Filosofía en español 
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Carlos París

Los “filósofos jóvenes” hacen un diccionario

El hecho de que a un sector importante del movimiento de los “filósofos jóvenes” se les haya ocurrido la idea de agruparse en la empresa de redactar un “Diccionario de Filosofía Contemporánea” (dirigido por M. A. Quintanilla, Salamanca, Ediciones Sígueme 1976), no deja de ofrecer ciertos aspectos sorprendentes, especialmente si pensamos en las características combativas y conflictivas de este movimiento, que parecerían más vocadas hacia un manifiesto que hacia un diccionario. Pero bien pudiera ocurrir también que después de tantos años de represión, en medio de la actual y escandalosa manipulación lingüística, en el presente caos de imágenes y actitudes lo más revolucionario resulte ponerse a definir y clarificar, y que esta voluntad, más o menos consciente, haya movido a los jóvenes autores. Si en lugar de producir confusos ruidos –valga la que cibernéticamente es una redundancia–, nos ponemos a hablar, en nuestro país puede producirse un escándalo mayúsculo.

Por otra parte, es verdad que el género literario “diccionario” está experimentando bastantes recreaciones en los últimos tiempos –recordemos a Cela, por ejemplo–. Esta obra sería una más de ellas. No estamos en presencia, en efecto, de un diccionario filosófico, según el modelo usual, cuya misión es informar lo más asépticamente posible sobre el cuerpo de problemas y hechos históricos, que convencionalmente se designa como filosofía. Aquí se hace patente un producto cultural eminentemente crítico –y, por ende, polémico–, el cual toma posición desde su presentación misma y su dedicatoria a la lucha por un pensamiento libre y a la esperanza de un pensamiento liberador. Tal planteamiento responde a una lógica profunda de nuestra situación cultural y a los avatares –dirigismo impositor, resistencia creativa, represión–, que la filosofía ha vivido durante estos últimos cuarenta años. Por otra parte, se orienta hacia una búsqueda de la inserción del pensamiento y el intelectual, comprometida en nuestra dinámica social creadora.

Es preciso también insistir en el término “contemporáneo” –entendido más en la acepción de actual que en la convencionalmente periodizadora de nuestra historia–, el cual rotula la obra para precisar sus intenciones. No se trata meramente de que se delimite un ámbito cronológico, sino de algo que muy radicalmente anima la construcción de este “Diccionario”: el esfuerzo por definir lo verdaderamente vigente en la especulación filosófica de nuestros días. Ello se aprecia, unas veces en la misma selección de autores y temas, otras en el modo fuertemente crítico con que determinados autores son tratados, frente a su tópica consagración. ¿Podríamos recordar aquí las pretensiones del ya viejo positivismo lógico para delimitar el sentido o sinsentido de los problemas? Es cuestión evidentemente de algo muy distinto, que simplemente quiere recuperar el ámbito de lo válido, de lo realmente vivo y estimulante para nuestro pensamiento. Y este esfuerzo de purga es muy comprensible en nuestra situación cultural, en la cual la posibilidad siempre latente, y tantas veces actuante, en filosofía de parir engendros, de proliferación teratológica, ha encontrado un ambiente tan fertilizante, apoyado en las instancias del poder o del equívoco. Ahora bien, la selección de lo vigente hubiera caído en un grave error si, reproduciendo las estructuras dominantes resultara dictada por una disciplina de escuela. Afortunadamente, no es éste el caso en una valoración global del “Diccionario”. En su planteamiento hay que señalar un pluralismo antidogmático, que acoge direcciones y temas del cariz más variado, incluso profundamente polémicas entre sí, pero que comunicarían en algo común: responder de una u otra manera a los problemas de nuestro tiempo. No se trata, por ventura, de una realidad monolítica, sino más bien agónica –hablando a lo Unamuno– o proliferante –al estilo de Feyerabend–.

Tal amplitud aparece muy clara respecto a las grandes formas de pensamiento que las páginas del “Diccionario” acogen. Se hace presente el marxismo como gran corriente, corriente sometida a inflexiones múltiples, y expuesta a lo largo de los diferentes artículos que inciden sobre el tema por mentalidades tan distintas como las de Jacobo Muñoz, Aranzadi, Laso o Fernando del Val, entre otros de los redactores. Mas no se olvida el anarquismo y el pensamiento negativo –o nihilismo– encuentra exposición cumplida. La filosofía de la ciencia –con cierta limitación en cuanto a sus contenidos–, así como el pensamiento analítico se hallan ampliamente reflejados en la obra. Y no falta la moda estructuralista, estudiada por Eugenio Trías.

La selección de los vocablos se pliega a estas inspiraciones generales y, en ocasiones, a la fuerte presencia, respecto a otros actuales círculos filosóficos, del grupo formado por los discípulos de Gustavo Bueno. No encontraremos términos tales como “acto” y “potencia” –lo cual podrá sorprender a las mentalidades acostumbradas a nuestros cuestionarios oficiales, que ciertamente no se caracterizan por su contemporaneidad filosófica–. Pero ello no significa que los temas de la ontología, de la teología natural en conexión con la filosofía de la religión –como asunción más actual de tal problemática, análogamente a la de la estética en la filosofía del arte– estén ausentes de la obra. Sí se echa de menos la inclusión de algunos términos referentes a la filosofía de la ciencia como discusión de los contenidos del pensamiento científico, natural, social y antropológico. Tal ocurre, por poner un ejemplo, con la ausencia del término “evolución”. También en la relación de autores tratados habría que revisar algunas exclusiones y lo incompleto de determinadas semblanzas, que no dan idea cabal de la obra de ciertos pensadores.

A mi modo de ver, en efecto, el ámbito de lo válido, de lo digno de tenerse en cuenta en el actual pensamiento filosófico español cubre un radio más amplio que el definido por este “Diccionario”. Sin embargo, sus recelos son psicológicamente comprensibles en el marco de nuestra situación intelectual, tal como espontáneamente ha de ser percibida por la nueva generación filosófica.

Esta obra, como desde el principio he subrayado, constituye un producto colectivo, que refleja fielmente la presencia de una nueva oleada generacional en nuestra filosofía. Y el “Diccionario” está programado claramente con esta voluntad expresiva. En conjunto, sus autores son hombres que han empezado a enseñar y publicar en los últimos años –su edad media se sitúa en el centro de la treintena–. Es la generación que ha animado las Convivencias de Filósofos Jóvenes: en un orden más general, la generación de los PNN, con su problemática y sus luchas en la Universidad. Todo ello, en el ámbito de la España del pseudodesarrollo, que ahora hace crisis, de la industria cultural, de la recuperación y maduración del movimiento proletario.

Esta generación nos ha convertido, por fin, en hermanos mayores, a los que durante tanto tiempo parecíamos condenados a ser perennemente hermanos menores de los hombres de la guerra, “jóvenes promesas” o difíciles jóvenes díscolos. Pero no parece cumplirse el rígido esquema de rivalidad –el orteguismo no queda muy bien parado en este “Diccionario”, desde cualquier punto que se le mire–, que el filósofo madrileño prescribía a las generaciones inmediatamente próximas. Esta nueva oleada en nuestro pensamiento encuentra un horizonte en que actúan sucesivos impulsos de la España filosófica desde los años cincuenta, la filosofía de la ciencia, el marxismo, el pensamiento analítico, sus propias aportaciones. Una tenaz voluntad de persistir en la funesta manía del pensar desde la aventura individual se hace empresa solidaria. Solidaria no sólo en el cerrado círculo del pensamiento, sino en la totalidad de un dinamismo histórico, que, liberándose de la reciente pesadilla opresora, se lanza a la aventura de una nueva etapa. El “Diccionario” afirma nuestra necesidad de personalidad propia, de resistencia a la colonización cultural, al mimetismo, peligros ciertos en un gesto de resistencia puramente elemental a las imposiciones oficiales. Trabajemos porque esta voluntad programática se convierta en realidad creadora.

Carlos París