Revista de las Españas
Madrid, septiembre-octubre de 1931
año VI, número 61-62
páginas 433-436

R. P. Bruno Ibeas, O. S. A.

La filosofía en España

Pero ¿hay filosofía española? La pregunta no está fuera de lugar, como, acaso, pueda, juzgar alguno. Escritores indígenas y extraños han puesto más de una vez en duda, si es que no la han negado abiertamente, la existencia en nuestro país de un pensamiento definido o de una vida mental característica y difusible. Por lo visto, cabe concebir un pueblo que, amén de culto, sea concausante con otros de la cultura universal y se encuentre sin la copia de ideas o principios que sirven de sostén y acicate al dinamismo mental y voluntario creador y propagador de la cultura.

Doquiera, sin embargo, que se da cultura, hay interpretación más o menos original y valiosa de los problemas que envuelve y, por lo mismo, pensamiento o filosofía. El hombre no actúa en forma específica, sino pensando. Toda vida social algo desenvuelta es una arquitectónica de creencias y hábitos con armazón filosófica. Podrá discutirse si ésta se ofrece, o no, a la vista y en funciones, dotada de gran resistencia y perfección o adoleciendo de deficiencias estructurales y eficientes; pero eliminarla por escamoteo intelectivo de una sociedad es suponer que puede ésta subsistir sin bases jurídicas y morales y sin manifestaciones estéticas.

Porque en España, pues, ha habido y hay cultura superior, inferior o igual a la de otros países, hay tanto derecho a hablar de filosofía española como a hablar de filosofía italiana, francesa o adjetivada con cualquier epíteto nacionalista, que entrañe significación cultural. Acaso no falte quien reponga que entre nosotros no se han dado las sistematizaciones vigorosas de ideas, que por año y vez aparecen o han aparecido en otras naciones, dando al pensamiento parcial de ellas una dirección precisa e inconfundible y aun influyendo, con no escasa eficiencia, en el desarrollo del general humano. El aserto contradictor no sólo es discutible histórica, sino lógicamente. Poseen los sistemas valor ideológico más que relativo, como simples auxiliares que son del pensamiento en la inquisición de la verdad ontológica. Creer que urdirlos equivale a lograrla en un vuelo insobrepujable de éste, es confundir el andamio con la construcción acabada del edificio que con su ayuda se intenta levantar. Lo que importa en el pensamiento no es la geometría en que encuadra sus lucubraciones, sino la tensión y el alcance que, al desenvolverlas, exhibe. Por eso, siendo el obispo de Hipona menos organizador de ideas que el Aquinatense, es pensador más genial.

En España se ha prestado rara vez trascendencia al juego combinatorio de conceptos puros, que tanto entusiasma y obsesiona a los plasmadores de ciudades ideales ficticias, y ello ha contribuido a que se la juzgue desposeída de historia y hasta de espíritu especuladores. Pueblo al que importa, y con razón, mucho más la norma que la idea o el vivir que el abstraer, ha preferido siempre, a las divagaciones nebulosas sobre lo trascendente e impalpable, los análisis prácticos y las cristalizaciones ideológicas y sentimentales que la mente fragua en su roce con la vida. De ahí que sus pensadores sean teólogos, moralistas, juristas, novelistas, místicos y dramaturgos, antes que metafísicos, y que se caractericen todos, desde la antigüedad hasta hoy, por una ponderación armónica de criterio, que no es sino intuición analítico-práctica del mundo y de las cosas. Pero si la filosofía no ha de reducirse a entender de entitáculos y mónadas, sino que ha de investigar lo fundamental que hay en los fenómenos, cualquiera que sea su naturaleza y orden, no sé con qué derecho ha de negarse el título de filósofos a quienes los ahonden y examinen al margen, en los confines o fuera del campo de la metafísica pura. Poned frente a las cosas un hombre de talento, que se esfuerce por explicarse, de manera algo más que vulgar, las [434] relaciones en que se muestran armonizadas y el ser íntimo que las constituye, y, prescindiendo del método con que lo haga o del camino que al hacerlo elija y aun del sistema que haciéndolo forje, será un filósofo verdadero y dará origen, con el despliegue de su actividad reflexiva, a estudios de filósofo.

Desconocer que la historia ideológica de España cuenta con pensadores nada escasos de esa índole, es dar de espaldas a la evidencia o sentar plaza de tonto queriendo hacer de supersabio. Sin traer a cuento el nombre de los Dii minores del pensamiento español en la época romana: Quintiliano, Anneo Sereno y Moderato de Cádiz, que apenas sí son conocidos más que por referencias, bien que autorizadas, nadie que conozca, siquier sea de oídas, el movimiento histórico de las ideas, se atreverá a poner en tela de juicio la sobresaliente personalidad filosófica del españolísimo Séneca, quien, si no hubo de legarnos disquisiciones profundas de carácter metafísico, acorde con su adoctrinante y española máxima: facere docet philosophia, non dicere, nos transmitió un caudal de riqueza moral tan copioso y selecto, que no sólo ha servido de latente savia a cuantas doctrinas estoicas o estoizantes han aparecido dentro o fuera de las corrientes cristianas, desde el tiempo en que vivió hasta el en que Kant y Krause resucitaron su teoría de la bona voluntas y del deber estricto, sino que aun hoy, existiendo tantas obras confortadoras y alentantes, ejerce de estímulo eficaz en la entonación de las vidas decadentes o destrozadas. Ni antes, ni después de Séneca, ha existido un filósofo capaz de superarle como moralista. Por la magnificencia y serenidad de su pensamiento y el enorme y prolongado influjo que en la cultura universal ha llegado a adquirir, sólo es comparable con los dos colosos de la especulación griega.

No son tan conspicuos y excelsos, sin duda, los representantes españoles que el cultivo de la filosofía puede ofrecer en las épocas posteriores e inmediatas a la dicha; pero, si se comparan con los coetáneos de otras naciones, se advierte que en nada desmerecen de ellos, si no es que en mucho les superan. Poco, en efecto, tienen que envidiar a Mamerto Claudiano, Luciniano de Cartagena y el Dumiense, y tanto, por lo menos, como Beda, Casiodoro, Boecio, Rábano Mauro y Alcuino valen San Isidoro, San Julián, el más hondo pensador, acaso, de la escuela de Toledo, y Tajón. Sabido es que las Sentencias de éste y las del mitrado de Sevilla sirvieron de modelo a las famosas de Pedro Lombardo, y que las Etimologías hubieron de constituir en la Edad Media una enciclopedia indispensable. Aun la figura algo borrosa de Prisciliano se destaca con bastante relieve en la historia de las ideas, desde que el [435] descubrimiento de once de sus opúsculos en Würzburg le ha hecho considerar como introductor del agnosticismo y del panteísmo en la especulación medioévica.

Con el reinado de Alfonso VII, el movimiento ideológico anterior se intensifica y ensancha. Fue entonces cuando Toledo se convirtió en motor y centro de la cultura europea con su célebre colegio de traductores, al que Europa debe su iniciación en el conocimiento de las fuentes filosóficas griegas y árabes, así como el usufructo de las obras más importantes de Física, Alquimia, Astronomía, Medicina, Matemáticas y Ciencias naturales, que a la sazón existían. Aunque no hubiese prestado España otro servicio a la cultura universal que el representado por este esfuerzo ideológico asimilador y difundente, él bastaría para atraerla el respeto y la gratitud indeclinables de la Humanidad y para reducir a silencio a los numerosos y atrevidos Zoilos que a cada paso le salen, negándola, más quizá por ignorancia o pedantería que por mala fe, toda intervención en las conquistas generales y gloriosas de la inteligencia.

Miembro esclarecido del inmortal Colegio del Arzobispo D. Raimundo fue, sin hablar de Juan Hispalense, Domingo Gundisalvo. En pocas obras medievales raya la especulación unicista y armónica a tanta altura como en su Liber de unitate, que, acaso, sirvió de inspiración a David de Dinand y Enrique de Gante en el fraguado de sus teorías panteísticas, y se topan el penetrante buen sentido y la bien digerida erudición, que se encuentran en sus jugosos estudios De divisiones philosophiae y de Inmortalitate animae, usufructuados a la larga por hombres como San Buenaventura y Alberto Magno. Con razón dice Wulf que el influjo de las obras de nuestro filósofo «domina los numerosos tratados similares del siglo XIII». Gundisalvo no es sólo el «primer apóstol del armonismo platónico-aristotélico», como le ha llamado G. Bülow, sino uno de los más grandes pensadores medievales y, desde luego, el panteísta más lógico y radical de esa época.

Por ese mismo tiempo, y en otros a él inmediatamente anteriores o sucesivos, floreció en nuestro país, importada del Oriente arábigo y nestoriano la filosofía muslímico-judaica, con sello español tan definido o propio como el que constituyen su armonismo ontológico, su psicologismo analizador e introspicente y su misticismo fogoso, contagiado de racionalismo extremo. Citar a sus más conspicuos mantenedores y farautes: Avicebrón, Avempace, Abentofail, Maimónides y Averroes es ya decir, como en siglas y por entero, lo que en la especulación ella es y significa. Raros serán los nombres que tal [435] resonancia hayan lograrlo al fluir de varias centurias en las escuelas filosóficas del más diverso carácter. Desde los comienzos de la Edad Media hasta bien entrado el Renacimiento, las doctrinas metafísico-psicológicas del autor del Fons vitae y las del famoso Comentator se infiltran en la sangre arterial de todos los sistemas vigentes, así teúrgicos, místicos y panteísticos, como escolásticos. De éstos, el escotista, sobre todo, debe a nuestros especuladores árabes y judíos muy buena y especial parte de sus soluciones y atisbos.

Combatiéndolos a sangre y fuego compuso y dio a luz Raimundo Martí su excelente y maciza Pugio fidei, aprovechada por Santo Tomás en su Summa contra gentiles y por Pascal en sus áureos Pensamientos, y el gran Lulio su sistema sintético-realista, una de las estructuraciones ideológicas más valiosas e ingentes de que puede ufanarse el pensamiento, porque en ella se une la gracia de remontarse a las más altas cumbres del abstraer, visible en la tendencia que anima el Ars magna de fundir lo individual y lo genérico en la gnosis científica y lo fenoménico y lo formal en la realidad, con la noble y encendida pasión, que se manifiesta en las Contemplaciones, de «franciscanizar» el mundo y la ciencia envolviendo una y otro en una atmósfera de condensado y ardiente misticismo. No en vano ha sido Lulio objeto de comentarios y de ataques numerosos y vivos por parte de escolásticos y antiescolásticos y ha llegado a merecer que se incluyan en la lista de sus discípulos, o por lo menos deudores doctrinales a hombres como Leibniz, Jordán Bruno y Gassendi. Su personalidad es de pujanza, más que vigorosa, genial, y los genios no inspiran sino adhesiones o enemigas.

Aunque con pena, hay que dejar al margen a nuestros filósofos prerrenacentistas, entre los que se cuentan hombres de tanta notoriedad y valía como Raimundo Sabunde, Pedro Ciruelo e Hispano, el Tostado, Alonso de Cartagena, Francisco Eximenis y Fernando de Córdoba, para dar cabida en este desfile cinematográfico de pensadores españoles a los que, en la aurora y en el cénit de nuestro siglo de oro, representaron con tanta gallardía la mentalidad de la raza.

Sigue siendo lugar común de rezagados y diletantes la creencia de que, según textualmente dicen Frischeisen-Köhler y Willy Moog: «Spanien hat keine eigentliche Renaissance erlebt.» No basta aducir en contra el hecho significativo de que, constituyendo la esencia del Renacimiento la explotación docta de las fuentes grecolatinas de la cultura, nosotros poseyésemos, a la sazón, helenistas y latinistas de la talla gigantesca de Arias Montano, el Brocense, Nebrija, García Barbosa, el Comendador y Páez de Castro, verdadero padre de la filología moderna. No basta hacer notar que de los tres grandes cerebros que en Europa se pusieron al frente del movimiento humanista: Guillermo Budé, Erasmo y Luis Vives, el más vigoroso, abarcador y macizo era el del último; la rutina y la ignorancia de los extraños y el mimetismo mental de los propios continúa sosteniendo y dando aire a la burda e infundadísima especie.

Contra los hechos no valen, sin embargo, argucias ni prejuicios, por seculares que éstos sean. La simple comparación de los pensadores de la época pone de relieve cuan por encima de las otras naciones, sin exceptuar acaso Italia, se había en cultura la España décimoseis y décimosietecentista. Y no es que aquéllos, por su número y actividad, produjesen en ella una efervescencia ideológica más subida de tensión que la existente en otros países; es que eran de valer más positivo. Sin duda que el juicio no cuenta a su favor el refrendado de historiógrafos específicos de nota que, como Wulf, verbigracia, dedican una página corrida a Pedro Ramos, mientras dejan en silencio o citan de pasada a Sepúlveda, Juan Núñez y Gouvea, que valían infinitamente más que aquel mediocrísimo dialéctico, o como el Ueberweg ni siquiera nombran, entre otros muchos dignos de ese honor, a Fox Morcillo, Gélida y Huarte, cuando hasta el más pedestre filosofastro de aldea tiene cabida en su Autorenverzeichnis; pero no siempre son criterio seguro de apreciación valoratoria las clasificaciones oficiales de objetos y personas. Quien, prescindiendo de las que al caso atañen, discurra por sí mismo y, previo análisis de obras y autores, confronte méritos con méritos, llegará a convencerse de que no es tan fácil dar a la sazón en ningún pueblo de Europa con peripatéticos, rígidos o templados, de tanto relieve como Vergara, Victoria, Cardillo de Villalpando, Soto, Cano, Martínez de Brea y, sobre todo, Suárez; ni con platónicos que sobrepujen a Judas Abarbanel, Morcillo, Miguel Servet y Fray Luis de León; ni con naturalistas o psicólogos que anulen o ensombrezcan a Vallés, Sabuco de Nantes, Gómez Pereira y al originalísimo Huarte, que es quien de verdad merece la gloria de que disfruta el canciller Bacon; ni con eclécticos o críticos que se consideren rebajados por figurar a la vera de Francisco Sánchez, Pedro de Valencia y Luis Vives. Cualquiera de ellos, y otros que se podría añadir, son de bastante más estatura mental que Cornelio Agripa y Paracelso y algunos más fantoches, enaltecidos y considerados como figuras de primer orden en muchas historias corrientes de las ideas. Había de contar la filosofía española del tiempo con sólo Vives, a [436] quien Lange ha llamado «el mayor reformador de la filosofía de su época, el precursor de Bacon y Descartes y una de las inteligencias más luminosas del siglo XVI», y con Suárez, de quien dijo Grocio que «es el más penetrante de los filósofos y teólogos» y constituiría ya entre sus homólogas y existentes, anteriores o sucedáneas, una de las más acreedoras a consideración y estima. El propio Wulf afirma, refiriéndose a los que de ella formaban en el sector escolástico, que «eran de talla suficiente para medirse sin mengua con los antiescolásticos coetáneos».

Con todo, la lista de los representantes esclarecidos del pensamiento español en los siglos de referencia no puede juzgarse cerrada con los nombres acabados de aducir. A ellos hay que agregar los muy ilustres y numerosos de nuestros místicos. Para quienes a la mera cita de lo trascendental sienten dislocado el espíritu y demudada la color del rostro, Santa Teresa de Jesús o Fray Luis de León no pasan de la categoría de puros merodeadores de los campos imaginativos. Ellos y los que en su compañía forman la gloriosa escuela mística de nuestro país, la más ponderada y valiosa que en el mundo haya, son, sin embargo, pensadores de alto y sostenido vuelo. Lo serían ya en grado muy subido por las maravillosas intuiciones estéticas de que hacen gala en sus transportes afectuosos al mundo de la Belleza absoluta y por las atrevidas y luminosas excursiones investigadoras que realizan al través de la ontología trascendente o en torno de la «idea ultima»; pero lo son de manera más estricta y profunda por los minuciosos y atinados análisis que llevan a término en el propio yo, así cuando se circunscribe a sus fronteras naturales como cuando se interna en las zonas arcánicas de la realidad suprasensible. Sin evidente injusticia no se les puede negar el mérito extraordinario de haber contribuido como nadie, con esa introspección equilibrada y aguda de la conciencia, a promover en el estudio del hombre la observación psicológica de que hoy nos envanecemos.

Con el siglo XVIII, el espíritu español entra en período de innegable postración desde el punto de vista especulativo. Generalizada la tendencia positiva que el mecanismo cartesiano y el empirismo sensualista hicieron prevalecer en el movimiento de las ideas, la investigación filosófica, que tiene el escarceo metafísico por base, tenía necesariamente que venir muy a menos. No obstante, nombres como los de Martín Martínez, Caramuel, Eximeno, Piquer, Pérez y López, Juan Pablo Forner y Hervás y Panduro, el más glorioso de la filología de la época, bien pueden figurar, sin recomendación alguna, en cualquier catálogo de investigadores filosóficos.

Hasta el siglo XIX, menos rico en ellos que su predecesor, los tiene de significación nada despreciable. Díganlo si no el singularísimo Mata y el casi estrafalario, pero vigoroso y ocurrente, marqués de Seoane, como los beneméritos Mestres, Comellas y Codina y Vilá, amén de Donoso Cortés y del insigne y aun no bien conocido ni apreciado Balmes, que vale por una legión nutrida; aunque el ilustrado traductor y adicionante de la Historia de la Filosofía de Vorländer, Sr. Viqueira, le posponga a Sanz del Río, fundándose, sin duda, más en simpatías doctrinales que en motivaciones objetivas de apreciación.

Como puede inferirse por estas ligerísimas apuntaciones de crítica filosófica, no hay razón alguna, si no es la que ya aducía con el mismo objeto Simón Abril: «no leer lo que los varones antiguos escribieron», para decir que España no tiene ni ha tenido nunca movimiento filosófico verdadero. Una excursión rápida y comparativa al través de las obras escritas por los doctos que aquí se han citado y que podrían multiplicarse aun por número no dígito, bastaría para que los más prevenidos en contra de España concluyesen, con Renán, que «es, en el fondo, una nación tan filosófica como cualquiera otra».

 

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