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Luis Araquistain
El arte y el nacionalismo

Don Q, hijo del Zorro (Donald Crisp, 1925)
Los ardientes guardianes del buen nombre de la patria, que hace algún tiempo se indignaron contra una película de Douglas Fairbanks o de Mary Pickford, por supuestas vejaciones a España, se han encerrado en un profundo y misterioso silencio. Ya no hacen tronar de cólera a las Prensas, ya no piden, o poco menos, que se decapitara a esos famosos peliculeros o se declarara el cómico suceso casus belli. ¿Qué ha ocurrido? Lo que familiarmente se llama una plancha, un error que pone en ridículo a los que lo cometen. Inconvenientes de querer levantar cierta clase de aduanas al patriotismo.
Los celosos protestantes solicitaron del Gobierno que prohibiera la introducción de la injuriosa película en España. Pero la película se había representado ya en unas cuantas ciudades españolas, sin escándalo de nadie; al contrario, por lo que me dicen, con bastante complacencia. Se titulaba “Don Q, hijo del Zorro”. Es posible que la vieran y acaso la celebraran los mismos que luego montaron en santo furor patriótico. ¿Cómo explicarse este pintoresco cambio de actitud? Sencillamente, porque alguien, desde fuera, quizás desde Méjico, avisó que en aquella película se ultrajaba a España. No había parecido ultraje en nuestro territorio; pero lo era desde la otra orilla del Atlántico. Lo natural hubiera sido informarse bien de qué película se trataba; no se consideró necesario. Bastó que cualquiera, por un exceso de susceptibilidad nacionalista o por algún otro motivo desconocido, la denunciase, para que aquí se echasen a rodar todos los tópicos tradicionales sobre la malquerencia extranjera, especialmente norteamericana. Por lo visto hay gentes que no pueden vivir sin trasladar los desvaríos de la manía persecutoria a la órbita de la nacionalidad.
El ridículo episodio carece en sí de importancia, y lo más piadoso sería secundar el elocuente silencio de los que pronto protestaron; pero hay en él una lección de psicopatología nacionalista en que acaso convenga insistir.
Era absurdo suponer –como deduje oportunamente– intención difamatoria para España en los autores de la película. En 1897, en vísperas de la guerra de Cuba, tal vez hubiera sido explicable. Hoy, ¿para qué? Los yanquis no odian ya a los españoles; lo de Cuba es agua muy pasada. Bastantes preocupaciones tienen con el Japón. Y la teoría de que pretenden desacreditar todo lo hispánico, para invadir más libremente la América de lengua española, podría discutirse en relación con el mundo oficial de los Estados Unidos, pero es pueril en cuanto a la esfera privada.
La cinematografía yanqui necesita del mundo entero para sostenerse; no le basta su propio país. Pero una película en que deliberada y visiblemente se ofendiese a España, no sólo se expondría a perder el mercado de nuestra nación, sino los de una buena parte de la América hispánica, donde son tan numerosas las colonias españolas. Sería una película económicamente suicida, y de eso no es capaz una empresa norteamericana por mucho que quisieran tentarla las sirenas del Estado yanqui, que tampoco es tan astuto como muchos se imaginan. Con sus dólares y sus buques tiene bastante por ahora para penetrar más o menos pacíficamente en el resto de América. Pensar que necesita colaboradores cinematográficos es atribuirle un exceso de complicación psicológica. Si ha resucitado Maquiavelo, no hay que buscarle todavía en los Estados Unidos; no hace falta salir de Europa para dar con su paradero.
Si fueran a tomarse en cuenta todas las pretensiones de cierto nacionalismo exaltado, ningún país podría ocuparse para nada de los demás, ni con el mejor propósito. Todo sabría a poco y casi todo a malo. Hace poco me decía un señor que el Gobierno debiera prohibir a las Compañías extranjeras hacer películas sobre el Quijote. (Aludía a una que se estaba preparando por entonces.) La idea es sintomática de estos extravíos nacionalistas. ¡Como si los españoles tuviéramos derechos de propiedad perpetuos sobre el libro de Cervantes, que apenas pudo gozar de los suyos! ¡O como si, fuera de España, no hubiera llanuras como la Mancha y no se pudieran imitar los molinos de viento, después de haberse construido en Los Ángeles una Nuestra Señora de París en madera! Tan risible como poner puertas al campo es querer ponérselas al arte, incluso cuando estuviera inspirado en alguna intención política.
La libertad del arte es un aspecto de la libertad del espíritu.
Sin contar que muchas veces, como en esta ocasión, el exceso de celo puede conducir al ridículo. Con motivos tan poco fundados como ahora se crean los antagonismos y rencores entre los pueblos. En cambio, cuando hay verdadera razón para protestar contra un país; cuando, por ejemplo, una nación fuerte se arroja sobre una débil y la unce a su victorioso carro imperial, entonces estos aduaneros de la hispanidad no tienen nada que decir. Ni dicen nada tampoco cuando difaman, no los extranjeros, sino las propias acciones o inacciones.