[ Juan Sánchez-Rivera de la Lastra ]
El Socialismo y los “intelectuales”
«Si no hubiera aduladores, no habría tiranos.» Víctor Hugo.
Hace cincuenta años era incipiente en España el Partido Socialista. El excelso apostolado de Pablo Iglesias empezaba a agrupar en su torno elementos obreros. La figura del patriarca del Socialismo español irradiaba el fulgor de los grandes mártires del Ideal. Los que padecían hambre de pan y hambre de justicia, los que por un jornal irrisorio rendían un trabajo sobrehumano, empezaban a seguir al que les hablaba de su emancipación: moral, cultural y económica.
Ha pasado medio siglo. Hoy el Partido Socialista es el más fuerte, legítimo y verdadero de España. Al decretarse, el 13 de septiembre, el exilio del Poder para las taifas que turnaban en el gobierno, estas agrupaciones se hundieron con estrépito. Lo que semejaba ser armazón férrea, al sentir el empuje de los delegados gubernativos en sus raíces caciquiles, cayó como castillo de naipes. Y si algunos elementos permanecieron indecisos al principio ante la posibilidad de una rápida vuelta al Poder –que les prometían sus jefes– hoy, a los veinte meses del golpe de Estado, ningún antiguo partido de los turnantes conserva masas lealmente adictas. Tan sólo los contertulios íntimos del caudillo –y esto con excepciones– le rinden acatamiento. Los gruesos de las huestes, consecuentes con la ideología que inspiraba la «vieja política», figuran adscritos a la Unión patriótica. Repásense las listas de este novísimo partido y se verá cómo en ellas figuran casi todos los más caracterizados representantes, en ciudades y pueblos, de las viejas banderías.
El Partido Socialista, por el contrario, es el que da excepcional ejemplo de honestidad política y de fuerza real. No sólo conserva todos sus afiliados, sino que se ve robustecido con numerosas colaboraciones de hombres que, perteneciendo a partidos de los «viejos», y desengañados de ellos antes de ser declarados en entredicho por real decreto, hemos creído, en estos transcendentales momentos para la patria, un deber sagrado acudir a formar en las filas socialistas, única esperanza para un honroso resurgir nacional y para la realización de la obra de quebrantamiento de privilegios y de justicia social que España necesita, como base inexcusable de regeneración.
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Muchos de los trabajadores intelectuales –abogados, médicos, catedráticos, ingenieros, escritores, &c., &c.– militan ya en el Socialismo, pero son bastantes más que los militantes los que faltan. Y este es el objeto del presente artículo.
Con frecuencia hablamos con trabajadores intelectuales –especialmente catedráticos y escritores– y todos están «en espíritu» con nosotros. «Cada vez me siento más profundamente socialista», me decía no ha mucho un profesor penalista español. Análogas manifestaciones hacen a diario preclaros representantes de la intelectualidad. Pero estas manifestaciones socialistas platónicas no bastan ni pueden bastar. Si para el triunfo del ideal no ponemos más que nuestras preferencias, calladas y estériles, el ideal nunca dejará de serlo –aunque sólo sea en lo humanamente posible– y las injusticias sociales seguirán imperando. Hay que inscribirse como militantes del Socialismo, si se quiere cumplir plenamente el deber que los convencimientos sinceros imponen.
Y en estas circunstancias con mayor motivo. Ante el frente único que forman las derechas para suceder al Directorio, cuantos consideramos al Socialismo como el mejor coadyuvante de la paz y la justicia, interna y externa, debemos colocar incondicionalmente nuestro esfuerzo, grande o pequeño, a su lado.
Tengan presente los trabajadores intelectuales que si todos los simpatizantes con el Socialismo entraran a formar parte de sus fieles, su triunfo absoluto sería inminente. Y no olviden que esos intelectuales que al propio tiempo que coquetean con el Socialismo ayudan a sus enemigos o le combaten con distingos y sutilezas puramente académicas son los más culpables de que perduren tiranías e injusticias sociales que dicen odiar. Si Petronio no hubiera adulado a Nerón y se hubiera decidido a manifestarle la vileza de sus hazañas, como lo hizo cuando supo que su muerte estaba decidida, no pocos crímenes de los perpetrados por aquel augusto canalla hubiéranse evitado. No olviden los intelectuales las palabras de Víctor Hugo al principio transcritas.