Filosofía en español 
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Emiliano M. Aguilera

Reivindicaciones intranscendentes
El «chárleston», «Charlot» y la gente de color

La gente de color acaba de conquistar París, y conquistando a París acaba de conquistar el mundo. La gente de color es ya celebrada en todas partes, y es que al apoderarse de ese gran faro que atalaya el Globo, y que es París, ha dado con el mejor medio para hacer irradiar su éxito, para proyectarlo por todos los ámbitos de la Tierra. Hoy París impone al mundo el arte –un arte disparatado y estrepitoso que tiene mucho de infernal– de los negros, de esos seres tallados en bloques de chocolate, como ayer impuso una revolución, como impone los perfumes de Coty y de Houbigant o las confecciones «pour dames» de Paquin, el célebre «tailleur».

Josefina

Para realizar esta brillante conquista, la gente de color ha contado con un gran ejército –nutrido por los innumerables «virtuosos» que se han destacado de los numerosos «jazz-band's» que actúan y actuaron en la Ciudad Luz–; ha contado con esforzados paladines –un día el boxeador Criqui; otro, el novelista Renato Marán, a quien la Academia Goncourt premia su «Batuala»; otro, Luis Douglas, el portentoso bailarín–, y también ha tenido esta gente de color, para que no la faltara nada, su heroína, su Juana de Arco, una Juana de Arco bastante morena, que se llama Josefina Baker.

Esta Josefina, desde el escenario del «Folies Bergeres», bailando el «chárleston», un «chárleston» que no es tal «chárleston», sin más atavío que un par de plumas que la ocultan, no muy bien, el sexo y devorando una langosta o unos plátanos mientras ejecuta su movida labor, ha terminado la conquista de París. La ciudad republicana tiene actualmente una reina, a quien venera férvidamente: Josefina. Y París, dispuesto a adular a Josefina, la ha proclamado, a más de proclamarla reina, como la más gentil y genial de las intérpretes del «chárles», llegando a creer –y esto es lo peor– que el modernísimo baile es de origen negro, que lo ha creado la gente de color.

Tal creencia envuelve una grave injusticia; priva a Charles Chaplin, el popularísimo «Charlot», de uno de sus más plausibles méritos: la inspiración del «chárleston», de este admirable baile que lleva camino de hacer patizamba a la generación de nuestros días y a algunas de las venideras, si éstas, por no dejar en mal lugar al Dr. Thoulie, dan en heredar el «detalle».

Que la Humanidad, gran deudora, debe a «Charlot» el «chárles» es algo indubitable. Hiciéramos caso omiso de las paladinas declaraciones de los profesores de baile que, en los Estados Unidos, idearon el «chárleston» –según las cuales la mayor parte de los pasos del «chárles» fueron inspirados por «Charlot»– y bastaría la visión de un «chárleston» bien bailado para identificar su humorístico espíritu. Cada uno de esos pasos es casi siempre el exponente de una actitud de «Charlot». Desde que el bailarín da comienzo al baile con aire de hombre abstraído, hasta que lo fina andando a cuatro pies y pasando por ese gateo en el aire, ineficaz como la marcha de la ardilla en su jaula rotativa, por el «grand écart», por el abrir y cerrar de pies, por toda la gama plástica que integra el «chárles», se ve al regocijante –no regocijado, ¡eh!– «Charlot».

Es justo, pues, llevar a cabo esta reivindicación, esta intranscendental reivindicación. El «chárleston» no es baile de negros, y si allá por el sur de los Estados Unidos, por Florida, donde abunda la gente de color, hay una capital que se llama Chárleston, no lo tomemos en cuenta para oponer reparos a esa reivindicación. Además de no decir, realmente, nada esta circunstancia, sólo los ojos deben asesorarnos en esta cuestión, y los ojos, que aprecian las concomitancias que existen entre el «chárles» y «Charlot», aprecian igualmente que los negros no saben bailar el «chárleston». Ni la Josefina Baker, según parece, ni esta Ruth Bayton –muy graciosa y muy bella– que ha reclutado muchos admiradores en Madrid, ni ninguno de los infinitos negros y negras que creen bailar el «chárles» lo saben bailar. Bailan «una cosa» que tiene algo de machicha y de tangana, mucho de danza de vientre, cuando son ellas quienes lo bailan, y de danzón criollo, un tanto de rumba, sus ribetes de acrobacia salvaje y un poco, muy poco, de «chárles». Esta singular ensalada coreográfica es perfectamente negra, muy a propósito para ser bailada al son de los «balanfons», de los «kondés» y de los «li’nghas», pero no es «chárleston».

Este –repetimos– no tiene nada de negro, y la «genial» Josefina, tan aficionada a las plumas, hace mal en adornarse con plumas ajenas.

Emiliano M. Aguilera