Filosofía en español 
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Competencias de Ultramar

Eduardo Gómez de Baquero

El francés y el castellano en América

Sería exagerado dar a la conferencia de M. Martinenche en el nuevo Instituto Francés de Buenos Aires (que motivó un reciente y bien orientado comentario de El Sol) las proporciones de aquella famosa pregunta de M. Masson de Morvilliers: ¿qué debe a España la civilización?, y a la que en su tiempo replicaron Forner y el abate Cavanilles. Pero el texto del profesor francés es un llamamiento a la atención española para hacer examen de conciencia sobre lo que hacemos y lo que deberíamos hacer en América. Estos latigazos al amor propio nacional pueden ser de provecho si provocan una reacción, no de desplantes ni prosa apologética, sino de buenos propósitos y actos congruentes con ellos. En resumen, M. Martinenche no nos reconoce capacidad actual para influir en la cultura de los pueblos ibéricos de América y adjudica a Francia este ministerio.

M. Ernest Martinenche, profesor de la Sorbona, es un hispanista distinguido, aunque su obra no llegue a la de Morel Fatio, Foulché Delbosc o a la de los italianos Benedetto Croce y Arturo Farinelli. En este mismo año ha publicado un libro titulado L'Espagne et le romantisme français, dedicado a los profesores de la Facultad de Letras de Buenos Aires y donde se examinan estas cuestiones: ¿De qué manera y hasta qué punto se inspiró en España el romanticismo francés? ¿Qué valor tiene la pintura que de ella nos ofrecen aquellos románticos? Es un hispanista pero no un hispanófilo, si se puede establecer un matiz de afección entre ambos vocablos.

Siendo el Sr. Martinenche persona documentada y competente, es chocante que elija tan mal sus ejemplos. Para demostrar que la lengua francesa es el vehículo de la fama, y que gracias a ella se hacen universales las creaciones literarias, cita al Cid, que por haber pasado los Pirineos, gracias a Corneille, es famoso en el mundo. M. Martinenche no ignora que la época en que Corneille inspira su “Cid” en el de Guillén de Castro, es la del predominio europeo de la literatura española, cuya influencia sobre la francesa se revela en la frecuente importación de tipos y de asuntos. Hasta un escritor, Lesage, se crea una personalidad señalada por virtud exclusivamente de sus imitaciones, refundiciones y pastiches españoles, alguno tan acabado como el Gil Blas, que es como el testamento de nuestra novela picaresca. Pensar que el Cid, sin Corneille, hubiera sido un obscuro personaje local, es como si los alemanes pretendieran que gracias a Lessing y a los Schlegel, Calderón y Cervantes habían adquirido un valor universal.

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El predomino de la lengua francesa, de que M. Martinenche se ufana, es un hecho histórico que no hemos de regatear. En cierto modo, fue la sucesora del latín desde el siglo XVIII. Debióse, aparte de toda razón intrínseca, a haber tenido Francia casi tres siglos seguidos de florecimiento literario y cultural, del XVII al XIX, y al carácter de universalidad que distinguió a su cultura. La hegemonía francesa fue muy compleja. Fue predominio de las maneras, de la vida social, del arte, de la conversación, que se elabora en el Hotel de Rambouillet y en la Corte de Versalles, y hace que en todas las Cortes se copie la del Rey Sol, y que el francés sea el lenguaje de los Soberanos y de la nobleza en el siglo XVIII; primacía política en los buenos tiempos de Luis XIV y de Napoleón, pero sobre todo universalidad. El clasicismo francés, basado en el humanismo, aunque le falsease, encerraba en sus fuentes, en su claridad, en su ordenación y simetría, elementos de difusión universal. La Enciclopedia es un movimiento crítico que no mira sólo a Francia, sino al mundo. La Revolución francesa transforma en un hecho europeo y hasta universal, lo que fue local en las revoluciones inglesa y americana. Las concepciones de Napoleón tienen también un sentido universal. Su imperio tiene cierta aspiración de imperio de Alejandro, y no sólo la guerra y la conquista, sino los principios de organización y gobierno, como el Código de Napoleón, el régimen de la Universidad, &c., que sobrevivieron a los hechos de armas. En el siglo XIX, los movimientos literarios, el romanticismo y el naturalismo alcanzan también en Francia un espíritu de universalidad, y representantes universales. Víctor Hugo y Zola, cada uno en su diferente esfera, no son meramente escritores franceses, sino autores que parecen hechos para la exportación. La lección que se desprende del predominio intelectual francés es: ¡sed universales!, lo contrario de la estrechez de miras del chauvinisme.

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Pero el castellano tiene más posibilidades de las que le otorga M. Martinenche, según las referencias de su discurso. No es cosa de incurrir en la ligereza de sostener que dentro de algunos siglos no se hablará en el mundo más que inglés, español y ruso. El destino de las lenguas es cosa más complicada de lo que se figuran los profetas de esas soluciones expeditas. Basta con que el español sea el idioma propio de los pueblos americanos de nuestra raza, para que exista ahí, en potencia, un instrumento cultural incomparable. El idioma propio es algo más que un medio fácil de comunicación. Es un ideario, es el archivo viviente de una tradición. Esto no basta en verdad. Es menester que esa tradición esté viva, que se continúe, renovándose. El error de nuestros tradicionalistas extremados consiste en no comprender que la tradición debe renovarse. Lo que el pasado nos entrega, no es una momia, sino una herencia vital, buena o mala.

En lo tocante a las letras, la cultura española del siglo XIX no es desdeñable. En los principales géneros, en la novela, en la lírica, en el mismo teatro, si bien menos en éste, nuestro siglo XIX sólo cede al siglo de oro, compuesto de partes del XVI y el XVII. La erudición y la crítica no han estado descuidadas, aunque es de lamentar que no se condenaran sus resultados en trabajos de conjunto. En la obra inmensa de Menéndez y Pelayo está casi la historia de la literatura española, dispersa en prólogos, monografías y tratados particulares. Los prologuistas de la Biblioteca de Rivadeneyra aportaron también contribuciones considerables a nuestra historia literaria. En torno de Menéndez Pidal se ha formado una joven escuela de filólogos e historiadores. Es lástima que por la tendencia a la dispersión, los que estaban capacitados para escribir una historia general de la literatura española no llevasen a cabo la empresa, y que los libros más aceptables de este género hayan sido de extranjero, de un norteamericano: Ticknor, y de un inglés, Fitzmaurice Kelly, ambos corregidos por españoles, aquél por Gayangos y Vedia, éste por Menéndez Pelayo.

Atendido el estado de las literaturas hispanoamericanas, todavía en formación, que sólo han sobresalido en la lírica, entre los géneros creadores, y que, aunque hayan tenido insignes gramáticos y lexicógrafos, como Bello y Cuervo, no han formado aún un cuerpo de labor filológica y erudita comparable a la de los españoles, no es pretensión desmedida de nuestra parte la de alcanzar alguna influencia en esta zona de comercio espiritual, a pesar del parecer adverso de M. Martinenche.

Esa influencia no es una simple aspiración. Es un hecho, si bien incompleto y descuidado. No hemos sabido hacerla valer ni extenderla con una discreta propaganda. Nuestro hispanoamericanismo usual no se ha cuidado más que de menudencias y cuestiones verbales, como el empeño en que se diga América española y no América latina, cuando lo importante no es el nombre, sino la realidad de las cosas. La influencia española no es una cuestión de nomenclatura.

E. Gómez de Baquero