Regino Sainz de la Maza
La guitarra en la primitiva música de España
No se sabe por qué, los primitivos de la música no gozan del mismo favor y trato que los de otras artes. Ante una tabla o un lienzo antiguo, todo el mundo adopta una actitud de veneración, de admirativo respeto. Un texto viejo, un fragmento poético anónimo, es objeto de numerosas interpretaciones, de estudios comparativos y análisis prolijos: y no digamos si se trata del hallazgo de un trozo de escultura o de una estatua mutilada. El pasado, la antigüedad, es un factor estimativo y sentimental. Pero el tiempo que actúa sobre la obra de arte y acrecienta su valor, envolviéndola en un halo de prestigio, se diría que le pierde cuando pesa sobre la música. El sentimiento de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”, no tiene en la música la misma validez que en las otras artes. Y queda sustituido por una idea falsa del progreso, según la cual, la música es objeto de un perfeccionamiento sucesivo.
Quizá la causa se halle en que hasta hace muy poco no se ha aplicado a la música verdadero rigor científico, o en aquel hecho incomprensible que señala Spengler de que de la Historia del Arte quede la música excluida. El resultado es que el proceso de formación de nuestro lenguaje musical haya permanecido oculto, misterioso y sólo esclarecido por unos pocos especialistas. Así perdemos, no sólo el deleite que hoy nos podían proporcionar tantas viejas páginas olvidadas de nuestra historia musical, sino también el método mejor de penetrar en el espíritu del pasado y aspirar el contenido latente en sus primitivas formas.
Si el arte es el supremo esfuerzo del hombre para dar a la vida un sentido, una imagen, quizá la más cabal, reveladora y profunda del alma humana sea la imagen musical. En ella se contienen las nociones supremas: la armonía del mundo, la intuición de un orden superior, el concepto del número, el enlace con lo eterno, la idea de forma y proporción; el espacio y el tiempo. Esta imagen adopta formas diversas que dan lugar a estilos diferentes, según sean los complejos y supuestos que rigen la “voluntad” de expresión. Pero por encima de cualquiera clasificación de escuela, de estilo, el espíritu racial traspasa la obra a través de los siglos, con caracteres permanentes.
El genio de la raza se revela y trasmite así sus rasgos esenciales característicos, por distintos que aparezcan los medios de que se vale. Tan españoles son un Victoria, un Cabezón, un Mudarra, como Mateo e Isaac Albéniz, el Padre Soler o Falla.
Ya nuestro sabio teórico Fray Juan Bermudo decía en el prólogo de su famosísima obra Declaración de instrumentos (1535): “La música no es artículo de fe que no se ha de mudar: grandes mutaciones ha tenido: los que sabios fueren, juzgarán los que escripto hallaren de la música, según en el tiempo en que fue escripto...”.
Únicamente un concepto pedante y equivocado puede creer que sólo el arte de hoy o el de una época determinada ha alcanzado la suprema forma de expresión y belleza. Toda música, todo arte engendrado por una íntima necesidad de expresión, que da lugar a formas condicionadas a un determinado momento, es eterno y guarda su belleza incorruptible a los ultrajes del tiempo y a los vaivenes de la moda y el gusto. Los que piensan de distinta manera, limitan lamentablemente el goce estético, incapaz de comprender el verdadero sentido artístico. Son los que reservan su admiración entera para uno cualquiera de los gigantes de la música, reduciendo el ámbito infinito del arte a la obra de aquéllos. Como si la música pudiera agotarla nadie, llámese Beethoven, Bach, Mozart, Wagner o Strawinsky. Parafraseando a Goethe en su sentencia “sólo todos los hombres viven lo humano”, podríamos decir que “sólo todos los músicos viven la música”.
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Para aquéllos que sólo se empeñan en ver a la guitarra con cintas de colores, y asociada tan solo a menesteres subalternos, bueno será recordar que los dos instrumentos sobre los que nuestros músicos imperiales del XVI marcaron rumbos a la música europea, fueron el órgano y la vihuela o guitarra. Todas las maravillas contrapuntísticas de aquella época, fueron alcanzadas por la generación de aquellos músicos seiscentistas, que sobre el mástil surcado por seis sencillas cuerdas de la vihuela, o sobre el teclado del órgano, creaban la escuela española, y daban al mundo las formas tradicionales de ella: sus “glosas”, “tientos”, “diferencias” y “fantasías”, que vemos dispuestas indistintamente para los dos instrumentos: órgano y vihuela. Cosas bizarras y clásicas, populares y cortesanas. Testimonio de esto son los libros de cifra para tecla y vihuela, que se contaban por docenas en los siglos XVI y parte del XVII: muchos se han perdido y con ellos la principal fuente de reconstrucción del genio instrumental español. Pero los que se han conservado bastan para dar idea de aquel arte que se nos muestra como fruto espléndido y maduro dentro de aquella cultura renacentista. Es el resumen de toda una larga tradición, que se remonta al siglo XIII con sus trovadores, recoge las melodías del canto de la Iglesia, toma contacto con el Islam por medio de los lautistas árabes, se asimila más tarde la ciencia contrapuntística flamenca y llega al Renacimiento cuajada en formas precisas, ya netamente españolas.
El genio hispánico recibía todas estas influencias haciéndolas suyas, y las devolvía transformadas, marcando la impronta de la raza en sus creaciones.
La ciencia contrapuntística, elaborada lentamente en la Edad Media, obra del gótico, sirvió de fundamento técnico a la música de Italia y de España, que la utilizaron para sus fines estéticos respectivos.
Lo que la vihuela representa en el paisaje musical de España, lo representa el laúd para Italia. Ambos instrumentos están unidos por un parentesco y un origen común. Su cultura es paralela. El Arcipreste de Hita señala la presencia del “corpudo laúd” en su “Libro del Buen Amor”, junto a la guitarra morisca y la guitarra latina.
La música española adquirió conciencia nacional al revivir el espíritu de las antiguas formas y recoger la herencia de los primitivos vihuelistas y organistas del XVI y del XVII: esto es, volviendo a las primitivas fuentes, en las que reside nuestra verdadera tradición instrumental, cuyos últimos fuegos apagó la tonadilla y la zarzuela. Así reaparece el espíritu popular tras el eclipse de más de un siglo, en que nuestro genuino sentimiento se desvió por cauces extraños. Otro tanto sucedió a Italia, víctima del teatro verista, que absorbió a casi toda Europa.
En el momento en que tanto Italia como España alcanzan su plenitud musical, musicógrafos y músicos vuelven los ojos al pasado para buscar en las viejas páginas, las bases de una sensibilidad nacional. El más puro acento lírico y el característico sentido armónico y rítmico y el acento expresivo inconfundible del genio de la raza, duermen en la música de estos instrumentistas, aquella música que tenía –dicho con las finas palabras de André Coeroy–, “las mejillas de rosa cuando ellos la besaban”.
Para percibir todo el encanto oculto en estos venerables incunables de la música conviene situarnos en la época en que fueron escritos y hacer abstracción de nuestros prejuicios musicales. La eficacia emotiva de estos músicos primitivos, puede aparecer menos intensa para nuestra sensibilidad, formada en el espíritu musical de la revolución y en el romanticismo alemán. Pero sería una falta de comprensión artística trocar el juicio histórico en valoración estética.