< Blas Pascal · Cartas escritas a un provincial >
1684 1849
Carta cuarta
De la gracia actual, siempre presente; y de los pecados de ignorancia
De París, a 25 de febrero de 1656
Muy señor mío,
He tratado con dominicanos, con doctores y con otros de este género; pero no hay como los jesuitas: faltábame el ver a estos para mi instrucción. Los otros no son más que copias para con ellos. Siempre vale más una cosa en su original. Visité pues a uno de los más diestros y sagaces, habiendo venido conmigo mi fiel jansenista que también me había acompañado a los dominicanos. Y como deseaba particularmente sacar alguna luz sobre un debate que los jesuitas tienen con los jansenistas acerca de lo que ellos llaman gracia actual, dije a ese buen padre que, pues ni aun sabía yo lo que ese término significaba, quisiese tomarse el trabajo de explicármele, y me tendría sumamente obligado. De muy buena gana, me respondió; porque naturalmente quiero bien a los que son curiosos y deseosos de aprender. He aquí la definición. Nosotros llamamos gracia actual una inspiración de Dios con que nos hace conocer su voluntad, y con que nos excita y mueve a quererla cumplir. ¿Y en qué está, dije yo, vuestro debate con los jansenistas? Está, me respondió, en que nosotros afirmamos que Dios da gracias actuales a todos los hombres, en cada tentación; y decimos que si en cada tentación no tuviese el hombre la gracia actual para no pecar, ningún pecado, por grande que fuera, podría ser imputado. Y los jansenistas dicen, por lo contrario, que los pecados cometidos sin gracia actual no dejan de ser imputados. Pero estos desvarían. Bien sospechaba yo lo que quería decir; pero, para obligarle a que se explicase más claro, le dije: Padre mío, ese vocablo de gracia actual me ofusca el entendimiento; yo no estoy hecho a él. Si V. P. gusta decirme lo mismo en sustancia sin valerse de ese término, me hará un favor particular y quedaré muy reconocido. Esto es querer, respondió el padre, que yo ponga la definición en lugar del definido: en esto nunca se muda el sentido del discurso; está bien. Tenemos pues por un principio cierto e indubitable que una acción no puede ser imputada a pecado, si Dios no nos da, antes de cometerla, el conocimiento del mal que hay en ella, y una inspiración que nos excite a evitarla. ¿Me entiendes ahora?
Asombrado con este discurso, según el cual todos los pecados de imprudencia, y los que se cometen con total olvido de Dios no podrían ser imputados, miré a mi jansenista, y reparé en su rostro que no era de ese sentir; pero, como no respondía, dije a ese padre: Yo holgara, padre mío, que lo que V. P. dice fuese verdadero, y que estuviese fundado en muy buenas pruebas. ¿Quieres que te traiga algunas? me dijo luego. Pues aguarda, que te traeré de las mejores; déjame hacer. Y con esto se fue con mucha apresuración a tomar sus libros.
Y entre tanto pregunté a mi amigo si se hallaban autores que llevasen esta opinión. ¿Tan nueva te parece? respondió. Pues advierte que nunca los santos Padres, ni los papas, ni los concilios, ni la Escritura sagrada, ni libro alguno de devoción, aun en estos tiempos, han dicho tal. De estos no traerá ninguno; pero de casuistas y escolásticos nuevos te alegará brava cantidad. Bueno es eso, dije yo: de esos autores me burlo yo, si son contrarios a la tradición. Tienes razón, me dijo. Y estando en esto, llegó el buen padre cargado de libros; y alargándome el primero que tenía más a mano: Lee, me dijo, la Suma de pecados del padre Bauny que traigo; y es la quinta edición, para decirte que es buen libro. Es lástima, me dijo bajito mi jansenista, que este libro haya sido condenado en Roma y por los obispos de Francia. Mira, me dijo el padre, la página 906. Púseme a leer, y hallé que decía así: Para pecar un hombre y ser culpado para con Dios, es menester que conozca que lo que quiere hacer es malo; o por lo menos que dude, que tema, o bien juzgue que su acción no agrada a Dios, que la prohíbe, y sin embargo la hace, quebranta el precepto, y pasa adelante satisfaciendo su apetito.
¡Bravo principio! dije yo. Pues mira, me dijo, lo que hace la envidia. Este es el punto sobre el cual M. Hallier, antes de ser de los nuestros, hacia burla y mofa del padre Bauny, aplicándole aquellas palabras: Ecce qui tollit peccata mundi; este es el que quita los pecados del mundo. Verdad es, dije yo, que el padre Bauny halló aquí un nuevo modo de redimir a los hombres y librarlos de pecado.
¿Quieres, prosiguió el padre, que te muestre una autoridad más grave y más auténtica? Toma este libro del padre Annat. Es el último que compuso contra el doctor Arnauld; lee en la página 34, donde está doblada la hoja, y mira los renglones que tengo señalados con el lápiz; son palabras de oro. Hallé pues este discurso: El hombre que no tiene ni el menor pensamiento en Dios, ni en sus pecados, y que de ninguna manera aprehende, esto es, según me lo interpretó, que no tiene noticia alguna de la obligación que le corre de ejercer actos de amor de Dios, o de contrición, este, digo, no tiene gracia actual; pero también es verdad que no peca dejando de ejercer estos actos, y si se condenare no será en pena de esta omisión. Y más abajo: Y lo mismo se puede decir de una comisión culpable.
Ves, dijo el padre, como habla de todos los pecados así de omisión como de comisión: no se le queda nada. ¿Qué dices a esto? Bravamente me agrada esta doctrina, dije yo; hermosas consecuencias, según veo, se pueden sacar de ella. ¡Válgame Dios, y cuántos misterios se me representan! Veo notablemente más gente justificada por vía de esta ignorancia y de este olvido de Dios, que por medio de la gracia y de los sacramentos. Pero, padre mío, ¿no es falso el gozo que V. P. me da? ¿No es esto como aquella gracia suficiente que no es suficiente? Fieramente temo el distingo; ya me hallé algunas veces cogido con él. ¿Habla V. P. de veras? ¡Cómo de veras! dijo el padre muy encendido: no hay que hacer burla; aquí no hay equivocación. No me burlo, dije yo; pero temo que no sea eso así, al paso que lo deseo sumamente.
Pues para asegurarte, me dijo, y para que no te quede escrúpulo alguno, toma los escritos de M. le Moine; verás cómo ha enseñado la misma doctrina públicamente en la Sorbona. Verdad es que la sacó de nosotros; pero él la deslindó hermosamente. ¡Y qué bien la explicó y confirmó! Dice pues que para que una acción sea pecado, es menester que todo esto pase en el alma. Lee y pondera cada palabra. Hallé pues en latín lo que aquí pongo en castellano. 1. Por una parte, infunde Dios en el alma algún amor que hace inclinar al hombre hacia lo que la ley manda; y, por otra parte, la sensualidad rebelde le solicita a hacer lo contrario. 2. Dios le inspira un conocimiento de su flaqueza. 3. Dios le inspira la noticia del médico que le ha de curar. 4. Dios le inspira el deseo de su remedio. 5. Dios le inspira el deseo de orar y de implorar su auxilio. Y si todo esto no pasa en el alma, dijo el jesuita, la acción no es propiamente pecaminosa, y no puede ser imputada, como M. le Moine lo dice en ese mismo lugar y en lo demás que se sigue.
¿Quieres más autoridades? aquí las tienes. Pero modernas todas, me dijo al oído mi jansenista. Ya lo veo, dije yo; y volviéndome al padre jesuita, le dije: De molde les viene esta doctrina a algunos que yo conozco; yo los haré venir acá. Puede ser que V. P. no haya visto otros que estén más puros ni más limpios de todo pecado, porque nunca piensan en Dios; previnieron en ellos al uso de razón los vicios: Nunca conocieron ni su flaqueza, ni el médico que los puede curar. Jamás han pensado en desear la salud de sus almas, y mucho menos en pedir a Dios que se la diese: de suerte que todavía están en el estado de la inocencia bautismal, según la doctrina de M. le Moine. Nunca han pensado en amar a Dios, ni en dolerse de sus pecados; y así, conforme dice el padre Annat, jamás cometieron pecado alguno por defecto de caridad y de penitencia. Pasan toda la vida buscando nuevos deleites, sin que el menor remordimiento de conciencia haya detenido el ímpetu de sus pasiones. Teníalos yo a estos por perdidos; pero V. P. me enseña que estos mismos excesos les hacen segura su salvación. Bendito sea V. P. mil veces, que así justifica y salva la gente. Otros aprenden a curar las almas con penosas austeridades; pero V. P. muestra que las que se creían más despojadas de remedio, están sanas y buenas. ¡Qué gallardo medio para ser dichoso en este mundo y en el otro! Siempre había pensado que cuanto más alejado estaba Dios de nuestro pensamiento, tanto más gravemente se pecaba; pero, a lo que oigo, cuando un hombre ha llegado a ese extremo de no acordarse de Dios poco ni mucho, todo se vuelve puro y limpio en lo venidero. Quiten allá esos pecadores que reservan todavía algún resabio y amor a la virtud: todos estos pecadores a medias serán condenados. Pero aquellos pecadorazos, pecadores endurecidos, pecadores sin mezcla, llenos y consumados, no tienen que temer el infierno: al paso que se entregaron al demonio, le han engañado.
El buen padre, que veía que de su principio de doctrina se sacaban estas consecuencias necesariamente, escapó por un ladito diestramente; y sin enojarse, o sea por prudencia, o por su natural blandura, solamente me dijo: Para que entiendas que nosotros conocemos estos inconvenientes, has de saber que aunque afirmamos que estos pecadores que tú dices no pecarían, si nunca tuviesen pensamiento ni voluntad de convertirse, ni deseos de volver a Dios; pero también decimos que no hay ninguno que no tenga tales impulsos, y que nunca Dios ha dejado pecar a un hombre sin darle primero el conocimiento del mal que va a cometer, y el deseo o de evitar el pecado, o por lo menos de implorar su divino auxilio para poderle evitar; y solos los jansenistas dicen lo contrario.
¡Pues cómo, padre mío! repliqué yo, ¿es esta la herejía de los jansenistas, de negar que cada vez que el hombre peca le remuerde la conciencia, y que sin embargo, vencido el remordimiento, quiebra el precepto y pasa adelante, como dice el padre Bauny? En verdad que es ridícula la herejía. Siempre juzgué que muchos se condenaban por no tener ningunos pensamientos buenos; pero que alguno se condene porque no cree que todo hombre los tiene, es lo que yo no pensaba. Pero, padre mío, la conciencia me obliga a sacar a V. P. de este engaño; y digo que hay mil personas que no tienen estos pensamientos ni estos deseos, y que pecan sin temor y sin remordimiento, que pecan con alegría y que hacen gloria del pecado. ¿Y quién puede saber esto más bien que V. P. misma? Cierto es que V. P. oye en confesión a algunos de estos que digo, porque ordinariamente estos se hallan entre los caballeros de mucha calidad. Pero repare V. P. en las perniciosas consecuencias que se siguen de vuestra máxima. ¿No ve V. P. los efectos que puede producir en los licenciosos que no buscan sino la ocasión para dudar de nuestra Religión? ¿No es esto darles un pretexto para ello, cuando se les dice, como si fuera artículo de fe, que al cometer un pecado siempre sienten en sí un impulso divino y un deseo interior de no pecar? ¿Y no es visible que hallándose convencidos por la experiencia que tienen de lo contrario, y de la falsedad de vuestra doctrina en este punto, que vosotros decís ser de fe, sacarán la consecuencia para dudar de toda la Religión? Dirán que si los jesuitas no son verídicos en un artículo, serán sospechosos en todos: por donde concluirán, o que la Religión es falsa, o que la Compañía sabe muy poco de ella.
Pero mi segundo, confirmando mi discurso, le dijo: Muy bien haría V. P., para conservar su doctrina, en no explicar con tanta claridad como hizo con nosotros lo que entiende por gracia actual; porque ¿cómo puede asegurarse abiertamente, sin poner a riesgo todo su crédito, que nadie peca sin que tenga primero el conocimiento de su flaqueza, la noticia del médico, el deseo de su remedio y la voluntad de pedirle a Dios? ¿Quién creerá bajo la palabra de V. P. que aquellos que están totalmente entregados a la avaricia, a la deshonestidad, a las blasfemias, al duelo, a la venganza, al hurto, a los sacrilegios, tienen voluntad y deseo de abrazar la castidad, la humildad y las demás virtudes cristianas?
¿Quién creerá que aquellos antiguos filósofos que realzaban tanto las fuerzas de la naturaleza, hayan conocido la flaqueza y la enfermedad del alma y el médico para curarla? ¿Y dirá V. P. que los que tenían por máxima cierta y segura que no es Dios quien da la virtud, y que no ha habido jamás alguno que se la haya pedido, hayan pensado ellos mismos en pedírsela?
¿Quién podrá creer que los epicúreos, que negaban la providencia divina, hayan tenido deseo de orar, al paso que ellos mismos decían que era hacer injuria a Dios el invocarle en nuestras necesidades, como si su divina Majestad se hubiera de bajar a pensar o a cuidar de nosotros?
Y finalmente, ¿quién podrá imaginar que los idólatras y los ateos tengan en todas las tentaciones que los llevan a pecar, es decir, infinitas veces en su vida, el deseo y voluntad de pedir al verdadero Dios, que ellos no conocen, las verdaderas virtudes que ignoran?
¡Y cómo que diremos! respondió muy resuelto el buen padre; y primero que decir que se peca sin tener conocimiento del mal y sin tener deseo de la virtud contraria, hemos de decir que todo el mundo, que todos los impíos y todos los infieles tienen estas inspiraciones y estos deseos a cada tentación; y no me podréis probar lo contrario, por lo menos por la sagrada Escritura.
Toméle la palabra y dije: ¡Pues cómo, padre mío! ¿será menester acudir a la Escritura sagrada para probar una cosa tan clara y evidente? No tiene aquí lugar la fe, ni aun es punto que se haya de vencer a fuerza de razones; es un punto de hecho, es una cosa que vemos, que sabemos y que sentimos en nosotros mismos.
Pero mi jansenista, ateniéndose a lo que el padre pedía, le dijo: Ya que V. P. no se remite sino a la Escritura, estoy contento; pero no se resista a ella V. P.: y pues está escrito que no ha revelado Dios sus juicios a los gentiles, y que los ha dejado errar en sus caminos, no diga V. P. que Dios ha dado luz a aquellos que los sagrados libros aseguran que fueron dejados en poder de las tinieblas y en medio de la sombra de la muerte.
¿No basta, para conocer el error de esta doctrina que V. P. lleva, el ver que san Pablo dice de sí mismo que es el primero de los pecadores, por un pecado que declara haber cometido por ignorancia y llevado ciegamente de su celo?
¿No basta ver por el Evangelio que los que crucificaban a Jesucristo necesitaban del perdón que el mismo Señor pedía por ellos, bien que no conocían la maldad de su acción; y que a tener ese conocimiento, según san Pablo, no la hubieran cometido?
¿No basta que Jesucristo nos advierta que habrá perseguidores de la Iglesia que, procurando derribarla, pensarán que hacen un servicio a Dios; para darnos a entender que ese pecado, con ser el mayor de todos, según dice el Apóstol, le pueden cometer aquellos que están tan ajenos de pensar que pecan, que antes creerían pecar si no lo hicieran? Y finalmente, ¿no basta que el mismo Señor nos haya enseñado que hay dos géneros de pecadores, unos que pecan con advertencia y conocimiento, y otros que pecan sin él; y que unos y otros serán castigados, aunque con penas desiguales?
Viéndose apretado el buen padre con tantos lugares de la Escritura, adonde había apelado, comenzó a aflojar; y concediéndonos que los impíos pecaban sin tener inspiración alguna, dijo: Por lo menos no se negará que los justos nunca pecan sin que Dios les dé… Deténgase, padre mío, dije yo, esto es echar piés atrás: V. P. desampara su principio y fundamento general; y viendo que ya no tiene lugar por los pecadores, quisiera entrar en ajuste y hacerle a lo menos subsistir por los justos. Más así veo esta doctrina muy trasquilada, porque no valdrá ya sino respecto de muy pocos; y casi no vale la pena de disputársela a V. P.
Pero mi segundo, que, según creo, había estudiado toda esta cuestión aquella misma mañana, según estaba pronto para todo, le respondió: Padre mío, esta es la última cortadura donde tienen su retirada los que son de vuestro partido y quisieron entrar en disputa; mas tampoco está V. P. seguro en ella. Este ejemplo de los justos no le es más favorable. ¿Quién duda que estos caen muchas veces en pecados de inadvertencia sin haberlos percibido? ¿No sabemos por los santos mismos de qué manera la sensualidad les arma lazos secretos, y que ordinariamente acontece que, por sobrios que sean, dan a su apetito lo que piensan dar a la necesidad, como san Agustín lo dice de sí mismo en sus Confesiones?
¿Cuán ordinario es ver a los más celosos exasperarse en las disputas movidos de algún propio interés, sin que su conciencia los culpe; antes piensan que lo hacen en favor de la verdad, y a veces no caen en ello sino mucho tiempo después? Pero ¿qué diremos de aquellos que hacen con ardor cosas que son efectivamente malas, porque las creen efectivamente buenas, de lo cual vemos ejemplos en la historia eclesiástica? Y esto no quita, según los santos Padres, que no hayan pecado en esas ocasiones.
Y si no fuera esto, ¿cómo los justos tuvieran pecados ocultos? ¿Cómo sería verdad que solo Dios conoce cuántos y qué tales son; que nadie sabe si es digno de amor o de odio, y que los más santos siempre deben vivir en temor, aunque no se sientan culpados, como san Pablo lo dice de sí mismo?
Conciba pues V. P. que para pecar no es necesario tener antes conocimiento del mal y amor a la virtud opuesta, como V. P. supone. Los ejemplos que he traído, así de justos como de pecadores, destruyen igualmente esa doctrina; pues la pasión que los malos tienen por los vicios indica bastante que no tienen deseo alguno de virtud, y el amor que los justos tienen a la virtud muestra claramente que no siempre conocen si son pecados los que cometen cada día, según la Escritura.
Y es tanta verdad que los justos pecan así, como es raro que un gran santo peque de otra manera. Porque ¿cómo se podría creer que aquellas almas tan puras, que huyen con tanto cuidado y fervor de la menor cosa que pudiera ofender los ojos de Dios luego que lo advierten, y que sin embargo pecan muchas veces en un día, tuviesen cada vez antes de pecar el conocimiento de su flaqueza en esa ocasión, la noticia del médico, el deseo de su remedio, y la voluntad de orar para pedir a Dios que les socorra, y que, a pesar de todas estas inspiraciones, estas almas tan santas no dejasen de pasar adelante y de cometer el pecado?
Concluya pues V. P. que ni los pecadores, ni aun los más justos, tienen siempre estos conocimientos, estos deseos y todas estas inspiraciones siempre que pecan; es decir, valiéndome de vuestros términos, que no tienen siempre la gracia actual en todas las ocasiones en que pecan. Y no diga más V. P. con sus nuevos autores que es imposible pecar cuando no se conoce la justicia; antes bien diga, con san Agustín y con los antiguos Padres, que es imposible no pecar cuando no se conoce la justicia: Necesse est ut peccet a quo ignoratur justitia.
Viéndose el buen padre imposibilitado de sostener su opinión, así respecto de los justos como de los pecadores, no por eso perdió el ánimo; y después de haber pensado un poco, nos dijo: Ahora voy a convenceros. Y volviendo a tomar su padre Bauny en el mismo lugar que nos había mostrado: Mirad, mirad la razón que pone para fundar su concepto. Bien cierto estaba yo que no le habían de faltar pruebas. Leed lo que cita de Aristóteles, y veréis que, sobre una autoridad tan expresa, o será menester quemar los libros de este príncipe de los filósofos, o declararse en favor de nuestra opinión. Escucha pues los principios que establece nuestro padre Bauny. Primeramente dice que una acción no puede ser vituperada cuando es involuntaria. Esto concedo yo, dijo mi amigo. Esta es la vez primera, les dije, que os veo de acuerdo. No pase V. P. de ahí, y créame. No se hace nada con esto, me respondió, porque es menester saber qué condiciones son necesarias para hacer que una acción sea voluntaria. Mucho temo, padre mío, que le venga a V. P. una nueva pendencia sobre éste punto. No tienes que temer, me dijo, esto es cierto; Aristóteles está por mí. Escucha atento lo que dice el padre Bauny: Para que una acción sea voluntaria, es menester que proceda de hombre que ve, que sabe, que penetra el bien o el mal que hay en ella. Voluntarium est, como comúnmente se dice con el filósofo (bien sabes que este es Aristóteles, me dijo apretándome los dedos), quod fit a principio cognoscente singula in quibus est actio: de manera que cuando la voluntad se determina sin examen y al vuelo a amar o aborrecer, a hacer o dejar de hacer alguna cosa antes que el entendimiento haya podido ver si hay mal en amarla o en aborrecerla, en hacerla o dejarla, entonces una tal acción ni es buena ni mala; porque, antes de esta inquisición, conocimiento y reflexión del espíritu sobre las calidades buenas o malas de aquello que se pone por obra, la acción que interviene no es voluntaria.
Y bien, me dijo el padre, ¿estás satisfecho? Parece, respondí yo, que Aristóteles es del sentir del padre Bauny; pero no deja de sorprenderme. ¡Pues qué! padre mío, ¿no basta para obrar voluntariamente que sepa yo lo que hago, y que no lo hago sino porque quiero hacerlo; pero además es menester que vea, que sepa y que descubra lo que hay de bien o de mal en la acción? Si esto es así, muy pocas acciones voluntarias habrá en la vida, porque pocos habrá que atiendan a todo esto. ¡Cuántos juramentos se echan en el juego, cuántos excesos se cometen en las borracheras, cuántos desórdenes en el carnaval que no son voluntarios según esta opinión, y por consiguiente ni buenos ni malos, porque no van acompañados de aquellas reflexiones sobre las calidades buenas o malas de aquello que se hace! Pero ¿es posible, padre mío, que Aristóteles haya tenido tal sentimiento, porque siempre he oído decir que fue hombre inteligente y docto?
Yo te diré lo que hay en esto, dijo mi jansenista. Y habiendo pedido al padre la Moral de Aristóteles, abrió el principio del libro tercero, de donde el padre Bauny sacó las palabras que refiere, y dijo al buen padre: Paso a V. P. el haber creído, sobre la fe del padre Bauny, que Aristóteles era de ese sentir; pero si V. P. misma le hubiera leído, no fuera de este parecer. Verdad es que enseña que para que una acción sea voluntaria, es menester conocer las particularidades de aquella acción, singula in quibus est actio. Pero ¿qué entiende Aristóteles por esto sino las circunstancias particulares de la acción, como claramente se ve por los ejemplos que da, alegando solamente aquellos en que se ignora alguna de esas circunstancias, como de una persona que queriendo montar una máquina, se le va y despide una saeta que hiere impensadamente a uno; y de Mérope, que mató a su hijo pensando matar a su enemigo, y otros semejantes?
Por donde bien ve V. P. cuál es la ignorancia que hace las acciones involuntarias, y que no es sino la de las circunstancias particulares que los teólogos llaman, como V. P. lo sabe muy bien, ignorancia del hecho. Mas en cuanto a la del derecho, esto es, en cuanto a la ignorancia del bien o del mal que hay en la acción de la cual se trata aquí, veamos si Aristóteles es del sentir del padre Bauny. He aquí las palabras de este filósofo: Todos los malos ignoran lo que deben hacer y lo que deben huir; y esto mismo los hace malos y viciosos. Por lo cual no se puede decir que, por cuanto un hombre ignora lo que debe hacer de obligación, su acción sea involuntaria. Porque esta ignorancia en la elección del bien o del mal no hace que una acción sea involuntaria, sino solo viciosa. Lo mismo se debe decir de aquel que ignora en general las reglas de su deber, puesto que esta ignorancia hace a los hombres dignos de vituperio, y no de excusa. Y así la ignorancia que hace las acciones involuntarias y excusables es solamente aquella que mira el hecho en particular y sus circunstancias singulares. Porque entonces tiene lugar el perdón y la excusa, como en quien ha obrado contra su propia voluntad.
Visto esto, padre mío, ¿volverá V. P. a decir que Aristóteles es de su opinión? ¿Y quién no se admirará de ver que un filósofo gentil haya tenido más luz que vuestros doctores en una materia que importa tanto a la doctrina moral, y al gobierno y dirección de las almas, como es saber cuáles son las condiciones que hacen las acciones voluntarias o involuntarias, y por consiguiente cuáles excusan o no excusan de pecado? No espere nada V. P. de ese príncipe de los filósofos; y no resista al príncipe de los teólogos, que decide esta controversia de esta manera en el libro I de sus Retrac., c. 15: Los que pecan por ignorancia no obran sino porque quieren obrar, bien que pecan sin querer pecar. Y así este mismo pecado de ignorancia no se puede cometer sino por voluntad de aquel que le comete; pero por una voluntad que se dirige a la acción, y no al pecado; y esto no quita que la acción sea pecado, porque basta para ello que se haya hecho lo que no debía hacerse.
Parecióme que el buen padre había quedado algo turbado, y aun más con el lugar de Aristóteles que con el de san Agustín. Pero al tiempo que pensaba en lo que había de responder, le vinieron a decir que la señora mariscala de… y la señora marquesa de… le llamaban. Y así, dejándonos con mucha apresuración: Comunicaré este punto, dijo, a nuestros padres. Ellos le hallarán salida: algunos tenemos aquí muy agudos. Conocimos luego lo que era; y quedando solos, manifesté a mi amigo el asombro que me causaba el desorden que esta doctrina introducía en la moral. A lo cual me respondió: En verdad que tu asombro me asombra a mí mucho mas. ¿Luego no sabes que los excesos de estos padres son mucho mayores en la moral que en otras doctrinas? Trájome algunos ejemplos horribles, y difirió para otra vez lo demás que había de decirme. A la primera ocasión avisaré a Vm. de lo que me hubiere referido. Guarde Dios, &c.
[ Blas Pascal, Cartas escritas a un provincial, París 1849, páginas 38-53. ]