia, esta alegre tierra del sol. Entre el oro de los naranjos y el azahar de floridos limoneros, al pie de sus bosquetes de olivos, sobre una ladera apenina cortada a tajo, Sorrento, suspendido en el mar, debiera ser la cuna de todos los poetas italianos. La primera inspiración de un verdadero poeta debía ser esta: nacer en Sorrento.

¿Y Capri? Cuando se arriba a Capri la imaginación y las miradas [323] salen volando hacia la gruta azul, ese mágico alcázar de Nereidas, y hacia el palacio de Tiberio y los jardines felices donde el viejo Fauno imperial –como una culebra entre loros– se placía por las cálidas noches de verano en medio de una desnuda tropa de vivientes amores y una viviente tropa de ninfas desnudas. La gruta es un agujero en el monte batido por el mar. El agua entra en el hueco; ese ojo de agua azul constituye la maravilla. Como la boca de la oquedad es muy estrecha, entra uno acostado en la barca, y al erguirse, lo deslumbra el prodigio. El agua, por de fuera azul, de un azul intenso, más intenso que en los mares del trópico, se ha cambiado en azul claro, de una claridad única, en una cosa que ya no es agua, sino luz, lápiz-lázuli líquido, fósforo azul. El agua pierde su densidad, parece que se inmaterializa. A uno le entran deseos de volverse tritón. Se introducen las manos en aquella agua de encantamiento y las manos se convierten en caprichosas vegetaciones marinas. Yo ignoraba lo que era el placer de los ojos hasta que vi la gruta azul. A nada se puede comparar, porque a nada es comparable. Es de las cosas únicas existentes sobre la tierra. El agua viva, juguetona, parece que tifie lo que toca de aquella claridad celeste y dulce. Al mojarse en la linfa los remos se truecan en záfiros muy claros, y se franjan de sutiles escamas de espuma que espejean un instante. La impresión que produce la gruta es de suavidad inefable. La claridad de aquel azul viene acaso de que el agua está iluminada por una luna submarina, por alguna constelación de estrellas errantes que cayeron en el mar. Por lo menos el palacio de las Nereidas, en el fondo de la gruta, bajo el agua, esplende iluminado por lámparas de una electricidad maravillosa. Y esa iluminación aclara el záfiro del agua, como una luz transparente una lámina de alabastro.

Al salir de la gruta echan las vendedoras de corales, sobre aquella, visión azul, una violenta nota de púrpura.

Cuanto a las saturnales de Tiberio, el palacio, en la cumbre de un monto, yace en ruinas; muertos los laureles rosa, invadidos de cactus y de yerbas los prados de violetas, suplantadas corregüelas y magnolias por una lujuriosa vegetación de selva, embosquecido el jardín, ya no triscan sino cabras por donde ayer corrieron efebos y muchachas desnudas al amparo de rocas de una estudiada y artística salvajez. Desaparecieron las grutas consagradas al amor y a las ninfas; desaparecieron los estanques nevados con la nieve olorosa de los jazmineros en flor; desaparecieron los senderos de seopol, que perfumaban la carrera de las capriotas, en las noches livianas del Sátiro imperante.

Sólo una osada Reina de Francia, en nuestros días, se ha atrevido a parodiar al César de Roma. Este morboso regreso a nuestra madre Naturaleza le costó la corona y la vida. Tristes días corren. Ya no se puede ni reinar. El oficio de rey no es al presente de los más lucrativos ni dé los menos expuestos. Si por llevar a pacer blancos corderitos atados con cintas de seda; si por preferir las declaraciones y los besos, a la sombra de un haya, frente a un estanque; si por haber leído a Juan Jacobo y admirado a Watteau, le cortan a una reina la cabeza, ¿para qué [324] vale reinar? Es preferible ser un grueso industrial, llamarse Krupp, e infectar con su oro y con sus vicios generaciones de efebos y de vírgenes, resucitando en esa misma Capri las bacanales multiformes de Tiberio. Así al menos, cuando uno muera, se hablará de nuestras virtudes; y el Emperador de Alemania, al son de las trompetas de Wagner, nos decretará honorables per sécula seculorum.

¡Qué dulce es ser alemán por los tiempos que corren!

Si Berlín no es una gran ciudad esplendorosa como París, ni un hormiguero de hombres como Londres, ni un venerable museo como Roma, es, en cambio, una capital muy animada. La ciudad bulle en torno de sus 1.000 cervecerías, donde la cebada y el lúpulo despejan la inteligencia de los alemanes, al punto de haberles dado esa reputación universal de agradables y sutiles hombres de espíritu. Las crónicas alegres vuelan de mesa en mesa. Si la prensa no las relata, no es porque esté amordazarla, sino porque el circunspecto y previsor Guillermo II, atento siempre a la opinión pública de su pueblo, sabe que el carácter comunicativo e inquisidor de los alemanes, que algunos mal intencionados tildan de chismógrafo y comadrero, sirve como desaguadero y vía de comunicación de la corte y sus vecindades. Por eso en Berlín nunca las noticias escasean. Ya es una princesa de Saxe que se fuga con un maestro de escuela; ya son dos princesas, primas del emperador, que se enamoran ambas del mismo cochero, y se denuncian por celos; ora es el látigo prusiano que chasquea sobre las espaldas de los niños polacos, por el crimen de que estos niños aprenden el catecismo en su lengua nativa, o un soldado que se suicida para librarse de los puntapiés y de las torturas que algún florido oficial, lleno de ardor bélico, le inflige. Pero es Su Gracia Majestad Guillermo II quien suministra la comidilla diaria y da pábulo a la conocida espiritualidad de los berlineses. Un día se declara teólogo militante; otro, con un tacto exquisito, en algún discurso multilingüe, para que lo entiendan todos, pone fuera de la ley a los socialistas, o bien a la cabeza de sus escuadrones, en un simulacro de pelea, se deja poner en fuga por sus oficiales.

¡Qué buen nieto de Arminio no habrá de enorgullecerse, por ejemplo, de los almirantes alemanes, que no se marean comiendo ostras; de esa flota cuyos cañones acaban de barrer en aguas de Venezuela tres barcos de pescadores! El alma de esos barquitos se aparecerá en la hora de la muerte al comodoro germano que los fulminó, y le dirán: «Señor, te perdonamos; nuestra desgracia ha causado la tuya, puesto que el honor cuenta por algo todavía sobre la tierra; no teníamos la culpa de que existiese una isla llamada Margarita, rica en perlas; no tenemos la culpa de que el Emperador de Alemania quiera hacer olvidar que los Príncipes de su casa y de su raza fueron, ayer no más, cortesanos y lacayos de otro Emperador.»

Toda esta mar y costa de Parténope son tildadas desde tiempos remotos como cuna y albergue de las más desenfrenadas libidineces. Tiberio eligió Capri; los senadores y los patricios romanos más disolutos poblaron Baia, la deliciosa y dulce Baia recordada en una Epístola de Horacio; [325] el magnífico Lúculo alfombró de jardines el Pansilippo, y aún se descubren en la blanda Pompeya inmarcesibles rastros de liviandad. Por Palaiápolis y Neápolis entraron en Italia las costumbres de los griegos –las buenas y las malas– y allí se aclimataron. Pero la culpa no es de los hombres, sino de aquel aire transparente, de aquel aire dulce como una caricia; de aquella mar azul de donde emergen, como senos de virgen, Ischia y Prócida; de aquel Vesubio fertilizante, de aquel Vesubio generador, de aquel padre Vesubio, que fecundiza la planta que produce fuertes vinos y esa otra planta, la humana, que produce fuertes pasiones.

La Iglesia tiene mucha culpa, sin embargo, de los vicios contra natura en toda Italia, sobre todo en Roma. El espantajo de la Iglesia fue siempre el instinto del sexo. Su mayor cuidado, el extirparlo en lo posible. El pecado es invención del catolicismo. Mientras gobernaron los Papas, las relaciones entre hombres y mujeres se revestían de hipócritas fórmulas, aunque en la silla de San Pedro se hayan sentado cínicos lujuriosos, como el tiarado asesino Alejandro VI. Si los crímenes contra natura fueron un tiempo en Italia el pan de cada día, se debe, pues, al cesarismo de los Papas, que perdonaban todos los crímenes, todos, antes que perdonar o siquiera tolerar el amor. La sodomía y el safismo quedan al presento relucidos a los conventos, a las clases abyectas y a los casos patológicos.

X

Muy niño, no sé cuándo, no sé dónde, mis primaveras, ávidas de admiración y ya Heridas de lirismo, sorprendieron una cosa atrayente: las puertas del Baptisterio de Florencia en un fotograbado. Yo de Florencia no sabía sino que era el nombre de una mujer encantadora de hermosura. Y el nombre de la ciudad y el nombre de la mujer se asociaron en mi espíritu en una vaga y confusa visión de belleza.

El grabado sugerente de aquel bronce de Ghiberti, sembró granos de poesía y de confusión en mi adolescencia. Imaginé la ciudad de Benvenuto una ciudad de mármol y de bronce. Soñé que sus paredes serían de blanco paros, de brocatel jaspeado –gualda y rosa– de serpentino, con una que otra veta carmínea y verdegay; soñé que las puertas, en la ciudad preciosa y fantástica, serían todas «la puerta del Paraíso», ricas puertas de bronce, de un bronce esculpido y repujado por Ghiberti.

Sthendal se burla con su helada ironía de los que arriban a Roma con el alma encogida y conmovida. Pues bien. Cascabelee sus risas Sthendal, muequen los ironistas de similor, yo juro que mi embarazo de Roma, que el sincero y extraño desasosiego que me sobrecogió en el umbral de la Ciudad Eterna, se repitió, apenas con menor intensidad, al punto de mi arribo a Florencia.

Con ávidos ojos busqué la ciudad de mi infancia, la rara ciudad de mármol y de bronce, al tiempo que me decía: —Estás, pobre y oscuro gusanillo, en la patria de los genios; en la tierra de los hombres que [326] anduvieron con las botas de siete leguas; bajo el cielo donde las águilas no vuelan solas, sino en bandadas, como vuelan las palomas bajo otros cielos; estás en el país de ese Benvenuto legendario que tú adoras, hombre de presa y de hermosura; de ese Miguel Ángel, que es una adición de genios; de ese de Vinci, en cuya estatua ha podido grabar estas palabras el orgullo de un pueblo: renovador de las artes y de las ciencias, frase que no tiene rival sino en el epitafio de aquel otro famoso florentino que yace en la iglesia de Santa Croce, junto a Alfieri, cerca del Dante: Maquiavelo. ¡No hay elogio posible á tanto nombre!

Los tercetos de Alighieri, el poder bienhaciente de los Médicis, las encendidas prédicas de Savonarola, toda la historia, toda la leyenda, tanto recuerdo de la gloria florentina que desde niños canta en nuestra memoria, todo, sin precisión, en tropel, como una tromba de emociones, llenó mi alma cuando pisé la tierra de esa única rival de Atenas.

Lo primero corrí al Baptisterio; quería ver mio bel San Giovanni; quería ver la puerta del Paraíso, el maravilloso bronce que me hizo soñar tanto en las primeras mocedades. De Ghiberti puede repetirse lo que un pagano Papa decía del pagano Benvenuto, a objeto de excusar la sinrazón del desalmado artista: se le debe perdonar todo, porque es hombre único en su oficio. Ghiberti es también único en su oficio. Este noble escultor, que idealizó el bronce -como los artistas griegos, contemporáneos de Fidias y de las Venus de Milo, idealizaron el mármol- sobre escultor es también pintor y poeta. Los paisajes de la puerta del Paraíso tienen las perspectivas de un cuadro de Ruysdael, y las escenas, llenas de gracia y poesía, parecen cantos de alguno de esos escultores de estrofas, como Leconte de Lisle o Heredia. Ghiberti ha coincidido con Miguel Ángel en varias escenas bíblicas que ambos traducen en su arte, según era la moda de aquel tiempo, escenas que el uno esculpe en la puerta del Baptisterio y el otro pinta en el techo de la Sixtina. Ambos se inspiran en la historia del mundo, según la tradición católica.

Ghiberti empieza por la Creación; Miguel Ángel también; pero Buonarotti, caótico y estelar, pone a flotar sobre el vacío a Dios, un viejo de bruscos movimientos terribles, que arranca, lo primero, la luz de las tinieblas y luego siembra en los términos del cielo, con la derecha mano, el sol, y con la siniestra, la luna. Ambos echan del Paraíso la pareja culpada: en Miguel Ángel los precitos huyen aterrorizados ante la ira vengadora del ángel, mientras que la Eva de Ghiberti, dulce y triste, conserva en su misma fuga un halo de ingenuidad y de sorpresa. Más parece la huida de esta pareja de Ghiberti, la fuga de un idilio que la fuga de un drama.

Ghiberti, que es la suma gracia, contrasta con Miguel Ángel, que es la suma fuerza. Rafael y Ghiberti forman grupo aparte. Cuanto a Miguel Ángel, puede aplicársele una frase de Hugo respecto de Dante: ese león anda solo. [327]

XI

En Toscana me entró una recrudescencia de amor por nuestra encantadora mitología católica. Bien hayan los hombres del Renacimiento que –eternizaron en el arte figuras y pasajes de nuestra religión. Así, los artistas hacen amar, aun de los paganos, las fábulas del cristianismo, todas rebosantes de poesía. Gracias a los pintores del Renacimiento, en lo futuro, cuando del catolicismo ya expirante no queden sino la historia y las obras de arte, los hombres confundirán en un solo amor la Virgen,el Cristo, el pueblo entero de santos, con las pinturas y los mármoles que han inspirado.

¡Qué diferencia con el seco,.rígido y odioso protestantismo! Nuestro catolicismo es, sobre más hermoso, más humano. Su diplomacia acomodaticia y evolucionista honra al espíritu católico. Si continúa acomodándose a los tiempos, corremos riesgo de que nuestra santa religión sea inmortal. La literatura católica, la de los casuistas, es un parque donde hay armas en pro y en contra de todos los principios. Los jesuítas, los pobres jesuítas, calumniados a porrillo, no han hecho en toda su vida sino buscar paliativos a las flaquezas de nuestros prójimos. Ellos han disculpado el robo, la fornicación, la mentira; y contra la intolerancia del espíritu judaico, inspirador de tanto padre de la Iglesia, ellos abrieron salidas a todas las pasiones humanas al través del rigorismo teológico. Por eso han sido acusados de que «toman siempre el partido del pecador.

XII

Si de algún recinto profano se puede afirmar, sin hipérbole, que es un tabernáculo, ese recinto es la galería Uffizi, en Florencia. Por todas partes se encuentra allí el cuerpo de Cristo. Además, la belleza, ¿no tiene algo de sagrado? Ella supedita las religiones, y a las religiones sobrevive. Los hombres peregrinan todavía a admirar reverentes el mármol de esa, diosa de Milo en que ya ninguno cree. Del paganismo no restan sino los mármoles, y del paso del Islam por Europa, sino los templos moriscos de España. Sólo un Dios, uno solo, no perece: Pan, aunque los marineros de Sicilia, un día de estupor, fueran clamando por el mundo que el dios Pan había muerto.

En la galería Uffizi, la única actitud que corresponde a un ser inteligente, es la de muda admiración. Sin embargo, a uno le cosquillea la crítica por dentro. Acaso sea más profunda, y en todo caso es más noble, esta admiración cernida por el análisis, quo nunca fue mal cedazo. Análisis dije; ¡pobrecito! Esta palabra aquí rebosa petulancia y necedad. iQué he de analizar yo. Dios mío, las pinturas maestras del Renacimiento! Aunque tuviera la mejor voluntad del mundo bien sé yo que no podría. ¡Los críticos de arte, los Lessing, no se dan silvestres! Pero no es mía la culpa de este lenguaje campanudo y solemne, es de Italia. [328] Imposible describir esta patria de la hermosura, hablar de este país de cuento oriental, donde uno encuentra a menudo el árbol que habla y el agua que canta, sin que el estilo abra las alas líricas o doctorales y rompa a volar. Yo he vivido, ¡ay! en Italia, e Italia, como el Rey Midas, cambia en oro lo que toca. Recuerdo al Rey Midas porque trato de mí; si tratase de algún colega recordaría más bien el caso de Circe, diciendo cómo Italia, al revés de Circe, convierte los animales en hombres.

Reduciré todo mi «análisis» de la galería Uffizi a esta pregunta: ¿Por qué los grandes pintores del Renacimiento ponen en las personas que rodean a Cristo al nacer y en las qué lo contemplan de niño, esa actitud beata de católicos? Es tal la unanimidad de los maestros en este caso y tan al dedillo se conocían entonces las pragmáticas de la Iglesia, que acaso yo cometa con mi pregunta una candidez. Pero, puesto que las personas que rodean a Cristo al nacer lo considerasen como un Dios –que no es verdad– ¿por qué habían de adorarlo con gestos y actitudes que fueron rituales o meramente habituales sólo más tarde? Van der Goés, en su maravilloso Pesebre, rodea al Cristo acostado sobre unas briznas de paja que aureolan su cuerpecito, dé toda la familia que encarga el cuadro y, a más, de ridículas personas flamencas el tipo insexual, con talares vestiduras blancas, una corona en la frente y grandes alas de ángel a la espalda. Todos estos grotescos ángeles juntan las manos, de rodillas, en actitud de oración. Por el aire vuelan también pesados ángeles en la propia guisa, salvo lo de arrodillados. Uno ciérnese por sobre la vaca, de ojos inteligentes, y por cima del filosófico asno, que rumia su pitanza de yerba como si tal cosa, convencido quizás de que la paz del espíritu está en el estómago. Ghirlandaio, en su cuadro La Vergine in trono col bambino, coloca, fuera de los ángeles circunstantes, dos santos barbudos y tiarados á una y otra mano del trono.

Ya se explicó este anacronismo de canonizados pósteros de Cristo que asisten al Nacimiento del Señor por el capricho de los devotos, imbéciles compradores, que obligaban al artista a congregar un concilio ecuménico de santos, presidido muchas veces por el mismo comprador, ante el Bambino celeste. Lo que no he visto cuestionado es lo de fingir en quiénes presencian el advenimiento de Cristo al mundo, o en quiénes lo rodean cuando niño, esa actitud de oración y de beatismo católicos, mucho antes de existir el catolicismo. Otra cosa me repugna sobremanera: el misticismo de ojos, las miradas femeniles de esos mofletudos y lacertosos jayanes que figuran los santos.

Yo no me conocía ninguna especial inclinación por la matadora de Holofernes. ¿Por qué, pues, me subleva el que Angelo Bronzino, en una hermosa y amuchedumbrada tela, pinte a la nubil terrible entre los pálidos y equívocos moradores del Limbo? Que Judit al nacer no se bañó la cabeza de agua bendita, es verdad; pero ¿no se bañó después las manos en sangre? Bastantes títulos tiene para habitar el cielo. Ignoro a punto fijo el papel del limbo en la tramoya teológica; pero si constituye una como pradera de inocencia donde pálidos seres destituidos de conciencia ni gozan, ni sufren, comen lirios, beben rocío y miran beatíficamente el [329] viaje de las nubes y el paso del sol, Judit, la bella, la fuerte, ¿qué hace allí? Que la saquen, por Dios.

Mejor que la del limbo me explico la razón de ser del purgatorio, crisol do los elegidos. El fuego es el antiséptico del catolicismo. Y se me ocurre preguntar: si después de algunos ciclos de llamas, en el purgatorio, las ánimas salen puras, dignas del Empíreo, los precitos, aun los más empedernidos relapsos, ¿no quedarán también a la postre de los tiempos purificados por las llamas de Satanás?

XIII

Por las montañas apeninas vuela el tren de cumbre en cumbre, de Florencia a Bolonia; húndese a cada paso en el corazón de las rocas, perforadas de túneles, y sin escuchar la música de los torrentes que de las cimas se desprenden cantando, corre paralelo a un río de aguas románticas. Primero el ímpetu del río, en las pendientes, se deshace contra las peñas en canciones y espumas; luego en el valle se lo beben los arenales, y se tiende silente y manso en la planicie, mojando apenas hasta la cintura de las piedras, por donde las piedras, con la cabeza fuera del agua, parecen incrustaciones en una lámina de argenta.

Las colinas, labradas de surcos, llenas de ondulaciones paralelas como el tocado elegante de una dama, de una cortesana o de una artista, se creyeran haber sido el modelo de las montañas bíblicas de Ghiberti, de aquellas graciosas colinas de bronce, esculpidas en la puerta del Baptisterio florentino.

El tren arriba al crepúsculo, casi al anochecer. El sol poniente corona de resplandores la cima de las montañas, y el haz de resplandores, vibrados sobre la frente de los montes, ilumina todavía el valle, donde el río se lamenta y donde copos de sombra empiezan a caer. A la melancolía del paisaje se junta, en mi ánimo, la melancolía de un dolor. Una señora con dos hijas viaja en el mismo compartimiento que yo viajo.

La una, la más joven, bella y fresca, en pleno mes de Abril, es hermosura graciosa y riente. La otra... ¡Yo nunca vi una cosa más interesante! También muy bella y muy joven, la neurastenia hinca sus garras en aquella pobre niña de ojos en pena; deshoja las rosas de sus mejillas y de ese polvo de rosas hace jazmines mortales; tuerce aquella boca en un divino gesto de amargura; enciende la desesperación en aquellos ojos; afila y transparenta aquellas manos de hostia. ¡Pobrecita! La llevan a Milán a ver de mejorarla. Entre las cosas que yo nunca olvidaré está el dolor de esa cara. No es la vecindad de ultratumba, no es la angustia de esas primaveras, no es la sola hermosura lo que hace interesante a esa mujer, sino el gesto, aquel divino gesto de amargura, la expresión de aquella boca, la llama de aquellos ojos, la actitud de aquel martirio.

Recordé otra visión de pena, otro dolor trashumante: una pálida viajera, solitaria, beldad ojerosa y macilenta, joven caja de angustias, que me impresionó años atrás en Norte-América, y cuya decrépita juventud me inspiró estos versos: [330]

EN FERROCARRIL

¡Ay, mí pobre vecinal
¡cuál te clava su espina
el dolor; cuál te mina!
Toses, blanca viajera,
y tu cara de cera
es gentil calavera.
¿Dónde vas a curarte?
¿Quién tu pena comparte?
Interesas al arte,
por el duelo que arrojas
de tus ojos de hojas
donde anidan congojas;
por tus besos no dados,
tus amores soñados,
y tus días contados;
por tus raras facciones,
adorables creacionesde
un pintor de visiones.

A la postre se arriba.

Desembarco del tren, y al trote del carruaje, entre dos luces, Bolonia, al amparo de sus arcadas, triste, desierta, me parece un claustro colosal, una ciudad abandonada, una pobre ciudad muerta.

XIV

Sin añadir ni sustraer una tilde transcribo, de mi Diario de Italia, la nota correspondiente al 19 de Mayo. Desprovistos de todo afeite y de toda literatura estos apuntes de cosas vistas y de cosas vividas, tienen la ventaja de conservar la sensación caliente y palpitando como cayó en el papel.

19 de Mayo.–Salgo con Multedo á recorrer la ciudad. Más que la Pinacoteca –donde en medio de la escuela de Bolonia los Carrachi, Reni, Francia, y el bravo Domeniquino– triunfa la Sania Cecilia, de Rafael; más que la Universidad, faro tendido durante la tiniebla medioeval; más que el Neptuno de Juan de Bolonia, tridente en mano, de pie en la fontana pública sobre un grupo de Nereidas, por el pico de cuyos senos desnudos y providentes brota el agua; más que las dos torres de Pisa de Bolonia; más que las iglesias, lo que mejor me impresiona y seduce es la ciudad misma, su tipo, su carácter, su originalidad. Aquí no se cree uno en la calle nunca. Como se camina por donde quiera bajo arcadas, la ilusión de los ojos es un inmenso palacio de arquitectura extraña y monótona. En plena vía pública uno se piensa en los corredores de su casa. Cada una de las ciudades de Italia posee un cachet peculiar. Esta observación ha debido hacerla mucha gente, y debe de ser un lugar común aquí; pero como yo visito a Italia por vez primera, ignoro si mi observación es lugar común, aunque la comprenda supérflua y trivial. Pero no la borro; más bien prefiero explicarme la razón de esa desemejanza entre las ciudades de Italia. Esta asimetría, que en el fondo es una armonía, depende quizás, no sólo de que tales ciudades no formaron hasta ahora un todo político, una unidad nacional, una patria homogónea, sino de que los orígenes de cada ciudad itala son diferentes. Roma es latina; Nápoles griega; Florencia etrusca. Bolonia misma es [331] de origen etrusco-galo. ¿Hasta dónde fue el imperio romano mortero donde se fundieron todas las razas?

Almorzamos con los estudiantes en el colegio de España. El colegio, fundado á promedios del siglo XIV por el Cardenal Albornoz, es un caserón secular, triste y famoso. Cuando recorremos el edificio, para que yo lo conozca, un estudiante me dice al llegar a ciertas habitaciones:

—Estas son las mías. En ellas vivió también San Pedro Arbués.

La noticia me desconcierta y me llena de curiosidad y de inquietud. Y busco en aquellos muros severos si por ventura flota allí algún indicio, alguna partícula del alma de ese terrible santo.

Un italiano distinguido, R..., que habitó mucho tiempo en Venezuela y que vive ahora en Bolonia, nos invita a comer en su casa. En la comida los vinos abren las válvulas de la elocuencia a Multedo (que cuando más las tiene entrejuntas, jamás cerradas). Su charla irrestañable corre como un, río desde la siete bástala media noche. La sociedad en casa de R... es de lo más simpática.. Cinco mujeres jóvenes e inteligentes, de las cuales dos bastante hermosas, se apresuran a adivinar vuestro pensamiento, mal expresado en la lengua extranjera, y a suplir con sonrisas de inteligencia o de buena intención vuestras deficiencias de italiano.

Después de la comida llega el poeta Severino Ferrari, a quien Carducci deja su cátedra en la Universidad cuando se ausenta de Bolonia, como nos lo hacen saber. Ferrari es un hombre pequeño, de media edad, lleno de talento y de modestia, sobre todo de modestia. Una de las muchachas lee varios sonetos de Ferrari. Se conoce que en la casa lo aman y consideran mucho. La conversación toma un giro literario, siendo las señoritas quienes más baza meten, como enamoradas de cosas de arte y acostumbradas a tener opinión. Se trata de Carducci, que es ídolo de Bolonia; de Stechetti, de Pascoli, de D'Annunzio. A D'Annunzio todos le tiran piedras. Annunzio es, para los literatos, el innovador, el escandalizador, el enemigo. Para las mujeres, el amante de la Duse, el artista del pecado, el diablo que huele a París. Todo, por supuesto, de dientes afuera, que en el fondo ellas lo aman por esos mismos defectos de que lo acusan. Una de las chicas empieza por decirme que sólo conoce de D'Annunzio los versos; y termina por confesarme sotto-voce, puesta entre la espada y la pared, que se ha delectado con las novelas del grande artista. Páscoli, muy á la moda de hoy en Italia, es una mediocridad por la que no puedo entusiasmarme. Desde que llegué a Italia me dice todo el mundo: «¿no ha leído usted a Páscoli?»; o bien: «lea usted a Páscoli». Bueno; he leído a Páscoli: me parece de una religiosidad y de un sentimentalismo insufribles. Italia cuenta varios poetas vivos mucho mejores. Basta comprar una Antología y hacer la comparación.

XV

Terminan, mi querido Rubén Darío, estas notas de Italia. Tengo otras, sin embargo, bastante para hacer un volumen. Aquí no menciona a Milán, dónde encontré amigos artistas y corrieron para mí días felices; [332] ni recuerdo aquellos divinos lagos de Lombardía, a cuya vecindad, hasta el más ínfimo commis voyageur, debe de sentirse un poco poeta. Peco también de omitir nombre y recuerdos de Venecia, la ciudad de las lagunas y las leyendas, cuyas piedras románticas, talladas por Sansovino, se reflejan en el agua de los canales, surcados de góndolas cantoras; donde San Marcos estilita vela sobre la ciudad desde su columna de granito color de rosa, y los caballos de Lysippo, al frente de la Basílica, echan a correr, en ilusión, arrastrando como un carro de triunfo, dorado y pintoresco, la esplendorosa, la bárbara iglesia bizantina.

Otros recuerdos íntimos que traigo de esa tierra de amores se los he conversado á V., querido poeta, en un crepúsculo de estío, mientras nuestro coche se cruzaba en la avenida de las Acacias, en el Bosque, con los trenes de las artistas, de las cortesanas, de todo este mundo risueño y elegante de París que, como nosotros mismos, olvida —quizás porque lo recuerda demasiado— el consuelo desconsolante de Elifaz el Temanita:

—«Y vendrás en la vejez a la sepultura, como el montón de trigo que se coge a su tiempo.»