Revista de las Españas
Madrid, octubre-diciembre de 1930
año V, número 50-52
páginas 503-505

José María Salaverría

El castellano en América

Por temporadas, y obedeciendo a no se sabe qué necesidades de polémica obligatoria, suele suscitarse en Buenos Aires la cuestión del habla argentina. Cómo debe hablarse el castellano en el país; si se debe hablar en castellano o en algún otro lenguaje substitutivo; si no es hora ya de que a la jerga de los arrabales porteños se le atribuya el título de idioma nacional, &c., &c. Sobre este que llamaríamos problema filológico pintoresco, existe una literatura copiosa, y yo mismo, en mis diferentes permanencias en la Argentina, he podido conocer bastantes textos de esta literatura y asistir como espectador a varios episodios de la célebre polémica.

No diré que la cuestión absorba mi mente en una forma exagerada; pero, al fin, uno tiene que preocuparse por el idioma que habla y ama, y así confesaré que una de mis primeras indagaciones, tan pronto como pisé el suelo de Buenos Aires, fue destinada a averiguar si, en efecto, en la Argentina se usa un lenguaje diferente del castellano. En seguida pude comprobar que las personas que nacieron en el país y han recibido una seria educación escolar y universitaria, hablaban un castellano correcto y corriente, tan corriente y correcto como para algunas provincias de España desearíamos. Después examiné los diarios, y no sin sorpresa pude descubrir que los buenos periódicos de Buenos Aires aparecen redactados en un castellano, perfectamente correcto, tan correcto como puede ser el de los periódicos de Madrid. Todavía ofreció mejores resultados mi indagación en este respecto, porque observé que no había ocurrido un descenso en la dignidad idiomática de los diarios, sino un aumento positivo y visible.

Actualmente, los diarios de Buenos Aires están escritos más «castellanamente» que hace quince años. Por lo mismo que la cultura y la educación han crecido en el país en los últimos quince años de notable manera.

Alguien podría presentarme ejemplos al revés. Cierto. Hay numerosas gentes que maltratan el castellano al hablar, y otras muchas que lo maltratan al escribirlo con pretensiones literarias. Pero esto no se logrará evitar mientras los trasatlánticos lleven inmigrantes extranjeros que, prevaliéndose de la amplísima libertad que les otorga el país se arriesgan a escribir en un idioma que no conocen sino por la superficie. Si se pretende elevar esta especie de caricatura de idioma a la categoría de «idioma argentino», no vale la pena, realmente, de seguir tratando la cuestión. Pues, claro está, el mal lenguaje de los malos escritores en ningún país se ha tomado nunca en cuenta. Es el idioma que usan los Larreta, los Lugones, los Ricardo Rojas, los Capdevila, los Gálvez, el que naturalmente ha de considerarse. Y este idioma se me figura a mí que no se diferencia nada del que usamos en España los literatos modernos.

Ya sé que existe un vocabulario local. Pero estas voces locales existen en todas las naciones, incluso dentro de cada nación. Me imagino que el originario de Jujuy que se traslada a Buenos Aires ha de verse obligado a acomodarse al nuevo vocabulario, a los nuevos giros, al nuevo acento de la metrópoli. De igual modo el hombre de Burgos que se traslada a Sevilla, tiene que habituarse a la terminología y el acento andaluces. En Francia, las diferencias provinciales se acusan más que en España, y no hablemos de Italia, donde los dialectalismos embargan toda la nación. Si vamos a Inglaterra, sabemos que en el propio Londres se hablan dos idiomas distintos, el inglés de la plebe y el inglés de las gentes educadas.

Y nadie ignora que la plebe de París hace con el francés toda suerte de maniobras chulescas, contracciones violentas, modos de pronunciación difíciles, [504] interpolación de vocablos pintorescos, hasta crear verdaderamente un idioma distinto del francés que todos conocemos. Pero en Francia no se le ha ocurrido a nadie el conceder a esa jerga plebeya la categoría de idioma, como algunos en Buenos Aires han llegado a querer hacer con el habla de la plebe porteña. Un país culto se significa precisamente por eso: pone a salvo el habla de las gentes educadas contra la invasión del lenguaje de las multitudes groseras, sirviéndose para ello de las escuelas, las bibliotecas, las gramáticas, los diccionarios.

Y al nombrar los diccionarios me acuerdo de aquel valeroso joven argentino que peroraba y decía: «¿De qué sirve el Diccionario de la Lengua española? ¿Hay nada tan estéril como un diccionario? ¿No veis ahí, en un diccionario de esos, enterrados no sé cuántos miles de palabras muertas?»... ¡Cáspita! Pues ese es el gran dolor nuestro. Que permanezcan enterrados todos esos miles de palabras en el diccionario, sin que nosotros podamos reavivarlas. Porque esas palabras no están ni enterradas ni muertas; están simplemente clasificadas y ordenadas para que nosotros las rehabilitemos más fácilmente. Somos nosotros quienes las enterramos. Cuando un genio del idioma interviene (Quevedo, Gracián), el diccionario se agita con un gran temblor de vida: en cambio el escritor mediocre no acierta a infundir vitalidad más que a unos pocos cientos de palabras, pareciéndole que el resto del diccionario es una cosa muerta.

Y ya que hemos mentado un curioso género de ilusión, vamos a referirnos a otra ilusión no menos curiosa y que me atrevo a proponer a las personas discretas como un tema interesante. Sabido es que entre los argumentos de los que hablan de una real división entre el castellano de España y el de la Argentina, hay uno que se refiere a la vitalidad, a la juventud, a la acción progresiva y transformadora. Según estos argumentadores, el idioma en España se ha hecho viejo, está paralizado o estancado, en tanto que en la Argentina el idioma se renueva con un presuroso ímpetu juvenil. Pues bien, yo me decido a declarar que las cosas ocurren precisamente todo al revés.

El español ilustrado que llega a la Argentina, recibe una impresión de asombro cuando oye decir a las personas educadas «fierro», «foja», que es como en el siglo XVI se decía en España, pero que hoy, ni entre los campesinos, dice nadie. Este modo de pronunciación se muestra como un real testimonio de que el lenguaje en la Argentina tiende al estancamiento, poseído de una especie de pereza. La conversión de la f en h muda se había consumado en España hace mucho tiempo, antes del rompimiento de la revolución de Mayo; el fenómeno se impuso también en la Argentina, pero la permanencia de esos dos modos de decir, que acabamos de citar, indica que el castellano de la Argentina se resiste al cambio absoluto y mantiene todavía algunos resabios de ranciedad por un efecto de pereza tradicionalista.

Igual impresión extraña produce el voseo. Un español culto, habituado a la lectura de los clásicos, oyendo a las personas distinguidas de Buenos Aires emplear el vos, imagínase transportado a un tiempo remoto y teme que en cualquier instante han de aparecer unos hombres vestidos con ropajes del siglo XVI. Escritores como Santa Teresa usan el voseo con relativa frecuencia, y digo Santa Teresa, porque la divina escritora ya se sabe que cuidaba muy poco del aliño literario y escribía con el mismo tono con que hablaba a sus monjitas y servidores. El voseo, como forma corrompida del vos hidalguesco, servía a la plebe como substituto del tú, y en aquellos tiempos lo empleaban las personas distinguidas solamente en familia y en la intimidad. Era un tratamiento de confianza que se procuraba evitar en la conversación entre gentes educadas. Es lo que ocurre ahora mismo en países como el Perú y Colombia, donde también existe el voseo.

El cual, como viva expresión de un popularismo actuante, es un buen ejemplo de la tendencia tradicionalista y conservadora que tiene el castellano en la Argentina. El voseo fue superado en España por las nuevas necesidades de la vida culta, por la natural evolución del idioma hacia maneras más precisas y ordenadas. Las sociedades de tipo moderno procuran, sobre todo, una separación firme de la cultura y el popularismo, lo que no ocurría en los siglos pasados, cuando el idioma se hallaba en trance de viva actividad. Hoy se trabaja por hacer que lleguen al fondo del pueblo las formas esmeradas del lenguaje, extirpando en lo posible los popularismos, y en realidad no es otro el sentido y el verdadero fin de la ilustración moderna, esto es, la universalización democrática de la cultura en dirección de arriba a abajo.

El popularismo, ejemplo evidente de la ranciedad estancada y conservadora, se manifiesta igualmente en esa pintoresca y sorprendente pronunciación argentina que hace decir a los propios doctores y a las señoritas más elegantes: «rumbiar», «ladiado». «tiatro», «galopiar», &c., &c. Es claro que nada tiene de asombroso que en un país se mantengan extraños modos de pronunciación; en Andalucía existe una pronunciación autónoma, caprichosa, lo que no impide que el castellano de los andaluces sea orgánicamente de una gran pureza y uno de los más [505] ricos de la Península. Por los cuentos y artículos costumbristas de la región de Salta que yo he podido leer, se ve que allí, como en el Perú y en los otros antiguos virreinatos, la plebe campesina habla con curiosas contracciones y desvirtuando la regularidad de muchas palabras; pero ese castellano arribeño, igual que el de Andalucía, mantiene por dentro una estructura de una honda y rica pureza castellana. Regiones así, equivalen a providenciales canteras en que el hombre ilustrado puede extraer los materiales más varios y mejores, siempre que evite la ingenua y fatal tentación de quedarse apresado por el popularismo. Conviene oír hablar al cortijero andaluz y al gaucho, pero a condición de no hablar ni menos pronunciar como ellos.

Es lo que sucede con la literatura de ciertos autores. Los clásicos sirven, además del recreo espiritual que nos regalan, como gimnasia y como esgrima. Manejan el idioma con una soltura, con una majestad, con una grandilocuencia, con una malicia, con un énfasis, con una impensada agilidad inagotable, y leerlos bien significa lo mismo que ir enriqueciendo los materiales de nuestro oficio para hablar y escribir. Nos revelan las infinitas posibilidades que se ocultan en la esgrima del idioma, pues no es otra cosa que una esgrima este arte del bien escribir, y así el hablista, como el esgrimidor, acaba por sentir que el idioma se le hace flexible, dócil y numeroso bajo el imperio de la mente. También a condición, es claro, de no hablar lo mismo que los modelos clasicistas.

Esta opinión que acabo de enunciar, de que el castellano de la Argentina es más viejo y conservador que el de España, no dudo que ha de sorprender a muchas personas que creen que el estilo, por ejemplo, del novelista Pereda, sigue siendo hoy el habitual entre los españoles. Sobre todo tienen que asombrarse aquéllos que leen casi exclusivamente obras francesas, y que de tanto leer en francés concluyen por emplear un castellano que ni es castellano ni es francés. Encantados de esa especie de idioma que se han construido, llegan a figurarse que ese es, efectivamente, el «idioma argentino» verdadero y real. Les suena a cosa diferente, y no hay más, en definitiva, sino que de puro amontonar galicismos, el lenguaje se les convierte en algo como un esperanto.

El uso de los barbarismos es una faena demasiado seria que no se ha hecho para todos. La incorporación de una palabra extranjera puede ser un gran beneficio para un idioma culto, y a nadie, ni en España, ni en América, se le ocurrirá protestar contra la plena admisión de vocablos que definen conceptos o ideas de nueva creación. Lo terrible suele ser cuando la ignorancia, asistida por una irresponsable arrogancia, mete en el idioma vocablos perfectamente innecesarios. Hay quien se harta de decir minarete y miraje, sencillamente porque en el colegio se olvidaron de advertirle que ya existían las bellas y auténticas palabras de alminar y espejismo. O esos otros que al hablar o al escribir titubean, hacen un esfuerzo de memoria para hallar el término castellano que exprese su idea, y al último, desesperados por la «pobreza del idioma», como ellos dicen, recurren a la palabra «fané». Si hubieran hecho sus estudios con mayor rigor, sabrían que para expresar esa idea existen en castellano diversas, insinuantes, bellas y sugeridoras palabras, como ajado, marchito, mustio.

Pero cortemos un estudio que sería interminable. Cortémoslo con la convicción de que, puesto que la naturaleza nos ha unido en el mismo idioma, el deber y el propio interés (sin contar el amor) nos invitan a que todos, mancomunadamente, trabajemos por el decoro y el éxito de un lenguaje en el que se han dicho cosas de tanta sublimidad y belleza.

 

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