Filosofía en español 
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Historia del Partido Comunista de España1960


 
Capítulo primero ☭ El nacimiento del Partido Comunista y su lucha contra la Monarquía

La etapa del Gobierno Berenguer

El 28 de enero de 1930 cayó Primo de Rivera bajo el peso de la lucha antidictatorial en la que participaban las principales fuerzas del país. Frente al dictador se establecía una coincidencia nacional en las batallas de la clase obrera y de los campesinos, en las protestas de amplios sectores burgueses, en las acciones de los estudiantes y de intelectuales como Miguel de Unamuno, Ramón del Valle Inclán, los hermanos Ortega y Gasset, Vicente Blasco Ibáñez, Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Ramón Pérez de Ayala, Gregorio Marañón y otros más. Volvieron la espalda a Primo de Rivera hasta los capitanes generales que siete años antes le elevaron al cargo de dictador.

Las clases dominantes españolas trataron de evitar que la crisis política del régimen desembocara en una situación revolucionaria. Creyeron salir del paso con un cambio de fachada que dejara intacto el edificio de la Monarquía.

El gobierno Berenguer, que sucedió a Primo de Rivera, restableció parcialmente las libertades públicas, autorizó el retorno de los emigrados políticos, devolvió a la labor docente a los catedráticos sancionados por la dictadura, amnistió a los presos políticos y anunció su propósito de convocar elecciones legislativas, retornando a las normas constitucionales. Pero estas medidas no habían de zanjar la crisis política que se desarrollaba en España. Esta alcanzaba de lleno a la Monarquía.

Ante la inminencia de un cambio revolucionario, todas las clases iban definiéndose y creando los partidos que pudieran ayudarlas a alcanzar sus objetivos. Las clases que constituían el soporte político y social de la Monarquía se encontraron sin sus instrumentos tradicionales de acción política: la dictadura había suprimido a los «partidos turnantes». La burguesía liberal desertaba en masa del campo alfonsino. Se aceleraba la formación de nuevos partidos de la burguesía. La pequeña burguesía se incorporaba a los partidos republicanos de izquierda.

Berenguer toleró la actividad de los partidos republicanos, de las centrales sindicales y del Partido Socialista, pero [51] mantuvo todo el rigor prohibitivo contra el Partido Comunista de España. La policía secuestraba las ediciones de la prensa del Partido, prohibía sus reuniones y actos y nuevamente llenaba las cárceles de comunistas.

A principios de marzo de 1930, el Partido celebró clandestinamente, en Bilbao, una Conferencia Nacional, que fue denominada, por razones de conspiración, «Conferencia de Pamplona».

En ella se reafirmó la acertada orientación del III Congreso sobre el papel dirigente del proletariado en la revolución democrática y se subrayó que la tarea esencial del Partido, después de la caída de la dictadura de Primo de Rivera, era proseguir la lucha contra el gobierno de Berenguer y por el derrocamiento de la Monarquía.

La Conferencia dedicó especial atención al problema sindical; se pronunció por la creación de una sola central sindical que abriese sus puertas a todos los trabajadores, fuesen cuales fueren las ideas políticas que profesaran; una central única, regida democráticamente y ligada por lazos solidarios al movimiento sindical revolucionario de todo el mundo.

Teniendo en cuenta la pasividad de la UGT y la colaboración de sus líderes con la dictadura, el Partido consideraba que este objetivo podía lograrse reconstruyendo la CNT sobre una nueva base.

Al propio tiempo, proponía la creación de comités obreros en los lugares de trabajo, a fin de facilitar un movimiento de Frente Unico entre las masas.

La Conferencia acordó incorporar al Comité Central a la camarada Dolores Ibárruri, que ya participaba en la dirección del Partido en el País Vasco.

Sin embargo, en el Comité Ejecutivo predominaban Bullejos y Trilla, quienes dirigían aplicando métodos autoritarios e incurrían en serios errores. Negaban la etapa burguesa de la revolución e identificaban la crisis del régimen monárquico con la crisis del sistema capitalista. De ahí su política sectaria que alejaba al Partido de las masas.

Esta orientación sectaria no pudo, pese a todo, impedir que, después de la Conferencia de Pamplona, se reavivase la actividad del Partido, principalmente en las organizaciones de [52] Sevilla y del País Vasco. En el curso de 1930 los obreros sevillanos dieron pruebas de combatividad y de espíritu revolucionario y estimularon con su ejemplo al proletariado industrial y agrícola de toda Andalucía. En el mes de abril, los portuarios sevillanos, dirigidos por los comunistas, se declararon en huelga y obligaron a la patronal a aceptar sus reivindicaciones. Esta fue la primera victoria importante de la lucha reivindicativa de los trabajadores después de la caída de la dictadura. La organización sevillana del Partido experimentó un rápido crecimiento.

Gracias a la actividad de un núcleo de dirigentes de gran prestigio en los medios obreros, del que formaban parte José Díaz, Antonio Mije, Manuel Delicado, Saturnino Barneto y otros trabajadores andaluces, el Partido había logrado importantes posiciones sindicales.

La organización del País Vasco hizo en aquel período un gran esfuerzo para encabezar el movimiento reivindicativo de la clase obrera y dirigió manifestaciones contra el paro y huelgas económicas y políticas. Al frente de la organización se hallaban Leandro Carro, Dolores Ibárruri, Aurelio Aranaga, Jesús Larrañaga, Bueno y otros camaradas.

La necesidad de disponer de un órgano de prensa, del que entonces carecía el Partido, era apremiante. El 23 de agosto vio la luz el primer número del semanario «Mundo Obrero» nuevo órgano del Partido, que un año después –el 14 de noviembre de 1931– se convirtió en el diario central del Partido Comunista de España.

La intensificación de la actividad del Partido provocó una nueva ola de persecuciones. En el verano de 1930 se hallaba en la cárcel la mayoría de los miembros del Comité Ejecutivo y del Comité Central del Partido.

El general Mola, Director General de Seguridad del Gobierno Berenguer, creó un organismo especializado en la labor de provocación y persecución contra el Partido Comunista, la llamada «Sección de Investigación Comunista», ligada con los servicios policíacos anticomunistas de otros países.

Esta ofensiva policiaca conjugóse con el ataque desatado por los trotskistas contra la unidad del Partido. Trotski, expulsado de la Unión Soviética en 1929 por su labor [53] contrarrevolucionaria, que tendía a restablecer el capitalismo, trasladó la lucha a la palestra internacional, intentando crear una plataforma común para todos los renegados y abrir un cisma en la Internacional Comunista. En España los trotskistas abrieron fuego contra la política del Partido en todos los problemas fundamentales de la revolución, tratando de apoderarse de la dirección del Partido para la realización de sus fines contrarrevolucionarios.

Los intentos trotskistas de dividir el Partido Comunista de España resultaron fallidos. El Partido se mantuvo unido y fiel a la Internacional Comunista.

Sin embargo, en Cataluña, Maurín consiguió con malas artes arrastrar a una parte de la Federación Comunista Catalano-Balear. Esta desgarradura tuvo consecuencias dolorosas para el desarrollo del Partido en Cataluña, si bien, a pesar del revés temporal, un núcleo de firmes militantes reorganizó las filas del Partido.

A mediados de 1930 se sentían ya en España las consecuencias de la crisis económica mundial. Los sectores más afectados eran la agricultura y la industria extractiva, que trabajaban, en gran medida, para la exportación. Al mismo tiempo se agravaba la situación de las finanzas del país, desfondadas ya por la dictadura. La baja de la peseta adquiría caracteres alarmantes. La economía española, ya de suyo precaria, se vio atenazada por el comienzo de una triple crisis: agrícola. industrial y monetaria. La situación de la población laboriosa empeoró. Aumentó el paro, se acentuó la carestía. La crisis lanzó de lleno a la lucha a la clase obrera.

El movimiento obrero pasó a la ofensiva; las consignas económicas dominantes al principio, fueron cediendo el paso a las consignas políticas antimonárquicas.

Con el incremento de la actividad de la clase obrera, la crisis política del régimen desembocó en una situación revolucionaria. La lucha obrera contagió a las demás clases populares. Cobró de nuevo intensidad la acción protestataria de los estudiantes, quienes, ya en la primavera habían sostenido acciones como la de la Facultad de San Carlos. El Ateneo madrileño, presidido por Azaña, era uno de los más caracterizados centros de la actividad antimonárquica. [54]

Las raíces de esta situación revolucionaria se hallaban en las contradicciones irreconciliables del sistema económico, social y político del país; además, las repercusiones en España de la crisis económica mundial habían agravado estos males y actuado, en cierta forma, de acelerador de la revolución.

La contradicción que en aquel tiempo aparecía en primer plano, el eje en torno al cual giraba la lucha política, era la contradicción entre la aristocracia latifundista, estrechamente entroncada a la oligarquía financiera –y cuya dominación encarnaba la Monarquía–, y el pueblo español en su conjunto. Esta contradicción, que ya había provocado la situación revolucionaria de los años 1917-1920, fue también la causa generadora de la iniciada en 1930. Por los problemas planteados ante el país y por las clases que ponía en movimiento, la situación revolucionaria de 1930 era, como señalaba el Partido Comunista, el anuncio de la revolución democrático-burguesa.

Las fuerzas que estaban objetivamente interesadas en esta revolución abarcaban una gama muy amplia: el proletariado y los campesinos, la pequeña burguesía urbana y la intelectualidad progresiva, el movimiento nacional de Cataluña, Euzkadi y Galicia y también la burguesía no monopolista en general.

¿Qué clase iba a desempeñar el papel dirigente en la revolución democrática?

El Partido Comunista había subrayado que sólo bajó la dirección de la clase obrera, aliada a los campesinos y a otras capas populares, podría la revolución democrática triunfar plenamente. Pero el Partido no había conquistado la suficiente base de masas para hacer triunfar su punto de vista.

La clase obrera estaba en su mayoría bajo la influencia de los dirigentes socialistas y anarcosindicalistas, que ni siquiera se plantearon disputarle las riendas del movimiento a la burguesía.

Esto explica que los partidos republicanos burgueses lograran apoderarse de la dirección del movimiento revolucionario en 1930; y mientras las fuerzas obreras permanecían divididas, la burguesía se apresuró a agruparse en torno a una plataforma común. [55]

El 17 de agosto tuvo lugar en la capital guipuzcoana una reunión de los jefes del movimiento republicano burgués, en la que se firmó el célebre Pacto de San Sebastián y se creó un denominado «Comité Revolucionario».

El Pacto de San Sebastián era un hecho político muy importante, por cuanto creaba una amplia coalición de fuerzas para la lucha contra la Monarquía. Pero, de otro lado, tenía una cara negativa: ratificaba el hecho de que la dirección del movimiento antimonárquico quedaba en manos de los partidos burgueses, por la incomprensión y política seguidista del Partido Socialista y del anarcosindicalismo.

En el seno del PSOE se libraba una fuerte pugna en torno a la cuestión de participar o no en el movimiento contra la Monarquía. El grupo acaudillado por Besteiro, Trifón Gómez y Saborit se oponía resueltamente a esa participación. La corriente encabezada por Largo Caballero, Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos abogaba, en cambio, por la colaboración con los partidos del Pacto de San Sebastián. Su línea se impuso en definitiva en el PSOE y estos tres líderes entraron a formar parte del «Comité Revolucionario». Los dirigentes socialistas en su conjunto, a pesar de sus divergencias, se atuvieron a la vieja concepción oportunista de que en la revolución democrático-burguesa incumbía a la burguesía la dirección del movimiento. Y mientras el Partido Comunista llamaba la atención de las masas sobre los grandes problemas de la revolución democrática, el Partido Socialista los daba de lado, centrando el fuego exclusivamente, al igual que los partidos republicanos burgueses, en el desplazamiento del rey.

Los líderes anarcosindicalistas sostenían una posición parecida. Angel Pestaña, que por aquellas fechas dirigía la organización cenetista, escribía en «Acción» que convenía que fuesen «los hombres de orden, que por su posición social y notoriedad gozan de cierta impunidad, los que combatan por ahora al régimen».

La política del PSOE y del anarcosindicalismo colocó, pues, a la clase obrera a remolque de los partidos burgueses. Y esto lo hacían los dirigentes socialistas y cenetistas precisamente cuando aquélla demostraba ser, por la amplitud y el [56] vigor de las huelgas y acciones que llevaba a cabo, la fuerza más combativa y dinámica del país.

En septiembre de 1930 tuvieron lugar huelgas generales, en Barcelona, Sevilla, Bilbao y Madrid. En octubre estalló otra vez en Bilbao una huelga general de abierta factura política, mientras una ola de huelgas recorría Galicia. En Sevilla, Málaga y Huelva, Valencia, Murcia, Vitoria, Logroño, Barcelona y Badalona, se producían movimientos de marcado matiz revolucionario.

Si de febrero a abril de 1930, el número de huelguistas había sido de 50.000, en septiembre ascendió ya a 200.000, en octubre, a 250.000, en noviembre, a 600.000.

La tensión política era ya en este último mes extraordinaria. En Madrid, el asesinato de varios trabajadores que formaban en el cortejo fúnebre de los obreros víctimas del hundimiento de un inmueble en la calle de Alonso Cano, dio lugar a una huelga general que paralizó la ciudad. En solidaridad, fueron a la huelga los obreros de Alicante, Sevilla, Córdoba, Granada y otras ciudades. Particularmente intensa fue la huelga en Barcelona que se prolongó una semana. En España se manifestaba ya abiertamente la presencia de una crisis revolucionaria.

El filósofo burgués Ortega y Gasset escribía en aquellos días en un diario madrileño su famoso artículo «¡Delenda est monarchia!».

La Monarquía se tambaleaba, en efecto, bajo los poderosos golpes de la clase obrera. Pero los líderes socialistas y anarcosindicalistas no preparaban a ésta para dirigir el movimiento democrático general. Frenaban la acción revolucionaria de las masas populares y propiciaban la táctica del complot militar. Tal actitud exteriorizaba las concepciones oportunistas pequeño-burguesas de los dirigentes socialistas y anarcosindicalistas.

Historia del Partido Comunista de España, París 1960, páginas 50-56.