E. de Francisco
Apuntes mejicanos
El problema religioso
Al trasladar a las cuartillas las impresiones recogidas en nuestro reciente y rápido viaje al gran país de los aztecas, damos preferencia a la cuestión religiosa, porque ella ha sido la que en estos últimos días ha servido de tema a informadores y comentaristas, si bien la información y el comentario, por regla general, se han llevado fuera de los límites de lo que la realidad y la sinceridad exigen.
Leyendo la prensa europea, salvo raras excepciones, fácilmente se llega a la creencia de que durante las últimas semanas la capital y los diversos Estados de la República mejicana eran campo de Agramante, en el que católicos y revolucionados libraban sendas batallas por la defensa de sus respectivas posiciones. A la vista de tales informaciones se creería que en aquel país se hacía de la cuestión religiosa una cuestión vital, relegando todos los demás problemas a segundo término. Se creería también que de su solución en uno u otro sentido estaba pendiente la vida del actual régimen.
Y nada más fuera de la realidad.
Cuantos hemos vivido estas últimas semanas en la capital de la gran República, no hemos percibido otros signos externos reveladores de la existencia de tal cuestión, que la abundancia de gentes aldeanas acudiendo a las iglesias a practicar o presenciar las ceremonias del culto, antes de que voluntariamente las suspendieran los sacerdotes, y la gran manifestación celebrada el domingo, 31 de julio, con carácter de adhesión y apoyo resuelto al Gobierno de Calles.
Es verdad que los propios católicos, las gentes timoratas, la prensa alarmista y los enemigos jurados de la situación actual, anunciaban sucesos catastróficos para el 1.º de agosto, en que necesariamente habrían de entrar en vigor las disposiciones del Gobierno; pero bien fácil era profetizar, y por eso acertamos en la profecía, que nada habría de ocurrir, y que transcurrido un plazo muy breve nadie se preocuparía de tal cuestión, como no fuera para utilizarla con fines distintos que los de defensa de la religión misma, a la que nadie ha tratado de atacar.
Empecemos por formular un juicio que a muchos parecerá atrevido: El pueblo mejicano, contra lo que comúnmente se cree, no es fundamentalmente católico-religioso. El pueblo mejicano, iletrado en su inmensa mayoría, es supersticioso. Lo fue siempre. En su historia, antes y después de Hernán Cortés, antes y después de arribar a aquellas tierras los sacerdotes católicos, se encuentran hechos múltiples que lo revelan. Los propios sacerdotes, que en los presentes días han abandonado el territorio mejicano declaran sin rebozo la ausencia de fe verdadera en los mejicanos. El elemento indígena, y gran parte del ciudadano, han sustituido sus legendarias supersticiones e ídolos por los símbolos y ceremonias del culto católico, porque han estimado que ello les proporcionaría mayores beneficios, mas no como consecuencia de una profunda convicción. ¡Qué de anécdotas reveladoras de esta verdad! ¡Cuántos hechos atestiguadores de esta realidad, referidos por los mismos católicos!
Ciego habría de estar el que considerando tales antecedentes y hechos creyese que el pueblo mejicano habría de arriesgar su vida o su tranquilidad por la defensa de una religión puramente formal.
Por si lo expuesto fuera insuficiente, añádase que el elemento considerado como católico se ha visto engañado por los representantes de la Iglesia con ocasión de la aplicación de los preceptos constitucionales y legislativos por el Gobierno del general Calles.
En efecto; el Gobierno de Calles, que no ha añadido ni una línea a la legislación vigente en materia religiosa, y que se ha limitado a exigir el cumplimiento de deberes constitucionales, ha encontrado a su paso dignidades de la Iglesia, como el obispo Mora del Río y algunos otros, que se colocaron en franca rebeldía contra las disposiciones de carácter civil, declarando que no reconocían más autoridad que la del papa.
El Gobierno, ante una tal actitud rebelde, y ofreciendo nueva prueba de tolerancia, señaló un plazo, que había de expirar el 1.° del pasado mes de agosto, para que los sacerdotes no mejicanos dejasen de oficiar, para que los nacionales se inscribieran en los respectivos Ayuntamientos como personas responsables del cuidado de los templos, como bienes nacionales y dieran cuenta a los efectos estadísticos de los actos, registros o inscripciones que se verificaran en sus respectivas parroquias, y, por último, para que se cumplieran las disposiciones sobre enseñanza, desterrando de los centros docentes toda influencia o manifestación religiosa, cualquiera que ésta sea.
Méjico cuenta con iglesias y colegios de diferentes confesionalidades, aunque en pequeña proporción con relación a los católicos; pero a nadie como a éstos se le ha ocurrido formular protestas para la aplicación de disposiciones sobradamente conocidas.
El clero envía a Roma un mensaje declarando que antes de someterse a las disposiciones de carácter civil, que consideran vejatorias, incluso para la autoridad pontifical, se hallan dispuestos a suspender los oficios y a abandonar los templos.
Pero los sacerdotes no exponen así los hechos a la consideración de sus feligreses. Desde el púlpito se dice que el Gobierno es enemigo de la religión, y como tal la persigue. Que el Gobierno impide la celebración de los cultos y expulsa a los sacerdotes. Que el Gobierno, en fin, cerrará los templos el 1.º de agosto y se incautará de ellos para destinarlos a fines profanos. Por todo esto, las gentes sencillas se apresuraron a confirmar a sus hijos, a bautizarlos, a celebrar matrimonios y a intensificar sus rezos, en tanto que el Gobierno se limitaba a vigilar el curso de los acontecimientos, dispuesto –eso sí– firmemente a que la Constitución y las leyes se cumplan.
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Es en tal situación cuando la Liga de Defensa Católica, no muy segura de que los catolicísimos mejicanos se pronunciasen airadamente contra las disposiciones del Gobierno, lanza a la publicidad un manifiesto excitando a todo el elemento católico a paralizar la vida económica del país, dejando de comprar todo aquello que no sea absolutamente indispensable para una vida de gran modestia, para que no concurran a teatros ni fiestas, para que den de baja a sus automóviles en la contribución respectiva, etcétera, &c.; por cuyo motivo, considerado sedicioso el documento por el fiscal, y previa una minuciosa investigación, llevada a cabo con toda clase de miramientos, se decreta el procesamiento y prisión de la Junta de Defensa Católica, sin que tampoco por este hecho se produzca agitación alguna de carácter popular. El país sigue dando la impresión de que en él no se desarrolla ningún suceso de trascendencia.
Y es natural. Un pueblo que ha asistido complacido o indiferente a la separación de la Iglesia y el Estado; que ha contribuido a secularizar todas las manifestaciones de su vida; que ha presenciado impávido la expulsión de los religiosos extranjeros, no iba a realizar un movimiento revolucionario porque los curas dejasen voluntariamente de decir misa.
Por añadidura –como decíamos más arriba–, el pueblo creyente ha visto por sí mismo que ha sido víctima de un engaño, puesto que los hechos le han probado que el Gobierno no impide la celebración de ninguna ceremonia dentro de los templos, sino que son los sacerdotes los que dejan de oficiar. Que no clausura los templos, sino que al abandonarlos los sacerdotes se hace cargo de ellos, confiándolos a Juntas de vecinos honorables para que permanezcan abiertos y en ellos puedan penetrar los creyentes y dirigir sus preces a los santos de su devoción. Que no persigue a los sacerdotes y a los católicos, sino que a ciencia y paciencia de lo que aquéllos realizaban, ni siquiera ha querido darse por enterado de que de las iglesias han desaparecido en estos días gran número de reliquias y joyas propiedad de los templos, y, en consecuencia, del Estado.
Como dice bien Alomar, «la obra de Calles ha consistido en dar efectividad jurídica a la Constitución; convertir en hecho el derecho; reducir el culto al interior de los templos, conservando a la vía pública su carácter neutral; fijar el dominio del Estado sobre las posesiones eclesiásticas; libertar de toda exclusión confesional la enseñanza pública, como garantía de las nuevas generaciones ciudadanas; acomodar las órdenes religiosas a la ley».
Y el país –como veremos después– refrenda lo hecho por Calles.
E. de Francisco
Méjico, agosto 1926.