Gustavo Bueno
Para una construcción de la Idea de Persona
I. Definición operacional de Persona
II. Concepto de metafinito
III. Las hipóstasis de la persona · La noción de hipóstasis · Bosquejo de una teoría personalista de la cultura
IV. Conclusiones programáticas · El problema gnoseológico · El problema ontológico · El problema lógico
I. Definición operacional de Persona
La Persona es el más noble y el más misterioso entre los seres que pueblan el Universo. El más noble porque –a diferencia de las cosas– la persona posee una “intimidad”, parece que es la fuente de sus propios movimientos, causa sui, un algo casi divino. Es el más misterioso porque, a pesar de todo, sigue siendo un ser finito, indigente de las cosas para poder obrar y sacar de ellas sus propias fuerzas, de acuerdo con las leyes de la Termodinámica, como cualquier cosa entre las demás. Ha sido el hombre, sin duda, el inspirador de la idea de persona tanto como su constructor. Y una idea tan inquietante reclama urgentemente su elaboración filosófica. Así, se concebirá en seguida la posibilidad de eliminar la dependencia material de la persona hasta llegar a la idea de una persona infinita, o sea, Dios. Es posible que la idea de esta persona omnipotente sea anterior a la idea de persona finita en el orden psicogenético. Pero entonces, tanto más misteriosa se ofrece la idea de persona finita, eminentemente, de persona corpórea, la idea de hombre, idea de la que, en todo caso, ha de partirse para construir teoréticamente la idea de persona, es decir, para ordenar de un modo inteligible los diferentes atributos y notas que pertenecen a la noción de Persona –por ejemplo, la individualidad, autoactividad, inteligencia–. Lo que se busca es ordenar estos atributos y notas, es decir, disponerlos de forma que se exhiba la conexión de unos con otros en un solo concepto, el de persona, así como también la conexión de este último con los demás conceptos del Universo lógico: construir, en suma, la idea de persona.
Pero como quiera que en la noción de persona se encuentran notas que también parecen residir en seres impersonales (por ejemplo, el movimiento, la actividad, o bien la permanencia de la “sustancia”) los dos caminos que, desde este punto de vista pueden seguirse, son los siguientes:
1. Partir de las notas comunes, genéricas, para llegar a las notas específicas, diferenciales de las personas y, más aún, de la persona humana. Este método es, desde luego, sintético, eminentemente constructivo; porque en él, a conceptos sólidamente sentados, vamos añadiendo determinaciones precisas para obtener conceptos nuevos, más ricos en comprensión. Pero no siempre este método es recomendable y, la mayor parte de las veces, bajo su aparente claridad constructiva, se oculta una burda acumulación desordenada de datos, de notas nuevas que se enlazan extrínsecamente a las precedentes. Tal ocurre, sobre todo, cuando las notas nuevamente añadidas pueden darse alguna vez independientemente de las notas genéricas; o cuando, a lo sumo, el único procedimiento para organizar la composición es la dicotomía, donde el término negativo es confusísimo y el positivo supone una petición de principio. Cuando dividimos los vivientes en sensibles y no sensibles y llamamos a los vivientes-sensibles “animales”, en la idea de sensible está contenida ya la idea de animal. Como procedimiento lógico y práctico puede ser útil, pero es escaso su interés metafísico, sobre todo cuando la diferencia puede concebirse sin el género (lo que no sucede en el ejemplo citado). En la construcción clásica de la idea de persona partíase de las nociones genéricas que toda persona encierra, concretamente la idea de individuo, naturaleza, sustancia, supuesto. Porque la persona se concebía, antes de nada, como una sustancia individual. Sustancia es un ser que reside ontológicamente en sí mismo y no en otro; es un ser individual; cada sustancia posee un modo de obrar característico, que es su naturaleza y puede concebirse que naturalezas distintas queden fundidas en una superior unidad ontológica sustancial (como se anuncia ya en el animal, en tanto sintetiza la naturaleza de los minerales y de los vegetales). Cuando una sustancia individua se considera ya ultimada, clausurada, incomunicable con otras naturalezas, entonces es verdaderamente sustancia y se le llama Supuesto.
Ahora bien: sentado ya el concepto de Supuesto, como género, se construía la idea de Persona, como subgrupo de los supuestos, por medio de la idea de “entendimiento”. Cuando el supuesto es de naturaleza racional, entonces se llama Persona (Boecio). Ulteriormente, mediante la aposición de ideas como “finito”, “infinito”, &c., se obtendrán las diversas clases de personas; entre ellas, la persona humana, y su más inquietante atributo, la sociabilidad.
Este método de construcción, aplicado a la persona, es, a mi entender, totalmente inservible para nuestros hábitos mentales de hoy. Ello es debido a que la construcción ideal de los nuevos conceptos es sólo aparente: consiste, en rigor, en un acarreo de materiales extrínsecos, ordenados por la más sucinta organización concebible, la dicotomía. Así, de la idea de sustancia individual (supuesto), pasamos a la idea de persona por adición de una nota extrínseca (el entender, y, de ahí, la libertad): con las naturales discusiones de si debemos interpretar la composición en un sentido puramente lógico, o bien ontológico, distinguiendo el individuo de la persona (Maritain). Obtenida la idea de persona, pasamos a la idea de persona humana, es decir, a ciertos atributos de la persona, tales como lenguaje, sociabilidad, &c., &c.
Propiamente, pues, en este método, no puede decirse que el entendimiento transita en movimiento interno, de los atributos “genéricos” a los “específicos” de la persona: antes bien, la teoría de los elementos genéricos de la persona (principalmente, la sustancia) se mantiene siempre como si fuera independiente de la teoría de los “elementos específicos” (principalmente, la libertad) y recíprocamente. Aparecen, así, como dos teorías aisladas, incluso históricamente. Pues la teoría clásica de la persona –la teoría escolástica, desde las disputas cristológicas hasta Santo Tomás y Suárez– acaso pueda considerarse como una teoría acantonada, desde el punto de vista teorético, en los momentos que he llamado “genéricos” de la persona, propiamente como teoría de la persona, como sustancia; mientras que las modernas especulaciones (de Kant a Scheler) nos ofrecen un estudio de la persona, y, mejor, de la persona humana, a espaldas de los intereses por la sustancia, el supuesto y la subsistencia, en beneficio de otras determinaciones específicas, principalmente en cuanto teorías de la persona como libertad (creadora de cultura). Así es como sacamos de la Historia la impresión de que existen dos tipos de teorías de la persona, aisladas entre sí, y entre las cuales no se ha abierto un diálogo auténtico, un tránsito de los conceptos estudiados en la una a los que la otra considera. He expresado mi opinión sobre la imposibilidad de un paso interno de las teorías “genéricas” a las “específicas”. Queda la esperanza de que fuese posible el camino inverso:
2. Partir de las notas específicas y diferenciadas para llegar regresivamente a las notas comunes y a la inserción de la persona en el conjunto de los seres del universo. Me apresuro a advertir que esta regresión puede ser llevada de un modo constructivo: especialmente, cuando sea posible transformar algún atributo o nota según procedimientos lógicos legítimos. Este método, por de pronto, en cuanto parte de lo más diferencial, lo empíricamente dado, el uso semántico mismo (en el sentido de la aplicación de palabras a objetos) es más afín a nuestras costumbres mentales, que de un modo exagerado, pero con un fondo de verdad, ha descrito el operacionalismo. Aplicado a la idea de persona, partimos de significaciones muy precisas. La “elaboración” metafísica es entonces un simple desplegar las notas ya contenidas en el punto de partida (siempre más rico y abundante en comprensión); naturalmente depende del modo de concebir las ideas metafísicas la total elaboración ontológica de la idea de persona: pero siempre podría señalarse con más precisión hasta qué momento las explicaciones van unidas y en qué momento se bifurcan. He aquí un esbozo de una posible elaboración de la idea de persona, en la que se procura mantener el contacto con la metafísica escolástica:
a) Partimos de la persona humana, y de sus atributos más concretos, como son el lenguaje, y de la contradicción original con otras propiedades. Esta contradicción es la que “pone en marcha” a la actividad intelectual constructiva.
b) Construimos, con ayuda de las ideas originales, una idea de la persona como ser autónomo suficiente en sí mismo, ontológicamente “solitario”.
c) Sobre la idea de autocomprensión, pasamos a la idea de naturaleza natural corpórea; a la idea de sustancia, siempre que mantengamos la metafísica sustancialista.
d) De aquí, a la idea de Libertad, y al límite de lo finito con la Persona infinita.
Comienzo señalando como propiedades contradictorias u opuestas de la persona:
a) La autonomía de la persona humana según la cual la hacemos responsable de sus propios actos: le concedemos una vida interior propia, una intimidad que, en cuanto manantial del conocer superior y de la acción libre, exige poner en contacto a la persona con el ser infinito, con el ser que obra por sí mismo, con el ser que es Causa sui, en palabras de Spinoza. Ciertamente, es innegable la alternativa de que o bien Dios hizo a la persona humana a su imagen y semejanza, como enseña Moisés; o bien el hombre hizo a Dios a imagen y semejanza suya, como pretende Feuerbach. Es lo cierto que, en todo caso, la persona humana, en cuanto autonomía, en este su estado que llamaré solitario, posee vestigios de la divinidad, del ser infinito.
b) La con-vivencia con otras personas, hasta tal punto que, sin ayuda de los demás hombres, no podría haberse elevado el individuo a la condición de persona, o, por lo menos, a la actualización de sus virtualidades personales. Esta sociabilidad ontológica, constitutiva, de la persona humana, es un dato del que no podemos prescindir, como contenido accidental o superficial. La experiencia nos enseña que es tan inexcusable la vida social para que las personas lleguen a serlo, que, conforme a nuestro método, no podemos orillar esta enseñanza. La autonomía del estado solitario de la persona queda atenuada por esta indigencia de los demás que la persona tiene constitutivamente, por esta necesidad suya del estado de convivencia con otros seres de su propia especie.
Una construcción regresiva de la idea de persona –es decir, de sus notas– debe ofrecer, entre otros resultados, el tránsito interno del estado solitario al estado de convivencia de la persona. Pero no nos satisface filosóficamente que estos atributos –como otros cualquiera– se compongan unos al lado de otros por mera yuxtaposición o bien por un nexo extrínseco, a la manera del Génesis, II-18: “No conviene que Adán esté solo”. Aquí, del estado solitario de Adán, pasamos al estado de convivencia (con Eva), en virtud de un decreto de la voluntad divina, que es, sin duda, un nexo extrínseco: la filosofía debe intentar, al menos, la explicación interna de este nexo, en este caso, la razón de que la soledad de Adán “no fuese conveniente”. Ahora bien; los caminos posibles, en principio, son dos: o bien partir del estado solitario –es decir, de algún atributo de la persona que se intuya preferentemente en su estado solitario, como modelo– para pasar después al estado de convivencia; o bien el camino inverso. Ahora bien: si partimos del estado solitario, es lo más probable que no podamos de él obtener el estado de convivencia: antes bien, nos forjaremos una idea tan exagerada de la independencia y autonomía de la persona, que la relación misma a los demás se tornará inconcebible: cada persona, reflejará la idea de Leibniz de la Mónada, “sin ventanas al exterior”. “Las ideas de Cusano siguen viviendo simultáneamente en la filosofía natural de los alemanes. Agripa de Nettesheim, en quien la dependencia de aquél es patente, acentúa tanto la vida autónoma y la particularidad hermética de los individuos, encerrados en sí mismos, que le parece un milagro el enlace entre ellos, el paso de la acción del uno al otro” (Heimsoeth, “Los seis grandes temas de la metafísica occidental”, V). Del estado solitario de la persona no podemos pasar al estado de convivencia, porque aquél contiene menos que éste, que, por de pronto, contiene virtualmente a las personas singulares. Si existe posibilidad de alcanzar ambos estados de la persona, ha de ser a partir del estado de convivencia. Y, por cierto, la mayor parte de las definiciones modernas de persona la recogen en este su aspecto social, en tanto una persona está en contexto con las demás, con una sociedad. Para Jung, por ejemplo, la persona es un compromiso entre el individuo y la sociedad. La persona es la expresión del individuo a los demás: y con estas definiciones, en cambio, suele cerrarse el camino al estado solitario de la persona: la persona para Jung sólo sería un concepto solidario de la sociedad. Sartre sabe que en el Cogito no se descubre uno a sí mismo solamente, sino también a los otros. La persona, en sí, es una abstracción: tal es la posición clásica de Fichte. Dice en la lección tercera de sus Caracteres de la Edad Contemporánea: “La persona debe ser ofrendada a la idea y aquella vida en la cual así sucede es la única justa y verdadera; por consiguiente, si se considera la cosa según la verdad y como ella en sí, el individuo no existe en absoluto, pues que no debe valer nada sino sucumbir; por el contrario, la especie sólo existe, en cuanto ella sólo debe ser considerada como existente.”
Se necesita, empero, no sólo definir la persona por atributos que implican una pluralidad de personas, sino también saber transformar aquellos atributos, originariamente solidarios de la convivencia, en atributos capaces de definir el estado solitario: para ello, los atributos deben ser convenientemente elegidos, tanto para la aplicación operacional de la idea de persona a los seres reales, como para la elaboración de su idea.
El atributo que escojo para definir a la Persona ofrece aparentemente el aspecto de la más radical oposición a la propiedad de incomunicabilidad que tradicionalmente se enlaza con la idea de persona: me refiero al fenómeno de la Comunicación que dondequiera se experimenta entre los hombres, como fundamento de su convivencia. Comunicación es lo mismo que identificación mutua, y, antes aún, “comprensión” de los actos de ciertos seres, que puedo agrupar así en una clase frente a la constituida por aquellos otros que, más o menos, se me aparecen mudos, inexpresivos a mi mirada inquisitiva, incomprensibles. Aquellos seres cuyos actos “comprendo” son, en cambio, para mí, inteligibles y transparentes de un modo singular: puedo “leer” en ellos estructuras tales que concibo propias de mí mismo, según un modo “práctico” –como agibles para mí, algo que yo podría ejecutar, aunque de otra parte me repugne el hacerlo por cualquier motivo estético o moral. Así, adquiero una consciencia de parentesco y solidaridad con estos entes que me hace sentirlos como de mi propia “familia”, constituyendo una clase especialísima definida por respecto a mi ego. Lo esencial de la comunicación con estos entes, es que yo vivo y reejecuto, como intencionalmente dirigidos a algo, sus actos (dichos, gestos, acciones) de suerte que los enlazo no por un nexo causal como cuando intento conocer otros entes, sino por un nexo de sentido (Scheler). Este nexo de sentido es, en mi opinión, un nexo teleológico, es decir, la interpretación de los actos del prójimo según un fin que pudiera hacer mío (interpretación práctica). Cuando esta interpretación ha sido lograda, él “otro” se me hace transparente, comunico con él, lo comprendo: para cada hombre, si no está muy viciado por la hipocresía puritana, todos los demás hombres deben aparecérsele comprensibles: el principio del humanismo es la eterna confesión del romano: Homo sum, et nihil humani alienum puto. “Según lo que sabemos hasta hoy –dice Ralph Linton en su libro excelente Cultura y Personalidad– los procesos intelectuales son los mismos para todo ser humano normal de toda época y lugar o, por lo menos, los individuos que parten de las mismas premisas, siempre parecen llegar a las mismas conclusiones. Es una experiencia universal de los ‘antropólogos’, la de que, cuando han vivido en una sociedad primitiva el tiempo suficiente para conocer sus premisas, ya no encuentran dificultad alguna para familiarizarse con el pensamiento nativo. Una tribu que trata de detener una fiebre tifoidea organizando una cacería de brujas en gran escala, actúa lógicamente de acuerdo con el hecho impuesto por su cultura de que las brujas son las responsables de la enfermedad.” Por lo que respecta a las teorías acerca de la mentalidad prelógica de los pueblos primitivos, de las cuales sigue siendo el clásico Lévy-Bruhl –cuyas primeras conclusiones acerca de la oposición entre la mentalidad primitiva y civilizada aparecen rectificadas en Les carnets de Lucien Lévy-Bruhl póstumos, donde distingue la mentalidad mística de la racional– podré decir algo después.
Esto supuesto, podemos ver las cosas de la siguiente manera: que ciertos entes (el conjunto de los egos) introducen una clasificación entre los restantes, según que éstos observen o no respecto a los primeros la relación de comunicación, o comprensión. La relación de comprensión establecida entre dos entes a, b, es, por ser cognoscitiva, una relación asociativa de identificación –pues conocer, al menos conocer al prójimo– es un “hacerse otro en cuanto otro, sin perderse a sí mismo”. Pero esto quiere decir que es una relación simétrica, como lo es toda relación de semejanza o identidad: es decir, que supuesta la relación a P b, también se dará la relación b P a; que si yo puedo comprender al otro, también él puede comprenderme a mí. Y ahora ya es posible introducir constructivamente el concepto de lenguaje en el sentido más amplio (incluyendo el lenguaje mímico y pantomímico): cuando un ente ejecuta actos –que por sí ya serían comprensibles por otro–, precisamente sabiendo que el otro los comprende, y para que los comprenda, entonces decimos que este ente “habla”. (La onomatopeya demuestra que la distinción entre lenguaje y expresión, en el sentido de Ortega, es poco fecunda.) Este lenguaje es exclusivo del hombre: pues si, ciertamente, la relación “comunicación” puede de algún modo interponerse entre los individuos de una misma y cualquier especie zoológica, e incluso entre individuos pertenecientes a distintas especies (“cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”), sin embargo, el modo mismo de expresar “sabiendo que el otro comprende” (es decir, representándolo como una entidad con vida propia, sólo que semejante a mí) es lo característico del lenguaje, que es ya específico del hombre. La más esquemática caracterización podría ser ésta: el lenguaje humano es una comunicación vivida como simétrica; mientras que la comunicación con animales o entre animales es asimétrica. La mirada suplicante que, desde el quirófano de experiencias dirige el perro al cirujano, no sería “comprendida” propiamente por el hombre; el matiz de “súplica” sería una proyección subjetiva del experimentador. En último extremo, podríamos admitir grados diversos de reciprocidad en la comunicación, y poner al lenguaje en el término de la escala, cuando la reciprocidad fuese total y pudiese hablarse de una simetría perfecta.
Están ya preparados todos los materiales para introducir la idea de persona. Esquemáticamente, decimos que unos entes son personas cuando pueden hablar con otros. La idea de persona es así una idea que se origina a partir del hecho empírico del “hablar”: y, originariamente, un ente adquiere la propiedad de persona, cuando, gracias a otro, podemos decir que habla: es decir, que la condición de persona se la otorgamos a ciertos sujetos porque dicen a otros una relación que llamo P, de comunicación recíproca, del lenguaje.
Esta definición de persona no solamente es teoréticamente justificable, sino que también es una definición operacional. Sencillamente, si yo distingo entre los seres del universo, a algunos, a quienes llamo personas, de otros, a quienes llamo animales o cosas, es porque los primeros pueden hablar conmigo, son expresivos para mí, y me expresan justamente, primariamente, estructuras noemáticas, teleológicas. (No puede olvidarse que el nombre de persona deriva de la máscara (πρὀσωπον) que “para-hablar” –per-sonare– se ponían los actores griegos. Este ethymo encierra un profundo simbolismo: el actor era persona porque podía hablarnos, y no sólo esto, sino porque lo que nos hablaba, lo que nos comunicaba era alguna estructura típica, cuya intemporalidad eidética quedaba plásticamente recogida en la rigidez de la carátula.) De este modo, en el universo material sólo los hombres son personas, pero no las cosas o animales. El niño, el demente, tampoco reciben originariamente el nombre de personas, y la mejor demostración es el uso jurídico del vocablo. El esclavo carecía de personalidad, en tanto que, en su impotencia, no comprendía prácticamente (agibles por él) las estructuras de los actos del señor y ni siquiera podía hablar con él en las cosas extremas. El intento de un lenguaje esotérico propio de ciertos grupos sociales debe ponerse en relación con un intento de aniquilar la personalidad a los que están fuera del grupo. En muchas lenguas, sólo el yo y el tú, es decir, los interlocutores, son susceptibles de género masculino o femenino –mientras que la tercera persona, es neutro, un impersonal–. También la idea de Dios, impersonal y helada para la razón pura, se nos ofrece como personal cuando la concebimos hablando con nosotros en la Revelación, o nosotros con ella, en la oración.
Hasta aquí, la idea de persona solamente se nos da en el estado de convivencia, o de pluralidad: la idea de persona es eminentemente social; no es posible todavía defender la “intimidad” de la persona, llegar a la aplicación operacional del nombre de persona a un sujeto prescindiendo de la consideración de los demás. Sin embargo, la relación P de comunicación, en virtud de la cual llamamos originariamente personas a ciertos entes, posee la virtud suficiente para conducirnos al “uso solitario” de la idea de persona. En efecto; basta advertir que la relación P, no solamente es simétrica:
a P b; b P a
sino que también es transitiva: es decir, que se establece entre a y b, y también entre b y c, deberemos ponerla entre a y c:
a P b . b P c : → a P c
Ahora bien: en virtud de un teorema lógico del cálculo de relaciones, una relación R que sea simétrica y transitiva, deberá también ser reflexiva –es decir, construible entre un objeto y él mismo. Si tenemos x R y. y R z., por ser simétrica tendremos: x R y y R x., de donde x R. x., por transitiva. Asimismo, y R x. z R y dan y R y, por la misma razón. Finalmente, al ser x R z será z R x, de donde z R z.
Aplicando estas consecuencias a la relación P de “comprensión”, podemos afirmar que basta que entre tres individuos se considere P establecida, que es suficiente la consideración de tres personas, o la sociedad de tres personas, para poder construir las formas:
a P a, b P b, c P c
es decir, para poder obtener la aplicación de la relación P a un ente sin necesidad de otros distintos de él mismo, para poder llamar persona a un ente sin necesidad de atender a una sociedad de personas. Las fórmulas a P a, b P b, c P c, nos describen la persona, en su estado solitario: pues estamos, por fin, ante entes (a, b, c) que poseen la relación P –es decir, son personas– sin necesidad de otros entes distintos de sí mismos.
En cuanto al significado más inmediato de las fórmulas del tipo a P a, b P b, c P c, bastará decir aquí que puede considerarse equivalente a las expresiones: “Ser que comunica consigo mismo”, “que habla consigo mismo”, “Que se comprende a sí mismo”. Las fórmulas a P a, b P b, c P c, no equivalen tan sólo a una vaga conscientia sui (Gunther), sino a la estricta “comprensión de sí mismo”. El “ensimismamiento” en el cual la persona alcanza su estado solitario es, ante todo, un conocimiento práctico, teleológico, operacional, activo y racional, como corresponde a la naturaleza de la Comprensión, que le dio origen. La idea de persona, en su estado solitario, conserva fundamentalmente el matiz teleológico que la pone en relación con las ideas de responsabilidad y libertad, a través de la idea de autocomprensión, de plena deliberación de las acciones que va a consumar como insertas en una total línea de sentido, que es su propia total trayectoria.
La idea de persona, en cuanto afín a la noción leibniziana de Mónada, átomo metafísico incomunicable, autónomo, “sin ventanas al exterior”, ontológicamente solitario, que tanta semejanza guarda con la noción de Dasein que Sartre ha popularizado, resulta, sin duda una idea con excesiva “carga metafísica” y su aparición ex abrupto en el universo de las ideas, configurado originariamente a tenor de las ideas “positivas”, constituye un grave reproche técnico para una mentalidad constructivista. En el párrafo precedente, he intentado llegar a la idea de un ser con vida interior a partir de un concepto tan indiscutiblemente positivo y operacional como es el de lenguaje. Me considero, pues, hasta el momento, en posesión de un concepto metafísico, el de persona como ente provisto de vida interior –cuyo contenido es, por lo pronto, la autocomprensión– obtenido por procedimientos que quisiera creer son irreprochables.
Ahora bien: La vida interior en la cual la persona llega a ser igual a sí misma puede ser más o menos intensa; el lenguaje habla, efectivamente, de intensidades de la vida interior. Para nosotros, que no podemos salirnos un punto de los conceptos presupuestos, esta intensidad se funda en los diferentes grados de autocomprensión. Se comprende claramente que la autocomprensión puede alcanzar diversos grados ontológicos: así, podemos forjar la idea de un ente, cuya autocomprensión sea omnímoda, absoluta: por lo cual, deberá él mismo comprender los principios mismos de su ser –comprenderlos de un modo práctico, operacional; como agibles por él mismo–. La idea de este ente, cuya comprensión es absoluta no podría ser otra que la idea de causa sui, la idea de Dios. Podemos también forjar la idea de un ente, cuya autocomprensión no fuese tan omnímoda: que, por ejemplo, se extendiese tan sólo a determinados trechos de su actividad. Tal es la situación indiscutible de la persona humana.
Pero conviene no olvidar que con el concepto de autocomprensión hemos llegado a un límite a partir de ciertas relaciones simétricas y transitivas. En rigor, todo concepto que ofrece la forma de una relación reflexiva –como el concepto de “autocomprensión”– debe siempre considerarse como un concepto límite obtenido a través de alguna relación simétrica y transitiva dada. Porque toda relación reflexiva es siempre un caso límite de una relación originariamente aliorrelativa –a saber, cuando ésta es simétrica y transitiva{1}. La idea de relación implica diversidad de términos: el “desdoblamiento” a que es preciso someter una idea para imponerle una relación reflexiva, lo prueba a su modo también. La idea de relación reflexiva, envuelve la idea de una unidad, una identidad del objeto consigo mismo; así como la idea de una relación simétrica envuelve la idea de una unidad, una “semejanza” entre los términos por ella enlazados, menor que la identidad reflexiva y la idea misma de relación, al menos de relación asociativa, envuelve una cierta unidad, todavía menor que la encerrada en la relación simétrica. Como quiera que los grados de unidad y semejanza entre los términos de una relación son varios, y como toda unidad reflexiva procede de aquéllos, la unidad de un ser consigo mismo –conocida a través de una determinada relación reflexiva–, también admitirá diversos grados que deberán ser determinados y medidos por el grado de unidad que corresponde a las relaciones aliorrelativas que dan origen a la relación reflexiva.
En consecuencia, los grados de la autocomprensión –que nos hacen conocer los tipos de personas– deben ser obtenidos no ya por inspección de la noción de autocomprensión en sí misma, como antes ha sido intentado (al esbozar la distinción entre la Persona Infinita y la finita) sino por análisis del camino mismo que nos ha conducido a la relación reflexiva de autocomprensión, a saber, la comprensión simétrica y transitiva de unos seres a otros. Llamaré relaciones antecedentes a las relaciones simétricas y transitivas que conducen a una relación reflexiva, que será llamada relación consecuente. He aquí la fórmula de estas secuencias:
[x R y . y R x . (x R y . y R z → x R z)] → x R x
En lo que sigue, pretendo esbozar una división constructiva de las categorías del ser personal, operando con las puras ideas recién expuestas. A fin de ilustrar y “fijar” mis construcciones, utilizaré nociones intuitivas, que en ningún caso deben de estimarse como conceptualmente idénticas a las puras ideas metafísicas con las que propiamente nos las habemos. Al que está acostumbrado al pensamiento abstracto, le suplico comprenda esta concesión a los legos.
Ante todo, es preciso llegar a la clara conciencia de que la reflexión ontológica en que consiste la autocomprensión, es una idea de tal importancia metafísica que no puede ser concebida sin el auxilio de la idea de infinito. Pero como la reflexividad de P ha sido introducida como una consecuencia de su simetría y transitividad, la exigencia infinitista deberá tener su fundamento en el antecedente: la teoría de la Persona debería demostrar que la relación P de comunicación ha de ser, de algún modo, infinita, para que pueda ser simétrica o transitiva. Intuitivamente, sin embargo, se aprehende fácilmente la conexión entre la reflexividad de P y la idea de algo superior a la materia, y que ponderativamente calificamos de Infinito. Dicho plásticamente, este volverse un ser hacia sí mismo, esta torsión de las energías biológicas, por ejemplo, hacia sí mismas, para hacer surgir una “vida interior”, solamente por medio de un impulso infinito es concebible, como podría demostrarse. Concretamente, si podemos llegar a la fórmula del tipo a P a, es porque, entre las relaciones antecedentes, existe alguna relación de infinito poderío: es decir, con mayor precisión, porque la relación P se establece en el “antecedente” con un ser infinito, que llamaré ω. Intuitivamente, solamente un ser infinito puede “aislar” a un ente del contexto de entes sometidos a las leyes entrópicas; solamente un brazo de infinita potencia puede elevar a una solitaria vida –x P x– a un ser que debe darse y se da en la servidumbre del universo. En el orden de las ideas: el hombre, solo pudo llegar a la idea de que a era un ser que se comprendía a sí mismo después de haber concebido la idea de que comprendía el “infinito”, intuido en la forma de la idea de Dios. Se puede demostrar que el hombre, para llegar a la conscientia sui, a la vivencia de él mismo, como persona, tuvo necesidad de tratar antes con la idea del Infinito, con la idea de Dios; la Religión ha sido, pues, el instrumento humanístico originario, a través del cual el hombre se ha llegado a concebirse como persona. En general, sería suficiente que la infinitud ω, que redunda en la infinitud de P, sea vivida en objetos que, a la vez, son finitos y aun materiales. Por ejemplo, como infinitud puede valer la maravillosa propiedad metafinita (véase infra) de un cuerpo que puede ocupar varios lugares simultáneamente, propiedad que los “primitivos” y los niños asignan a ciertas personas, como demuestran los experimentos con espejos (Guillaume, Wallon).
Sentado que para verificarse la reflexividad de la relación P debe mediar una relación P infinita (que escribiré en la forma x P ω), podemos concebir estos tres tipos –y sólo tres– de construcción de la fórmula x P x.
I. A la fórmula x P x se llega a partir de relaciones antecedentes totalmente infinitas:
[ω₁ P ω₂ . ω₂ P ω₁ . (ω₁ P ω₂ . ω₂ P ω₃ → ω₁ P ω₃) → ω₁ P ω₁
Estamos en el caso de la Persona infinita, de Dios. Reviste un profundo interés la circunstancia de que la idea teológica de la Trinidad coincida con la construcción formal de la reflexividad de P, al enseñar la pluralidad de personas divinas, entre las cuales podemos establecer la relación P como antecedente a las relaciones reflexivas infinitas.
II. Si en el caso anterior, la fórmula x P x quedaba verificada de un modo infinito (ω P ω) para lo que se precisa, naturalmente, que los antecedentes sean también infinitos –el segundo caso lo construiremos de la siguiente manera: que la fórmula x P x se verifique de un modo finito, y esto de dos modos:
A. Sin que en el antecedente se postulen relaciones finitas según la fórmula:
[m P ω₁ . ω₁ P m . (m P ω₁ . ω₁ P ω₂ → m P ω₂)] → m P m
Es un tipo de persona que sólo dice relación a una persona infinita: no a otras de su especie. Sugiere la idea de persona angélica, tal como la expone Santo Tomás. (Véase, entre otros lugares, Contra Gentes, Lib. II, Capítulo XCIII.)
B. O bien porque en el antecedente es precisa también una relación finita, es decir, eminentemente, con otro ente de la misma especie. Desde el punto de vista formal, podemos arbitrariamente asignar la “infinitud antecedente” de P a la simetría o a la transitividad, pero por razones de uniformidad con las fórmulas anteriores, y para hacer posible la aplicación de nuestro teorema relacional, la consideraré afecta a la simetría de P:
[a P ω . ω P a . (a P ω . ω P b → a P b)] → a P a.
Que podría leerse: Para que b pudiera llegar a ser persona en acto (es decir, tuviese relación con w sobre la que fundar su reflexión) era preciso que hubiese antes otra persona de su especie: para que Eva existiera, antes debió existir Adán. Adán sólo con Eva pudo llegar a ser persona en acto.
a P b . b P a → a P a
b P a . a P b → b P b
que describen, desde luego, la persona humana. Que quedará definida como aquella persona que para serlo, necesita de la comunicación con otras personas de su misma especie. La distinción entre individuo y persona, cobra a la luz de estos conceptos, una significación rebosante de contenido: propiamente, no existe entre ellos una distinción absoluta; sino más bien la distinción entre el acto y la potencia. La persona es, de algún modo, antes que el individuo (cuando éste se toma como persona en su estado solitario): el individuo es antes que la persona (en su estado social) si aquél se toma simplemente como sujeto de relaciones sociales. Entre individuo y persona existe, pues, una continuidad admirable: el individuo sólo llega a la identidad plena de sí mismo a través de la persona, de la Sociedad; y la persona, sólo llega a su más perfecto estado a través del individuo.
Que la persona humana necesita de las demás para comprenderse a sí misma, significa prácticamente que el “ensimismamiento” por el cual la persona llega a serlo plenamente en acto, sólo a través de las estructuras teleológicas intuidas en el prójimo puede llegar a su ejercicio. Lo que el niño percibe en los demás son conductas, no al otro en sí mismo. Si, por ejemplo, veo a otro trazar un dibujo, puedo comprender el trazado como una acción porque habla inmediatamente a mi propia motricidad (Merleau-Ponty: Les relations avec autrui chez l'enfant). Concretamente, en los actos de los otros hombres –que aparecen así como modelos, como tipos canónicos– puedo yo intuir los “recursos” de mis propias fuerzas, con frecuencia expresadas en la forma de un “no”, una oposición al “maestro”. La imitación, la μίμησις, es la forma originaria de llegar el individuo a la condición de persona. Si esto se establece como ley general, es necesario, para no caer en un círculo vicioso, que algunos de los modelos procedan de fuera, extrínsecamente, y no a título de “imitación” (sino por revelación o bien por “impulso natural”). En todo caso, es gracias al concurso de las demás personas como se excita nuestra propia vocación, que brota del juicio de aprobación de alguna estructura vivida como propia, como agible por mí, y como una ilusión.
Ahora bien –y con esto llegamos a la conclusión que venimos persiguiendo a lo largo de todas estas páginas– si la persona humana tan sólo puede alcanzar su plenitud imitando de las otras personas (aquí podrían citarse multitud de pruebas empíricas, en el sentido de Tarde) de suerte que la actitud de cada persona, en tanto que tiende a su fin, por respecto a las demás, es la actitud receptiva de los demás (que culmina en el ansia de aprender, y se manifiesta en el deseo de conocer vidas ajenas, anécdotas, &c.) para que esto sea concebible recíprocamente, a cada persona humana, en tanto que de algún modo siempre ha alcanzado su esencia –o sea, en tanto es persona– ha de corresponderle, por respecto a los demás, una actitud edificante –que coexiste con la actitud receptiva, como su recíproca– gracias a la cual cada persona humana se presenta necesariamente a las denlas como un modelo que de algún modo merece ser imitado por las otras: la actitud de cada persona es, así, la actitud de un educador solícito, que no pierde ocasión –por ley de esencias– de edificar. Aun la persona más humillada, que parece haber perdido la propia estimación, se alza con un mínimo de empaque y énfasis al ponerse en contacto con los demás, en gesto pedagógico. Educar es la actitud originaria de la persona en cuanto tal, por respecto a las demás. En los pueblos primitivos, es fácilmente comprobable esta proposición. En todas las horas del día, en todos los momentos y circunstancias de la vida cazadora, las personas adiestran a los niños y adolescentes, hasta el punto –observa Dewey– que “a los salvajes les parecería absurdo buscar un lugar donde, para poder aprender, no fueran sino a aprender”.
Pero ¿qué consecuencias van implícitas en la necesidad de que la persona humana debe siempre ofrecerse como modelo a las demás? Si tenemos presente que la relación a los demás era el paso previo para la autocomprensión definitiva, podemos concluir que al ofrecerse como modelo a los demás, y ser comprendida por ellos (según la relación simétrica), es cuando se ofrece como modelo a sí misma: es decir, que la persona llega efectivamente a conquistarse a sí misma según el “proyecto de sí misma” que exhibe a los demás y que juzga –por ello– como su arquetipo o modelo (su super-yo, en términos psicológicos). Esta actitud da lugar a muchas modulaciones que se extienden por toda la escala moral: desde la hipocresía, o la mezquina ansia de “ser digno” de una profesión como único medio de conquistar la personalidad, hasta el noble y esforzado afán de la gloria. En todas las cosas, puesto que la persona, en tanto que, antes de ser igual a sí misma (en su autocomprensión), necesita de comercio con los demás, ante los que se ofrece como modelo, puede decirse que la persona llega a ser la que es a través de la apariencia o ideal de sí misma que ha ofrecido a los demás, y que se “compromete ontológicamente” a satisfacer: es una sinceridad ontológica, ante los demás, que también podría llamarse hipocresía consigo mismo, y que queda profundamente formulada en la desazonadora frase de Shakespeare, cuando por boca de Lear confiesa:
“Me ocupo en ser lo que aparezco.”
La hipocresía y el cinismo quedan formulados como desviaciones límites, por reciprocidad, de la personalidad: aparecer lo que no se es y aparecer lo que se es. En ambos casos, el aparecer es anterior al ser.
II. Concepto de metafinito
En el párrafo precedente, ha quedado demostrado que el individuo sólo alcanza la condición de persona, gracias a la representación ante las demás personas, a la aparición que él hace de sí mismo ante los demás, con la cual se propone como modelo y se dispone a imitar los modelos (las apariciones) del prójimo.
Ahora bien: ¿En qué consisten concretamente estas apariciones, estas representaciones? La respuesta es la siguiente: en un conjunto de realidades físicas (movimientos, sonidos, ordenaciones espaciales, &c.) sólo a través de las cuales la persona puede aparecer a las demás. El conjunto de estas realidades físicas, en tanto que son las intermediarias de la comunicación entre las personas, constituye la cultura en sentido objetivo. La cultura es, de este modo, un conjunto de realidades físicas con un sentido simbólico, expresivo. La cultura objetiva es la misma persona “fuera de sí”, abierta hacia las demás; el mismo sedimento que la aparición de la persona deja en el mundo físico. Por consiguiente, la conclusión del párrafo anterior acerca de la necesidad de la aparición para que el individuo llegue a ser persona, puede transformarse en esta proposición: solamente mediante la adquisición de la cultura objetiva, el individuo puede llegar a ser persona.
Ahora bien: la cultura objetiva es un conjunto complejísimo de contenidos físicos: desde las ciudades, hasta el lenguaje y el indumento. Sin embargo, la cultura objetiva posee una unidad orgánica. ¿De qué tipo? Determinarlo es la primera tarea en una construcción de la idea de persona. La dificultad estriba en que la totalidad constituida por la cultura, no se deja reducir a un tipo de unidad de las usuales en las ciencias naturales o en las ciencias físicas. Pues aquí, las categorías unificadoras son de naturaleza finita. Pero se dice que la persona es infinita, contiene vestigios de la dignidad. Esta noción de la persona como totalidad infinita, de poco sirve en la teoría de la cultura, porque ella no proporciona criterios prácticos de investigación. Para elaborar la unidad de la cultura con categorías adecuadas, voy a utilizar un concepto de infinito inspirado en el concepto que usan, desde Bolzano y Cantor, los matemáticos, a saber, fundado en la circunstancia de que en el infinito el todo es igual a la parte. Los llamados “axiomas de desigualdad” (tales como “el todo es mayor que la parte”) son, en sí mismos, formalización de algunas experiencias originarias, surgidas del trato con los conjuntos finitos. En ellos, ciertamente, es imposible establecer una correspondencia biunívoca entre un grupo de objetos y una de sus partes o conjuntos. Pero esta imposibilidad desaparece cuando los conjuntos son infinitos. En ellos es posible establecer una correspondencia biunívoca entre cada elemento del todo y cada elemento de la parte –por ejemplo, los números naturales y los números pares–. Un número racional supone los dos enteros, numerador y denominador; si reunimos una tabla de doble entrada, en cuyas primeras líneas ponemos los pares de enteros y en su primera columna los números naturales, podemos llegar a establecer correspondencia entre cada uno de los pares y cada uno de los números de la serie entera. La serie de los números racionales tiene así la misma potencia que la de los números naturales; y lo mismo acontece con los números algebraicos. Estos resultados pueden ser producidos en la matemática positiva. De hecho, el criterio que con Dedekind siguen la mayoría de los matemáticos para definir los conjuntos infinitos se basa en estos axiomas de desigualdad: “un conjunto se dice infinito cuando es equivalente a una de sus partes. Se dice finito cuando no es infinito”.
Ahora bien: esta propiedad del infinito que los matemáticos aplican a los conjuntos, es decir, a los todos cuantitativos, por respecto a sus partes, debemos generalizarla al caso de los todos connotativos, construyendo la idea del todo infinito connotativo, al que llamaré metafinito, cuya definición puede ser también la identidad que en él guarda el todo con cada una de sus partes (notas), de suerte que cada parte está, en todas las demás, sin que por ello se confunda caóticamente, como sucedería en un todo finito. Esta idea o postulado es verdaderamente fecunda en cuanto aplica una noción operacional de infinito –es decir, no una idea de infinito demasiado vaga e inutilizable– a las totalidades connotativas. Creo que el concepto de metafinito ha jugado de hecho con otros nombres y escasa formulación importante papel en la historia del pensamiento filosófico, precisamente por pensadores que pueden definirse como enemigos de la actitud finitista que es solidaria con todo atomismo que detiene el proceso de división del continuo en ciertos elementos llamados átomos (que hacen finito el proceso de división) a partir de los cuales se constituyen las estructuras y organizaciones materiales: puede aquí decirse que la parte está en el todo, es anterior a él, pero no viceversa: el todo no está en la parte, que es menor que aquél, contiene menos (átomos) que aquél. Por el contrario, ya desde Anaxágoras, el pensamiento infinitista fue introducido en los todos connotativos: para Anaxágoras, el proceso de divisibilidad es limitado: y cada parte es así como un mero comienzo del todo, que permite reanudar las divisiones indefinidas. El todo se reproduce de algún modo en cada una de las partes: de cada una de ellas (Homeomerías) puede decirse, de algún modo, que contiene todas las demás. En este sentido, enseñaba Anaxágoras que la nieve era negra. Las especulaciones teológicas acerca de la ubicuidad de Dios, o la locación no circunscriptiva del alma en el cuerpo (toda en cada una de las partes) suponen una aplicación de la idea de metafinito. Ciertamente, el pensamiento de tendencia monística “organológico” de todos los siglos, puede considerarse también como originado por esta misma manera de emplear el infinito: es la mentalidad de Cusano, Campanella, Bruno, que reproduce en Leibniz los mejores resultados, con su idea de Mónada, como microcosmos que refleja en sí a todos los demás cuerpos. “Además, toda sustancia es como un mundo entero y como un espejo de Dios, o bien de todo el universo, que cada una expresa a su manera, análogamente a como una misma ciudad es representada de distinto modo, según las diferentes situaciones del que la mira. Así el universo está en cierto modo multiplicado tantas veces como sustancias hay y la gloria de Dios está igualmente redoblada por otras tantas representaciones diferentes de su obra” –Discurso de Metafísica, §9–. Es ésta una mentalidad que acaso debiera ponerse en relación con el pensar místico de que Lévy-Bruhl habla en sus Carnets, que coexistiría con la mentalidad finitista, y que explicaría la unidad existente entre los pueblos primitivos y nosotros, en tanto utilizamos las “ilógicas” paradojas del infinito. La idea de metafinito, para el que pone en la abstracción subjetiva el origen de las distinciones y de la pluralidad, es el único artificio para compensar lo que está unido en la realidad. Por ejemplo, aplicamos la categoría de metafinito a la totalidad connotativa que constituye el contenido de la idea de Dios. Así la idea de metafinito es una aportación al instrumental conceptual necesario para afrontar la elaboración de los procesos reales, y que tan pobre de recursos es todavía. Yo aquí no expongo sino lo que estimo de utilidad. En todo caso, en lo que aquí importa, basta lo expuesto para expulsar el temor a aceptar el absurdo de que lo que es parte pueda llegar con fuerza superior a la de una metáfora a ser considerado igual al todo, sin confundirse con él, siempre que introduzcamos la idea de metafinito. En el párrafo siguiente, postulo que esta introducción es legítima en el estudio de los atributos pertenecientes a la idea de persona humana. (En breve aparecerá un estudio in extenso de las estructuras metafinitas.)
III. Las hipóstasis de la persona
La idea de metafinito (infinito connotativo) introducida en el párrafo precedente, describe un infinito de composición, un infinito al que se le consideran partes, a diferencia del infinito de simplicidad que se aplica a la idea de Dios. El metafinito sólo a lo espiritual puede convenir, sirviéndole de definición. Pero es un concepto aplicable también indirectamente a ciertos tipos de entes de la Naturaleza: es así una idea instrumental de utilidad indiscutible en la formalización de los procesos naturales. La idea del infinito connotativo, no puede todavía aplicarse a la extensión, pues aunque cada parte repite la forma del todo, la divisibilidad, extraposición de partes, sin embargo, precisamente, en lo extenso, cada parte no está en las demás, sino extrapuesta a ellas. Debe advertirse que la idea de extensión continua es un producto del espíritu y su infinitud uniforme –en tanto que rasgos de cada parte están en las otras– procede del espíritu antes que de la materia misma. Además, en todo caso, la metafinitud de la extensión es mínima, de ínfima potencia: porque los grados o potencias de metafinito, que las tiene, deberán medirse por el grado de diferenciación de las partes: si, en efecto, el metafinito estriba en la identidad total de lo diverso, tanto más intensa necesitará ser la metafinitud –como medio unificador– cuanto más diferenciación se admita entre el todo y las partes y entre las partes entre sí. Un todo metafinito es, por así decir, un todo de una flexibilidad tal, que se hace igual en cada parte sin dejar de ser las demás partes –y por ello, en cada parte, a través de todo, están todas las demás. Tanto mayor deberemos concebir esta infinitud cuanto más acusada sea la distancia entre las partes. El grado mínimo, nos da la idea de extensión, como todo metafinito de grado primero. Cuando la extensión no es asumida como forma geométrica vacía, sino transitada por la energía, entonces alcanzamos, por medio del concepto de acción a distancia la categoría de lo metafinito: y así, en el universo newtoniano, puede decirse que cada parte está actuando en las demás. En grados superiores, deberá ponerse el concepto biológico de organismo, como totalidad metafinita.
El metafinito de grado superior, límite, sería aquel concepto cuyas partes fueran tan diferentes que no sólo fueran del todo, sino, también, del exterior al todo: si en un todo, la presencia de unas partes en otras se consuma, y las partes guardan esta máxima diferenciación, estamos ante el máximo grado de metafinitud. Pero es por el conocimiento superior como un ser puede recoger no sólo sus partes, sino las del universo entero. Este ser que unifica de este modo no sólo sus partes, sino las del universo entero, es, sin duda, un metafinito de grado supremo: no es otro que la idea de persona –de la persona con composición de partes– cuyo carácter metainfinito describe perfectamente el siguiente texto del De veritate, de Santo Tomás de Aquino: “Una cosa cualquiera puede ser perfecta de dos modos. Primeramente, según la perfección de su propio ser, que le conviene según su propia especie. Pero, porque el ser específico de una cosa es distinto del ser específico de otra, resulta que en toda cosa creada falta a la perfección por ella poseída tanta perfección absoluta cuanto posean todas las otras especies; de tal suerte, que la perfección de una cosa considerada en sí es imperfecta, pues es parte de la perfección total del universo, la cual nace de la reunión de todas las perfecciones particulares. Por eso, como remedio de esta imperfección hay en las cosas creadas otro medio de perfección, según el cual la misma perfección, que es la propiedad de una cosa, se encuentra en otra. Tal es la perfección del cognoscente en cuanto tal, porque en cuanto conoce, lo conocido existe en cierto modo en él... Y según este modo de perfección, es posible que en una sola cosa particular exista la perfección del universo entero”. La mentalidad de Santo Tomás es objetivista, intencional: dice que es intencionalmente como unas partes están en otras (al igual que es intencionalmente como vemos a la unidad). Pero es preferible adoptar la actitud noética, subjetiva. En este sentido, es decisiva esta enseñanza de Dilthey, como testimonio del uso de la categoría de metafinito en la vida espiritual de la persona: “Pues, precisamente en la intrincación de estos aspectos del alma consiste la vida: no podríamos decir qué procesos quedarían en el representar si nos imaginásemos eliminada la participación del sentimiento y de la voluntad en el interés y la atención; tampoco podemos decir si la aportación que se nos ofrece en el proceso afectivo, tomada por sí misma, consistiría únicamente en grados de agrado y pena”. (“La imaginación del poeta”. Sección II, capítulo 2, & 4. Trad. de E. Imaz, México, 1945.)
La noción de hipóstasis
Dada una totalidad metafinita, hay que suponer ya que en ella existen partes diversas en la unidad total. Puede, además, decirse que la “parte” se extiende por el todo, “tiñe”, según su particular colorido a todas las demás. Para usar la metáfora ya empleada, postulamos que esta “mezcla de colores” en cada parte no borra por ello la distinción cromática de cada una de ellas: la única manera, siempre tosca e innecesaria eidéticamente, de hacer intuitiva esta posibilidad, sea acaso recurrir a los conceptos cuantitativos de “más y menos concentración” (ya Anaxágoras explicaba que ciertos cuerpos eran calientes, no porque carecieran de frío, sino porque tenían más calor). Por otra parte, puede decirse que el todo existe todo en cada parte (esta forma de “presencialidad circunscriptiva” también fue conocida por la filosofía tradicional, a propósito del alma y constituye uno de los aspectos de la noción de lo metafinito), sin que sea preciso, sin embargo, proceder a un estudio especial sobre la génesis de las partes, la “particularización”, puesto que éstas se presuponen ya de antemano. Sin embargo, así como llamábamos metáfora lógica al tránsito de la parte al todo metafinito, así también conviene disponer de una denominación para la relación inversa, a saber, el tránsito del todo metafinito a la parte, en tanto que ésta “reproduce íntegramente la forma del todo”. Llamo hipóstasis lógica a esta relación, en tanto que por ella, de algún modo, lo que acaso podría considerarse como simple partícula inmersa en el conjunto, pasa a poseer la representación del todo, a convertirse de algún modo en entidad sustantiva, a hipostasiarse.
Bosquejo de una teoría personalista de la cultura
Con los conceptos precedentes formamos ya el mínimo y más sucinto instrumental para abordar la elaboración ontológica de la persona humana, en tanto que es una estructura metafinita. En mi opinión, puede demostrarse que la idea rigurosa de la persona humana no puede exponerse sin implicar la idea de cultura. Es cierto que para las teorías que llamo “clásicas” de la persona, y que se interesan por los aspectos genéricos de la persona (sustancialidad, subsistencia, &c.) el nexo entre persona y cultura es poco significativo: a lo sumo, la cultura se concibe como un conjunto de determinaciones accidentales que inhieren en la persona como sustancia, pero que no nos abren la brecha hacia la esencia de la persona. Pero, fiel al método regresivo adoptado anteriormente, postulo que la cultura –este conjunto de formas accidentales para los clásicos– constituye en todo caso la única penetración segura hacia la idea de persona: hasta el punto, que no podemos saber nada de lo que la persona sea si no la estudiamos a la par que la cultura y recíprocamente. Es así que cultura suele oponerse a naturaleza: en este sentido, cultura ocupa el lugar –como si fuese argumento de la variable x en relación de oposición a la naturaleza– que pueden ocupar los términos espíritu y gracia (y de la cultura ha podido decirse “el reino de Dios en la Tierra”). La cultura alude así a lo espiritual, lo infinito, que son ideas de la familia de la idea de persona –en cuanto opuesta a cosa.
En esencia, la línea de mi construcción puede bosquejarse así, prescindiendo, principalmente, de toda preocupación polémica o apologética:
La persona humana sólo a través de las demás llega a su plenitud, conforme quedó demostrado. Debe, pues, ante todo, comunicar con las demás. Para ello, sólo dispone de un instrumento: lo material, lo “natural” (sonido, luz, sólidos). En consecuencia, solamente tras un “manejo” con los objetos materiales puede llegar alguna vez a la actividad interior. Además, la persona es esencialmente una autocomprensión, es decir, en lo posible, un actor de su propia vida, un homo faber (si lo combinamos con la necesidad de emplear instrumentos). Para la persona humana, la actitud queda reducida a combinar los elementos materiales para que las fuerzas de éstos se disparen de otro modo. Esta acción combinatoria es en esencia la cultura, en su primer sentido de sustantivo de acción (aplicada la acción combinatoria a “la tierra” para que se disparen las energías vitales) y en ella se manifiesta ya la cultura como reino de la libertad, en la medida que las combinaciones mismas de los elementos naturales, ya no están regidas por las leyes físicoquímicas o estadísticas, sino por decisión del saber humano; hasta qué punto sea esta decisión arbitraria, libre, lo demuestra la posibilidad de interpretar esas combinaciones como “juegos”.
Lo personal es entonces, originariamente, aquello que puede hacer la persona, que puede cultivar: ésta es su creación: que consiste en un mundo artificial, compuesto de objetos naturales, combinados según un sistema de intereses que le prestan su valor simbólico: la cultura objetiva es así un conjunto de símbolos. La cultura es objetiva en tanto que lo cultivado o creado por una persona puede ser comprendido por otras personas, incluso de siglos remotísimos –sociedad en el tiempo–. Así se constituye el mundo de la cultura (arte, ciencia, cortesía, movimientos), como un producto de la persona para llegar a comprenderse a sí misma. La cultura, como conjunto de acciones del hombre, es así la persona misma, el contenido mismo de la persona, la verdadera “sustancia” de la persona en cuanto tal –tomando sustancia en el sentido originario de “haber” o “consistencia” de una realidad–, al menos de la persona en acto, en tanto que se comprende a sí misma –según aquello de Vico: el hombre sólo comprende lo que él hace–. ¿Qué otra cosa podría ser? La cultura subjetiva es así el instrumento humanístico mismo, la verdadera “patria” donde la persona existe en acto. En la medida que la cultura se naturaliza –es decir, es producida automáticamente por el hombre, reflejamente, sin advertir que él es su creador y hasta donde es– entonces se convierte en civilización. Por eso, la técnica, más mecánica, propende a ser segregada de la cultura. Injustamente, desde luego, en principio. Sin embargo, es sobre esto “cultura mineralizada”, sobre la cual la persona puede ir solidificando sus contenidos y conquistando formas culturales más altas. La civilización es así el plasma, hecho esqueleto, de la cultura, que hace posible el crecimiento orgánico de la misma. Es así como aparece la ciudad y todo el mundo artificialmente creado de la persona humana para sentirse en su propia obra; una nueva categoría ontológica, prevista acaso por Aristóteles en su noción de habitus.
No puedo aquí desenvolver, siquiera sea lo más esencial, de esta concepción personalista de la cultura ni explicar bajo qué aspectos cualquier parte está en todas las demás (pues, v. g., no puede decirse que la música en cuanto sonora, está en la meditación callada). Tan sólo puedo recoger la conclusión de que lo personal, es decir, el todo metafinito que constituye la persona humana tiene como partes propias a los elementos culturales: es, entre estos elementos, entre los que ha de ser posible establecer las relaciones metafinitas fundamentales, concretamente, la relación de hipóstasis. Dicho de otro modo: la cultura constituye un todo metafinito, y sólo con ayuda de este concepto puede ser interpretada. Este principio constituye al propio tiempo una regla fecunda de investigación de la estructura de la cultura, del principio de su unidad, en cuanto él induce a estudiar sistemáticamente los aspectos estéticos de la política, moral, deporte, los políticos de la estética, moral, deporte, &c., &c.
Ahora bien: la noción de las totalidades metafinitas implica, desde luego, la pluralidad de partes (en las que se repite la esencia del todo, algún rasgo que ya estaba dado en el todo, verbigracia, en las otras partes); pero no supone nada acerca de si esta pluralidad debe ser o no ser ordenada, de suerte que unas partes precedan o no a las otras. La idea de conjunto metafinito ordenado, cuando las relaciones ordenativas son las de sucesión, es una categoría imprescindible para formular la evolución de la persona, en el tiempo, el desarrollo de la persona en la historia cultural. Con ayuda del concepto de totalidad metafinita ordenada, podemos concebir a la persona humana como un tipo ontológico que va, cada vez más, ganando intensidad metafísica en su ser, mediante sucesivo enriquecimiento de sus “partes” (valores culturales) cada vez más diferenciadas, en las cuales se verificará la “construcción” del todo. La historia de la cultura posee así un sentido: la cultura es una magnitud vectorial, teleológica, ya que ella no es sino actividad de la persona en el camino hacia su mayor plenitud, no acaso hacia la moralidad, como Kant soñó: por esto llamo personalista a la concepción de la cultura expuesta, porque concibe la cultura objetiva como medio hacia la vida personal plena, individual.
El desarrollo de la persona, o lo que es lo mismo, de la cultura, como totalidades metafinitas, puede describirse como una sucesión de hipóstasis –reteniendo para este término la significación precisa que le ha sido asignada–. Como la totalidad de la cultura posee una unidad teleológica, ella es un fin, según queda advertido, por respecto a sus elementos, que poseen razón medios, la mejor manera de describir las hipóstasis de la cultura consiste en atenernos a la idea “elevación de un medio a fin” o, más en general, de la parte al todo, es decir, de lo que se cultivaba como elemento de un todo, a lo que se cultiva en sí mismo. Esta es, así, la ley más general que preside el desarrollo de la persona en tanto que agente de la cultura. Es la ley de la hipóstasis recién definida, que supone una disociación legal entre los elementos intermediarios y los elementos finales, elevando a aquéllos a la dignidad de fines. La hipóstasis cultural es, pues, el esquema mismo del desarrollo de la cultura personal. Desde el punto de vista fisiológico, la hipóstasis debe ser puesta en la relación con los procesos de independización de los grupos de reflejos respecto del sistema total de reflejos del animal. En los animales inferiores, o en los estados embrionarios, las reacciones biológicas poseen una estructura global; sólo en los estadios más elevados, la disociación de los elementos tiene lugar en la conducta animal. “Ce fonctionnement par parties séparées représente dans l'ontogénèse animale une acquisition tardive: on ne trouve de réflexes proprement dits, que chez la salamandre adulte, l'embryon exécute des mouvements d'ensemble, mouvements de nage globaux et indifférenciés. Peut-être même est-ce chez l'homme qu’on trouvera le plus aisément des réflexes purs, parce qu'il est peut-être seul à pouvoir livrer isolément telle partie de sons corps aux influences du milieu.” (M. Merleau-Ponty: La structure du comportement. París, Presses Universitaires, 1949, pág. 47.)
Para medir la importancia de la noción de hipóstasis cultural, me bastará hacer observar que, en rigor, el proceso de división social del trabajo, que es unánimemente considerado como principio de la cultura (véase Alois Dempf: Filosofía de la Cultura, II: Sociología de la Cultura) puede enteramente ser asimilado en el esquema de la hipóstasis. Cuando, por ejemplo, la voz, deja de ser un medio para transmitir el pensamiento y, hipostasiando su uso, la elevamos a fin, concedemos a su cultivo interés propio, estamos ante la actitud profesional del cantor. En el sentido más general del hipóstasis: la voz se cultiva en “contexto” con la mímica, pantomímica, etcétera; cuando se segrega del contexto y se cultiva por sí sola –lo que acontece ya en la retórica (Quintiliano aconseja prescindir, en lo posible, de lo “teatral”, pero no puede en absoluto), pero se logra necesariamente en la técnica radiofónica– entonces hemos conquistado un nuevo “arte”, el arte de la palabra pura y una nueva profesión. Si una escultura, o un cuadro, en lugar de ser concebido como medio ornamental de una construcción arquitectónica es hipostasiado y considerado en sí mismo, en su belleza interna, entonces, en lugar de ponerlos al servicio de los edificios, haremos lo contrario, y así obtendremos el nuevo bien cultural que llamamos museo. Van brotando de esta manera dedicaciones y “profesiones” puramente espirituales, es decir, sin contenido biológico, que son “contradicciones vivientes”: sacerdote, científico, maestro, músico. Ellos están sin estudiar como grupo y ni siquiera existe su concepto. Pero es evidente que un agricultor o un médico son profesiones de otra estirpe que un sacerdote o un músico. En la medida que la infinitud de la persona no es absoluta, es decir, que en ella existen grados diversos de naturalidad (verbigracia, mecanicismo económico) entonces existirán “hiatos”, partes que no se encuentran en los demás, sino en lucha con ellas, y este hecho juega también importante papel en la historia de la persona. Pero, en general, pues, todos los elementos culturales han brotado por un proceso de sucesiva disociación y diferenciación en el sentido de una hipóstasis que, si creemos a Condorcet, será ininterrumpida e inacabable.
IV. Conclusiones programáticas
En los párrafos precedentes ha sido iniciada la trayectoria que podría seguir una construcción rigurosa de la idea de persona. No pretendo, en modo alguno, haber demostrado la legitimidad de esta trayectoria, porque muchas de sus fases, cuya fundamentación desborda los límites de este artículo, han sido introducidas a título de postulado. Por ejemplo, la infinitud implícita en la simetría de la relación P; asimismo, la clasificación de las personas finitas, según impliquen la referencia a otras de su “especie” (persona humana), o no la impliquen, en una sublime soledad (persona angélica). Es incluso probable que la “pureza melódica” de la teoría constructiva de la persona agradezca el diferir la introducción del concepto de persona angélica (y, ulteriormente, el de persona divina) hasta después de coronado, en todos sus detalles, el edificio conceptual de la persona humana. Entonces, en lugar de la aparición simultánea, por dicotomía, de las tres subclases del concepto de persona, deberíamos representarnos una aparición ordenada y sucesiva de ellas, en la forma de respectivos conceptos límites obtenidos por el interno desarrollo de la idea de persona humana.
En cambio, como resultados en rigor independientes de estos postulados y de una solidez comparativamente inexpugnable, que pueden extraerse de los párrafos precedentes, considero los siguientes:
1.° El método lógico para el tratamiento de las ideas metafísicas. Lo que la Matemática ha sido para la Física, debería ser la Lógica para la Metafísica.
2.° La definición semántica de persona humana como ser que habla, y el planteamiento de la contradicción original.
3.° El tránsito del estado de convivencia al estado solitario de la persona.
4.° La idea de cultura objetiva como instrumento por definición destinado a hacer posible esa transformación y el proceso de la persona humana hacia sí misma. Debo subrayar que la importancia teorética de esta idea, reside en constituir una formalidad unitaria y clara para afrontar los más diversos objetos materiales que afectan a la persona. Esta formalidad es la cultura, lo que el hombre ha hecho, en cuanto inteligible; por esta su condición de haber sido hecha por el hombre, inteligibilidad a la que alude el famoso criterio del verum est factum que desde Anaxágoras ha llegado, a través de Geulincx y Vico, hasta nosotros, con el nombre de operacionalismo. Esta formalidad unifica contenidos tan diversos como los que se nos dan en los conceptos de sujeto y objeto, de pensamiento y acción, de homo sapiens y homo faber, y de ahí su fecundidad teorética.
Mi construcción se detiene aquí, en este concepto personalista de la cultura. Es necesario ahora aguzar la mirada para contemplar todo lo que desde esta plataforma se alcanza a lo lejos, como programa de excursión espiritual, y que sólo con un método lógico riguroso podremos cualquier día, paso a paso, realizar.
Lo primero que se ofrece ante nuestra intuición, como atmósfera que envuelve a todos los demás contenidos, es la disposición misma de la persona humana en esta situación de tensión que hemos llamado estadio solitario, y que –aun vivido en medio de una asamblea– se nos presenta como la más actualizada figura de la persona humana. La estructura de la persona humana, así considerada, encierra como ingrediente inexcusable la parcela de la totalidad del mundo cultural que le ha correspondido “interiorizar”. Insisto en presentar esta proposición como un teorema derivado de la tesis de la transformación de la persona en un “para-sí” gracias al concurso de las demás personas. Y como simple escolio de nuestro teorema, puede afirmarse por lo tanto: que el “contenido” de este diálogo de la persona, en cuanto tal, consigo misma no es otra que una parte del conjunto de los contenidos culturales, en el más amplio sentido de esta expresión. Si llamamos “Mundo” al tejido de relaciones entre las personas humanas en tanto se comunican por medio de los contenidos culturales, diremos que la persona no puede concebirse sin un mundo, que le es trascendente, y que la formalidad desde la cual vive la persona, en cuanto tal, ese mundo para conquistar su intimidad, es precisamente la formalidad cultural. Los ingredientes materiales del mundo de la persona, así como los de la persona misma, son ciertamente muy diversos: desde el electrón al astro. Porque la persona humana, como microcosmos, es la recapitulación del universo entero. Pero la formalidad según la cual esos ingredientes asumen la forma de un mundo de la persona o de la persona en cuanto tal, adquieren ese sentido que presentía Dilthey, es precisamente la formalidad de la cultura en el sentido de lo que el hombre mismo ha hecho y en la medida en que él o un ser semejante a él, lo ha construido. La persona humana se nos aparece como un ser que no es nada en sí mismo fuera de ser la vivencia cultural del Universo.
La teoría personalista de la cultura implica su recíproca, la teoría culturalista de la persona humana. Es en esta fundamental equivalencia en la que es preciso insistir, una y otra vez, dado el desconocimiento que de ella tienen la ordinaria costumbre filosófica y popular. Para seguir en nuestra propia terminología, diremos que esa costumbre sobreentiende que la “reflexión” por la cual se constituye la persona en acto solitario, lejos de ser un estado de tensión incesantemente conquistado en la asimilación de la cultura, una energía variable en intensidad, fuese un producto, un ergon, un estado definitivo conseguido de una vez para siempre en las primeras fases de la evolución psicológica e indiferente en lo esencial, al oleaje de vivencias que constituyen los mensajes nuevos de cada día. La prueba “experimental” que puede aportarse para confirmar esta rígida concepción de la persona, como ser consolidado de una vez para siempre, no puede ser otra que la idea empírica de lo que llamaré desde ahora “persona psicológica”, que no es otra cosa que el ego –incluso el ego corporal– cuya propiedad característica es la continuidad de la conciencia y la conciencia de esta continuidad. Esta personalidad psicológica o subjetiva (que por ello mismo contiene la referencia a un mundo, el mundo natural, ante todo, si bien considerado desde la formalidad cultural que, por extraño que parezca, le corresponde también, según indicaré más adelante, se ofrece como una realidad definitiva y sustancial: toda experiencia ulterior, significa asimismo para ella “accidente”, “costumbre”, “experiencia”, “virtudes y vicios” que recaen sobre esa sustancia sin modificarla en su núcleo. Es de prever que esta idea de la persona prospere entre la mayoría de los cerebros humanos, como acepción definitiva (“genio y figura, hasta la sepultura”). Esta idea degenera fácilmente en una singular especie de humanismo, de sabiduría, que se construye sobre la identificación de lo personal con lo estrictamente psicológico-individual. Es la apariencia de sabiduría que nos informa sobre la esencia de una persona por la amistad que compartió con nosotros hace muchos años; el humanismo del aldeano que conoce los fines personales que en el fondo residen en la más egregia personalidad; el humanismo del ayuda de cámara; el humanismo, en fin, de la personalidad femenina, que conoce el fondo de los hombres, y sabe que tanto el genio como el mediocre tienen aspiraciones idénticas. Esta sabiduría no es precisamente falsa cuanto abstracta y raquítica. Deriva de enfocar la mirada intelectual al plano desde el cual la identidad puede aparecérsenos claramente, y que es el plano de la personalidad subjetiva.
La esencia de la reclusión de la idea de persona al ámbito doméstico de la persona subjetiva es la tendencia psicologista, fundada en razones biológicas, por ver en la “conciencia personal” el conjunto de contenidos empíricos que corresponderían a la idea de persona como sustancia “cósica”. Frente a esta actitud postulo la necesidad de adoptar el método de interpretación ideal de las vivencias que para el psicologismo son meras afecciones de la persona subjetiva, como único recurso para alcanzar las esferas más nobles de la persona humana. Es necesario destruir la tendencia hacia la consideración “material” de las vivencias de la persona subjetiva, que las reduce a “movimientos de neuronas” o, en los casos más sublimes, a “afecciones del espíritu”. En tanto esta destrucción no se lleve a efecto, el hombre quedará reducido a la condición de sujeto psico-fisiológico, “minúscula nota perdida en el polvo estelar”. Pero si nos instalamos “dentro” de esos accidentes –conceptos, juicios, apetitos– para ver sin prejuicios lo que ellos nos ofrecen, experimentaremos un auténtico giro copernicano, cuyo quicio es precisamente la persona humana. La persona humana entonces, lejos de ser esa minúscula partícula “arrojada” a un mundo ajeno, se siente prolongada por ese mundo, incluso dentro del mismo, y, en cuanto microcosmos, se vive, en frase de Santo Tomás, como conteniendo las perfecciones del universo entero. Pero para esto es necesario, justamente, que las vivencias sean comprendidas en su mención intencional. La actitud fisiológica, biológica, física o psicológica, no pueden decirnos nada acerca de su esencia espiritual. Esperar algo de estos métodos es tan vano como confiar en el microscopio para descifrar el alfabeto ibérico. Intentar llenar de significación esas vivencias por métodos físicos o biológicos, sería tan absurdo, recurriendo al conocido símil de Hegel, como intentar infundir el espíritu en un perro dándole a mascar libros.
La realidad más profunda de la persona consiste, entonces, no tanto en el conjunto de contenidos noéticos –principalmente, goces o sufrimientos, en cuanto vivencias subjetivantes– cuanto en la totalidad de contenidos noemáticos que constituyen su atmósfera y la delimitan. Concebir todas las vivencias de la persona como “accidentes” o afecciones noéticas, que recaen sobre un sujeto ya constituido, supone sencillamente reducir todas las esferas de la personalidad a una de ellas, a saber, la persona en tanto se intuye como ego –eminentemente, como sujeto práctico– que recibe los accidentes. Es preciso tener muy en cuenta que esta concepción subjetiva de la persona, si es personal en verdad, ha de implicar una “lectura” ideal de esas noesis en cuanto noesis, a saber, su semejanza con los accidentes del mundo físico-natural. Pero para remontar esta angosta concepción psicologista de la persona, es preciso proceder a la consideración hermenéutica de lo que las vivencias encierran en sí mismas, incorporando su contenido ideal a la estructura de la persona, en lugar de cerrarle el paso. Antes que concebir a estas vivencias como accidentes que están en nosotros, es preciso que seamos nosotros los que nos concibamos estando en ellas, viviendo y respirando en ellas, como el creyente vive y respira en Dios. Si, en este caso, la religión, en lugar de vivirse en sus contenidos intencionales, se somete a esa reducción noética, característica de la persona subjetiva consecuente (Descartes), pierde su condición de perfección personal, y la propia persona, al perder a Dios como parte suya, como ámbito en el que se prolonga, queda cercenada en una de sus dimensiones radicales. Los mundos objetivos idealmente vividos, ensanchan así los límites de la persona subjetiva, desbordan su horizonte corpóreo, práctico, y la elevan a la condición de persona absoluta.
Lo que precede no tiene, como es claro, el sentido de una oposición radical entre los conceptos del yo (persona subjetiva) y de persona absoluta, a la manera de Scheler. Scheler ciertamente, atisbó con acierto que la verdadera esencia de la persona no puede permanecer clausurada en el ámbito de la conciencia psíquica del yo consciente, o corpóreo, sino que es preciso ponerla en conexión con el concepto de la “unidad de los actos intencionales diversos”. (En la teoría de la persona absoluta estos actos intencionales quedan precisados en el sentido de contenidos culturales.) Ahora bien, Scheler, víctima del método fenomenológico, enfrentó la idea de persona y la idea de yo como si fuesen esferas objetivamente independientes en la teoría, por cuanto a la descripción fenomenológica se presentan con relativa independencia. De este modo, la persona y el yo, sólo empíricamente aparecen unidos en el hombre, sin un nexo interno. Esto conduce a la consecuencia de admitir a la persona humana como independiente de las demás, conclusión que no está de acuerdo con la experiencia. Además, sin embargo, para el punto de vista constructivo, y sin perjuicio de una posible ulterior disociación teorética entre el yo y la persona, estos dos conceptos se postulan como implicados mutuamente en los inicios de la construcción teorética de la idea de persona humana. El yo, la persona subjetiva, constituye simplemente una fase de la persona, y en consecuencia se nos ofrece como contenido objetivo del “mundo” y el propio cuerpo. Ahora bien, el sentido de los contenidos de la persona subjetiva está especificado y limitado a ciertas regiones determinadas, principalmente los actos prácticos de nuestros fines individuales (la conservación de nuestro cuerpo en el mundo). En todo caso es necesario subrayar que el concepto de yo consciente no es nada en sí mismo fuera de la vivencia cultural del propio cuerpo (en tanto que subordinado a nuestra voluntad) y del mundo (en tanto que operable). En último extremo, nuestro cuerpo y el mundo natural se conciben también por la persona como “obra de Dios”, preñada de mensajes para nosotros, escrito cifrado, lenguaje, cultura. El mundo natural es vivido como un producto personalizado: transferimos a la divina personalidad el secreto técnico de su construcción, y mediante esta transferencia queda personalizado –objeto adecuado a nuestra propia personalidad– como personaliza un objeto cultural humano el ciudadano que aunque no lo comprende, sabe que otros hombres lo comprenden. La idea de Dios es así indispensable para que el yo subjetivo pueda vivirse como persona ante el mundo natural. (Para la idea del mundo natural y del cuerpo como instrumento de operaciones, véase Merleau-Ponty: Phénoménologie de la perception.)
En virtud de la estructura metafinita de la persona humana, la fase egocéntrica teñirá con su color propio a los ulteriores estadios de la persona, y, en consecuencia, la misma unidad o centro organizador de estos actos intencionales-personales, será a la par una unidad egocéntrica, de acuerdo con la experiencia. Esto explica también la posibilidad del diálogo incesante entre la persona subjetiva y la persona absoluta, así como la gran probabilidad de que ambas se confundan. Sin embargo, cuando las dos existen, su relación adopta la forma de una fricción incesante, debido a la mayor intuitividad de la persona subjetiva –la intuitividad del conocimiento sensorial principalmente– y a la tendencia consiguiente a la reducción psíquica del mundo de la persona absoluta. El mundo de la persona absoluta posee menos “visibilidad sensorial”: es evanescente, a diferencia del mundo de la persona subjetiva. Por ejemplo, los mundos suprasensibles de la Física einsteniana, el mundo homérico, o el mundo de la fe religiosa, pueden fácilmente ser interpretados por la persona subjetiva como un “conjunto de papeles escritos” que ocupan un lugar insignificante en el espacio, y son propietarios de una fragilidad que los hace “realmente” despreciables. O bien, recíprocamente, la persona subjetiva sabe que mediante ciertas ínfimas técnicas psicológicas (subjetivas), como la repetición, al acto de autosugestión, incluso la embriaguez, puede hacer brillar en su alma universos enteros que su reflexión subjetiva calificaría, amarga o dichosamente, de ilusiones o de alucinaciones. Pero no se piense que la persona absoluta está desamparada e inerme de energías psicológicas para mantener su conexión de identificación con estos mundos suprasensibles. Es muy probable que estas energías “biológicas”, al servicio de la persona absoluta, se desarrollen en cada persona subjetiva al contacto con las otras personas subjetivas –es decir, por un interno dialéctico despliegue de la personalidad subjetiva– sea por una identificación con ellas (la fe) sea por una oposición con el prójimo (el orgullo y el desprecio a los que tienen “oídos bárbaros”). La fe o el orgullo, como demuestra la experiencia, son más poderosos que la evidencia sensorial. Por lo demás, ellos se convierten en vicios –el orgullo en pedantería, la fe en fanatismo– cuando olvidan su naturaleza “dialéctica”, es decir, el estar construidos sobre el yo subjetivo (el especulativo pierde el sentido de la realidad, el creyente el sentido de su fe, creyéndola como evidente y perdiendo la “comprensión humana” para el incrédulo). La persona subjetiva fácilmente no comprende a la persona absoluta; pero la persona absoluta debe comprender a la persona subjetiva, porque ésta es parte de sí misma, aunque, en cuanto parte, es parcial, es decir, disminuida esencia de la persona, persona “doméstica”.
Y si este concepto mutilado y doméstico de la persona es naturalmente adecuado a las personalidades mutiladas y domésticas –la personalidad del “trabajador”, manual o intelectual–, no lo es naturalmente a las personalidades verdaderamente abundantes y superiores y, por consiguiente, no es adecuado al tecnicismo filosófico, en tanto pretende afrontar las esencias en su totalidad de vértices y de aristas. Sin embargo, es costumbre filosófica heredada de los griegos, entender por persona solamente este ser libre, en el sentido psicológico de la palabra, que posee una independencia de conducta, la turris eburnea que encierra los secretos cordiales, “personales”. Sobre tal concepto de Persona se edifica la Filosofía moral escolástica. Para esta filosofía moral, la Persona es ante todo “libre albedrío” y sujeto de virtudes. El mismo proceder sigue Kant en su Crítica de la Razón práctica. Las palabras que suelen utilizarse para describir el sujeto de la cultura y de la Historia, suelen ser Hombre, Espíritu, Viviente, antes que Persona. El tipo de ser que describe Heidegger bajo el nombre de Dasein se parece más a la Persona subjetiva que a la Persona absoluta. Podría demostrarse que la angustia, lejos de ser la “reacción de la Persona”, en cuanto tal, al encontrarse consigo misma, es la reacción de la persona frente a la Naturaleza –como opuesta a la Cultura. El mundo de la Persona es el mundo de la claridad cartesiana y de la paz mística. Solamente cuando la divina personalidad queda suprimida y en su lugar aparece el Genio maligno, o la nada, es cuando el “mundo” se convierte en “naturaleza” (en contorno) y la Persona se transforma en sensorio de la angustia. El Dasein heideggeriano, aunque no fuera más que por ser un ente que se angustia, no corresponde exactamente al concepto de Persona absoluta. Nuestro Ortega y Gasset, que tras la etapa biologizante de sus primeras obras, ha visto por fortuna la necesidad de superar el estrato psicologista de la Persona (Historia como sistema) sustituyendo la razón física por la razón histórica, no ha penetrado, sin embargo, tampoco en el concepto de Persona absoluta, desviando sus intuiciones, paralelamente a Heidegger, hacia las regiones de la Persona subjetiva, en tanto que “haz de proyectos”, “faena”, etcétera, &c. Hubiera sido suficiente subrayar, antes que esta actividad creadora, que sólo en términos psicologistas puede ser formulada, el contenido de su creación (la cultura, aunque no la historia, primariamente) para que el espíritu se hubiese orientado hacia la verdadera esencia de la Persona absoluta.
Ahora bien: Pretendo recoger, como un simple corolario de los teoremas expuestos en los párrafos anteriores, el precepto de extender el nombre de Persona –y no por una arbitraria ampliación semántica, sino por una interna exigencia y consecuencia– a las significaciones mentadas con los términos “Espíritu” (tal como aparece en Hegel), “Hombre” (en cuanto sujeto de la “Antropología filosófica”) y otros análogos. Porque la Persona –la Persona humana– fuera de la vivencia de la cultura –como lenguaje de otras personas, y eventualmente, de sí misma– sólo puede ser la más desoladora vaciedad. Una persona que ha vuelto la espalda al mensaje de fuera, o al lenguaje con los demás, es un ser que consiste en la aniquilación paulatina de la personalidad, que comienza en el taedium vitae del Bazaroff de Turgenieff o del Roquentin de Sartre y termina en el suicidio filosófico. La persona subjetiva, en cuanto persona, convive con una determinada región del mundo cultural, si bien sea el más próximo a la naturaleza –originariamente, o en virtud de una transformación de la cultura en civilización–. Por eso, la Ética filosófica –cuyos problemas se plantean en la conexión de la persona subjetiva con la persona absoluta a saber, de los “fines individuales”, gobernados por el principio del placer, con los fines universales–, ha de poder ser concebida dentro de las Ciencias de la Persona. Y la Ética debe saber que es más persona –de acuerdo con nuestra definición– el que comprende el mensaje de Aristóteles o de Beethoven que aquel que permanece estúpidamente ante ellos. Ahora bien, si la Persona misma es la que crece en estos contenidos, ¿por qué no ha de acrecentarse el concepto de Persona con el concepto de estos contenidos, como ingredientes que deberán ser tenidos en cuenta en la teoría total de la persona? A la Ética le corresponde la jerarquización de estos contenidos, en tanto acrecientan internamente la personalidad.
Esta estimación del mundo cultural para la construcción de la teoría de la persona, debe entenderse empero, en un sentido metodológico. Este sentido no es por sí mismo incompatible con las teorías anticulturalistas, que ven en la cultura, en el fondo, antes que una prolongación de la creación divina, un resultado de las maquinaciones diabólicas (Tertuliano, Taciano, Rousseau). La valoración negativa de la cultura podría, en principio, ser prevista como resultado de nuestras tesis metodológicas, que sólo postulan que, para penetrar en las específicas esencias de la persona absoluta, no cabe término medio entre las Antropologías naturalistas y las culturalistas, como pretende Dempf (apud E. Frutos, en su fundamental estudio Los problemas de la antropología actual, publicado en esta Revista).
Ahora bien: La Antropología culturalista, como contenido de la Teoría de la Persona humana, se presta a un equívoco fatal, con la confusión de la teoría de la persona absoluta y la teoría de la sociedad de personas absolutas (en cuanto incluye también a las personas subjetivas). La Filosofía de la Historia es una parte de la teoría de la sociedad de personas absolutas. Este equívoco fundamental deriva de la complejidad de relaciones que median entre la persona absoluta y la sociedad de personas. La persona absoluta sólo llega a serlo gracias a un mundo. Pero este mundo no es nada independiente de las personas, sino que es precisamente el lugar en el que las personas absolutas pueden encontrarse, identificarse comunicativamente. Ya el mundo natural de la persona subjetiva es aquello que es común a todas, es la mutua presencia corporal de las mismas. La persona sólo gracias al mundo –no debe confundirse este término con el uso que de él hacen Scheler y otros–, es decir, a las demás personas, llega a ser persona. Por eso también es preciso, para penetrar en la persona individual, conocer el mundo (por ejemplo, familia, época). Y en este sentido cada persona tiene su estructura propia, y la teoría de la persona absoluta peligra, irremisiblemente al parecer, en quedarse en biografía. ¿Cómo sería posible intentar siquiera la caracterización de la persona absoluta en general si precisamente ha de ser esta personalidad la fuente de la diversidad? Scheler, Ortega y otros han visto esta paradoja, sin detenerse en ella, y procediendo como si fuese inexcusable una originaria caracterización idéntica y general y una ulterior “discernibilidad de los idénticos”, que sólo puede preverse con intereses empíricos, pero no filosóficos. Para articular la persona individual a la sociedad de personas, será preciso proceder de un modo enteramente diverso, siempre que queramos alcanzar la claridad filosófica. Es preciso un especial método de investigación, así como también nuevos conceptos ontológicos –o mejor dicho, el desarrollo de conceptos que pueden encontrarse sin duda en la historia del pensamiento. Ortega ha sido, entre nosotros, quien más claramente ha tenido la conciencia de la necesidad de este nuevo método y aparato conceptual para poder abordar el misterioso ser de la persona humana. Y no pretendo matar muertos ni resucitar vivos si declaro que los intentos de Ortega para solucionar estos problemas precisos constituyen fracasos absolutos. Cuando Ortega parece abandonar la formalidad biologizante, para entrar en diálogo con la persona –con la vida humana– la afronta desde la formalidad de la Historia, en cuanto sustituto de la pretendida naturaleza de la persona humana. Pero la Historia, como más adelante indicaré, no es una dimensión esencial de la persona humana, ni siquiera de la sociedad, de personas absolutas, y la Historia en sí misma está subordinada a la cultura y no recíprocamente. Con estas luces, Ortega no consigue caracterizar ontológicamente al ser de la persona humana, puesto que todos los predicados no-eleáticos que le asigna son compartidos también por entes impersonales, y precisamente por aquellos entes que Aristóteles concibió como naturalezas (R. Paniker: El concepto de naturaleza). Tanto la naturaleza aristotélica del mineral, como la del viviente, no pueden expresarse con participios, sino con gerundios: toda la naturaleza es un faciendum, un ens mobile, que es precisamente un tipo no-eleático de ser. Por lo que hace al atributo de causa sui, aplicado a la vida por Ortega, en Historia como Sistema, debe tenerse en cuenta su condición de concepto límite, que hace que dicha aplicación nunca pueda ser omnímoda, sino aproximativa; y entonces, también los entes impersonales, por ejemplo las plantas, se aproximan y remedan este concepto, en cuanto son naturalezas aristotélicas, sujetos y agentes simultáneamente (ἀρχή ἑν αὐτῷ ἧ αὐτό). De hecho, los “proyectos”, “disposiciones”, “plasticidad”, &c., que Ortega quiere elevar a la condición de notas diferenciales de la persona humana, siguen siendo notas que ciertamente le convienen, pero de un modo genérico –sobre todo en nuestros días, que encarecen el indeterminismo de los movimientos físicos–. Hasta es de sospechar, dada la naturaleza heracliteana de las cosas físicas, y dado que las ideas se nos hayan “salido de la cabeza” para instalarse en mundo natural, si no serán esas formas eleáticas las más apropiadas para caracterizar al ente de donde salieron.
La razón del fracaso de Ortega es la misma que la razón del fracaso de la teoría escolástica de la persona humana: el haber partido de un planteamiento erróneo de los problemas, como consecuencia de una insuficiencia desoladora de conceptos con los que se ha pretendido abordar la esencia de la persona en todas sus virtualidades. Pueden señalarse tres flancos fundamentales en los cuales las teorías “clásicas” o las teorías “modernas” de la persona, o ambas conjuntamente, se encuentran a todas luces desarmadas: Ante todo, el problema gnoseológico. Dilthey introdujo el prejuicio de la necesidad de una “razón histórica” para poder operar con los datos de las ciencias culturales o, en general, con los conceptos pertenecientes a la teoría de la “vida” –que puede sustituirse por “persona”, teniendo en cuenta el significado atribuido por Dilthey al término “vida” y el que vengo asignando al término “persona”. Pero el modo de proceder de esa pretendida “razón vital” es absolutamente idéntico al modo de proceder tradicional de la “razón filosófica” constructiva, aun cuando ésta se aplicara a la especulación de la Naturaleza. La diferencia entre el conocimiento de la Vida y el conocimiento de la Naturaleza, no reside en la razón –es decir, en los procedimientos operatorios de transformación o constructivos–, sino en la estirpe de los axiomas que constituyen el principio del proceso racional. La diferencia reside en los principios y es precisamente esta diferencia la que no ha sido aprovechada al afrontar la Ontología de la persona.
El segundo flanco que exhibe la impotencia de las teorías “clásicas” y “modernas” de la persona es el problema ontológico. No se ha sabido plantear el problema ontológico de la persona humana, porque se le ha entendido como la investigación de un tipo de ser característico (espiritual, no-eleático, suprapersonal, &c.), pero sin conceder importancia absolutamente primera al problema de las relaciones entre las personas individuales, antes bien, sobreentendiendo que esta relación es del tipo Todo-parte finitista, o procediendo como si así lo fuera. Este proceder es el que ha hecho imposible explicar las relaciones entre las personas absolutas individuales y la Sociedad de Personas (prácticamente, la Cultura o la Historia) y, de este modo, la Teoría de la Persona o bien ha sacrificado el individuo (Fichte, Dilthey) o bien ha creído que su misión era comprender la persona concreta, la “vida de cada cual”, por medio de descripciones que pudieran referirse a estos entes realísimos (bien por conceptos universales unívocos distributivos –escolásticos, Heidegger–, bien por conceptos ocasionales –Ortega–).
El tercer punto débil de las teorías de la persona humana es su impotencia para resolver el problema lógico insoslayable de conciliar el inevitable proceder abstracto y genérico de toda Ontología con la naturaleza idiográfica de los datos que la Ontología de la Persona debe considerar sin desdibujarlos, a saber, los datos de la biografía, de la Historia o de la Sociología.
Voy a examinar sucesivamente estos tres problemas fundamentales metodológicos de la Ontología de la Persona humana, con ánimo –acaso excesivamente audaz y optimista– de proponer soluciones verdaderas –es decir, fecundas– dentro de la teoría personalista de la cultura.
El problema gnoseológico
Toda la teoría del conocimiento de la Persona, en sus diferencias con la teoría del conocimiento de la “naturaleza”, puede reducirse a la siguiente distinción, que considero axiomática, entre los principios –no entre las demostraciones o construcciones fundadas sobre ellos– descriptivos (intuiciones descriptivas) y los principios interpretativos (intuiciones hermeneúticas). Las intuiciones descriptivas tendrían un ámbito eminentemente sensorial, imaginativo y perceptivo: ellas, por ejemplo, constituyen la principal fuente del material que analiza la Gestaltpsychologie. Las intuiciones descriptivas son asimismo el origen de los conceptos y proposiciones matemáticos, físicos e incluso ontológicos –en tanto que “Ontología natural”–. En cambio, las intuiciones hermenéuticas, rebasando la esfera perceptiva, suponen formalmente una actividad interpretativa de la persona, que sobrepasa los datos materiales y los aprehende desmaterializándolos. Podríamos definir la intuición hermenéutica como la percepción de lo material precisamente en lo que tiene de ideal (y lo ideal no debe hacerse equivalente a lo espiritual, sino, por de pronto, relativamente a lo material-concreto, como equivalente a lo que percibimos en lo material-concreto sin ser esa concreta materialidad). Por ejemplo, ante una puerta, la intuición descriptiva se detiene en su estructura cromática concreta, en su opacidad, en su aspereza o en su concreta estructura formal. Pero la intuición hermenéutica la percibe como objeto capaz de sustraerse a sí mismo, abriéndose, que está, ahí “desempeñando un papel”, albergando un significado. Ante el alfabeto ibérico, la intuición descriptiva percibe estructuras geométricas sobre el fondo plomizo de las planchas; la intuición hermenéutica percibe rasgos preñados de significación. En fin, ante un cuadro de Goya, la intuición descriptiva hace brotar pensamientos químicos y la intuición hermenéutica nos inclina el ánimo a los juicios estéticos.
La distinción entre las intuiciones descriptivas y las intuiciones hermenéuticas recuerda muchas distinciones paralelas que sería ofensivo enumerar. Las características de la distinción aquí expuesta, que justifican la nueva terminología, pueden resumirse así: Primera, su pretensión axiomática, es decir, el no estar necesitada de demostración o fundamentación: es suficiente un ejemplo. Segunda, la reducción de esta distinción al ámbito de los principios, para respetar con ello la analogía de procedimientos que la actividad constructiva racional observa tanto con las intuiciones descriptivas como con las intuiciones hermenéuticas, y para alejar en lo posible la probable arbitrariedad de una “razón vital” autónoma de las intuiciones hermenéuticas. Tercera, que esta distinción propende a establecer la equivalencia entre la inte-ligibilidad o sentido aprehendido en la intuición hermenéutica y la cultura, de acuerdo con el criterio del Verum est factum, que, recíprocamente, se considera aplicable eminentemente a la esfera de las intuiciones hermenéuticas. La inteligibilidad o el sentido pierden de este modo toda su “carga mística” y se prestan a una definición unívoca.
Ahora bien: nuestra definición de la Persona humana, como ser que comunica con otras personas, por medio de la cultura, nos obliga ineludiblemente a considerar, como característica del hombre, la intuición hermenéutica y calificar al hombre como “hermeneuta del universo”. (El lenguaje de los animales, principalmente el de las abejas –sin perjuicio de los asombrosos experimentos de von Frisch–, impone la alternativa de definirlo en términos no hermenéuticos, o bien conceder un rudimentario grado de personalidad a los animales.) Esta conclusión parece insostenible si se toman en cuenta las ciencias y técnicas fundadas en las intuiciones descriptivas. Nadie puede negar que la Física o la Matemática son productos personalísimos del hombre. ¿Cómo mantener entonces la definición adoptada? Sólo de un modo: reconociendo que las intuiciones descriptivas, cuando son humanas –por ejemplo, científicas– y no meramente perceptivas, son también intuiciones hermenéuticas. No es difícil, por lo demás, verificar este postulado. ¿Acaso los conceptos generales (ácido, círculo, onda) con los cuales describimos objetos de la percepción, no trascienden ya los límites de los datos perceptivos, introduciendo, aunque sólo sea, la semejanza entre el dato actual, estrictamente descriptivo, y otros datos impresentes? (Weyl, Eddington). Esto significa que en nuestra intuición descriptiva científica, el dato queda, hasta cierto punto, sustituido por el recuerdo de otras experiencias pasadas, es decir, que la intuición del dato sigue siendo hermenéutica, en cuanto por la memoria (que sería una memoria de los “esquemas de acción” precisos para la percepción del dato) establece la comunicación entre dos estados personales míos y sin esta autopresencia (una especie de Yo trascendental) no serían posibles las funciones intelectuales de la abstracción. Estas funciones serían eminentemente “endofásicas”. Ahora bien: ¿cómo explicar entonces en el hombre, la distinción entre intuiciones descriptivas e intuiciones hermenéuticas? No veo otra manera más aceptable que el mecanismo “dialéctico”. Las intuiciones de la Persona humana serían originariamente hermenéuticas; es decir, conocerían en los objetos momentos que no residen propiamente en ellos mismos, sino en otras Personas (y, eventualmente, en mí mismo). En una segunda fase, que debería ponerse en conexión con las fases hacia el estudio solitario de la Persona, la Persona hermenéutica eliminaría la “carga personal” que se insinúa tras los objetos intuidos, para atenerse descriptivamente a las puras relaciones y contenidos impersonales (como verificación de esta evolución en la Física, hay que pensar en el tránsito del animismo, todavía presente en Aristóteles, hacia el puro objetivismo de la Física moderna). La intuición descriptiva, en su incesante incremento, se extiende a todos los objetos de la Ontología formal; hasta la misma persona queda dentro de este proceso dialéctico. Sin embargo, las estructuras personales (por ejemplo, una sinfonía) siguen siendo inteligibles en cuanto son construibles en abstracto por la persona. Las intuiciones descriptivas, aplicadas a la persona, nos darán a lo sumo esencias impersonales, genéricas, por la persona participadas. La Ontología de la persona ha emprendido inconscientemente, dentro de ciertas intuiciones descriptivas, la navegación hacia los abismos del ser personal, y ésta ha sido una de sus más importantes limitaciones. La Ontología de la persona humana, así como la Ontología de la persona en general, debe fundarse en precisas intuiciones hermenéuticas.
El problema ontológico
Esta conclusión encierra un inequívoco significado negativo: que las ciencias naturales –en tanto no se consideren en su “reducción trascendental”– tienen muy poco que decirnos acerca del ser de la Persona.
Pero su significado positivo es muy ambiguo. Hasta cierto punto, es el lugar en que coinciden todas las antropologías filosóficas, el presentimiento que todas comparten. Pero como tal presentimiento es muy ambiguo, fácilmente, aun después de vivido, regresaremos al equívoco de partida, según que desviemos la intuición hermenéutica hacia la persona individual, es decir (aunque no se desee), a los atributos de las personas individuales (a los sujetos, en última instancia), como sucede a Scheler, Ortega y Heidegger, o bien hacia la sociedad de personas, es decir, hacia la cultura (objeto en última instancia), como sucede a Dilthey o a Cassirer. Transcurren así, como dos movimientos diferentes, las meditaciones sobre la persona absoluta individual (teorías individualizantes) y las meditaciones sobre la cultura, en el más amplio sentido (teorías socializantes). No importa que las teorías individualizantes, al definir la persona absoluta, aludan a la cultura (en nuestra terminología, la cultura sustituye al mundo al que aluden las actos intencionales “en que solamente vive la persona” –Scheler– o al mundo que constituye un miembro del hombre en cuanto “ser-en-el-mundo” –Heidegger– o a la circunstancia que es casi como una víscera exterior del yo –Ortega–). Esta alusión sólo puede tener un alcance genérico, perdiéndose de vista la individualidad empírica, que quedará reservada a la Historiografía extra-filosófica. Tampoco importa que las teorías socializantes aludan a la necesidad de un sujeto individual, soporte o actor del mundo objetivo: ese sujeto es también designado confusiva y genéricamente y su problemática ontológica queda eliminada, interesando tan sólo psicológicamente, en cuanto causa o soporte de la cultura (Frobenius). La cultura llega a ser una estructura relativamente autónoma, con respecto al individuo, en sus partes y relaciones. Su análisis sólo alcanzará interés filosófico en el capítulo que Dilthey llamó “Filosofía de la Filosofía”. Una disociación de origen mantiene alejadas a las especulaciones individualizantes y a las socializantes y no es posible establecer un tránsito interno de las unas a las otras: carecen de valor teorético las yuxtaposiciones empíricas (por ejemplo, las ilustraciones de Cassirer a su definición del hombre como animal simbólico, o las ejemplificaciones “narrativas” del “ser que proyecta”, y que no pueden consistir en otra cosa que una repetición, en cada caso particular, de los conceptos generales).
En particular, las teorías individualizantes de la persona, desde Santo Tomás a Heidegger, no han podido explicar ontológicamente la concreta articulación de la persona absoluta en la sociedad de personas, idiográficamente dada. En rigor, ni siquiera es posible establecer el enlace interno entre la teoría de los atributos comunes a las personas absolutas y la teoría de sus atributos particulares (principalmente, la Filosofía de la Historia). Las teorías individualizantes de la persona ni siquiera permiten determinar un concepto claro de historicidad. Elocuentes párrafos han sido proferidos para encarecer la importancia de este concepto. Pero ¿es posible exponerlo, con mínima claridad, sin contar con el concepto de un mundo cultural que cambia, que se mueve? Inútilmente se volverá la mirada hacia el concepto físico de tiempo o hacia el concepto metafísico de duración existencial, para encontrar una categoría sólida que explique el concepto de historicidad, o de conciencia histórica. Heidegger, en su obra capital, pese al intento de postular la temporalidad como fundamento de la historicidad (cap. II, § 3), no ha podido de hecho explicar el tránsito de la teoría de la temporalidad, sencillamente porque ésta no puede ser definida sino en la sociedad de personas cuyos mundos culturales mudan. Hasta cierto punto, puede asegurarse que la persona está fuera del tiempo histórico –aunque no fuera del tiempo cronológico, como apunta Scheler. El problema abierto es el de explicar el tránsito de la persona absoluta a la sociedad de personas en general y en particular al cambio del mundo de esta sociedad de personas. Este movimiento no podría ser explicado sin introducir una distinción, dentro de la persona absoluta individual, entre el individuo iterativo, cuya función es vivir el mundo tal como le ha sido dado, y el individuo creador, que introduce formas inéditas, en cuanto agente de la Historia. El concepto de “héroe”, en cuanto se hace equivalente al concepto de persona creadora, es un concepto a priori que es preciso introducir como eslabón entre la sociedad de personas en general, por sí mismo estática, en cuanto mundo o lugar de las personas absolutas (definidas por la identificación con ese mundo) y el concepto del movimiento del mundo de las personas absolutas, antes que del de cada una de las personas que lo componen. La naturaleza constructiva del concepto de héroe exhibe la condición dialéctica del héroe empírico, en tanto que sólo puede ser persona gracias al mundo, siendo él quien precisamente crea su mundo; en expresión de Hegel, el que, no encontrando su justificación en el estado existente, tiene que inventar el futuro (Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Introducción, II). La historicidad es una propiedad en todo caso empírica, no apriorística, por respecto al concepto de sociedad de personas: está fundada en la facticidad a posteriori del héroe (no debe confundirse el héroe con el hombre auténtico o profundo, que son categorías de la persona individual), agente del movimiento del mundo cultural (la idea kantiana de progreso es un modo de formular este movimiento, con una carga axiológica innecesaria). Sería suficiente representarse la cultura objetiva como una totalidad estática, como un repertorio de valores y conductas ya dado para siempre “en lo esencial” –y esta representación es posible, como lo demuestran la mayor parte de los escritos utópicos– para destruir automáticamente el concepto de Historia, y en consecuencia el concepto de conciencia histórica. Un mundo perfecto, es decir, cerrado en sí mismo, con un movimiento meramente cósmico, circular y reiterativo, que consiste en mantener en la existencia lo que ya está dado, y, a lo sumo, pretende lograr una mejor participación de las personas individuales en los bienes y valores objetivos –el ideal de la justicia–, es un mundo que no admite la dimensión histórica. Specimen luminoso la ciudad de Salento imaginada por Fenelón; con sus siete clases sociales, perfectamente armonizadas, nos sugiere la imagen cósmica del sistema solar, siempre igual a sí mismo en su movimiento uniforme, perfecto y, aunque temporal, ahistórico. Nihil novum sub sole, puede decirse en Salento. Pero el concepto de historicidad, así como la conciencia histórica, sólo pueden formarse en el asiduo y entrañable trato con los movimientos culturales –arte, ciencia, política o técnica–. Este trato fortalece el “esprit de finesse” necesario para la intuición viva del presente y pasado como categorías históricas, antes que cronológicas o metafísicas generales. En tanto se piense en una naturaleza humana que existe por encima o por debajo de las costumbres, como accidentes sobreañadidos a aquélla, no será posible penetrar en el concepto de Historia. Pero bastará advertir que esa naturaleza –no es a priori necesario negarla– sólo se nos da encarnada en sus accidentes o costumbres (tal fue la advertencia de Vico y de Voltaire) para que sepamos apreciar la significación hermenéutica de la novedad; y esta intuición, sólo tratando amistosamente con los objetos puede vivirse, del mismo modo que la significación de una nueva tuerca, burdamente catalogada por el lego como innovación accidental, sólo puede ser intuida por el mecánico, que sabe que no existe la tuerca en abstracto, sino en tal o cual determinación. Es cierto que a todo lo nuevo podemos encontrarle un precedente: elevándonos a conceptos lo suficientemente generales que unifiquen a lo actual y a lo pretérito. Pero ello no suprime la originalidad del presente. Si queremos exponer esquemáticamente esta idea, por medio de la relación de implicación, diríamos que del hecho de que B (lo presente) implique A (lo pasado) no puede concluirse que A implique B. Esta segunda implicación reclama un movimiento creador, ante cuyo flujo la hueca sabiduría tradicionalista es tan incapaz de comprensión como el aldeano lo es para penetrar las peculiaridades y matices de los problemas políticos de cada día.
Si las teorías individualizantes no pueden dar razón ontológica de la diversidad histórica y cultural, y ni siquiera de la diversidad idiográfica individual, las teorías socializantes nada pueden decir de la unidad ontológica de la cultura, cuya estructura queda reducida a una pura descripción de los “sentidos” que enlazan a sus partes, ofrecidas histórica o sociológicamente. Dilthey ha defendido la tesis de la naturaleza descriptiva, fenomenológica de las ciencias del espíritu, y este prejuicio ha hecho imposible el tratamiento ontológico de las mismas, porque elimina los problemas de la persona (reducida a entidad psicológica). En efecto, considero ilegítimo recurrir a una hipóstasis suprapersonal, a la manera del Volkgeist o del Espíritu hegeliano, para explicar la unidad ontológica de la sociedad de las personas absolutas. Este sistema explicativo elimina el postulado de la naturaleza individual de la persona absoluta, que obliga a pensar siempre, metodológicamente, la unidad de la sociedad de personas –y en especial, la Historia Universal– asentada ontológicamente en el ser de la persona absoluta individual.
Pero si la unidad del “Mundo” –en el estricto sentido que otorgo a esta palabra como unidad ontológica de la sociedad de Personas– no puede residir “fuera” de las Personas individuales absolutas, en esa sustancia espiritual suprapersonal (Averroes, Spinoza, Hegel), mucho menos podrá edificarse sobre fundamentos materiales, exteriores por naturaleza a la personalidad individual (por ejemplo, el Espacio, la “circunstancia” en el sentido biológico de contorno, de Umwelt). Posee un alcance puramente imaginativo la costumbre obvia –demasiado obvia– de derivar la unidad de la sociedad de Personas de la coincidencia de las personas absolutas individuales en una región geográfica del espacio-tiempo. Porque esta región es exterior a cada una de las Personas y solamente una unidad extrínseca y accidental podría originar. De hecho, esta unidad “intuitiva”, entre las personas establecida, sólo ha dado lugar, desde el punto de vista de la Ontología, a narraciones de tipos de unidad en el fondo desprovistos de interés metafísico. El “lugar” donde existe, por decirlo así, la unidad ontológica de la sociedad de personas individuales, se encuentra delimitado por el propio ámbito de las personas absolutas (individuales) que son, eminentemente, personas solitarias. Esta conclusión parece que no deja opción a otro recurso, explicativo de la superior unidad ontológica del “mundo” (como Humanidad), que al reducirlo a un conjunto de relaciones que habrían de brotar, una vez supuestas las Personas individuales, por la aplicación a las mismas, respecto de la Sociedad de Personas, de las categorías asociativas que median entre las partes y el Todo finitistas. Sin embargo, este camino también está cerrado para nosotros, porque nuestra definición de Persona excluye la posibilidad de concebir al “Mundo” como una unidad posterior (ontológicamente) a la unidad de las personas individuales, ya que ontológicamente, nuestra definición de persona exige conceder al “Mundo” la consideración de ingrediente de la propia individualidad personal, en su estado solitario.
Estas en verdad impresionantes conclusiones, me obligan a pensar la relación entre las personas individuales y la Sociedad de personas de un modo harto distinto a como son pensadas las relaciones que pueden establecerse entre las partes y el Todo finitista, cuya unidad es anterior o posterior a aquéllas, o a las relaciones de las partes finitistas entre sí. Si la unidad de las Personas en un “Mundo” no puede, por lo tanto, concebirse como la identificación de las personas individuales en un ser que existe exteriormente a ellas, o como un ser relacional que existe posteriormente a ellas, sino como la identificación de las personas absolutas con algo que existe interior y simultáneamente a ellas mismas, y que las constituye, la unidad ontológica de la sociedad de personas, el Mundo, sólo puede consistir en la misma identidad de las personas individuales entre sí, y, por tanto, en la misma “identidad” de las personas absolutas individuales (las “partes”) con la Sociedad de personas (el “Todo”). Esta formulación es precisamente la formulación metafinita de la unidad de los miembros de una estructura. Ciertamente, en vano pretenderemos escamotear las categorías metafinitas para elevar a concepto la unidad de las Personas absolutas en el Mundo. La estructura metafinita, podría demostrarse de otras mil maneras, viene a constituir la idea reguladora inexcusable para establecer una auténtica formulación ontológica de la unidad del “Mundo” como Sociedad de las personas absolutas. La identidad de las Personas individuales entre sí, y la identidad de las personas con el todo, debe ser prácticamente entendida como la presencia de cada una de ellas en todas las demás y, por lo tanto, como la presencia del Todo en cada una de ellas (y esta presencia se hace efectiva, eminentemente, por medio de la cultura, y, en particular, por medio del mundo geográfico) a la manera como en el coro sinfónico cada uno de los cantores se hace presente en los demás por medio de su voz, y el coral –ese mundo sonoro formado por el concierto de todas las voces particulares– está presente en cada uno de ellos, y sólo en cada uno de ellos, porque sólo en una persona individual existe como tal musicalmente. La articulación metafinita de las personas absolutas entre sí y en la Sociedad, es la única categoría que permite prever el tránsito interno de la teoría de la Persona individual a la teoría de la Sociedad de las Personas absolutas, especialmente, a la Filosofía de la Historia.
Ahora bien: el programa de la articulación metafinita de las Personas absolutas, como empresa peculiar de la Metafísica de la Persona, es simpliciter científicamente irrealizable, porque son indeterminadas las propias unidades absolutas que se pretende articular. Por muchas determinaciones que lográsemos allegar sobre cada una de las personas absolutas, siempre quedaría una zona incomparablemente mayor ignorada e indeterminable. Aquí tiene una precisa aplicación el axioma de Jaspers: “El hombre es siempre más de lo que sabe.” Pero no debemos renunciar a nuestro programa por razón de semejante indeterminismo, del mismo modo que el físico no renuncia a sus mediciones por razón del principio de Heisemberg, o el matemático a sus demostraciones por razón del teorema de Gödel. La unificación metafinita deberá entenderse como un canon ideal, normativo, que exige métodos de “aproximaciones”, para tratar ontológicamente a las personas absolutas según la estructuración metafinita.
El postulado común a todos estos métodos no puede ser otro que la renuncia a buscar un principio de individuación personal, en el sentido de una razón que explique la peculiaridad de cada persona en tanto que “niega” a las demás, según el principio subentendido omnis determinatio est negatio. La investigación de semejante principio individuador, en tanto que ha de adoptar la forma de un concepto abstracto (v. gr., la haecceitas), está sujeto a paradojas lógicas de siempre conocidas: ¿cómo sería posible obtener un concepto universal caracterizado por designar, no aquello en lo que los individuos convienen, sino en lo que se separan? Sin embargo, estas paradojas no serían suficientes para renunciar a la investigación de un tal principio de individuación, porque esta investigación debe ser emprendida a propósito de las especies impersonales (verbigracia, las especies biológicas). De hecho, lógicamente, la paradoja puede solucionarse con la noción de concepto analógico de proporcionalidad. Ortega, muy ingeniosamente, sospecha que estos conceptos deberían asimilarse a los que Scheler llama “ocasionales” (B. Russel los llama “egocéntricos”) tales como “yo”, “aquí”, “ayer”, “vosotros”. Estos conceptos, bajo una inevitable identidad formal, expresarían, en cada aplicación, realidades diferentes. Pero esta sospecha es totalmente infecunda y, de hecho, a nada nos ha conducido, entre otras cosas porque los conceptos egocéntricos, así definidos, no existen. Los conceptos egocéntricos significan formalmente siempre algo idéntico, porque ellos no son más que una clase particular de los conceptos posicionales (Stellenbezeichnungen) de Carnap (Logische Syntax, § 3) cuando el centro de coordenadas es la noesis del que habla o piensa. Estos conceptos, en su estructura relacional, significan siempre lo mismo, como los propios conceptos unívocos (v. gr., el concepto de metal), de suerte que lo que cambia es simplemente el contenido empírico de los extremos de las relaciones siempre idénticas, no de otra manera a como cambia el concepto “metal” cuando se aplica al hierro o al mercurio. La consecuencia inmediata de esto es que los conceptos egocéntricos sólo de un modo extrínseco y empírico (biográfico) podrían introducirnos en las individualidades personales. Deberíamos, en cada una de éstas, repetir los caracteres generales posicionales y sólo conseguiríamos con ello una ilustración empírica, una articulación biológica, o psicológica a lo sumo, entre las personas individuales, pero en modo alguno una articulación ontológica, porque nada nuevo, de interés ontológico, podría notificarnos la “narrativa” ejemplificación reiterada.
Sin embargo, no es ésta la razón por la cual rechazo estos métodos de plantear el problema del principio de individuación, aunque ya sería razón suficiente su incapacidad para regresar a las articulaciones idiográficas con interés ontológico. La razón por la cual la unificación metafinita ha de rechazar este planteamiento del problema del principio de individuación se dirige contra la pretensión de confiar en este principio determinador como origen de la negación de cada persona a las demás, de confiar en que el principio de individuación debe conducirnos a la vida de cada cual, en lo que tiene de negación de la vida de las demás personas. Este planteamiento se funda en los hábitos nomotéticos de las ciencias impersonales, aplicados a la esfera de la persona. Es cierto que la intuición hermenéutica ha sido reiteradamente empleada en la investigación de la cultura, pero podría afirmarse que ha sido empleada en la estructura conjunta formada por el par Persona-Cultura, en tanto que cada elemento ha sido afrontado descriptivamente. Ahora bien, la intuición hermenéutica, aplicada también a cada uno de los elementos de la estructura elemental Persona-Cultura, conoce que la Cultura es mensaje de otras personas, y que cada Persona absoluta es la esencia de una cultura, y por lo tanto, que la Persona implica pluralidad de personas. En consecuencia, el principio de individuación personal, lejos de ser una negación de las demás personas, ha de ser a la par un principio que afirme la determinación de las demás personas, en una articulación de las personas absolutas. Un principio de esta naturaleza, no se aplicaría ya de un modo distributivo –como sucedería en los conceptos egocéntricos– cerrando el paso a la articulación de unas personas con las demás, sino que podría ser aplicado de un modo recurrente, en una progresiva articulación de las unidades elementales.
El principio de individuación personal debe ser, simultáneamente, el principio de articulación de las personas absolutas. Pero como este principio es, por definición, la idea misma de la Cultura, acaso en esta circunstancia podamos encontrar un criterio operativo para fundar un método que nos aproxime a la utópica estructuración metafinita de las personas absolutas. Nos encontramos en una situación análoga a la que el pensamiento matemático experimentó cuando se enfrentó con la idea del infinitamente pequeño: consciencia de un mundo fértil y maravilloso, a la par que impotencia de métodos operativos para recorrerlo. Por ello no debemos temer a los artificios dialécticos, que nos permitan en nuestro campo transformaciones de los términos capaces de inaugurar un algoritmo constructivo. A lo que alcanzo, la transformación fundamental podría acaso ser la siguiente:
La afirmación de que el principio de individuación personal debe ser simultáneamente el principio de articulación de las personas absolutas (que es, por definición de cultura, la idea misma de cultura) equivale a esta regla fundamental: el análisis de la cultura debe simultáneamente conducirnos a la individuación de la Persona absoluta y a la articulación en la sociedad de Personas.
A la individuación, en la medida que tenemos en cuenta que la Cultura es expresión, lenguaje, relación interpersonal, pero simultáneamente es una estructura, un contenido expresado, un mundo de la persona, la cual sólo puede autoconocerse –así como ser conocida por las demás– desde el “mundo”. En el mundo cultural de cada persona reside el verdadero principio de individuación de las personas absolutas, al menos en tanto que este principio puede ser lógica e idiográficamente determinado in concreto. Por esto, asimismo, este principio encierra la referencia a las demás personas.
A la articulación con las demás personas llegamos en tanto consideremos la cultura como lenguaje o expresión, es decir, en la medida que apliquemos la intuición hermenéutica a los contenidos culturales. A la Ontología corresponde una construcción de los tipos de estas articulaciones (cuyas verificaciones más inmediatas estarán en las formas de asociación de la Sociología formal) que asemejará la Ontología a una Topología. Estas articulaciones, dentro de su carácter abstracto, poseen un valor recurrente, que salva el aprisionamiento en cada una de las individualidades absolutas.
El problema lógico
Ahora bien, las investigaciones ontológicas, hasta aquí previstas, poseen un carácter indiscutiblemente abstracto y nomotético. ¿Cómo establecer el tránsito a los conceptos materiales que nos suministran las ciencias culturales o sociológicas? Sin duda ninguna, de la misma manera que la Ontología de la Naturaleza pasa del concepto general de “cuerpo” a los conceptos de “viviente” o de “vegetal”, es a saber, por una asimilación de datos evidentemente empíricos. Hay que presuponer que la Ontología no puede a priori derivar sus conceptos, sino que debe extraerlos de la experiencia. En particular, la Ontología de la Persona debe sacar sus problemas concretos de las ciencias culturales, de la misma manera que la Ontología de la Naturaleza los saca del diálogo con las ciencias físicas o naturales. Ahora bien, para que este diálogo sea fructífero, será preciso que en los datos particulares podamos encontrar formas categoriales típicas de los más generalísimos conceptos ontológicos. Todo lo que no constituya un tipo específico quedará fuera del interés ontológico. Porque la Ontología desconoce en su sistema los nombres propios.
Con esta conclusión llegamos al problema más profundo, dentro del ámbito de la lógica, que plantea toda Ontología de la Persona –y, en particular, la Ontología de la Historia–. ¿Cómo conciliar la doble exigencia de una Ontología de la Persona, que ha de ser abstracta y genérica en cuanto ontológica, y concreta (idiográfica) en cuanto personal? Dentro de las categorías lógicas tradicionales hubiera sido imposible resolver esta, al parecer contradictoria, exigencia.
Pero en la lógica moderna, advierto un concepto que estimo necesario y suficiente para concebir una conciliación satisfactoria de la naturaleza específica, a la par que idiográfica, de toda Ontología de la Persona. Este concepto es el de clase unitaria –clase de un solo elemento–, introducido por Peano y desarrollado por Russell (véase Principia mathematica, edición 1925, t. I, págs. 76-79). Existen nombres genéricos –conceptos genéricos– que, sin embargo, no pueden aplicarse más que a un solo objeto (por ejemplo, “Satélite de la Tierra” sólo puede aplicarse al objeto “Luna”). El proceso de identificación de ambos extremos –el Todo lógico y su modelo único– constituye un movimiento peculiarísimo del Espíritu, de importantes fundamentos y consecuencias lógicas y epistemológicas, que ha sido descrito por mí, aunque rudimentariamente, bajo el nombre de proceso picnológico (Theoria, núm. 1 y núm. 2).
Ahora bien, con ayuda de estos conceptos lógicos y epistemológicos, me parece posible admitir la posibilidad de una Ontología de la Persona que construya conceptos formales, genéricos, eventualmente verificables picnológicamente en modelos únicos, empíricamente aportados por las ciencias culturales (por ejemplo, el nombre de un héroe o el de una época histórica). Es cierto que esta verificación difícilmente llegará a ser apodíctica, aunque no es absurdo que lo fuera. La Metafísica tradicional también incorporaba identificaciones picnológicas a su sistema (por ejemplo, el tránsito del concepto formal “Acto Puro” al nombre propio “Dios”) de una clara validez. En todo caso, el margen de incertidumbre que necesariamente es preciso conceder a las verificaciones de la Ontología de la Persona es muy extenso, sin que por ello debamos desistir en el ataque de sus eternos misterios.
De las consideraciones precedentes podemos finalmente extraer suficientes criterios para determinar las categorías lógicas que han de ser aplicadas en la formulación de las relaciones lógicas –no ya ontológicas– entre la Persona humana, en general, y las personas “de carne y hueso” –y, por extensión, los conjuntos idiográficos de estas personas–. Parece indudable que el concepto de “Hombre” (como una connotación de atributos, aunque éstos sean existenciarios) no constituye un todo lógico normal, un universal (unívoco o analógico) cuyas notas se aplicasen distributivamente a cada uno de los individuos que constituyen su “extensión lógica”. Este tipo de relación lógica puede mantenerse en una especie natural, sin historia, en la que las particularidades individuales escapan al interés nomotético naturalista. ¿Cómo expresar lógicamente esta peculiaridad del Genus homo en tanto las características particulares, históricamente dadas, poseen también un interés general? La mejor manera que se me ocurre para categorizar lógicamente el concepto de Historia es la siguiente: en la especie humana, la connotación aumenta o varía con la extensión. Las notas de la extensión pasan a formar parte de la connotación, incorporándose a ella sin por esto dejar de ser particulares, según la sublime intuición de Goethe: “Sólo entre todos los hombres puede ser vivido lo humano.” Pero esto no debe inclinarnos a pensar, por reacción, que el conjunto de las personas humanas haya de ser entendido antes como un todo connotativo que como un todo lógico (un universal). Existe la posibilidad de que algunas ideas impliquen, por respecto de otras, simultáneamente las relaciones de parte subjetiva (lógica) y de parte connotativa, y esta posibilidad la encuentro verificada en la noción de Conjunto o clase matemática. Cada uno de los elementos de un conjunto participa de ciertas notas comunes que lo clasifican como tal elemento, y así es una parte subjetiva. Pero los elementos no son iguales entre sí –como lo serían si fuesen partes de un todo lógico– sino que entre ellos se pueden establecer, por ejemplo, ordenaciones, como la sucesión de los números naturales. En cuanto conjunto ordenado, los números naturales son partes connotativas antes que partes subjetivas. La idea de hombre, por respecto a los individuos humanos, es antes una clase que un todo lógico o connotativo.
* * *
Una teoría de la persona humana, desarrollada sobre los fundamentos en este estudio trazados, no puede ser nunca una teoría cerrada, en la medida que no lo es la cultura misma sobre la que se edifica. Y lo mismo deberá decirse de la persona humana misma, aunque no sea más que porque la idea de persona, en cuanto contenido cultural, constituye uno de los ingredientes inexcusables de la persona absoluta.
Pero esta inevitable conclusión –la ocasionalidad de la ontología de la persona y la de la propia persona absoluta– no debe ser interpretada en el sentido de un historicismo. Nos alivia de esta interpretación la estructuración metafinita de la persona humana y de sus contenidos culturales (en nuestro caso, los sistemas filosóficos). Esta estructuración permite establecer que nosotros poseemos ya virtualmente los descubrimientos futuros, del mismo modo que nuestros antecesores poseyeron los nuestros y nosotros los de ellos. Cada persona vive, por ello íntegramente la idea de persona, y puede alcanzar una vida auténtica, solitaria, como no sería posible si hubiese de transferir su personalidad a las vivencias de un prójimo futuro. Cuando la persona se busca a sí misma en la investigación de la idea de persona, posee ya, de algún modo, lo mismo que desea. Podría decir la persona de su idea –y, por tanto, de sí misma– lo que Pascal decía de Dios: “No te buscaría si no te hubiese encontrado.”
Gustavo Bueno Martínez
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{1} Una relación se llama aliorrelativa cuando no es reflexiva, es decir, cuando no puede establecerse entre un objeto y él mismo. Por ejemplo, la relación “Mayor que”: no puede escribirse a > a.