Filosofía en español 
Filosofía en español

Fray Rafael de Vélez · Manuel José Anguita Téllez
Preservativo contra la irreligión o los planes de la Filosofía
1812


 
Número I

Se manifiestan los planes de que se ha valido la falsa filosofía desde el principio de la Iglesia para destruir al cristianismo, y se declaran los progresos y triunfos de la religión contra la filosofía.

Desde el principio de la iglesia la falsa y soberbia filosofía se opuso a la verdadera religión del Crucificado. Acostumbrada desde el principio del mundo a ser las delicias de los reyes y de los sabios, y a imperar sola en los corazones y entendimiento de los hombres, no podía mirar sin celos que una ciencia nueva, pero más sublime por la superioridad de sus nociones, la privase del imperio que hasta allí en la mayor tranquilidad había disfrutado. Juzgaba todas las verdades conocibles y aun los mayores arcanos por el criterio único de una razón debilitada por la rebelión de las pasiones. Al oír unos misterios superiores a su capacidad no podía menos de trabajar por penetrarlos, y no hallándolos comprensibles a la luz natural, de que ella era únicamente árbitra, fue consiguiente tratase su impugnación con pruebas demostrables, si las hallase, o se valiese de sofismas para entretener a sus partidarios, mantener su ascendiente en los hombres, y hacer que no se le desertasen.

Esta política filosófica debió multiplicar sus recursos para sostener su influjo, en razón de los que la religión cristiana poseía, y de los que como divina usaba, para cautivar el mundo entero y aun la misma filosofía en obsequio de la moral y de la fe que ella predicaba. Los sabios de primer orden, los reyes de la tierra, la destrucción de la idolatría, el silencio de los Arúspices y de sus dioses, y la admiración de todos los hombres fueron los primeros triunfos de la religión del Crucificado. A los cuarenta y cuatro años se había abrazado su doctrina en multitud de provincias del orbe conocido, y a poco llegó su gloria hasta los habitantes de los polos.

La sañuda filosofía al ver unos progresos tan rápidos, armada de la brillante egida de la paz del imperio romano, que publicaba iba a turbarse, y de la espada de la religión gentílica, entonces dominante, que veía ya su exterminio, declaró la guerra más cruel al establecimiento de la religión de Jesucristo, y desafió en público combate a todos los que la sostuviesen. ¡Guerra terrible declarada en el primer siglo de la iglesia y sostenida con calor hasta en el diez y nueve que contamos!

Sostener la eternidad de la materia: negar la libertad humana unas veces, otras ensalzar la naturaleza, de suerte que nada le sea necesario: poner dos principios en todos los seres, uno bueno y otro malo: afirmar no haber premio para la virtud, castigo para el delito, ni vida eterna: negar la divinidad de Jesucristo, la necesidad de su fe y de su religión católica para salvarse: estas son las doctrinas que la filosofía enseñaba por sus maestros, en oposición a la moral y fe cristiana, que ha hecho revivir en casi todos los siglos, aun cuando se hayan refutado mil y mil veces por los cristianos, y que ha procurado confirmar predicando a los pueblos ser los cristianos enemigos de los estados, o armando los pueblos contra sus soberanos (si eran partidarios del cristianismo) por unos medios que siempre han halagado a las pasiones. A este fin publicaban ser todos los hombres iguales, libres; los reyes unos tiranos, su poder despótico, su autoridad usurpada, sus leyes arbitrarias. Ved aquí los planes trazados por la filosofía para arruinar de una vez todos los tronos, y con ellos la religión de Jesucristo, que siempre ha sido su mayor apoyo.

A tres pueden reducirse todos estos planes. 1º Negar la divinidad de nuestra religión. 2º Hacerla perjudicial a los pueblos, e igualmente odiar a sus ministros. 3º Viendo que ella es la más análoga y necesaria a los gobiernos, principalmente al monárquico, para llevar su empresa adelante... armar los pueblos contra los reyes, que por su conservación propia y de sus estados deben sostener la religión, y hacer que perezca el último rey del mundo con el último sacerdote de la religión cristiana.

Simón Mago, Carpócrates, Manes, Celso, Porfirio, Juliano y su mentor Laviano; los arrianos llamados aristotélicos; los gentiles y judíos; los académicos y luciferianos, estos fueron los que tomaron a su cargo sostener en su auge el imperio de la filosofía; los derechos de la razón que juzgaban vulnerada por la fe cristiana, y la libertad de las pasiones reprimidas por su moral. De estos filósofos traen su origen los herejes de todos los siglos, y de unos y de otros ha formado la filosofía moderna el código de sus leyes que publican sus partidarios, y el plan general exterminador de acabar de una vez con la religión cristiana y con los monarcas que la sostengan.

¡Qué débiles fueron sus recursos! ¡Qué inútiles sus esfuerzos! La verdad podrá oscurecerse algún tanto; pero al fin triunfará del error, dejándose ver más brillante. Los cristianos avisados desde el principio por el Apóstol de las gentes, prevenidos contra la filosofía sus discípulos y sus falacias, aun cuando se disfrazasen bajo el especioso velo de la prudencia humana; alarmados por San Judas contra cierta clase de hombres que en los tiempos posteriores aparecerían con los caracteres de impíos, soberbios, blasfemos, presumidos de sabios y enemigos de las potestades; sostuvieron firmes su fe, dieron razón de su doctrina, y rechazaron valerosos cuantos tiros les asestaron. El infierno vomitó monstruos, la filosofía armó sabios, es decir, los emperadores y reyes de la tierra armados de su poder y de los sofismas de los filósofos, coligados contra su rey supremo y contra su Cristo, pensaron en abolir los cultos, y desterrar de los pueblos la religión de un Dios humanado.

Amenazan destierros, intimidan con las cárceles, quieren aterrar a los cristianos con torturas, fieras, muertes... En vano se levanta el hombre, el polvo, la nada contra su Hacedor: un crepúsculo de su luz le postrará en tierra, y dejará de ser, o desistirá de la empresa a que se había arrojado temerario. Nada hace vacilar a los fieles: sufren gustosos la pérdida de sus familias, de sus intereses, de su patria, de cuanto les era más amable: alegres caminan al martirio, suben animosos a los cadalsos, bajan tranquilos a ser devorados en los anfiteatros; gozosos inclinan el cuello a la cruel espada, y una multitud (imposible de reducirse a guarismo) rubrica con su sangre la fe que recibieron en el bautismo santo.

No fue este el único testimonio que opusieron los cristianos a los ardides de la filosofía. Reputaron tan fatal ciencia por aquella de quien les decía San Pablo era propia únicamente del mundo y enemiga de Jesucristo: se abstuvieron por mucho tiempo de su estudio; pero los que de la misma filosofía se habían desertado (siendo algunos los más sobresalientes maestros en la célebre Atenas, y los mejores abogados de Roma), y suscrito a los principios de la sublime sabiduría del Crucificado por el convencimiento pleno de su razón, y por la gracia del Dios que los ilustraba, tomaron a su cargo (valiéndose de la misma filosofía) hacer la apología del cristianismo contra todos los que lo impugnaban. Estos sabios dirigieron sus escritos a los emperadores Marco Aurelio, Cómodo, Adriano, Antonino Pío, Severo, al Senado de Roma y sus prefectos en las provincias, demostrando cuan falsos eran los delitos que los filósofos imputaban a los cristianos, y cuan injustamente se les perseguía como a ilusos, revoltosos y enemigos de los emperadores.

Arístides, Taciano, Hermias, Melitón, Apolinar, Milciades, Minucio Félix, Arnobio, Cuadrato, Justino, Clemente de Alejandría, Atenágoras, Lactancio, Tertuliano, Epifanio, los Gerónimos, Agustinos y Ciprianos... otros muchos respondieron a cuantos filósofos escribieron contra nuestra santa fe: los desafiaron en sus escritos para públicos combates; y si admitieron algunos, o se retiraron cobardes de la línea de batalla con el silencio, o se entregaron rendidos abjurada la filosofía, poniendo a los pies del vencedor sus armas.

¿Cesarían los filósofos de oponerse al evangelio al ver eludidos sus planes?... Esta era mucha confusión para la filosofía, que jamás supo humillarse. A falta de razones que oponer al cristianismo, era indispensable escogitasen sus partidarios nuevos medios para reprimir una religión, «que siendo de ayer (como escribía Tertuliano al senado de Roma y emperador) había ya conquistado los campos, las villas, las ciudades, los palacios, dejando solos los ídolos y sus templos inhabitables».

Atribuir a los cristianos sediciones en los pueblos... hacerlos sospechosos a los soberanos... acusarlos de intolerantes, supersticiosos, fanáticos, perjudiciales a la sociedad... estos son los antiguos planes que ha trazado en todos tiempos la filosofía, la política, o la prudencia humana para destruir el cristianismo, aun cuando se hallaba en su infancia. No, no es nuevo a la filosofía cuando le falta la razón acudir a imputaciones falsas: este es su tribunal de apelación, su asilo acostumbrado.

La muerte del Salvador fue pena de tales causas atribuidas al más amante de los hombres, al que pagó fiel (sin estar obligado) el tributo al soberano. La de sus discípulos en el mayor número fue el resultado de acusaciones idénticas a las de su maestro. ¿Qué mucho que de tales principios se valgan todavía los filósofos de nuestro tiempo en odio a los cristianos?

Nerón dio principio a la primera de las persecuciones atribuyendo a los cristianos haber incendiado a Roma. Los severianos los acusan de haber sublevado los pueblos contra su emperador Anastasio... Sería demasiado molesto si fuera a referir cuantas sediciones imputan los filósofos a los cristianos. El impío Rousseau dijo en odio del cristianismo, «las convulsiones que antes y después de Constantino agitaron al imperio Romano, en la mayor parte fueron causadas por los cristianos, por su insubordinación a las leyes de los emperadores, y por su intolerancia e insociabilidad con los demás vasallos del imperio: todas las persecuciones que padecieron por los que ellos llaman tiranos, fueron castigos justos de su rebeldía contra sus legítimos soberanos».

En los siglos posteriores no ha merecido la religión cristiana mejor crédito de los falsos filósofos, que en todos tiempos han abundado. Las guerras intestinas de la Alemania en tiempo de Carlos V, las de Francia en el reinado de Catalina de Medicis, haber tumultuado los pueblos, rebelándolos contra sus reyes, de incendios, desolaciones, de ríos de sangre derramada, de los crímenes más atroces hacen autora a aquella religión divina, dulce, amable, que (según Montesquieu y Rousseau) «quitó la fiereza de los hombres, puso fin a sus crueles guerras, haciéndoles más tratables».

Abranse las historias, consúltense en sana crítica por imparciales, y se demostrará hasta la evidencia, que los cómplices y reos de tantos males en todos tiempos y naciones no han sido los enemigos de la religión católica, los que guiados de su soberbia filosofía han pretendido sacudir el yugo de la religión y del soberano, tomando por pretexto la defensa. La religión ha cubierto siempre sus ojos para no ver tantos excesos: sus lágrimas corren perennemente por sus mejillas; cuando se excitan tales convulsiones, la religión es la que está más expuesta, y la que siempre padece más en sus progresos.

Aun cuando los verdaderos fieles han sido los perseguidos en todos tiempos, no cesaron jamás de pedir al cielo por sus mismos tiranos. Esta es una máxima peculiar sólo característica del cristiano. Jesucristo la dejó escrita en su evangelio, y la observó pendiente de la cruz sobre el calvario. Sus discípulos enseñaron a los primeros fieles a que tuviesen paz con todos los hombres, rogasen a Dios por los emperadores aunque entonces eran sus perseguidores; por los príncipes aunque fuesen díscolos: decían públicamente, que su potestad no era sino de Dios: que debían ser obedecidos por conciencia.

Así lo practicaron en todos los siglos. Plinio da testimonio de la obediencia de los cristianos a las leyes del emperador, escribiendo a Trajano. En la sucesión de los tiempos su doctrina ha sido conforme a la de su maestro y primeros discípulos: en todos los países han sido sumisos a las potestades. El concilio de Constanza prohibió maquinar la muerte de los príncipes aun cuando fuesen tiranos. Nuestros teólogos y moralistas en ninguno de los casos aprueban el regicidio... Concluyamos: la religión cristiana ha sido siempre el amparo de los reyes, el baluarte de los tronos, la seguridad de los estados. Rousseau, Montesquieu, Mirabeau, Bonaparte no han dejado de conocer verdades tan evidentes. El último, careciendo de toda religión, sólo por sus intereses personales ha declarado la religión católica la dominante en Francia. Pensaba cuando general destruirla: insistía en el mismo proyecto siendo cónsul: hecho emperador se ha servido de ella para afianzar su trono vacilante: cuando no tenga que temer consumará sus planes.

Sostenida la religión católica por las potestades de la tierra que la filosofía conjuró al principio para impedir sus progresos; siendo una verdad demostrable por la historia de diez y ocho siglos, y por la experiencia de todas las naciones, que ella es la que mantiene la paz de los estados, ¿de qué nuevos arbitrios podrían valerse sus enemigos para llevar su empresa adelante? Frustrados sus primitivos planes por los mismos reyes a quienes a este fin halagaban, no les resta otro medio que declararles la guerra, y hacerlos también víctimas de sus funestas máximas. Este ha sido el último de sus horrorosos proyectos. Para su ejecución se ha quitado la filosofía su antiguo disfraz de razón y de política: ha rasgado el velo especioso de paz y moderación con que se introdujo en los imperios; y se ha presentado en la arena armada únicamente de su orgullo, para pelear sola con todos los reyes, con todas sus autoridades, con la religión de Jesucristo, con sus ministros, y con todos los cristianos.

Igualdad, libertad, ilustración, reforma: mueran los tiranos: acábese la superstición del cristianismo, y el influjo de sus sacerdotes en los pueblos: estas son las voces favoritas con que ha alarmado toda la Europa, y va a hacer tres siglos que la está devastando. En las ciudades ha excitado tumultos: en los reinos ha rebelado los vasallos contra sus legítimos soberanos: ha dividido los intereses de la religión y del estado: los ha predicado opuestos: ha inspirado la anarquía civil y eclesiástica, igualando al monarca con el súbdito, el sacerdote al obispo, y a este con el papa: ha dado en fin libertad a cada pueblo para destronar su rey, y elegir cada uno la religión que más le plazca.

Los Husitas, Wiclefitas y Socinianos, Pomponacio, Espinosa, Beza, Lutero, Calvino, Muncero... una multitud de hombres en todo iguales a estos herejes fueron los predicantes de unos errores tan perjudiciales a la Iglesia y a los monarcas.

«Nuestros soberanos (decía Lutero) son peores que el turco; no tenemos necesidad de salir de nuestros pueblos a declararles la guerra; peleemos contra estos: son unos verdugos, unos carniceros. Somos reos del evangelio oprimido (clamaba Zwinglio) si sufrimos a sus opresores, sea el imperio romano u otro cualquiera de la tierra. Los pueblos deben matar sus reyes si degeneran en tiranos, enseñaba Wiclef.» Todos los reyes son unos tiranos, sostienen los filósofos que después han imitado aquellos monstruos. Tirano y rey son sinónimos en su diccionario. Escribieron a este intento obras bastantemente abultadas. Calvino en la portada de sus Instituciones cristianas puso por emblema una espada de fuego y Non veni pacem mittere, sed gladium. Sus discípulos y demás herejes hicieron correr arroyos de sangre humana. Anduvieron provincias y naciones, esparcieron sus doctrinas, atrajeron prosélitos a la reforma que tanto decantaban, y consiguieron cubrir la Europa de cadáveres.

Inglaterra pierde su tranquilidad por haber abrazado las nuevas ideas que antes detestaba. Pueblos se arman contra pueblos: arden las sediciones en los diversos condados: la sangre de sus habitantes comienza a derramarse en abundancia: el país que antes era la morada de los santos, se convirtió desde entonces en universidad y corte de incrédulos.

Alemania toda se pone en combustión: sus electores unos se declaran por la nueva doctrina, otros firmes en la fe que habían recibido de sus padres, se ven en la precisión de armarse para repeler con la fuerza la violencia que se les hacía para entrar en liga contra el emperador e iglesia romana. La Holanda, la Dinamarca, la Polonia fueron envueltas por el torrente que desolaba la Alemania: hasta la Suecia, que parecía por su localidad ser excéntrica al torbellino, se vio también envuelta e imperiosamente arrastrada.

Roto el lazo que unía al pueblo con su soberano: desquiciada de su centro la clave del edificio político: atacada la religión por los reyes y sus pueblos, era indispensable que la gran fábrica del estado se desplomase envolviendo entre sus ruinas los monarcas y los vasallos. Esta es una ley general de que dan testimonios las naciones todas del mundo, y que debe estremecer a cuantos pretendan reformas en la religión.

Carlos I de Inglaterra es juzgado por sus mismos súbditos, sentenciado y muerto en un cadalso... Carlos II, perseguido de sus pueblos, por no ver reiterada en su persona la catástrofe de su padre, tiene que separarse de su reino, y acogerse fugitivo a un extraño. Jacobo II sufre la misma suerte: es abandonado de sus pueblos, perseguido hasta que se retira a Francia. El Duque de Guisa y el Cardenal su hermano son privados de la vida por los reformadores. Henrique III y IV mueren en la Francia a manos de los asesinos. Francisco I y II, Henrique II, Carlos IX... Los reyes todos de la Francia desde el siglo XVI (en el que principiaron las reformas) apenas han gozado en paz de sus dominios.

En esta nación se fijó desde entonces el centro de las revoluciones religiosas, que por necesidad han traído las civiles y políticas. En Ginebra se erigió el trono de la filosofía bajo el aspecto de reforma por Grueto y otros llamados libertinos, que abiertamente predicaban «no ser divina la religión cristiana». Desde allí se propagó su doctrina infernal a las provincias limítrofes, hasta que trasladó a París su corte.

El calvinismo, que no es otra cosa más (según D'Alembert, juez nada sospechoso) «que el deísmo o filosofía mal explicada», entronizada en la capital de una nación antes cristianísima, principió desde esta época a arrasar los campos, quemar villas, destruir ciudades: profanó altares y templos: echó por tierra los monasterios, degolló sacerdotes y vírgenes: arrojó al fuego los santos, las imágenes, a su Dios sacramentado...

La religión católica para mitigar tantos estragos tuvo que ceder a ejércitos formidables, que sabían ganar batallas y degollar al mismo tiempo hasta los niños que mamaban. ¡Tal es la humanidad que tanto cacarean los reformadores! La filosofía calviniana prometió mantenerse en sus trincheras, y no renovar el combate: engañó a los católicos: fue nada más que para reponerse, y después acometer con mayores ventajas.

En efecto, escribió libros, propagó sus doctrinas falsas, reunió partidarios, formó ejércitos, que bajo el nombre de reformadores y de filósofos se introdujeron en los gobiernos, en las universidades y en los palacios para minar a su salvo los tronos, pervertir la moral cristiana, hacer desaparecer los cultos de la verdadera religión, combatir todas sus instituciones, y acabar con las autoridades, ya civiles ya religiosas.

Un ruido sordo, pero espantoso, terrible, semejante al que precede a las erupciones de los volcanes, se percibía distantemente desde principios del siglo XVIII en las ciudades de primer orden, como en las aldeas más reducidas, por los paseos, por las tertulias, por los teatros de toda Francia. La filosofía tenía ya todas sus medidas tomadas: por momentos se acercaba el día de su triunfo: reyes, duques, obispos, sabios; personas de la más alta jerarquía se habían alistado en sus banderas. Los papeles públicos eran como las lavas abrasadas vomitadas por el Etna o Vesubio, que todo lo envolvían en sus corrientes, todo lo arrasaban.

 
Preservativo contra la irreligión, Madrid 1825, págs. 15-26.