Filosofía en español 
Filosofía en español

Vaticano · Pío XII

Paz Condiciones “Guerra Fría”

Discurso 13 Septiembre 1953
A los miembros de la Pax Christi


1. Os damos la bienvenida, Venerables Hermanos, queridos hijos e hijas, que representáis el movimiento de Pax Christi. Acabáis de afirmar en Asís vuestra adhesión al espíritu de San Francisco, en cuyas fuentes procuráis beber, y ahora venís aquí ante Nos para implorar sobre vuestro movimiento, sus fines, sus trabajos y sus éxitos, la bendición del Vicario de Cristo.

2. Pax Christi, queridos hijos e hijas, es sobrenatural y a la vez está siempre muy presente a la realidad natural. Las fuerzas de paz acumuladas en la Iglesia y en el mundo católico, gracias a la unidad sobrenatural de los católicos en Cristo, en la fe, en el acuerdo fundamental del pensamiento y de las ideas sociales, quiere utilizarlas Pax Christi para procurar la atmósfera necesaria a las tendencias que aspiran a la unificación económica y política, primero de Europa, y más tarde, tal vez, de los territorios fuera de ella.

Apreciamos vivamente este carácter, sobrenatural y natural a la vez, de Pax Christi. Un sobrenaturalismo que se aleja, y sobre todo que aleje la religión, de las necesidades y de los deberes económicos y políticos, como si éstos no obligaran al cristiano y al católico, es cosa malsana, extraña al pensamiento de la Iglesia. Pax Christi no adopta esta actitud unilateral. Por lo contrario –creemos poder expresarnos así– ella toma su arranque del centro de las necesidades sociales y políticas.

3. Desde hace años, los pueblos, los Estados, continentes enteros, tratan de obtener la paz. ¡Qué no daría la Iglesia por procurarles la paz! Pero ella sola no puede conseguirlo, aun por el simple motivo de que le falta el poder para tal finalidad. La Iglesia podía obrar más eficazmente cuando los hombres y la cultura de Occidente eran exclusivamente católicos; cuando, en general, se estaba de acuerdo en reconocer al Papa como conciliador y mediador de las diferencias entre los pueblos. No obstante, aun entonces, la Iglesia no siempre tenía éxito en ello. Hoy, por lo contrario, las convicciones religiosas son, con demasiada frecuencia, confusas y divididas; y la laicización de la vida pública ha ido muy lejos. Lo que en estas circunstancias la Iglesia no puede aportar a la causa de la paz, lo que puede aportar a ella, en qué consiste principalmente su papel, lo hemos explicado ampliamente en Nuestro último Mensaje de Navidad.

4. En todo caso, si hay personalidades políticas, conscientes de sus responsabilidades; si hombres de Estado trabajan por la unificación de Europa, por su paz y la paz del mundo, ciertamente la Iglesia no permanece indiferente a sus esfuerzos; antes bien, los sostiene con toda la fuerza de sus sacrificios y de sus oraciones. Tenéis, pues, mucha razón para ver en este punto vuestro primer objetivo: orar por la comprensión mutua de los pueblos y por la paz.

Cuando seguimos los esfuerzos de esos hombres de Estado, no podemos evitar un sentimiento de angustia; movidos por la necesidad que exige la unificación de Europa, ellos persiguen y comienzan a realizar fines políticos que presuponen un nuevo modo de considerar las relaciones de pueblo a pueblo. Esta presuposición, por desgracia, no se cumple suficientemente. No existe todavía la atmósfera sin la cual estas nuevas instituciones políticas no pueden, a la larga, mantenerse. Y si parece audaz querer salvaguardar la reorganización de Europa en medio de las dificultades del estadio de transición entre la concepción antigua, demasiado unilateralmente nacional, y la nueva concepción, al menos debe alzarse ante los ojos de todos, como un imperativo de esta hora, la obligación de suscitar lo antes posible esta atmósfera.

5. Colaborar en esta obra, poniendo en juego precisamente las fuerzas de la unidad católica, es, según Nos parece, el fin esencial de vuestro movimiento Pax Christi.

Nos mismo hemos dicho recientemente una palabra sobre esta atmósfera que debe crearse. Quisiéramos en esta solemne ocasión hablar de ello con una mayor amplitud.

Para contribuir a esta atmósfera hay que emitir, cuando se mira lo pasado, un juicio sereno sobre la historia nacional, la de la propia patria y también la de otro u otros países. Los resultados de una investigación histórica precisa, reconocidos por los especialistas de ambas partes, deben ser la regla de tal juicio. Victorias o derrotas, opresión, violencias y crueldades –como probablemente se encuentran por una y otra parte en el curso de los siglos– son hechos históricos y como tales permanecen ¿Quién podría molestarse porque una nación esté orgullosa de sus victorias? Que ella deplore sus derrotas como una desgracia, es un sentimiento natural, fruto de un sano patriotismo. Pero que no se pida a cambio lo imposible, ni disposiciones irreales o falsas; antes bien que cada uno muestre comprensión y respeto hacia los sentimientos de la otra nación.

6. Puede también sin reservas condenarse la injusticia, la violencia y la crueldad, aun en el caso de que sean imputables a compatriotas. Pero antes que nada, cada uno ha de persuadirse de que, trátese de su propia nación o de otra, no se debe acusar a las generaciones actuales por las faltas de lo pasado. Por lo que concierne al desarrollo de la historia y aun a la temible coyuntura del tiempo presente, vosotros habéis visto y cada día experimentáis que los pueblos como tales no pueden admitir que deban ellos asumir la responsabilidad de toda ella. Ciertamente tienen que soportar su suerte colectiva; pero en lo que toca a la responsabilidad, la estructura de la máquina moderna del Estado, el encadenamiento casi inextricable de las relaciones económicas y políticas no permite al simple ciudadano intervenir eficazmente en las decisiones políticas. A lo más, con su voto libre puede tener alguna influencia en la dirección general; y aun esto, en medida limitada.

7. Hemos insistido en ello muchas veces: en cuanto sea posible, que se lance la responsabilidad sobre los culpables, pero que se les distinga con justicia y claridad del pueblo en su conjunto. Se han producido psicosis colectivas por ambos lados; preciso es reconocerlo. Es muy difícil al individuo sustraerse a ello, y no dejar allí enajenar su libertad. Aquéllos, sobre quienes la psicosis colectiva de otro pueblo se ha abatido como una fatalidad terrible, que se pregunten siempre si este pueblo en lo más profundo de sí mismo no ha sido excitado hasta el furor por malvados de su propia nación. El odio a los pueblos, en todo caso, es siempre de una injusticia cruel, absurda e indigna del hombre. Nos le oponemos la palabra de bendición de San Pablo: Que el Señor... dirija vuestros corazones en el amor de Dios y en los sufrimientos de Cristo{1}.

8. He aquí, según Nos parece, en sus rasgos esenciales –cuando la mirada abraza desde lo pasado hasta lo presente más inmediato– los componentes de la atmósfera en que puede crecer la obra de unificación de las naciones. Es, por decirlo brevemente, la atmósfera de la verdad, de la justicia y del amor en Cristo.

Así quedan preparadas, si no anticipadas, las condiciones previas requeridas para el porvenir. En síntesis, la garantía del porvenir exige:

9. La justicia que de una parte y de otra aplique una medida igual. Lo que una nación, un Estado, reivindique para sí por un sentimiento elemental de derecho, aquello a lo que no renunciaría jamás, debe también concederlo sin condiciones a la otra nación, al otro Estado. Tal vez no es evidente esto: concedámoslo, pero el amor propio nacional inclina demasiado y casi inconscientemente a utilizar dos medidas. Precisa usar inteligencia y voluntad para permanecer objetivos en el terreno difícil en el que se discuten los intereses nacionales.

10. La estima recíproca, en un doble sentido; nada de desprecio hacia una nación porque, por ejemplo, aparezca menos dotada que la nación propia. Un desprecio así motivado denotaría estrechez de espíritu. La comparación de las aptitudes nacionales ha de abarcar los terrenos más diversos; y es preciso un conocimiento profundo y una larga experiencia para poder intentarla. Después, respeto al derecho de cada pueblo para ejercer su actividad. Este derecho no puede ser artificialmente limitado ni ahogado por medios opresivos.

11. La confianza: se concede la propia confianza a los que pertenecen al propio pueblo, mientras no se hayan hecho positivamente indignos de ella. Se les trata como hermano y como hermana. Exactamente la misma actitud se debe tener hacia los hermanos de otras naciones. Ni aun aquí puede haber dos pesos y dos medidas.

El amor a la patria no implica jamás desprecio a otras naciones, desconfianza o enemistad hacia ellas.

Finalmente, sentirse unidos: es aquí, ya lo hemos dicho, donde las fuerzas católicas adquieren su máximum de eficacia. Precisamente por ello habéis fundado Pax Christi. Tal es la fuente de su poder, de sus siempre crecientes y vastas posibilidades.

12. Como tema de estudio para vuestro Congreso habéis escogido la “guerra fría”. El juicio moral que ella merece será el mismo, analógicamente, que deba de darse a la guerra según el derecho natural e internacional. La ofensiva, cuando se trata de la guerra fría, ha de ser condenada absolutamente por la moral. Si se produce, el atacado o los atacados pacíficos tienen no solamente el derecho, sino también el deber de defenderse. Ningún Estado o ningún grupo de Estados puede aceptar tranquilamente la esclavitud política y la ruina económica. Por el bien común de sus pueblos deben asegurar su defensa. Esta tiende a mantener a raya el ataque y a obtener que las medidas políticas y económicas se adapten honesta y completamente al estado de paz que reina en el sentido puramente jurídico entre el atacante y el atacado.

13. También en la cuestión de la guerra fría el pensamiento del católico y de la Iglesia es realista. La Iglesia, cree en la paz; y no se cansará de recordar a los hombres de Estado responsables y a los políticos que hasta las complicaciones políticas y económicas actuales pueden resolverse en forma amistosa, mediante la buena voluntad de todas las partes interesadas. Por otra parte, la Iglesia debe tener en cuenta los poderes oscuros que siempre han operado en la historia. Esta es también la razón de que desconfíe de toda propuesta pacifista que abusa de la palabra paz para ocultar fines inconfesables.

14. Al proclamar y vivir su ideal, el Santo de Asís suscitó en el siglo XIII un movimiento religioso y social que, para hablar de Italia, enseñaba la sencillez cristiana para la vida ordinaria, y la paz entre los partidos que desgarraban la vida pública. Desde Sicilia a los Alpes contaba él con partidarios, y hasta un Federico II no hubiera osado ignorar su existencia.

Comparados con aquella época, los acontecimientos actuales han asumido proporciones amplias y se han extendido hasta abarcar a todo el mundo. Y, sin embargo, el movimiento franciscano del siglo XIII puede serviros de ejemplo y de estímulo. Vuestra bandera os señala un ideal profundamente cristiano y católico, al que ya debieran haberse dedicado las generaciones pasadas: ante todo, la unión de los católicos de Europa, y luego de los otros continentes, para trabajar juntos en la vida pública, unión basada en la conciencia de que la fe a todos los hace hermanos. Cierto es que las dificultades son muy numerosas y de gran monta. Pero pensad, ante todo, en aquellos hombres que, absolutamente en todo, piensan igual que vosotros y que están igualmente dispuestos a los sacrificios que el éxito de la empresa impone en todas partes. Grande es, sin duda, su número, amados hijos e hijas; pero ellos prefieren el silencio a las tumultuosas declaraciones.

A vosotros y a vuestro Movimiento os colocamos bajo la tutela de la Virgen Santísima, Reina de la Paz; imploramos la gracia, el amor y fuerza de Jesús, el Rey Pacífico; y de todo corazón os impartimos, cual prenda de éxito y de victoria, Nuestra paternal Bendición Apostólica.

{1} 2 Thess. 3, 5.


(Tomado de: Acción Católica Española, Colección de encíclicas y documentos pontificios, sexta edición, traducción e índices por Monseñor Pascual Galindo Romeo [1892-1990], Publicaciones de la Junta Nacional, Madrid 1962, documento XXXIII, tomo I, páginas 257-260.)