Editorial
España no es yermo desolado por el que nunca pasara el arado de la Historia. El laboreo de los siglos la hizo, por el contrario, heredad de sedimentos y vivencias que imprimieron fisonomía a su potencia nacional. Este santo tópico fue olvidado con responsabilidad de crimen por una generación materialista que pretendió transmutar el sentido de nuestro ser histórico, rompiendo los vínculos de nuestra continuidad nacional y alzándose con furia iconoclasta contra el sepulcro del Cid, la cruz de San Fernando, la unidad de Isabel y el sueño genial de Don Quijote.
La tierra hispana no podía, empero, producir abrojos, ni trastocarse más que en su corteza, abandonada a la incuria y al desorden de quienes sentían pudor de atavismos imperiales. Por debajo de la corteza vivía en el rico subsuelo de nuestra substancia histórica, el filón eterno de una civilización y una cultura inmutable, sin la que nuestra personalidad sería máscara vana, y ridículo disfraz de exotismos efímeros. Por eso nos ha sido posible volver a sintonizar con las ondas aéreas de nuestro pasado, levantando la cruz como única antena de verdad nacional. Hemos tornado a revivir en la auténtica vida hispánica, salvando el colapso de un siglo, merced a la sangría trágica de una generación heroica, que no quiso resignarse a sepultar para siempre con vilipendio la dignidad y el orgullo nacional, el brioso optimismo de libertad y grandeza, el honor de una filiación milenaria en las más audaces empresas universales, el tesoro en suma, de una cultura cristiana, ánfora sagrada de nuestro jugo vital.
La lección histórica ha sido demasiado cruel para que no haya de aprenderla nuestra época, y un falso júbilo embriague y embote nuestra acción. Los laureles sólo deben coronar las sienes victoriosas del que pugne hasta el fin, del que mantenga tenso y en vigilia el espíritu y acuciante la angustia, hasta la consumación total del mandato de la sangre vertida. España vive aún en el período revolucionario más crucial de su historia, que entraña, por lo demás, el mismo perfil y el mismo síntoma de todas las revoluciones. El choque sangriento con las hordas bárbaras ha terminado sólo en el campo de las lides militares. Nuestra Victoria no es áptera ni se ha posado ya para decorar con extática gallardía el frontispicio de un monumento conmemorativo. Le han sido dadas, como a la mujer bíblica, alas del espíritu de Dios, para continuar su vuelo majestuoso de vigilia constante y sacudir de inercias y marasmos la conciencia nacional. Nuestra hora es de alerta contra la desidia y la rutina, de transformación revolucionaria de las almas y de las conductas, de enmienda de yerros y rectificación de derroteros y descaminos. El porvenir de la Patria, la consolidación de su regeneración, la nueva gracia del bautismo sangriento con que hemos sido ungidos expiatoriamente, reside en el orden de la educación y de la cultura. Hemos de ser reeducados nuevamente en el espíritu de España, y hemos de forjar una juventud que consagre de manera definitiva en su propia formación interior, estas conquistas espirituales que ahora guerreamos. Nuestra batalla decisiva es de cultura y educación, y la habremos ganado si logramos construir e imponer un orden nuevo, en cuyo sistema y armonía se abracen el sentido histórico de la civilización hispánica y el aura vital de progreso de nuestro tiempo.
España ha vivido por espacio de muchos lustros de espaldas a los problemas educativos. Quienes se decían depositarios del espíritu tradicional, abandonaron el campo a los enemigos de la Patria, que se adueñaron de todos los resortes del Estado para fraguar e imponer en el orden de la cultura pública el germen de la revolución. La sociedad se encastilló en sus reductos docentes, y no quiso ver que la mala semilla prosperaba en la entraña educativa del Estado. Desgarróse la enseñanza española, de una parte, en el autismo de las instituciones privadas; de otra, en el mimetismo revolucionario exótico que se injertaba en los Centros Oficiales. La enseñanza libre vivió alegre y confiada, segura de que educando aristocracias se imponía a la masa deformada y ganada para la revolución en las aulas estatales. La enseñanza oficial, fue coto abierto por la hipocresía liberal a los evangelizadores del marxismo. Y la batalla la ganó gratuitamente en cincuenta años de gestación el espíritu sectario y proselitista de un grupo de rebeldes sin alma, sin fe y sin dignidad española, que fabricaron en serie los falsos apóstoles del magisterio y del profesorado y lograron enrolar engañosamente a las legiones de la juventud. La revolución se hizo en las escuelas, en las aulas, en las cátedras, en los libros y en los periódicos, y merced a la prostitución de todos estos instrumentos de educación moral de los pueblos, pudo cobrar impulso de estallido multitudinario, en las masas corrompidas por una enseñanza de odio y de subversión.
Por eso ahora la revolución de España –de esta España que proclama su fe en la Falange como instrumento de su renovación cultural– ha de obrarse también en la escuela, y ha de tener un signo de educación y de cultura. Pero han de aprenderse todas las lecciones y corregirse con la amarga experiencia los yerros. La España Una, ha de imponerse un orden nuevo, unificado y armónico, en que sólo resplandezca un mismo pensamiento y una misma voluntad. Renacionalizada la vida docente, limpiada la broza moral y material, la nueva juventud ha de educarse sólo para Dios y para la Patria.
Este esfuerzo renovador y unitario es obra penosa y difícil. Los principios son simples, pero su aplicación ha de entrañar no pocas complicaciones, si se quiere que aquéllos fructifiquen de manera eficaz y duradera. España necesita una legislación docente de nueva planta que riegue y fecunde todos los órdenes de su vida cultural, desde la escuela más modesta hasta la más elevada esfera universitaria. Y ello no ya sólo en función de los nuevos principios del Estado Nacionalsindicalista, sino también en lo que respecta a la técnica pedagógica, que en la época en que vivimos ha multiplicado sus exigencias, en armonía con la extensión de los ámbitos científicos. Para colaborar en esta empresa nace la Revista Nacional de Educación. Su meta es hondamente ambiciosa y amplia. Quiere ser órgano de la revolución espiritual de España; eco de sus más íntimas preocupaciones culturales; estímulo de los más oportunos progresos técnicos; difusora de las más excelentes realidades educativas dentro y fuera del país; propagadora en el extranjero de la nueva política escolar de la Falange.
Forma, en suma, entre las revistas culturales, que bajo el impulso generoso del invicto Caudillo, han emprendido la misión altísima de reanudar el prestigio del saber español y anunciar al mundo que otra vez vive con destino universal en la Historia la gran España, señora de las Ciencias, las Letras y las Artes.
El Caudillo de España, impulsor supremo de la cultura nacional, artífice y genio de nuestras victorias en la batalla de las armas y de las letras
Pureza de ideales ha de ser el lema de la juventud. Pureza de pensamiento. Un afán de ejemplo, de sacrificio; que la bastardía no anida en corazones españoles y pertenecemos a una raza de hidalgos que, pobres y remendados, supieron imponer a un mundo sus leyes y su fe y llevaron sus banderas a través del Atlántico...
Servicio, Sacrificio, Hermandad, trilogía hermosa, lema para nuestras juventudes que, a través de la Historia fueron jalonando los grandes acontecimientos de la vida de España.
En nuestras grandes afirmaciones, en nuestro grande despertar del pueblo, han sido siempre las juventudes universitarias y escolares las que formaron la base y dieron la pauta para el camino de la gloria.
...La España grande, la España fuerte resurge de las bayonetas de la juventud, resurge de las aulas de nuestras Universidades y resurge en la vida toda de la Patria.
FRANCO
discurso a las juventudes del s. e. u.
12 octubre 1937