Filosofía en español 
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La Voz de los Prelados argentinos


Ya un año antes de la fecha indicada para las magnas asambleas eucarísticas de Buenos Aires, resonaba clara la voz de los Prelados argentinos, en una Pastoral Colectiva que fue leída en todas las parroquias de la República, y despertó el entusiasmo en todos los hogares católicos.

Carta Pastoral del venerable episcopado argentino

Con motivo del XXXII Congreso Eucarístico Internacional


Venerables hermanos y amados hijos,

Un acontecimiento extraordinario que, para honor insigne de nuestra Nación, se realizara el año próximo en nuestra metrópoli, nos proporciona gratísima oportunidad para dirigiros esta Carta Pastoral Colectiva.

Los amorosos designios de la Providencia de Dios han distinguido a nuestra Patria con la misión de organizar los honores mundiales que, por primera vez, se rendirán a Jesús Sacramentado en el continente sudamericano, con la celebración del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, en Buenos Aires, del 10 al 14 de octubre de 1934.

No hacen falta grandes encarecimientos para que todos los católicos de la Nación sepan apreciar la magnitud del honor que recibe nuestra Patria, convertida en objeto de expectación y simpatía para los cientos de millones de almas del orbe católico, que dirigen ya sus miradas hacia la augusta asamblea futura de Buenos Aires.

Pero, al mismo tiempo, es necesario que todos entiendan la grave responsabilidad que nos incumbe de no omitir esfuerzo alguno para lograr que el triunfo mundial de nuestro Divino Rey Sacramentado sea verdaderamente magnífico y, si fuera posible, el más grandioso que se le haya tributado jamás en la tierra, tanto por el fervor religioso y transformación interior de los corazones de todo nuestro pueblo, como por el brillo exterior del culto público rendido en nuestros templos, calles y plazas, por todas las clases sociales, hermanadas entre sí y con los representantes de todas las demás naciones, en la luz de una sola fe, en la llama de un solo amor y en la armonía de un solo himno triunfal a la Divina Eucaristía.


Origen de los Congresos Eucarísticos

La obra de los Congresos Eucarísticos Internacionales cuenta, indudablemente con una bendición especialísima de Dios, augurada y garantizada por las bendiciones que han derramado sobre ella, en cuantas oportunidades se han presentado, el Vicario de Cristo en la tierra y el Episcopado católico del mundo entero.

Sólo así puede explicarse el asombroso desarrollo, siempre creciente, de los Congresos mencionados, en las 31 ciudades de Europa, Asia, África, Oceanía y América del Norte, en que hasta ahora se han realizado.

La humilde semilla, arrojada el año 1881, se ha convertido ya en árbol vigoroso y lozano, que alegra al mundo con sus flores y frutos sobrenaturales.

El cántico de gloria y amor a la Divina Eucaristía, entonado, hace 52 años, por un reducido grupo de adoradores, en una ciudad provinciana, ha resonado, cada vez con mayores vibraciones, en los cuatro ámbitos del mundo, y se ha convertido en un magnífico himno triunfal, cantado en todas las lenguas por todas las razas, ante el respeto silencioso de aquellos mismos que están sentados todavía en las sombras de la infidelidad, y no vislumbran la Majestad amorosa del Rey que se oculta en la brevedad de las especies eucarísticas.

Nuestra Madre la Iglesia, al contemplar, en estos últimos tiempos, la ola de frío espiritual que ha invadido al mundo, con la difusión del materialismo, laicismo, egoísmo e indiferentismo, ha renovado, con mayor encarecimiento que nunca, la antigua invitación de Santo Tomás a las lenguas de los fieles para que, inflamadas en amor al Rey que el mundo ha olvidado, calienten el ambiente social con las vibraciones de su cántico triunfal a Jesucristo Sacramentado, repitiéndose con insistencia: “Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium” – “Canta, oh lengua, el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo”.

Y las lenguas de los fieles, en los cuatro puntos cardinales del orbe, han respondido generosamente a la invitación de la Iglesia, cantando a una voz: “Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui” – “Ea, pues, veneremos postrados tan excelso Sacramento”.

Ahora, en este torneo universal de amor y devoción, llega su vez a nuestra Patria. Quiera Dios que las notas que broten de nuestros pechos sean fervorosas y cálidas que inflamen el ambiente con llamaradas tan contagiosas, que no las haya visto iguales, en parte alguna, el mundo moderno.


La glorificación de la Eucaristía en la Iglesia

Os habréis preguntado alguna vez, amados hijos, por qué la Iglesia honra y glorifica el misterio de la Eucaristía, con mayor pompa y solemnidad que los demás misterios divinos, dedicando a Jesucristo Sacramentado sus más tiernos cantos litúrgicos, sus más brillantes cultos periódicos, sus más devotas procesiones, sus más espléndidos altares y las exhortaciones más instantes de sus pastores y predicadores, haciendo converger hacia la mesa eucarística la piedad de todas sus congregaciones y obras piadosas como si de ella dependiera principalmente la santificación y salvación de las almas.

Y no habréis necesitado reflexionar mucho tiempo para caer en la cuenta de la razón que asiste para ello a la Iglesia. No hay ningún otro misterio en que Dios se acerque tanto al hombre, ni en que el hombre se acerque tanto a Dios.

En la Sagrada Hostia poseemos entre nosotros verdadera, real y substancialmente la Persona Divina de Jesucristo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Tenemos entre nosotros, en el Sagrario, al mismo suavísimo Mesías que nació humildemente en Belén, cantado por los ángeles y adorado por los pastores; al mismo que recorrió los poblados, caminos y desiertos de Judea y Galilea, sembrando verdades sencillas y profundas que iluminan las almas y curan los corazones; al mismo que perdonó a la Magdalena, a Pedro y al ladrón penitente; al que visitó la casa del publicano Zaqueo y la del Centurión gentil; al que describía las fiestas que hacen los ángeles en el cielo, cuando los hijos pródigos vuelven a la casa paterna; al mismo que curaba a los leprosos, daba vista a los ciegos, alimentaba con pan milagroso a las muchedumbres hambrientas y resucitaba a los muertos; al mismo que sufrió Pasión dolorosa y Muerte afrentosa en el patíbulo de la Cruz por salvar a los pecadores; al mismo que resucitó glorioso de entre los muertos y subió triunfante a los cielos para confirmar nuestra fe y alentar nuestra esperanza; al mismo que está sentado ahora en lo más alto de los cielos, a la diestra del Padre, como “Rey inmortal de los siglos” y “Juez de vivos y muertos”. (1 Tim. VI, 16 Actus Ap., X, 42).

Y no poseemos a este Soberano Señor únicamente para adorarle, consultarle, exponerle nuestras necesidades, pedirle favores y tributarle homenajes. Le poseemos hasta para alimentarnos con su Cuerpo y Sangre preciosa, para recibirle en nuestro pobre pecho, para incorporarle a nuestra carne y sangre, para santificarnos con su divino contacto, para hacernos en cierto modo una sola cosa con Él, viviendo con su misma vida, según la expresión del apóstol san Pablo: “Vivo autem, jam non ego; vivit vero in me Christus”. “Vivo yo, pero no yo; sino que Cristo vive en mí”. (Galat. II, 20).

Arrebatado de admiración por la singular grandeza de este misterio, exclamaba San Agustín: “Me atrevo a decir que Dios, a pesar de ser omnipotente, no pudo darnos más; a pesar de ser sapientísimo, no supo darnos más; a pesar de ser riquísimo, no tuvo más para darnos”. (In Joannem, tract. 48).

Con razón exclama San Lorenzo Justiniano: “¡Oh estupenda e inexplicable caridad! ¿Quién ante ella no se estremece? ¿Quién no se admira y da saltos de alegría? Nunca ciertamente se hubiera atrevido el hombre a pedir a Dios tales cosas, ni aun a pensarlas, porque esta obra de la misericordia de Dios supera toda capacidad humana”. (De Eucharistia).

Por eso la Iglesia canta y glorifica este misterio con especial amor; por eso lo da a conocer al mundo en las más variadas formas y con los más brillantes ritos; lo pasea triunfante por las calles; lo hace estudiar en congresos nacionales e internacionales; lo convierte en médula y centro de toda acción santificadora en las almas de los hombres.


Expresión de la cristianización de la sociedad

Yo soy el pan de vida –nos dice el mismo Jesucristo– el que viene a Mí no tendrá hambre”. (S. Juan VI, 35).

Hambre del alma, pobreza y anemia del alma, miseria del corazón es la enfermedad del mundo que nos rodea. Hace falta infundir en sus venas nuevos torrentes de vida que lo reanimen y vigoricen, para romper las ligaduras de la parálisis espiritual que lo tiene encadenado, en un ambiente glacial de indiferencia religiosa, de egoísmo materialista y de sed insaciable de placeres y diversiones.

Yo soy el pan de vida... El pan que Yo daré es mi carne, para vida del mundo... El que me coma a Mí vivirá también él por Mí”. (S. Juan VI, 35, 52, 38).

Amados hijos: con ocasión del futuro Congreso Eucarístico, la Iglesia os señala, por medio de vuestros Pastores, la fuente de vida inmortal que ha de saciar la sed de vuestras almas.

La cristianización de la sociedad tiene su método más directo y su expresión más perfecta en la vida eucarística.

“El que quiera vivir –decía San Agustín– tiene dónde vivir, tiene de qué vivir. Acérquese, crea, incorpórese a Cristo y vivifíquese... Conviértanse los fieles en cuerpo de Cristo, si quieren vivir del espíritu de Cristo. Sólo el cuerpo de Cristo vive del espíritu de Cristo... Quieres, pues, que también tú vivas del espíritu de Cristo. Incorpórate a Cristo” (In Joannem, trac. 26).

Cuando comulgáis dignamente, “os hacéis, por decirlo así, concorpóreos y consanguíneos de Cristo”, como enseñaba, en el siglo IV, a sus catecúmenos S. Cirilo de Jerusalén. “Cuando recibimos en nuestros miembros el Cuerpo y Sangre de Cristo, –proseguía el mismo santo Doctor– nos hacemos Cristíferos, es decir, portadores de Cristo, convirtiéndonos en partícipes de la naturaleza divina, según la frase del bienaventurado apóstol Pedro”. (Catechesis mystag. 4).

“Si alguien –escribía a su vez S. Cirilo de Alejandría– mezcla la cera derretida con otra porción de cera derretida, ambas partes se compenetran y funden entre sí. Así también, el que recibe la carne y sangre del Señor, se une de tal manera con Él, que tiene a Cristo en sí y Cristo le tiene a él en sí”... “Y Cristo, cuando permanece en nosotros, apacigua la rebelión de nuestros miembros contra la ley del espíritu, corrobora la piedad, serena las turbaciones del ánimo, sana las enfermedades, cicatriza las heridas, y, como Buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas, nos levanta en todas nuestras caídas”. (In Joannem, lib. 4, cap. 17).

Al mismo tiempo que la Divina Eucaristía nos une con Cristo, produce también una maravillosa unión entre todos los hombres que participan del mismo Cuerpo y de la misma Sangre, porque todas las cosas que se identifican con una tercera, se identifican entre sí. Todos los que comulgan entran a formar parte de un solo Cuerpo, que es el de Cristo, de la misma manera que en el pan y el vino, todos los granos de trigo constituyen un solo pan, y todos los granos de uva concurren a formar un solo vino. Por eso dice el Apóstol S. Pablo: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es la participación del Cuerpo del Señor? Porque todos los que participamos del mismo pan, aunque muchos, venimos a ser un solo pan, un solo cuerpo”. (I Corintios, X, 16, 17).

Hermosa lección de unidad, caridad y fraternidad para este mundo nuestro tan dividido y convulsionado por odios de clase, egoísmos de partido, exclusivismos de nación, prepotencias de raza, color y lengua.

Volvamos los ojos a la Divina Eucaristía, donde está la suprema unidad del mundo, y digamos con el Doctor Máximo S. Agustín: “¡Oh sacramento de piedad! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad!” (In Joannem, tract. 26).


Honrosa distinción para la Argentina

Grande es nuestra confianza en la fidelidad con que nuestra Patria corresponderá a la honrosa distinción que le ha otorgado el Sumo Pontífice, al poner en sus manos el estandarte eucarístico internacional para que lo yerga bien alto, delante de todos los pueblos, razas y lenguas, y encabece el homenaje mundial a Jesucristo Sacramentado, bajo la presidencia de un Legado expresamente enviado de la Ciudad Eterna por el Vicario de Cristo, y en presencia de la augusta asamblea de Príncipes de la Iglesia, ilustres personajes civiles y grandes caravanas de peregrinos que han de afluir a nuestra capital desde todos los ámbitos del mundo y especialmente desde todas las naciones hermanas de América.

El pueblo argentino ha de dar elocuentes pruebas de su fe en la real presencia de Jesucristo en la Eucaristía, con la ferviente confesión y entusiasta proclamación de la verdad enunciada por el mismo Divino Maestro, en aquellas frases indestructibles e inconmovibles: “Este es mi cuerpo... Esta es mi Sangre... Haced esto en memoria mía”. (S. Lucas, XXII, 19, 20).

El pueblo argentino, como lo indica el distintivo del Congreso Eucarístico, ha de presentar a la adoración del mundo el lábaro de salvación cuando levante sobre los colores virginales de su pabellón nacional la Sagrada Custodia, irradiando luces y gracias, como verdadero sol de las almas que ofrece a todos los mortales “la libertad de los hijos de Dios”, (Rom. VIII, 21), sostenido en alto por el Águila del Plata, fausto emblema natal de la reina de las ciudades ibéricas.

El pueblo argentino ha de comenzar desde ahora su preparación próxima para el triunfo de la Eucaristía, purificándose, en primer lugar, con santos ejercicios espirituales y piadosas misiones, frecuentando la confesión sincera y la comunión fervorosa, rodeando con hambre y sed de cultura religiosa las cátedras en que se anuncia la palabra de Dios, reforzando con nuevas adhesiones y vigorizando con nuevo entusiasmo las obras eucarísticas, tomando parte en los Congresos Regionales y solemnidades locales que organicen los Comités Diocesanos y Parroquiales, apoyando finalmente, con interés y diligencia, la inmensa labor preparatoria que pesa sobre las Comisiones Nacionales del futuro Congreso Internacional.


Un cúmulo de bendiciones

Imposible calcular el cúmulo de gracias y bendiciones que atraerá sobre nuestra Patria la augusta asamblea que preparamos, cuando toda la capital se convierta en un inmenso templo, cuando toda ella resuene con los cánticos de innumerables adoradores y con las palabras de oradores nacionales y extranjeros, y se perfume con las nubes de incienso que suban de todos los altares y se alimente con el pan eucarístico repartido por millares de sacerdotes.

¡Cuántas almas ciegas serán tocadas por la ráfaga de luz que alumbre las pupilas de su espíritu! ¡Cuántos muertos morales oirán la voz del Salvador, que les dirá interiormente como al cadáver de Betania: “Lázaro, sal afuera!” (S. Juan, XI, 43). ¡Cuántos paralíticos espirituales recibirán, desde el trono eucarístico, la orden del Rey de los corazones, que les dirá compasivo: “Levántate y camina!” (S. Mateo. IX, 5).

Esto es lo que, ante todo y sobre todo, hemos de pedir a Dios: que el futuro Congreso Eucarístico sea fecundo en frutos espirituales para nuestra Patria, para América y para el mundo entero. Poco valdría la pompa exterior sin renovación interior.

Mal empleados estarían los esfuerzos de los organizadores y los sacrificios de los peregrinos, si el resultado final se redujera a la brillantez de un espectáculo, al recuerdo fugaz de predicaciones no asimiladas por el espíritu ni traducidas en obras, al eco lejano de aclamaciones y cánticos perdidos en el aire.

Pero, en segundo lugar, y con la debida subordinación de lo secundario a lo primario, debemos pedir también a Dios para mayor éxito del Congreso, que nos conceda tiempo apacible que permita las grandes concentraciones de fieles y las procesiones solemnes, tranquilidad social que no turbe la devoción de los adoradores y cooperación mutua entre todas las clases, jerarquías y organismos de la Nación, para que todos los peregrinos, comenzando por la augusta representación especial del Romano Pontífice, retornen a sus patrias respectivas con una visión edificante y magnífica de la hidalguía y piedad tradicional de los hijos de nuestro pueblo.

Dios omnipotente y misericordioso nos conceda a todos la gracia suprema de que los esfuerzos y sacrificios que realicemos para solemnizar en Buenos Aires el triunfo mundial de Jesucristo Sacramentado, nos merezcan la dicha de encontrarnos un día reunidos de nuevo en torno del Rey Inmortal de los siglos, para adorarle y cantarle himnos de gloria en el triunfo eterno del cielo.

Que la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros y permanezca siempre.

Esta Pastoral será leída en todas las parroquias, iglesias y capillas de nuestra patria el domingo siguiente a su recepción.

Dada el 14 de octubre del año del Señor de 1933.

Santiago Luis Copello, Arzobispo de Buenos Aires.
Francisco Alberti, Obispo de La Plata.
José A. Orzali, Obispo de San Juan.
Luis María Niella, Obispo de Corrientes.
Julio Campero, Obispo de Salta.
Fermín Lafitte, Obispo de Córdoba.
Julián Martínez, Obispo de Paraná.
Audino Rodríguez, Obispo de Santiago del Estero.
Agustín Barrère, Obispo de Tucumán.
Nicolás Fasolino, Obispo de Santa Fe.
Vicente Peira, Obispo de Catamarca.


El 18 de febrero de 1934, el Excmo. Sr. Arzobispo de Buenos Aires, Mons. Santiago Luis Copello, en una Pastoral, llena de unción evangélica, vuelve a insistir sobre la importancia excepcional del Congreso y promueve eficazmente los preparativos inmediatos para el gran éxito anhelado.

Pastoral de S. E. Mons. Santiago Luis Copello


Nos, Doctor Santiago Luis Copello, por la Gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica, Arzobispo de la Santísima Trinidad de Buenos Aires.

Al Venerable Deán y Cabildo Metropolitano, al Clero secular y regular, y a los fieles de la Arquidiócesis, salud y paz en el Señor.


Venerables hermanos y amados hijos:

Hemos entrado en el año en que nuestra Ciudad Arzobispal será la sede venturosa del XXXII Congreso Eucarístico Internacional y creeríamos faltar a nuestro deber si, al iniciarse la Cuaresma, la Pastoral que se acostumbra dirigir a los fieles no versara también sobre tema tan importante.

Os lo decimos con sentida emoción y deseamos que sea el pensamiento predominante de todos los que en nuestra amada Arquidiócesis tienen la dicha sin igual de poseer la Fe, y, de manera particular, de creer que en la Sagrada Eucaristía está Nuestro Señor Jesucristo real, verdadera y substancialmente presente: ¿Cómo sería posible que con esta Fe, que es la Fe de nuestros padres y nuestra Fe, no dominara, especialmente este año, en toda nuestra vida un ambiente profundamente Eucarístico?


Jesucristo es el único mediador.– Recordemos someramente las sabias enseñanzas de la Iglesia. Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres. Vino al mundo para reconciliar la humanidad, que se había alejado de Dios por el pecado, con su Padre.

¡Cuán dolorosa fue para su Corazón Divino esta reconciliación que culminó en su muerte enclavado en una Cruz, en las alturas del Calvario!

Pero antes de llegar a este su exceso de amor, precisamente la víspera de su muerte, Jesucristo reúne a sus Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén, los purifica hasta de sus más leves imperfecciones, toma entre sus manos Divinas pan y luego vino, y con su autoridad omnipotente pronuncia las palabras creadoras: este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre... haced esto en mi memoria. Math. 26, 26. Luc. 22, 19.

¡Qué claridad de conceptos, qué precisión de palabras, que en veinte centurias han conquistado las inteligencias más capaces, los corazones más puros que, postrados de rodillas, han dicho en sus basílicas, en sus templos, en sus humildes capillas, en sus casas y en sus campos: Creo, y cumpliendo el mandato divino, han repetido en memoria de Jesús, en la Santa Misa, el cruento sacrificio de la Cruz!


La Misa en los días de precepto.– Muy amados hijos: en este año Eucarístico, ante Jesús oculto en la Sagrada Eucaristía, penetrad hasta el fondo de vuestros corazones y preguntaos: ¿Cuál es mi conducta con relación a la Santa Misa? ¿La oigo todos los domingos?

Faltaríamos a la sinceridad que os debemos si no os denunciáramos la facilidad con que algunas almas, que quieren pasar por cristianas, se eximen del grave deber de oír misa los domingos y días de precepto.

No lo olvidéis: el cumplimiento de esta obligación es un grave deber, no es una devoción, y ante el tribunal de Dios, el no cumplirlo será castigado como las demás transgresiones graves de su santa Ley.

Preguntaos también, ante Jesús Eucaristía: ¿oigo misa algún día entre semana y, si puedo, todos los días?

Ciertamente esto no es obligación. Pero, almas eucarísticas que leéis estas líneas, que creéis en el Augusto Sacrificio del altar, que llenas de entusiasmo os preparáis para el Congreso Eucarístico: ¿Qué mejor preparación a ese magno acontecimiento que, como María Santísima y los discípulos fieles, estar junto a la Cruz y acompañar a Cristo que renueva su inmolación en el santo Sacrificio de la Misa oyéndola cotidianamente?

No olvidéis que, como dice San Lorenzo Justiniano, “ninguna palabra humana es capaz de explicar la abundancia de los frutos de este sacrificio, y la exuberancia de los dones espirituales que produce”. (Ser. de Euch.).

Son nuestros fervientes votos que este año Eucarístico vea los altares donde se inmola Jesucristo, los domingos y días de precepto, y aun todos los días, rodeados de almas anhelosas de acompañar a Jesús en esta prueba de su infinito amor.


¡Avivemos nuestra fe!– Consagrada la Hostia Santa en la misa, consumida por el sacerdote antes de que su mano se levante sobre las multitudes posternadas para despedirlas con la bendición dada en el nombre de la Santísima Trinidad, el ministro de Dios abre la puerta del Sagrario, introduce en él el copón con las formas consagradas, se arrodilla en acto de adoración ante la majestad de Dios allí oculta, y luego, poco a poco, con el alejamiento de los fieles, reina el silencio en torno del Sagrario que tenue lucecita ilumina.

Avivemos nuestra fe. El Maestro Divino, prediciendo las dificultades sin cuento que a través de los siglos acompañarían a sus Apóstoles y a todos los que tendrían la dicha de seguirlo, les prometió como prenda infalible de consuelo y de triunfo: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. (Math. 28, 20).

Esta promesa se ha cumplido. No es sólo el acompañamiento espiritual de Jesucristo el que nos alienta en las dificultades; es su acompañamiento corporal, merced a su presencia permanente en medio de los hombres en la Sagrada Eucaristía.

“¡Oh indecible caridad! ¡Qué mezcla de alegría y de asombro debe ocasionar este misterio!” exclama S. Lorenzo. (Ser. de Euch.)

Jesucristo en el Sagrario es el mismo que nació en Belén, que creció en Nazareth, que predicó sus divinas enseñanzas en los valles y los montes de Judea, que las confirmó con prodigios sorprendentes y, sobre todo, con su muerte en el Calvario. El mismo que bendijo a los niños, que perdonó a los pecadores, que enseñó a las multitudes...

¿Nos hemos aprovechado hasta el presente de este tesoro inestimable?

¿Hemos ido al Sagrario a pedir inspiración para orientar nuestra vida sin desmayos en el cumplimiento del deber?

¿Hemos ido a retemplar nuestras almas en las llamas que abrasan el Corazón Divino del Huésped del Sagrario para hacer fructuoso nuestro apostolado?

¿Hemos ido en las penas, compañeras inseparables de la vida, para decirle a Jesús: “Has dicho: venid a Mí todos los que sufrís, que yo os consolaré” (Math. 11, 25), aquí estoy, dígnate consolarme?

¿Hemos ido también, si alguna vez la culpa manchó nuestra alma, para decirle con los Libros Santos: “Señor, el que amas, está enfermo (Joan, 11, 3), pero basta que digas una palabra para que mi alma se sane?” (Math. 8, 8).

Muy amados hijos: al ver la soledad que rodea a los Sagrarios de algunos templos, tentados estamos de repetir con San Juan: “medius vestrum stetit quem vos nescitis”, “está en medio de vosotros el que no conocéis”. (Joan. 1, 26).

Sin duda no seréis vosotros los que dejéis solo a Jesús, y como preparación al Congreso Eucarístico Internacional, hacemos fervientes votos porque todos los creyentes, con la frecuencia posible, visiten los Sagrarios para hacer compañía a Jesús, que en su exceso de amor ha querido quedarse en medio de nosotros.


La Comunión frecuente.– El amor inmenso de Jesús no queda satisfecho con inmolarse en los altares y con quedarse en los sagrarios.

In finem dilexit eos, los amó hasta el fin (Joan. 13, 1) y por eso quiere mezclar los latidos de su corazón Divino con los latidos del nuestro en la Sagrada Comunión.

“Las cosas más grandes las hace al fin para aumentar el amor”, dice S. Juan Crisóstomo. Vol. VII, 474.

El misterio de la Encarnación hizo que Jesucristo se diera a la humanidad tomada en general, pero el misterio de la Eucaristía hace que Jesucristo se dé a cada uno de los hombres.

¿Y para qué? Por boca de S. Juan nos da la respuesta: el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. (Joan. 6, 57). Y en otro lugar el mismo Jesucristo afirma, que si no tomamos este alimento no tendremos vida en nosotros. (Joan. 6, 54).

La Santa Iglesia, heredera y depositaría de la doctrina de Jesucristo, ha dispuesto que todos los cristianos desde que tienen uso de razón, comulguen por lo menos una vez cada año para la Pascua; pero su vivo deseo es que comulguen con frecuencia y aun todos los días.

Es que interpreta fielmente el pensamiento del Salvador quien momentos antes de instituir la Eucaristía dijo a sus Apóstoles: he deseado con gran deseo comer con vosotros esta Pascua y me urge hacerlo antes de mi Pasión (Luc. 22, 15). “He deseado con gran deseo”, expresa una acción llevada a su más alto grado, significándonos así Nuestro Señor con cuánta ansia esperaba el momento de darse a los hombres en la Sagrada Eucaristía.

Y nosotros ¿deseamos también “con gran deseo” acercarnos a la Sagrada Comunión? ¿Comulgamos con la frecuencia que nos permite nuestro estado, y son nuestras comuniones un himno de amor al amor inmenso que nos ha manifestado Jesucristo en la Sagrada Eucaristía?


La preparación al Congreso Eucarístico.– Muy amados hijos: ved aquí el programa práctico que deseamos veros desarrollar como preparación al magno acontecimiento del Congreso Eucarístico Internacional: asistir con exactitud y fervor a la santa misa; visitar con frecuencia a Jesús en el Sagrario, recibirle con intenso amor en la sagrada comunión.

Esto hará que vuestras almas sean en realidad templos vivos del Espíritu Santo, que la gracia reine soberana en ellas y que un ambiente de intensa vida espiritual, rodeado de la mayor pureza de alma, sea el ambiente en que se desarrolle la preparación del magno acontecimiento.

No queremos terminar sin encarecer, una vez más, a todos los señores sacerdotes del Clero secular y regular, a todas las Comunidades y asociaciones y a todos los fieles, que secunden con renovado entusiasmo las actividades e iniciativas de la Comisión que hemos nombrado para organizar el Congreso.

Al anunciarnos, en carta del 16 de diciembre pasado, el Eminentísimo Cardenal Secretario de Estado que Su Santidad Pío XI, accediendo a nuestros ruegos, enviará un Cardenal Legado a latere para presidir el Congreso, nos dice:

“Esta muestra de paternal benevolencia te colmará de alegría juntamente con tu clero y pueblo, y estimulará vivamente a todos para que se prepare un grandioso triunfo a Cristo Rey que se oculta bajo las especies Eucarísticas como dador de la salvación y de la vida y hará que la muy noble Nación Argentina se inflame hacia el Divino Sacramento en encendido amor en el que las obras acompañen a la fe y en ningún tiempo decrezca.”

En la dulce esperanza de que, secundando estos anhelos del Santo Padre, el mejor éxito coronará la acción entusiasta de todos en la preparación del homenaje de amor que nuestra patria, en unión con todas las naciones de América y del mundo tributará a Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre verdadero, en nuestra ferviente Ciudad Arzobispal, con ocasión del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, imploramos sobre todos vosotros las bendiciones de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Esta pastoral será leída en todas las parroquias, iglesias y capillas del Arzobispado el domingo siguiente a su recepción.

Dada en Buenos Aires el 18 de febrero del año del Señor de 1934.

Santiago L. Copello. 
Arzobispo de Buenos Aires


La preocupación constante de los Prelados de la República por el feliz éxito del Congreso se pone de relieve en la segunda Carta Pastoral Colectiva del Episcopado Argentino, de fecha 8 de junio de 1934, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.

Pastoral del episcopado argentino


Venerables hermanos y amados hijos:

En nuestra Pastoral colectiva del 14 de octubre de 1933 os anunciábamos con santo regocijo el alto honor que la Divina Providencia dispensaba a nuestra Patria, al confiarnos el Augusto Pontífice gloriosamente reinante la misión de organizar los homenajes mundiales a Jesús Sacramentado, que habrán de tributársele en el próximo Congreso Eucarístico Internacional en Buenos Aires, del 10 al 14 de octubre en este año jubilar.

Tuvimos entonces la oportunidad de exhortaros a que os preparaseis a tan fausto acontecimiento, con la práctica de los Santos Sacramentos y en particular con la recepción frecuente de la Sagrada Eucaristía, participando en todos los actos eucarísticos regionales y parroquiales, apoyando con todo vuestro entusiasmo y fervor la inmensa tarea preparatoria que gravita sobre las comisiones nacionales del futuro Congreso.

Nos complace dejar constancia de nuestro regocijo cuando os vimos actuar con una piedad realmente extraordinaria en los diversos Congresos Eucarísticos Provinciales y en los otros actos parroquiales celebrados en honor de Jesús Hostia, como preparación y adhesión a la gran apoteosis eucarística de octubre próximo.

En aquella nuestra pastoral destacábamos los cúmulos de gracias y celestiales bendiciones que esta Magna Asamblea traería sobre nuestro país, pues ella será la iluminación de tantas almas ciegas y la resurrección de tantos muertos a la vida espiritual; de donde nuestra obligación primordial ante todo y sobre todo, era la de pedir a Dios que este Congreso Eucarístico que venimos preparando fuera fecundo en frutos espirituales, para nuestra Patria, para América y para el mundo entero.

Siendo Jesucristo el Rey Inmortal de los siglos y la Eucaristía el trono desde donde gobierna y cautiva nuestros corazones, debemos también pedir a Dios en esta hora solemne de su triunfo eucarístico, nos permita tributarle una apoteosis lo más digna posible de su Divina Majestad.

Para obtener esta doble finalidad es necesario purificar nuestras almas presentando a Jesús Sacramentado el vasallaje de nuestra fe y la obediencia y fidelidad de nuestros corazones reconocidos al amor que nos dispensa en este Augusto Sacramento, procurando al mismo tiempo no omitir esfuerzos y sacrificios, usando todos los medios a nuestro alcance para que esta Magna Asamblea logre un brillo y esplendor inusitado, de tal suerte que este XXXII Congreso Eucarístico Internacional que vamos a celebrar sea un homenaje verdaderamente digno del Rey y Dios de los altares.

¡Sursum corda! ¡Arriba los corazones! Como católicos fijad los ojos en el Santísimo Sacramento del altar; tributad a nuestro Rey la ofrenda de vuestras almas revestidas con la estola de la gracia santificante; y como argentinos, amantes de nuestras cristianas tradiciones, fijad los ojos en la Patria para que pueda enarbolar bien alto su pabellón azul y blanco, símbolo inmortal de su fe, de su hidalguía, de su valor, de su magnanimidad.

Estas virtudes características de nuestro pueblo que el mundo entero reconoce en esas amplias corrientes de simpatía y manifestaciones de afecto que indiscutiblemente se le ha brindado siempre, habrán de brillar más que nunca en la hora presente, cuando de todas las latitudes del globo llegue esa gran falange de hermanos nuestros en la fe que vendrán a asociarse a nuestro júbilo, para cantar con nosotros las glorias inefables de Jesús nuestro Rey.

Para que este fausto acontecimiento que vamos a celebrar con el favor de Dios alcance el mayor esplendor, para que él sea realmente el espectáculo más grandioso que contemplarán nuestros ojos, es necesaria, amados hijos, vuestra entusiasta y decidida cooperación.

Parecería que la crisis económica de los tiempos que atravesamos no fuera muy favorable al éxito que desde ahora descontamos; pero debemos confesaros que tenemos fija nuestra mirada en Aquel que todo lo puede, en Aquel a quien vamos a glorificar, como también una confianza ilimitada y absoluta en la gran generosidad de nuestro pueblo, cuya largueza en las horas más adversas y difíciles se revistió con los contornos del más heroico desprendimiento.

Teniendo muy presente esta estrechez económica y sin gravar en lo más mínimo vuestras posibilidades, nos dirigimos a vosotros, amados hijos, para solicitaros un pequeño óbolo, pero extensivo a todos; de tal suerte que contribuyendo nacionales y extranjeros con una mínima cantidad, se podrá reunir fácilmente y sin mayores sacrificios lo necesario para celebrar dignamente el homenaje que preparamos al Rey Inmortal de los siglos en el Augusto Sacramento de la Eucaristía.

Para mejor éxito de la finalidad que perseguimos, el Arzobispo y Obispos de la Provincia Eclesiástica Argentina resolvemos:

a) Realizar en todo el territorio de la Nación, según lo dispuesto en las “Resoluciones del Episcopado Argentino”, con fecha 23 de junio de 1933, una Colecta Popular que empezará el 10 de julio próximo.

b) Encargar a los señores Curas Párrocos y Rectores de iglesias la ejecución de la colecta, nombrando el mayor número posible de comisiones compuestas de dos personas, que recorrerán todas las casas de su jurisdicción durante dicha semana, para recibir el óbolo de todos.

c) Recomendar a las Asociaciones piadosas establecidas en los templos presten su decidido apoyo a los señores Párrocos formando parte de las comisiones recaudadoras.

d) Celebrar una función eucarística en todos los templos el domingo 8 de Julio y exhortamos a los señores Sacerdotes hablen brevemente sobre la trascendencia del Congreso Eucarístico en todas las misas, recordando a los fieles la necesidad de responder a nuestro llamado.

Que la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca siempre.

Esta Pastoral será leída en todas las Parroquias, Iglesias y Capillas públicas de nuestra Patria, en todas las misas del 1º de julio próximo.

Dado el 8 de junio, fiesta del Sagrado Corazón, del año del Señor 1934.

Santiago Luis Copello, Arzobispo de Buenos Aires.
Francisco Alberti, Obispo de La Plata.
José A. Orzali, Obispo de San Juan.
Julio Campero, Obispo de Salta.
Fermín Lafitte, Obispo de Córdoba.
Julián Martínez, Obispo de Paraná.
Audino Rodríguez, Obispo de Santiago del Estero.
Agustín Barrère, Obispo de Tucumán.
Nicolás Fasolino, Obispo de Santa Fe.
Francisco Zoni, Vicario Capitular de Corrientes.
Luis Costoya, Vicario Capitular de Catamarca.