Filosofía en español 
Filosofía en español


Editorial

Ha concluido dentro, como se esperaba, de fecundas realidades y de aún más prometedoras perspectivas, en un solemne acto que presidió el Ministro de Educación Nacional, Sr. Ibáñez Martín, la ingente tarea ordenadora del primer Congreso Interiberoamericano de Educación, desarrollado en la capital de España. Actos de esta naturaleza no son infrecuentes en la misión del Gobierno de Franco. Ya este mismo verano, en San Sebastián, se llevó a cabo otro análogo en sus fundamentos. O sea, procurar y encender el fruto y la intención de una política cultural que, rebasando el ámbito de nuestra geografía, proyecte su eficacia espiritual en todos los rumbos de nuestro sentimiento, tanto como de nuestra historia. De ahí la innegable importancia de estos Certámenes internacionales.

Lo primordial de este Congreso, con serlo en diversos aspectos, tantos como integran su programa, lo ha registrado nuestro Ministro en estas frases certeras: «Por un designio sobrenatural --ha dicho el Sr. Ibáñez Martín--, por un mandato de la Historia, cuando España y América dialogan, toda la antigua frialdad de internacionalismo diplomático se quiebra para dejar paso a un mundo de coincidencias entrañables, en las que las creencias, la sangre y el idioma nos dictan un mismo compás al latido de nuestro pulso y una misma comunidad de afanes a la ilusión de nuestro pensamiento.» Y agregó para robustecer la veracidad de su juicio: «Hispanoamérica con España forman no una comunidad internacional, sino una entidad superior familiar que, por encima de las soberanías populares, apunta una identidad originaria que ata, en el remanso de los siglos, la historia de nuestros pueblos con vínculos que no se forjaron tras la invención de fórmulas abstractas, sino que nacen del propio sentido vital de la existencia histórica de las naciones.»

Sólo ese sentido de familia, ese concierto fraterno, esa similitud de obra y de ambiciones, ha hecho posible la realidad de estas reuniones y, singularmente, la proyección de su armonía para las conquistas conjuntas del esfuerzo inteligente del hombre. Nada nos acerca más, esa cual fuere nuestra doctrina, que el común anhelo de convivencia para fines tan altos y concretos. Por la cultura, por la educación, por el ejercicio de motivos cultos se identifican y confunden los pueblos. Pueden más esos recursos inteligentes que la fuerza de las armas. Por las armas, se someten los pueblos. Por la cultura, se convencen. Y no basta someter. Hay que convencer. Cuando un día sea posible el empleo de los libros para ocupar el puesto de las armas, no habrá ningún pueblo rebelde ni despótico que intente otras conquistas que no sean las de la inteligencia del hombre en beneficio de la comunidad social. Todo el retraso de la historia no es más que ausencia de métodos culturales; empeño ciego de subvertir el orden racional de los elementos de combate. Después de todo, las guerras, los conflictos bélicos, no son más que lagunas en la acción permanente y generosa del pensamiento humano, ya en dirección del arte, ya en dirección de la ciencia, ya en dirección de las puras reformas sociales. Detrás de cada instrumento de guerra tiene que caminar, sin deserciones, para restañar fisuras, para cubrir baldíos y hacerlos fecundos, un libro. Ya es un símbolo que, en pueblos desatados, levanten las beligerancias parapetos con sus bibliotecas para guarecerse contra las balas enemigas...

Pero los pueblos se esfuerzan más y más en fraguar un clima de estudio, de atención e investigación cultas, siempre que esos pueblos no estén unidos por vínculos sentimentales, sin contar, por supuesto, los más estrechos y firmes de la sangre. Los protocolos y los tratados diplomáticos no son más que vehículos materiales cuando faltan aquellos requisitos. Habían de faltar esos protocolos y esos tratados y, sin embargo, entre pueblos afines idealmente, pensamientos y sentimientos saltan por sobre las fronteras, establecen un canje simultáneo y entrelazan sus destinos, interrumpidos si se quiere, físicamente, por los avatares de la política. Esto es lo fundamental entre España e Hispanoamérica. Podrán disentir, de momento, las fórmulas políticas. Esto es incidente transitorio. Lo que importa, lo que vale, es la comunidad –la comunión, diríamos nosotros– de sentimientos afines, en orden al espíritu humano, a su perfección y permanencia, entre esos pueblos sobre límites y cortapisas territoriales. Una vecindad geográfica entraña muchas veces –y allí está la Historia que no nos dejará mentir– lejanías insoslayables. ¿Qué nación no ha vivido la ausencia de sus mismas vecindades? En cambio, la identidad de idealismos, cualquiera sea el método político de turno, rebasa fronteras, funde distancias...

España es, en este punto, Hispanoamérica, como Hispanoamérica es España. Este sino histórico, que no es más que laborar permanente de ideas y sentimientos, cada cual con su propia personalidad, hace posible y capaz cualquier empeño trascendente en orden a la cultura de nuestros pueblos. Eso y el que, por contera, todos gocen de una fragante salud moral. Podrán, repetimos, empañarlos –que no anularlos– en la posesión de este sutil privilegio, simples especulaciones políticas, pero por cima de esas especulaciones, como por cima de todas las perspectivas geográficas, próximas o remotas, se mantendrán unidos esos pueblos para un parejo destino inteligente.

Paso a paso, sin mermas de la razón histórica, íntima y altruista de los pueblos, España e Hispanoamérica están forjando su ambiente y su atmósfera de realidades culturales. En tal actitud vive permanentemente el Estado español, secundado por el afecto y el esfuerzo de los países hispánicos. No vamos ahora a enumerar la obra que, dentro de este panorama didáctico, ha efectuado la intervención oficial española. Reconstruyó su hacienda, la reafirma cada día, y, al propio tiempo, rindió severos y nobles atributos prácticos encaminados al estímulo cultural de sus generaciones. Universidades, Colegios Mayores, Institutos de Investigación, Escuelas, Cursos de verano, Residencias escolares pregonan sobre la corteza patria una obra amplia y moderna, a tono con su tradición y con sus glorias. Basta asomarse a España para que, al más miope, le sorprendan estas vivas realizaciones de nuestro espíritu.

Y los Congresos, convocatorias y asambleas, nacionales o internacionales, no son, después de todo, más que la oportunidad de rendir cuentas de una vocación y de unos propósitos que, pese a las encrucijadas de la hora, van levantando, de nuevo, nuestra razón de ser, que es un servicio irrevocable en favor de la cultura universal.