Comisión de Honor
Presidentes
General Agustín P. Justo, Presidente de la Nación.
S. E. Rma. Mons. Dr. Santiago L. Copello, Arzobispo de Buenos Aires.
Vicepresidente
Dr. Carlos Saavedra Lamas, Ministro de Relaciones Exteriores y Culto.
Miembros
Presidentes de las Honorables Cámaras de Senadores y Diputados.
Presidente de la Suprema Corte de Justicia Nacional.
Ministros del Poder Ejecutivo Nacional.
Gobernadores de las Provincias de Argentina.
Arzobispos y Obispos Argentinos.
Representantes Diplomáticos, acreditados ante el Gobierno Argentino.
Representantes Diplomáticos Argentinos acreditados ante los Gobiernos Extranjeros.
Comité Ejecutivo
Mesa Directiva
Presidente
Mons. Dr. Daniel Figueroa
Vicepresidentes
Sra. Adelia Maria H. de Olmos
Sra. Maria Unzué de Alvear,
Dr. Tomas R. Cullen
Dr. Martín Jacobé
Tesorero
Dr. Pedro Mohorade
Secretario
Pbro. Dr. Antonio Caggiano
Secretario de actas y correspondencia
R. P. Enrique Alla, S. S. S.
Prosecretario
Pbro. Dr. Zacarías de Vizcarra
Protesorero
Sr. Rodolfo Scapino
Prólogo
La mayor apoteosis de la eucaristía en veinte siglos
Buenos Aires, la segunda ciudad católica del mundo por su población (después de París), tiene en su historia un día divino, como no lo tiene ninguna otra ciudad.
La cuidadosa preparación espiritual del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, que durante dos años trabajó el corazón de este pueblo, fructificó en la esplendorosa primavera de 1934, que nuestros ojos vieron, por un prodigio de la gracia, convertida en un otoño fecundo.
Ya a principios de octubre fue fácil advertir en los templos una afluencia inusitada de fieles. Desde el alba se llenaban las iglesias y se fatigaban los confesores (no obstante la ayuda de sacerdotes extranjeros), y pasaban de 200.000 las comuniones diarias.
Hasta que en la noche del 11 de octubre, segundo día del Congreso Eucarístico, apareció en la Avenida de Mayo{1}, una impresionante columna de hombres, que avanzaba silenciosa y contrita para comulgar en la Plaza de Mayo.
No se ha visto nunca, ni aquí ni en ninguna otra parte del mundo, espectáculo semejante. Ni se volverá a ver, si el Señor no repite aquel milagro, que no fue de la multiplicación de los panes, sino de los convidados, los cuales acudían a comer el único pan que aunque se reparta no disminuye, según se lee del fuego nuevo en el Oficio del Sábado Santo.
Sabemos exactamente cuántas hostias se distribuyeron en la plaza y en toda la extensión de la Avenida a los comulgantes, que las recibieron arrodillados sobre la calzada o en las aceras y hasta en el andén del subterráneo.
Fueron 209.000. Y como desde el primer momento se advirtiera que no alcanzarían, los sacerdotes pocas veces las dieron enteras, y muchos las fraccionaban en varias partículas. Podemos calcular que desde la media noche hasta las cinco de la mañana del 12 de octubre, se realizaron 400.000 comuniones de hombres al aire libre. Y a ellas siguieron en las iglesias las de 100.000 niños, los mismos que el día anterior comulgaron al pie de la inmensa Cruz, en los jardines de Palermo. Y siguieron también las de todas las mujeres católicas que había en Buenos Aires en esos días, y que en fervor superan a los hombres, y fueron cerca de 700.000.
Así, pues, el 12 de octubre de 1934 se realizaron en Buenos Aires 1.200.000 comuniones, cifra jamás alcanzada en la historia del mundo, y el radiante sol de aquel día extraordinario, iluminó junto con la mayor apoteosis de la Eucaristía en veinte siglos, una enorme ciudad en estado de gracia.
Hoy sólo sabe Dios la masa de prevaricaciones que habrá compensado ese pan convertido en la Carne de Cristo, y arrojado en la balanza de la eterna justicia, por la eterna misericordia.
Pero algún día sabremos nosotros también de cuántos dolores ha librado a la nación y al mundo, la virtud del Congreso Eucarístico, cuya historia vamos a relatar.
* * *
La idea de celebrarlo aquí, había nacido diez años antes en el Congreso Eucarístico de Amsterdam (22-27 de julio de 1924), donde los dos representantes argentinos, el franciscano Fray José M. Liqueno (q. e. p. d.) y el Dr. Tomás R. Cullen, propusieron por primera vez a Buenos Aires para el Congreso de 1928.
Con esto demostraron su patriotismo y su, fe, y asimismo una feliz audacia, justo es decirlo, ahora que las cosas han pasado.
Porque sólo había entonces en la República Argentina un arzobispado, que estuvo más de tres años vacante y diez obispados.
¿Cómo, pues, atreverse a disputar el honor del primer Congreso Eucarístico de la América del Sud, a otras naciones mucho más adelantadas en jerarquía eclesiástica?
¿No era exponerse a un rechazo? ¿No era exponer al Congreso mismo a un fracaso humillante y doloroso?
La moción Liqueno-Cullen fue acogida fríamente por la mayoría de la asamblea, pero ganó el apoyo del Cardenal Reig y Casanova que presidía la delegación española, y se constituyó en aliado de los argentinos.
La acefalía arzobispal, que afligía a nuestra iglesia, influyó en aquella ocasión: Chicago fue designada para el Congreso de 1926, y Sidney {Australia) para el de 1928.
Quedaba la esperanza del de 1930. Ya teníamos arzobispo, el muy querido Fray José María Bottaro, que desde el principio de su arzobispado solicitó por notas reiteradas a la Comisión Permanente de los Congresos Eucarísticos, el disputado honor para su patria.
Pero en 1930 debía celebrarse el 15º centenario de la muerte de San Agustín, y en 1932 el 15º centenario de la muerte de San Patricio, y pareció de justicia, conceder a Cartago y a Dublín, esos dos Congresos.
¿Dónde se celebraría el de 1934?
De nuevo en el Congreso de Cartago el delegado argentino, Dr. Cullen, presentó su proposición, que obtuvo otra vez el apoyo de los españoles, presididos por el Obispo de Madrid-Alcalá, Monseñor L. Eijo y Garay.
Dos años después, en Dublín, a donde la Argentina asistió representada por Monseñor Daniel Figueroa, que había de ser el Presidente del 32º Congreso Eucarístico, se advirtió que la idea iba ganando sufragios.
Pero el 6 de septiembre de 1930 estalló la revolución en Buenos Aires. ¿Cómo pensar en un Congreso Eucarístico en una nación conmovida por la guerra civil?
Ni los argentinos, ni los españoles, presididos por el eminente Cardenal Segura, perdieron la confianza.
El país inmediatamente recobró la tranquilidad, y el nuevo gobierno apoyó con entusiasmo las gestiones que se hacían en París, ante el Comité Permanente de los Congresos.
El 4 de octubre de ese año, el Vicario Capitular de la Arquidiócesis, Monseñor Santiago Luis Copello (actual Arzobispo), dirigía al Comité una expresiva nota, reiterando las de Monseñor Bottaro.
Y triunfó la tenacidad de los argentinos y de sus aliados.
Casi por unanimidad el Comité eligió Buenos Aires para el Congreso de 1934.
“Es evidente –dice el Dr. Tomás R. Cullen– que la influencia máxima que determinó a Buenos Aires como sede del futuro Congreso Internacional se debe a la bondad paternal del Santo Padre Pío XI, que en todos los momentos y circunstancias ha manifestado su afectuosa deferencia por la República Argentina, y que siempre que fue consultado sobre el problema pendiente, expresó su opinión favorable para nuestro país.”{2}
El Papa conocía la entraña católica de Buenos Aires, mejor tal vez que muchos argentinos, a través de las informaciones de su Nuncio, Monseñor Cortesi, que fue uno de los hábiles abogados de nuestra causa, pues la supo presentar y la defendió hasta ganarla.
Todavía, en otro hecho extraordinario, se manifestó la predilección del Papa hacia la Argentina; por primera vez en la historia de la Iglesia, un pontífice designa como representante suyo, que había de ir al otro lado de los mares, a su propio Secretario de Estado, nada menos que al Eminentísimo Cardenal Pacelli.
Jamás podremos pagar al Papa, el bien que nos ha hecho.
Y no es fácil que en siglos de siglos otros ojos vuelvan a ver lo que vieron los nuestros, en esos cuatro días de octubre.
La ciudad, que se ignoraba se conoció a sí misma, y la Cruz inmaculada (dentro de la cual el genio de su constructor logró ocultar el enorme y profano mármol de Benlliure), fue por unos días el polo de las miradas del mundo.
Aquellos a quienes el Arzobispo confió la organización del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, desde el primer instante tuvieron la visión casi material de lo que sería, y lo proyectaron tal como fue.
Los otros, los que miraban de lejos, ni sospecharon, ni se imaginaron el complicado mecanismo de la máquina colosal, que se fue construyendo pieza por pieza, que insumió energías incalculables, que se alimentó durante dos años de plegarias y de limosnas, y a su tiempo, en el minuto preciso, funcionó como un asombroso mecanismo de relojería.
El Congreso Eucarístico de Buenos Aires, el mayor de los celebrados hasta ahora, más que obra de hombres, fue obra predilecta de Dios.
Las muchedumbres nunca vistas, que llegaban en millares y millares de vehículos, y se congregaban y obedecían con precisión militar, a la voz de un speaker, y terminadas las ceremonias se dispersaban en contados minutos, sin accidentes, ni incidentes, daban la sensación de un verdadero milagro.
Cien veces en aquellos días, nos pareció tocar la mano de Dios: digitus Dei est hic.
Y si eso fue lo que se vio, ¿qué diríamos del invisible trabajo de la gracia en los corazones?
Buenos Aires, ciudad babilónica, sin la tradición de siglos que hace la fuerza de las ciudades europeas, donde se chocan ásperamente los intereses y los ideales, las razas y las lenguas, los que niegan y los que afirman, nunca había parecido ser lo que resultó.
Se ignoraba a sí misma y se conoció, y toda América que se había volcado sobre ella en copiosas y brillantes delegaciones, y el mundo entero que le envió mensajeros por millares, vieron el milagro de una gran ciudad moderna que confesaba a Cristo y no se saciaba de comer su Carne.
¿Qué vendrá después? No lo sabemos. Tampoco sabíamos que habíamos de ver 400.000 hombres confesándose y comulgando en las calles de la ciudad.
Pero podemos decir con el Profeta Isaías: “El pueblo que marchaba en tinieblas, ha visto una gran luz” (Is. 9. 2.)
——
{1} La Avenida de Mayo tiene 1.300 metros de largo por 30 de ancho.
{2} Anuario Católico Argentino, 1933, pág. 97.