Filosofía en español 
Filosofía en español

Congreso por la Libertad de la Cultura

«Provincialismo y universalismo en la cultura europea»

Lourmarin, del 8 al 13 de julio de 1959


Castillo de Lourmarin
Castillo de Lourmarin, reconstruido por el industrial Robert Laurent-Vibert (1884-1925),
gestionado por la Fondation de Lourmarin Robert Laurent-Vibert

Del 8 al 13 de julio de 1959 el Congreso por la Libertad de la Cultura reunió, en el Castillo de Lourmarin, en pleno corazón de la Provenza, con cobertura de la Universidad de Aix-en-Provence y dineros de la Fundación Ford, a tres docenas de intelectuales de siete países para tratar del «Provincialismo y universalismo en la cultura europea», bajo la batuta de Pierre Emmanuel.

Esta reunión se venía fraguando desde hacía meses, y sus preparativos eran seguidos con cierto interés por dos españoles radicados en los Estados Unidos, José Ferrater Mora y Juan Marichal, vinculados desde tiempo antes al Congreso por la Libertad de la Cultura, institución que no tenía interés, en esta ocasión, por su presencia: el 9 de abril de 1959 le pregunta Juan Marichal, desde Massachusetts, a José Ferrater Mora, en Pensilvania: «Ha sabido algo de la reunión de Aix? ¿Le invitaron a ud.?». Un mes antes de la reunión, el 8 de junio, Aranguren, desde Madrid, informa en una de sus cartas a Ferrater del coloquio que se va a celebrar en Lourmarin.

Asistieron seis españoles del interior, invitados expresamente: Pedro Laín Entralgo (1908-2001), José Luis López-Aranguren (1909-1996), José Luis Cano (1911-1999), Julián Marías (1914-2005), Camilo José Cela (1916-2002) y José María Castellet (1926). Estaban al parecer invitados, pero no pudieron asistir, Dionisio Ridruejo (1912-1975), al no disponer de pasaporte (la parte final de la ponencia que había preparado fue publicada en Cuadernos: «La vida cultural española y la problemática europeísta»), y Lorenzo Gomis (1924-2005).

Y estuvieron presentes, como es natural, los dos españoles que llevaban años contratados por la organización, los antiguos poumistas Julián Gorkin e Ignacio Iglesias, además del veterano anarquista Eduardo Pons Prades (1920), que todavía vivía en el exterior. Además, el resto de europeos, los compañeros de viaje que habían aceptado la invitación, y los encuadrados orgánicamente en el CLC: François Bondy, Jean Bloch-Michel, el propio Pierre Emmanuel, que buscaban con esta reunión, entre otras cosas, favorecer la constitución, en el interior, de un grupo español estable vinculado al Congreso. Y no faltaron ni el filántropo norteamericano Waldemar A. Nielsen (1917-2005), agente de la Fundación Ford, ni Denis de Rougemont (1906-1985), presidente del Congreso por la Libertad de la Cultura.

La crónica oficial de esta reunión fue publicada por Julián Marías en el número 39 de Cuadernos (noviembre-diciembre 1959, págs. 83-86): «Una Europa abreviada en Lourmarin» (incorporada tres años después, con muy ligeras modificaciones, a su libro Los Españoles, Revista de Occidente, Madrid 1962, versión que reproducimos más abajo).

Quienes hubieran querido asistir pero no fueron invitados se consolaban: «PS. JL Cano me dice que lo de Aix resultó poco interesante» (añade Juan Marichal en una nota que remite a José Ferrater, desde Alicante, el 16 de julio). Por su parte Julián Marías, en carta que escribe a Ferrater desde Soria, el 28 de julio, lamenta que ni Ferrater ni Marichal hubiesen sido invitados a Lourmarin.

«Coloquio internacional de Lourmarin. Del 8 al 13 de julio se celebrará en el castillo de Lourmarin, en la Provenza, un coloquio internacional que reunirá a unos cuarenta escritores alemanes, españoles, franceses, italianos y portugueses, además de algunos observadores de diversos países de Europa, Asia y América. Este coloquio, que bajo el tema “Provincianismo y universalidad de las culturas europeas”, patrocinan la Facultad de Letras de Ais-en-Provence y la Academia de dicha ciudad, estará dirigido por el poeta Pierre Emmanuel. Los participantes son, en su mayoría, escritores de la generación de la guerra y de la postguerra, testigos y, a menudo, protagonistas de la contienda europea. Los escritores españoles invitados al coloquio de Lourmarin son: Pedro Laín Entralgo, Camilo José Cela, José Luis Aranguren, Julián Marías, José María Castellet, José Luis Cano y Lorenzo Gomis. Entre los participantes de Alemania se encuentran el poeta Hans Egon Holthusen y Hans Paeschke, director de la revista Der Merkur; de Italia, los novelistas G. B. Angioletti y Guido Piovene; de Francia, los señores Jean Lescure, secretario general del Teatro de las Naciones, y el editor-poeta Pierre Seghers, y de Portugal, la novelista Agustina Bessa-Luis.» (ABC, Madrid, domingo 5 de julio de 1959, pág. 94.)

«En el castillo de Lourmarin, en Provenza, y bajo la direción del poeta Pierre Emmanuel, se celebró la pasada semana un coloquio internacional en torno al provincianismo y universalidad de las culturas europeas, patrocinado por la Facultad de Letras de Aix-en-Provence. Escritores franceses, alemanes, italianos, portugueses y españoles, amén de algunos observadores de otros países de Europa, Asia y América fueron invitados a considerar si el hecho cierto de la provincianización de las diversas culturas europeas obedece al retroceso de la influencia europea en el mundo o el cansancio de unas generaciones que ya no son capaces de mantener esa influencia universal; y si al modo de economistas y técnicos tratan de crear una Europa materialmente viable y susceptible de representar su papel en el nuevo equilibrio económico del universo, cabe arbitrar unas medidas que a la cultura europea devuelvan su eficaz unidad asegurándole el lugar que le compete en el mundo del porvenir. Entre los gruesos calibres del coloquio figuraban (o fueron invitados, por lo menos) los críticos G. B. Angioletti y Hans Paeschke, el novelista conde Piovene, los poetas Seghers y Lescure; entre los españoles Laín y Cela, Aranguren y Marías, José Luis Cano y los catalanes Castellet y Gomis.» (La Vanguardia Española, Barcelona, miércoles 15 de julio de 1959, pág. 10.)

Una Europa abreviada en Lourmarin

Cerca de Aix-en-Provence, en el Château de Lourmarin, unas decenas de escritores europeos se han reunido a conversar, mañana y tarde, entre el 8 y el 13 de julio de 1959. La Provenza estaba soleada y calurosa; viñedos y olivos, cipreses, un intenso, persistente rumor de locuaces cigarras. Se sentía cerca a Grecia, madre o, por lo menos, madrina de Europa.

Una rencontre internacional. ¿Una más? Acaso no. Esta, patrocinada por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de Aix-en-Provence y por la Fondation Laurent-Vibert, hecha posible por la silenciosa cooperación de la Ford Foundation, ha tenido algunos caracteres peculiares. Ha reunido a treinta y tantos intelectuales, procedentes principalmente de cuatro países de Europa: Francia, Alemania, Italia, España; más una presencia portuguesa y otra yugoslava, que dilataban un tanto el torso reducido de esta Europa abreviada. Pero, si nuestro continente estaba muy fragmentariamente representado por los conversadores, estaba íntegro en la conversación; íntegro y no aislado, sino con las conexiones reales que le pertenecen, sin las cuales no es inteligible. El tema era nada menos que éste: «Provincialismo y universalismo en la cultura europea». A los ojos de un español, este mismo título resultaba ambiguo, y de esa ambigüedad empezaban a surgir el problema y acaso su solución: ¿cómo traducir la palabra 'provincialisme'? Por 'provincialismo' o acaso por 'provincianismo'? Tan pronto como se rozó esta duda, ya estábamos in medias res, irremediablemente enredados en el drama histórico de Europa. [338]

Y entonces, a su vez, adiós el tema propuesto. Quiero decir que, al tocar la realidad misma de Europa, ésta arrastró consigo a los conversadores y los llevó, arriba y abajo, a derecha e izquierda, por tortuosos caminos, con aparente falta de lógica en ocasiones, al sistema efectivo –histórico, social, político– de los problemas europeos. Resultó que intentar hablar de ese “provincialismo y universalismo” obligaba a preguntarse por aquellas cuestiones sin aclarar las cuales el intelectual es un sonámbulo o una sombra, es decir, lo contrario de un intelectual.

La primera originalidad de la Rencontre de Lourmarin era su director, el poeta francés Pierre Emmanuel. Dirigir unos coloquios internacionales requiere –al menos así se piensa– “tacto” y “diplomacia”. Por “tacto” se suele entender la habilidad de no tocar las cosas –y menos a las personas–. Pierre Emmanuel prefiere, mejor dicho, no es que prefiera, sino que no puede hacer otra cosa que agarrar las cosas con ambas manos, hasta el frenesí, y abrazar o sacudir a sus interlocutores. En cuanto a la diplomacia, la tradicional es la diplomacia del hielo; Pierre Emmanuel ha ensayado otra, la diplomacia del fuego. Y hay que decir que, tras unas conversaciones bastante movidas, en que no se han ahorrado las palabras y los conceptos vivos, candentes, con punta, en que se ha concedido lo suyo a la pasión –sobre todo a la que no quita conocimiento–, al ingenio, a la retórica, los participantes se han separado cordialmente, con mutua estimación, con efusión, dejando prendidas muchas amistades y, sobre todo, la conciencia inequívoca de tener que contar unos con otros, hombres de pluma y países que en ellos se habían expresado.

Alemanes como Hans Egon Holthusen, Hans Paeschke, Walter Boehlich o Hellmut Jaesrich; franceses, como François Bondy, Jean Camp, Alain Bosquet, Claude Vigée, Jean Duvignaud, Jean Bloch-Michel, François Fontaine o Jean Lescure; la novelista portuguesa Agustina Bessa-Luis y el profesor yugoeslavo Streten Maritch; italianos como Guido Piovene, Liliana Magrini o G. B. Angioletti, han conversado incansablemente entre sí y con un puñado de españoles, Pedro Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Camilo José Cela, [339] José Luis Cano, José María Castellet y Julián Marías, que constituían una peculiaridad más de esta Rencontre.

¿Por qué? ¿Es una novedad que media docena de españoles asistan a una reunión internacional? ¿No ocurre esto muchas veces cada año? No como en Lourmarin. Estos seis hombres –más los de dos invitados que no pudieron asistir, uno, Lorenzo Gomis, por razones personales, el otro, Dionisio Ridruejo, por motivos impersonales– estaban en Lourmarin con su estricta significación personal; quiero decir que no eran “representantes” de nada ni de nadie, sino que eran “representativos”. ¿De qué? De lo que llamó Ortega en 1914 “la España real”. Entiéndaseme bien: repito que no eran representantes, sino representativos; y no por ser precisamente quienes eran, sino más bien por estar. Esto es lo que me interesa subrayar: que los españoles estaban en el Château de Lourmarin, en cuerpo y alma, con su atención puesta en los problemas, su inteligencia abierta y su palabra libre, en persona y en función de su doble e irrenunciable condición de españoles y europeos. Y además eran seis –y pudieron ser ocho–, no un individuo aislado –como tantas veces he sido–; es decir, un grupo, un minúsculo equipo de hombres independientes unos de otros y de los demás, pero no insolidarios, capaces de discrepar y de entenderse, de contradecirse y de estimarse, de discutir y estrecharse fraternalmente la mano. Y esto, todo esto, lo percibió y lo expresó la mínima Europa de Lourmarin, que sintió en su seno un inequívoco latido de España.

Las conversaciones de Lourmarin se introdujeron con unas sesiones preliminares “para conocerse”. A los diez minutos se estaba ya en lo más vivo de los más vivos problemas –la condición de intelectual, su posible coincidencia con el escritor o sus diferencias, su relación con el público y con los Poderes, la censura y su realidad–; y, naturalmente, empezábamos a conocernos de prisa. Una reunión poética, que prometía (o amenazaba) ser un escape lírico y un remanso, resultó por azar la introducción de uno de los temas más apasionantes: los Estados Unidos, de los que se ha hablado en Lourmarin –et pour cause!– [340] casi tanto como de Europa. Las experiencias, en cierto modo opuestas, de Claude Vigée y mías, pusieron sobre el tapete –un verde tapete que invitaba en vano a jugar con las ideas– la cuestión de la vida americana y su relación con la europea. Mientras Claude Vigée se había sentido “en exilio” y rodeado de una realidad automatizada e inhumana, si bien de grandes valores de muchos órdenes, yo había experimentado la impresión de estar “en casa”, se entiende, en otra casa, en un mundo entrañable y quizá más humano que ningún otro, penetrado de la poesía de la vida cotidiana, de la “apacibilidad de la vivienda” que Cervantes halló en Salamanca y yo he encontrado en New England. A partir de este primer día, el tema americano resultó inseparable del europeo.

Una sesión sobre “La Europa de los técnicos”, introducida por François Fontaine, tan próximo a Jean Monnet y a los esfuerzos por establecer la base material de una Europa unida, aunque no sea una Europa entera, planteó a los participantes un delicado problema de conciencia. Los hombres de letras reunidos en Lourmarin, con mínimas excepciones, permanecieron extrañamente indiferentes, casi desdeñosos, quizá una punta hostiles, a la excelente exposición; y al mismo tiempo sintieron sorpresa de su propia reacción, remordimiento y una sombra de rubor. Laín lo denunció enérgicamente y señaló el aspecto de enfant gâté frecuente en el intelectual europeo, sobre todo en el homme de lettres; yo intenté explicar esa extraña indiferencia apesadumbrada de sí misma: ¿no será que se está intentando la unificación técnica de Europa de un modo excesivamente administrativo y “aburrido”, más como una empresa industrial que como una empresa histórica, sin el entusiasmo que ha sido siempre la condición de Europa, y que es el requisito de toda empresa?

“La Europa del Este y la Europa del Oeste: una sola Europa” fue el tema siguiente. Un tema apasionante, que puso al desnudo la conciencia generalmente compartida de dos hechos: uno, que la Europa del Este es irrenunciable, que no se puede aceptar que Europa termine en la pequeña Europa occidental, menos aún en la “Europa de los Seis”; el otro, que la dolorosa escisión actual no puede impedir que nos ocupemos de la [341] unificación de la Europa accesible. Y yo recordé el tipo de realidad del “telón de acero”, que no es una barrera física, como el Himalaya, ni una línea imaginaria, como los meridianos, sino una realidad voluntaria y además unilateral. Y señalé que, así como el siglo VII hizo, con la invasión árabe de ífrica del Norte y gran parte de España, intransitable el Mediterráneo, convirtió lo que era un camino en una barrera y dividió el mundo antiguo –un mundo con dos orillas– en dos separados, haciendo Europa como hinterland del Mediterráneo Norte, así el telón de acero ha escindido Europa, y ha dibujado la realidad de Occidente, con América como hinterland de la Europa fragmentaria del Oeste.

La cuestión de si “La Europa del Oeste ¿está americanizada?” y, de un modo más amplio, el tema de “El mundo europeo y el resto del mundo”, fueron los últimos coloquios, antes de intentar un “Balance de la Rencontre”, que presidió Denis de Rougemont, llegado a Lourmarin expresamente para ello. Una cosa o dos resultaron particularmente claras: los intelectuales reunidos en Lourmarin eran hostiles a todo nacionalismo, consideraban un hecho decisivo la presencia mutua de los países de Europa, tenían plena conciencia de la limitación e insuficiencia de cada uno de éstos –su condición, dije yo, “orgullosamente provincial”, y la necesidad de superar el provincianismo–, estaban de acuerdo en que las relaciones entre Europa y América tenían que ser íntimas y crecientes, y desde luego en que todo ese mundo más o menos estrictamente “nuestro” está hoy rodeado de otras realidades, en alguna medida procedentes de Europa, derivadas de ella en muchas zonas de su vida histórica, que han tomado incluso de lo europeo el impulso para su indocilidad y rebeldía.

Pero también se hicieron evidentes otras cosas: que, a pesar de su hostilidad al nacionalismo, los intelectuales europeos están profundamente arraigados en sus naciones; que el viejo “cosmopolitismo” es cosa pasada; que, por otra parte, a la hora de la verdad, las naciones de Europa se desconocen bastante, y hasta entre los intelectuales perduran amplias zonas de ignorancia o de “falso conocimiento” mutuo; en suma, que el “provincianismo” no se ha superado enteramente, [342] que es una realidad que a todos nos amenaza, que las ideas sobre América española suelen ser sumamente vagas, y sobre los Estados Unidos en gran medida tópicas y erróneas. Europa, recordé hacia el final de las conversaciones, nunca ha estado sola; pero antes estaba con las colonias, sociedades con las que se contaba y que no contaban; ahora está rodeada de otras sociedades ajenas, con las que no se puede contar, y que cuentan. Esta es la nueva situación frente a la cual muchas veces no sabe qué hacer, porque no sabe qué pensar.

¿Pueden formularse algunas actitudes básicas que se hayan expresado en la Rencontre de Lourmarin? ¿Cabe señalar posiciones más o menos divergentes que hayan estado vivificando el coloquio y dándole la tensión que indudablemente ha tenido? Primero, hay que pensar en las personalidades nacionales. Franceses, italianos, alemanes –los que formaban grupos– mostraban inconfundibles “aires de familia”, procedentes, sobre todo, de los diversos modos de “instalación” en la lengua y en el habla (lo que era perceptible aun hablando todos francés, con la casi constante excepción de los alemanes, que solían preferir hablar en su lengua y ser traducidos). Pero, cruzándose con esta diversidad, aparecía otra: la de los “literatos” y los hombres de “teoría” (y no digo 'escritores' e 'intelectuales', porque casi todos en Lourmarin eran escritores, y no simplemente 'hombres que escriben', y porque la condición de intelectual era sentida por todos como propia). Acaso los primeros se sentían más dispuestos a sentirse sin más en Europa, y los segundos sentían más vivamente su mutilación, la ausencia de Inglaterra, Escandinavia, la Europa oriental. Y, análogamente, era diversa la conciencia de pertenecer a un todo superior, a una sociedad más tenue, pero más completa: Occidente.

Y hay que agregar que esta palabra fue constantemente eludida –¿u olvidada?– en Lourmarin. Creo que sólo yo la pronuncié, y al final de los coloquios lo puse de relieve. Para mí, la unidad de Europa se va a hacer ya a destiempo, es decir, cuando Europa unida es ya insuficiente, cuando es sólo uno de los dos lóbulos del mundo occidental, una de las dos [343] orillas del Atlántico. La peculiaridad de Europa es indiscutible, pero el “europeísmo a ultranza” me parece profundamente antieuropeo, porque Europa, más que un nombre, es un verbo transitivo: europeizar. Si Europa ha de ser lo que es: una y no sola, tendrá que organizar lo que suelo llamar “el sistema de la ejemplaridad”, devolver su función a la admiración mutua y a la crítica, a la rivalidad y el reconocimiento. Europa no manda hoy en el mundo, pero nadie en verdad manda, ni siquiera los Estados Unidos, que por otra parte no tienen esa vocación. Se subrayó la diversidad de Europa; esa diversidad me parece consistir no sólo en diferencias, sino principalmente en papeles; y la unidad de Europa deberá ser la de una orquesta, que necesita acaso un director –pero, se entiende, de orquesta, armado sólo de una leve batuta–, y ciertamente una música, que hoy se echa de menos, y por eso Europa parece sorda y muda. Los países de Europa han de reivindicar sus funciones propias, las que hacen de ellos personajes históricos en ese drama que ahora empieza y cuyo título me parece leer: Occidente. Sólo así podría Europa volver al mando, en la única forma que le es posible: podría co-mandar con América, aportando a la empresa occidental sus dos riquezas insustituibles: historia e imaginación.

Quisiera –aunque para mí, español, es difícil decirlo–, quisiera subrayar el éxito del equipo de Lourmarin. Me siento obligado a hacerlo, por veracidad y, sobre todo, por gratitud: porque el éxito es de quien lo tiene, pero más de quien lo da. No reconocerlo sería desdén o negra ingratitud. La acogida de los intelectuales de Lourmarin a España, hecha presente en seis hombres individuales que, sin representar a nadie, la ejemplificaban, es una experiencia que ninguno de nosotros podrá olvidar. No sólo lo han sentido así: lo han dicho, algunos lo han escrito –Alain Bosquet en Combat, François Bondy en la Neue Zürcher Zeitung.

Hace diez años, durante la única visita de Ortega a los Estados Unidos, después de una conferencia en Aspen, Colorado, traducida “secuencia por secuencia” por Thornton Wilder, el gran europeo Ernst Robert Curtius dijo a un grupo de [344] oyentes –Albert Schweitzer, Robert Hutchins, Paepke–: “Ahí tienen ustedes el Mediterráneo y un pueblo que ha mandado en el mundo.” Cuando Ortega lo contaba en Madrid, comentaba: “No me interesa el éxito personal; he tenido muchos en esta vida; me ha interesado el éxito étnico. Porque, desengáñense ustedes, el chulito madrileño, pasado por Kant, no está nada mal. ¡Pero hay que pasarlo por Kant!”

El éxito “étnico” de media docena de celtíberos pasados por Kant, y por Descartes, y por Leibniz, y Dante, y Goethe, y Shakespeare, y Faulkner, y Camus, y Einstein, y Rilke, y Heidegger, y –no lo olvidemos– Cervantes y Galdós y Unamuno y Ortega y Machado y Azorín, ese éxito, hecho posible por la generosidad de unos y la confianza de otros en que “la verdad os hará libres”, puede contribuir a que pronto se vea que España “existe y tiene un ser”, bien distinto de lo que es sólo “un vocablo y una figura”, como decía, dos semanas antes de morir, doloridamente, Don Francisco de Quevedo.

(Julián Marías, Los Españoles [1962], segunda edición, Revista de Occidente, Madrid 1963, páginas 337-344.)

«Sería prolijo relatar ahora los orígenes de lo que posteriormente se llamaría Comité Español del Congreso por la Libertad de la Cultura. En 1959 y en la Provenza –en Lourmarin, concretamente– se celebró un coloquio para tratar sobre los problemas de Europa. Fuimos invitados, entre otros, si no recuerdo mal, Pedro Laín, Julián Marías, José Luis Aranguren, Camilo José Cela, José Luis Cano y yo mismo, que era el único catalán del grupo. Tuvimos allí la suerte de conocer y entablar lo que ha sido una larga amistad con el poeta francés Pierre Emmanuel, quien demostró en seguida un vivo interés por las cuestiones españolas, con una sensibilidad especial por los problemas de las nacionalidades hispánicas quizá, como me comentó en una ocasión, por ser él mismo un occitano cuyas raíces se diluían en la historia. En todo caso, Pierre Emmanuel nos incitó –no sé si en aquel momento, o al año siguiente en Copenhague, en un coloquio internacional sobre el Welfare State, en el cual nosotros evidentemente jugábamos el papel de los parientes pobres– a constituirnos en una comisión más o menos subterránea –políticamente hablando– que recibiría ayuda cultural (en forma de libros, becas, bolsas de viaje, etc.) del Congreso por la Libertad de la Cultura desde París y del cual él era uno de los directores.» (José María Castellet, «El diálogo durante los años sesenta o la institucionalización en la clandestinidad», en Relaciones de las Culturas castellana y catalana: Encuentro de Intelectuales: Sitges, 20-22 diciembre 1981, Servei Central de Publicacions de la Presidència, Generalitat de Catalunya, Barcelona 1983, pág. 120-ss.; en La cultura y las culturas, Editorial Argos Vergara, Barcelona 1985, pág. 112.)

«6 de julio [1959]. Viaje a Francia para participar en el Coloquio de Lourmarin, patrocinado por el Congreso por la Libertad de la Cultura. El animador y presidente del Coloquio es el poeta Pierre Emmanuel. Vamos de España: Laín, Cela, Aranguren, Marías, Castellet y yo. A Ridruejo no le han concedido pasaporte, pero ha enviado un mensaje. Lo mejor del Coloquio, los contactos humanos: los poetas Pierre Emmanuel y Claude Vigée, el alemán Peschke, el italiano Piovene, el hispanista francés Jean Camp, el español exiliado Eduardo Pons Prades, e Ignacio Iglesias, secretario de los Cuadernos por la Libertad de la Cultura. Cela ha estado fantástico, hors de la rencontre, y ha deslumbrado a los franceses y a los italianos con sus divertidas historias. Larga entrevista con Waldemar Nielsen, que ha asistido como delegado de la Fundación Ford. Hablamos de la situación española, de la censura, y de las posibilidades de una ayuda cultural a España, principalmente con becas de ayuda a escritores jóvenes que tengan problemas para publicar en nuestro país.
Bromas sarcásticas de Cela sobre la sordidez francesa. El hí´tel donde les hospedaron, a él y al matrimonio Laín, era un mal hostal para estudiantes. Hubo que hacer una gestión para que los pasaran a un hotel decente, cosa que se consiguió gracias a Pierre Emmanuel, coordinador del Coloquio-encuentro. La última noche en Aix-en-Provence, Camilo empeñado en ir de juerga. Inútil. En esta ciudad provinciana del sur de Francia, la única maison meublé a la que nos acercamos estaba en una calle sórdida, dominada por argelinos borrachos en camiseta y calzoncillos. Rien à faire. Decepción de Camilo.» (José Luis Cano, Los cuadernos de Velintonia, Seix Barral, Barcelona 1986, pág. 126.)

«En 1959 tomé parte de una reunión internacional en el Château de Lourmarin, cerca de Aix-en-Provence. La había patrocinado la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de esta Universidad, la Fundación Laurent-Vibert y la Ford Foundation. Dirigía esta reunión Pierre Enmanuel, que usaba, como dije entonces, en lugar de la diplomacia del hielo, la del fuego. Había representantes de varios países; con algunos, como François Bondy y Jean Bloch-Michel, hice amistad. Los españoles éramos Laín Entralgo, José Luis Aranguren, Camilo José Cela, José Luis Cano, José María Castellet y yo. Dionisio Ridruejo estaba invitado, pero no consiguió pasaporte. Algunos de ellos, que habían partido de posiciones muy distantes, se habían acercado a las que otros teníamos desde el principio. Fue una salida en grupo de unos cuantos españoles, y creo que produjo una impresión considerable para rectificar la noción difundida por el mundo, según la cual en España no había más que “curas y militares”.» (Julián Marías, Una vida presente. Memorias [1989], Páginas de Espuma, Madrid 2008, pág. 396.)

«En 1957, la revista presentó a Dionisio Ridruejo como figura destacada de la oposición. Como en el caso de Julián Gorkin, aunque su punto de partida fuera opuesto, su biografía cuadraba con los cánones del Congreso. Falangista de primera hora y diseñador del modelo cultural del franquismo, desde mediados de los 50 Ridruejo era un socialdemócrata convencido. Desde su segundo encarcelamiento (motivado por unas declaraciones durísimas contra el régimen) su nombre se haría habitual en las páginas de los Cuadernos del Congreso de la Libertad de la Cultura. En 1959, como si viese el futuro en una bola de cristal, profetizó en la revista que la monarquía sería la “autoridad pacificante” para reedificar la democracia española con garantías. Como ha rastreado Teresa Lloret en la reciente biografía Josep M. Castellet. Retrat de personatge en grup (2006), también fue Ridruejo el interlocutor del poeta Pierre Emmanuel, “director literario del congreso” a la hora de elegir a los españoles invitados a participar en un cónclave celebrado el verano de 1959 en Lourmarin (en la Provenza) para discutir sobre la unificación europea. El grupo, que tuvo una participación activa en las sesiones, lo formaron Castellet, Julián Marías, Pedro Laín Entralgo, José Luis Cano, José Luis López Aranguren y Camilo José Cela (a Ridruejo no se le concedió el pasaporte). Además, por boca de Emmanuel, recibieron una oferta sugestiva: establecer en España una delegación del Congreso por la Libertad de la Cultura con el fin de obtener financiación para desarrollar su labor intelectual. Al cabo de tan solo un año, en un artículo titulado «La situación de la inteligencia en España», Marías señaló que era “urgente la constitución de equipos entrenados en el trabajo riguroso”. Por entonces él era, como Ridruejo y los españoles de Lourmarin (todos menos Cela), miembro del equipo amparado por el congreso.» (El Periódico, Barcelona, domingo 17 de junio de 2007.)

gbs