Revista Contemporánea
Madrid, 30 de enero de 1879
año V, número 76
tomo XIX, volumen II, páginas 162-181

Manuel de la Revilla

La emancipación de la mujer

(Continuación.)

VI

Demostrada, mediante el estudio de la naturaleza femenina, la imposibilidad de que el destino social de la mujer sea el mismo que el del hombre, fácil es comprender la razón en que se funda la diferencia de derechos civiles y políticos que existe entre ambos sexos. Hay, con efecto, ciertas limitaciones y trabas en los derechos civiles de la mujer, cuya razón de ser se formula gráficamente en un adagio jurídico, diciendo que los varones son de mejor condición en lo que toca a su dignidad, y las hembras en todo aquello en que les excusa la debilidad de su sexo. Todas estas limitaciones se fundan; por tanto, en la flaqueza de la mujer y tienden, ora a privarle de una representación y autoridad que en muchos casos no puede tener, ora a ponerla al abrigo de abusos y engaños de que pudiera ser víctima, ora a precaver los errores y desaciertos que cometería en no pocas ocasiones, si no estuviese limitada su acción. A esto responde la necesidad en que se halla la mujer casada de obtener autorización de su marido para hacer cosas que pudieran perjudicar a la sociedad conyugal, como administrar sus bienes o los [163] de su esposo, repudiar una herencia o aceptarla sin beneficio de inventario, celebrar contratos, separarse de los ya celebrados, cuasi contraer, comparecer en juicio y otros actos semejantes. Por eso también la ley hace al esposo administrador de la dote, de las arras y de los gananciales, disposiciones todas que colocan a la mujer en una especie de minoría, harto justificada por su propia naturaleza.

Los partidarios de la emancipación femenina, no sólo querrían derogar estas disposiciones legales, sino conceder a la mujer los derechos políticos que el hombre disfruta. Lo que acerca de la naturaleza y destino social de la mujer dejamos dicho, es suficiente para mostrar todo lo que hay de absurdo en semejante pretensión. La vida política es incompatible con el destino de la mujer. Exterior, agitada y ruidosa, mal se aviene con los quehaceres del hogar y el cuidado de los hijos. Fecunda en violentas pasiones, ocasionada a sangrientos lances, exigiendo del que a ella se dedica actividad incesante, enérgico carácter y valor personal a toda prueba, no es la más propia de un ser pasivo, tímido y débil como la mujer. Pronto borraría del alma de ésta los tesoros de delicadeza, sensibilidad y ternura que encierra, para sustituirlos con insaciables ambiciones, pasiones violentísimas y varoniles rasgos de energía que no cuadran a su carácter. Alejada del hogar doméstico, apartada del cuidado de sus hijos, la mujer política invertiría cábalas, intrigas, batallas parlamentarias y conspiraciones, el tiempo que debe dedicar a los goces del amor y de la familia. En esa abrasada atmósfera de la vida pública desaparecen su pudor y sus encantos; su alma se corrompería, su virtud correría gravísimos peligros y al ser ideal que hoy adoramos reemplazaría un ente monstruoso que sólo inspiraría aversión y desprecio. No se hicieron para agenciar votos, seducir electores, amañar intrigas, forjar cabildeos, perorar en congresos y clubs, o empuñar el fusil revolucionario, las que nacieron para ser el encanto de la vida.

Por otra parte, la concesión de derechos políticos a la mujer llevaría consigo su acceso a los cargos públicos, cuya imposibilidad e inconveniencia dejamos ya demostrada. La mujer electora supone la mujer diputado, y ésta bien puede [164] convertirse en ministro o presidente de las Cámaras, cosa absurda que basta enunciar para promover la risa de toda persona sensata. ¡Buenas andarían la casa y la familia de la ministra de Estado o de la Gobernación! Y no se diga que las mujeres han sido reinas y han solido desempeñar con acierto este cargo, porque las pocas que en él se han distinguido, o estuvieron rodeadas de diestros consejeros, o no tuvieron de mujeres más que la figura.

Nada ganaría, además, la vida política con que en ella entraran las mujeres. Su inquieta fantasía, su extremada sensibilidad, la flaqueza de su carácter, la enfermiza debilidad de su organismo, su incapacidad para elevarse a ideas generales y conceptos abstractos, su afición a detalles y pequeñeces, su amor a la chismografía y a la intriga, la habitual estrechez de sus miras y aspiraciones, su vanidad pueril y mezquina, son malas condiciones para regir los destinos de los pueblos. El carácter conservador y estadizo de su espíritu, su apego a las tradiciones, su aversión a los cambios y reformas, su fanatismo religioso, la facilidad con que se rinden a la voluntad de un marido, de un amante o de un confesor, les harían ser elementos, a la vez reaccionarios y perturbadores, de la política. Mal conocen sus intereses los cándidos liberales que piden para ellas el derecho de sufragio. Pronto el entronizamiento de la reacción más desenfrenada les haría conocer la torpeza cometida al poner en manos del más retrógrado y oscurantista de los sexos la dirección de la vida pública.

Es evidente, por otra parte, que siendo correlativos los deberes y los derechos, no se puede conceder en justicia el sufragio al que está exento de los deberes para con su patria. Si la mujer ha de ser elector es fuerza que sea soldado, y no hay que encarecer lo absurdo e imposible de proposición semejante.

En Inglaterra –donde el sufragio femenino tiene ardientes y activos partidarios–, se alega en favor de esta reforma un argumento que tiene cierta fuerza. Dícese que, correspondiendo a la Representación nacional la imposición y reparto de las cargas públicas, no puede en justicia negarse a la mujer soltera o viuda que es industrial, comerciante o propietaria, el [165] derecho de intervenir en la elección de los diputados que han de votar los presupuestos. El argumento no deja de ser atendible en este caso concreto; pero no desvanece las graves dificultades que dejamos expuestas. Podría, sin embargo, por privilegio singular, otorgarse el derecho electoral a las mujeres que se hallaren en tales circunstancias; pero sin concederlas el de ser elegibles, que es el inconveniente mayor que ofrece el sufragio femenino.

VII

Si las cuestiones relativas a la desigualdad que existe entre el hombre y la mujer se resuelven fácilmente cuando a la educación y destino social de ambos sexos se refieren, no sucede otro tanto cuando se plantean en el terreno de la moral. Con efecto, surge aquí una contradicción extraña entre las leyes morales que proclama la razón y las que la sociedad ha establecido, pues al paso que la razón enseña que el deber moral se impone igualmente a hombres y mujeres, la experiencia nos dice que la sociedad ha establecido una moral distinta para cada sexo.

No entraremos aquí en el examen filosófico de lo que sea la moral en abstracto. Prescindiendo de toda indagación metafísica sobre el origen y fundamento de la moral, bástanos afirmarla como una realidad que no es lícito desconocer. Sea la ley moral mandato supremo de un Ser superior al mundo, producto de la conciencia social que para provecho de todos la ha establecido, desenvolvimiento de un instinto innato convertido en ley de vida por la conciencia reflexiva o ley ineludible de nuestra naturaleza, nacida en nosotros e impuesta al espíritu como las leyes fisiológicas se imponen al cuerpo, –es lo cierto que en nosotros hallamos una conciencia moral que distingue el bien del mal, nos señala el primero como único fin legítimo de nuestros actos, nos dice que estamos obligados a cumplirlo, y nos castiga con su desaprobación cuando así no lo hacemos. [166] Que esta conciencia está sometida a la misma ley de evolución y desarrollo que nuestras restantes facultades, y que, por tanto, alcanza mayor o menor claridad y perfección, según el grado de desenvolvimiento de cada individuo; que, distinguiendo constantemente lo bueno de lo malo, con frecuencia se equivoca en la apreciación determinada de ambos elementos, y yerra entonces y produce el mal, aunque con recta intención; que multitud de causas perturbadoras de todo género la oscurecen en ciertos casos y en ocasiones impiden, no ya su desarrollo, sino su aparición en el individuo, son cosas evidentes, pero que no destruyen la afirmación de que la conciencia moral, la ley moral, la noción del deber y del bien son realidades en la naturaleza humana que se imponen a ésta, cualquiera que sea su origen y fundamento. La moral, en tal sentido, es universal, y sólo adquiere el carácter de particular y varía cuando desciende a concretar y determinar los conceptos fundamentales que la constituyen. De pueblo a pueblo, de siglo a siglo, de individuo a individuo varía la apreciación de lo que es bueno o malo, y en esto se funda la variedad de la moral histórica, de suyo relativa; pero la noción de bien y de mal, de deber y de ley, existe igualmente en todos los hombres, exceptuando los que se hallan en ínfimos grados de desarrollo, o no disponen del pleno uso de sus facultades, o por causas históricas tienen atrofiada la conciencia y aniquilada la libertad. De aquí se infiere con toda evidencia que las leyes morales, como las físicas, son comunes a los dos sexos, y que si la desigualdad que entre ellos existe les señala distintos destinos, esto no obsta para que la igualdad fundamental que a esta desigualdad acompaña les imponga idénticos deberes, salvo en ciertos casos en que esta igualdad de deberes no existe, por causa de la desigualdad de destinos, como acontece, por ejemplo, con el deber de defender la patria con las armas, que nunca se impone al sexo débil.

En teoría, estas doctrinas están universalmente aceptadas, pero en la práctica no sucede así. La moral social desmiente en un punto concreto a la moral natural. Las costumbres y las leyes establecen diferencias entre los sexos que la teoría moral no reconoce. La opinión pública, al juzgar en ciertas materias [167] a hombres y mujeres, difiere notablemente en la aplicación de sus fallos cuando de uno u otro sexo se trata, y crea de este modo una especie de moral consuetudinaria, que es la que en la práctica prevalece, a despecho de la moral teórica que, consignada en las enseñanzas religiosas y en las producciones de los moralistas, queda en rigor reducida a la condición de letra muerta.

Así, la moral teórica condena con igual severidad el amor ilegítimo, el libertinaje y el adulterio en el hombre y en la mujer, y la sociedad concede al primero en tales materias una benevolencia tan grande como lo es la severidad con que juzga a la segunda. La moral teórica afirma, con razón, que el honor reside exclusivamente en el individuo y sólo por faltas de éste se mancha, y la sociedad hace depositaria a la mujer del honor de sus padres y de su esposo, y a éstos considera deshonrados por las liviandades de aquélla. La moral teórica exige al hombre como a la mujer absoluta pureza de costumbres, y la sociedad mira con mofa o menosprecio al hombre que llega al matrimonio limpio de toda mancha; hasta tal punto, que este temor a la opinión engendra una hipocresía del libertinaje menos concebible que la de la virtud. Ahora bien: esta contradicción notoria entre la sociedad y la moral, ¿se debe únicamente a absurdas preocupaciones o tiene algún fundamento en la naturaleza misma de las cosas?

A nuestro juicio, prodúcese aquí una de esas antinomias que aseguran al mal perenne dominación en el mundo. La sociedad está constituida de tal suerte que la ley de la naturaleza y la ley moral son incompatibles en más de un caso. La ley moral exige al hombre la castidad y la ley natural la satisfacción de su instinto reproductor; e impidiendo la organización social que la aparición de este instinto coincide con la posibilidad de fundar una familia, se hace inevitable en el individuo la infracción de la ley moral. ¿Cómo puede la sociedad exigir al hombre deberes para cuyo cumplimiento no le presta condiciones? Si por una parte pone todo género de trabas al matrimonio de los jóvenes, ¿cómo ha de condenarlos porque cedan al inevitable impulso de la naturaleza? No es extraño, por tanto, que reconociéndose cómplice, por no [168] decir autora, de sus extravíos, los ampare bajo el manto de su indulgencia. Si los condenara, se condenaría a sí misma y nada tendría que oponer a los que le preguntasen por qué les cerraba el camino del bien, abriéndoles el del mal, y censurándolos por faltas que a la mala organización social son debidas.

Y, sin embargo, la sociedad, tan benévola con el hombre que peca, es dura con la mujer que a las pretensiones de éste se rinde. Esto es a la vez una injusticia y una contradicción por una parte, y un juicio bien fundado por otra. Veamos cómo se explica esta, que a primera vista parece paradoja.

Hay de fundado en esta preocupación social el hecho de que el instinto reproductor es en la mujer menos apremiante e imperioso que en el hombre, y está en ella contenido por otro instinto que en el hombre es rudimentario: el del pudor. La naturaleza y la moral, difíciles de concertar en el varón, se concilian mejor en la mujer, y no es mucho que a ésta se exija una virtud, más fácil de practicar por ella que por el sexo contrario.

Por otra parte, la mujer representa para nosotros el elemento ideal y bello de la vida, y nos repugna verla revolcándose en el fango de la sensualidad. Los instintos y goces sensuales, torpes y groseros por naturaleza, pueden admitirse en el hombre que distinguiéndose por su fuerza y energía, tiene siempre algo de brutal que se aviene con apetitos semejantes. Activo, impetuoso, resuelto y emprendedor el hombre, débil y pasiva la mujer, parecen nacidos, el primero para el ataque, la segunda para la defensa, y tanto como nos choca el hombre tímido, nos atrae con invencible impulso la resistencia que opone a nuestros instintos el pudor de la mujer. En ella depositamos, como en augusto santuario, todas las virtudes y perfecciones de que nosotros carecemos; de ella hacemos la personificación bellísima de la pureza y del bien; y si al exigirla tanto, y al hombre tan poco, parece que establecemos desigualdad irritante, harto compensada queda por la aureola con que circundamos la frente pura de la mujer honrada y por el respetuoso culto y sincera admiración que la rendimos.

Hay, además, en pro de esta manera de juzgar, una razón [169] en que se fijan poco (quizá por no comprenderla) las mujeres. La mujer –digámoslo en honra suya–, por regla general no entrega su cuerpo sino a aquel a quien ya ha entregado el alma. O lo que es lo mismo, salvo casos verdaderamente teratológicos, la mujer siempre cae arrastrada por el amor. En el hombre no sucede otro tanto; en sus relaciones sexuales, establece con la mayor facilidad una separación completa entre lo espiritual y lo corpóreo, y de que tenga relaciones ilícitas con una mujer, no se sigue necesariamente que la ame. Así se explica que el hombre exija inmaculada pureza en la mujer a quien se une en matrimonio, y la mujer no tenga iguales exigencias. Es porque el hombre sabe perfectamente que en la mujer la pérdida de la virginidad del cuerpo lleva consigo la de la del alma, al paso que en él es posible hallar un cuerpo manchado y un corazón virgen; es porque la mujer puede poseer el primer amor de un hombre, por libertino que haya sido, y el hombre nunca puede pensar otro tanto de la que a otros se entregó.

Hartmann, en su Filosofía de lo inconsciente, observa con razón que el instinto del hombre es favorable a la poligamia, y a la monogamia el de la mujer. Así es, en efecto, y por eso también es más culpable la mujer liviana, que se aparta del instinto de su sexo, que el hombre libertino, que al suyo se abandona. La mujer, además, al ser frágil, deja de cumplir la única misión que le impuso la naturaleza, que es fundar una familia, cosa que ella no puede crear fuera del matrimonio. La familia no se funda sin el padre, que es su cabeza y jefe natural. Un hombre soltero puede fundarla con frutos de uniones ilegítimas, que llevan su nombre sin avergonzarse, como él los reconoce sin escrúpulo. Una mujer soltera no puede hacer esto en el actual estado de la sociedad; y aunque desapareciese de las costumbres la aversión que su falta inspira, jamás sería concebible una familia creada únicamente por una mujer, porque le faltaría la base capital de toda familia, que es la suprema autoridad del padre.

No es, pues, fruto exclusivo de una preocupación absurda el riguroso fallo que la moral social dicta contra la mujer que cae y que tanto contrasta con la benevolencia que al hombre otorga. [170] Hay en este fallo un reconocimiento tácito de la diversidad de naturalezas que entre el hombre y la mujer existe y que impone a ésta mayores trabas que a aquél. Hay, sobre todo, la conciencia de una necesidad social ineludible: la de que la mujer se destine únicamente a la vida conyugal y posea todas las condiciones que esta vida requiere, harto distintas de las que se exigen en el hombre. Esta legislación social, nacida de la opinión y de la costumbre más que de la ley, podrá contradecir las leyes de la moral teórica, pero es la que mejor se adapta a la realidad de las cosas, y, sobre todo la única posible en la actual organización de la sociedad.

Hay, sin embargo, algo de exagerado, y aun de falso, en estos fallos, que les hace tomar a veces el carácter de una verdadera preocupación. Cuando la mujer se entrega al hombre, dominada por una pasión irresistible y fascinada por las artes de su seductor, la sociedad debiera ser más rigurosa con éste que con su víctima, y tener en cuenta que la pasión es circunstancia atenuante del pecado. Condénese duramente a la mujer que sólo cede al interés o al apetito; pero no se desprecie y deshonre a la seducida y se otorguen aplausos al seductor.

Preocupación absurda es también la que, olvidando que el honor sólo reside en la persona, considera deshonrada a la familia de la mujer que falta, como si la propia honra estuviese depositada en manos ajenas, y al individuo deshonrasen faltas que no comete. Esta ley de solidaridad entre los individuos de una familia, que les hace copartícipes de la gloria o de la vergüenza de cualquiera de ellos, es uno de los mayores absurdos que imaginarse pueden. A nadie deshonran más que sus propias faltas, como a nadie glorifican los méritos ajenos. Por iguales razones, es injusticia notoria considerar deshonrados a los hijos de uniones ilegítimas, echando mancha infame sobre el inocente que no eligió su cuna y nada tiene que ver con los pecados de sus padres.

De lo dicho se deduce, por tanto, que esta desigualdad en el juicio que a la opinión merecen las faltas de los hombres y las de las mujeres, no es una mera preocupación, como algunos piensan, y que lo único que en esto merece censura, es la falsa idea del honor, que hace mirar como deshonrados a los [171] hijos y parientes de la mujer que cae, y la culpable benevolencia que se concede a los seductores, dignos, sin duda, de la reprobación más enérgica y de los más severos castigos de la ley, cualquiera que sea la condición de la seducida; pues no hay nada más odioso y abominable que la distinción de castas que en esta materia suele establecerse, condenando como pecado enorme la seducción de una mujer de clase distinguida, y mirando como lícito entretenimiento o disculpable travesura la deshonra de la mujer del pueblo, considerada como carne de cañón y entregada sin piedad a la lujuria de los ricos por una sociedad sin entrañas ni conciencia.

VIII

Una de las cosas en que con mayor empeño insisten los defensores de la nivelación de los sexos es la cuestión del adulterio. La ley, la opinión y la costumbre, en todos los pueblos y todas las épocas, han considerado de muy diferente manera el adulterio del hombre y el de la mujer, mirando al primero con cierta relativa indulgencia y reservando para el segundo todas las censuras y todos los castigos. Y sin embargo (dicen no pocos moralistas), la falta es igual en ambos casos, y no hay nada más absurdo e irritante que esta desigualdad en los fallos de la opinión y de la ley.

Juzgando con el criterio de la moral teórica que sólo atiende a la intención y moralidad subjetiva de los actos, la verdad de esta afirmación es evidente. El esposo adúltero es tan culpable como la esposa. Ambos al pecar infringen los mismos deberes y faltan a los mismos juramentos. El engaño, la perfidia, la traición, el abuso de confianza es igual en ambos casos, y dentro de este criterio es indudable que ambos esposos merecen idéntica censura. Pero si antes de juzgar examinamos el acto culpable en toda su complejidad y en todas sus consecuencias, fuerza será reconocer que hay mucho de justo y de fundado en ese fallo que tanto escandaliza. [172]

Al tratar del adulterio nos fijamos únicamente en los esposos y prescindimos de los amantes. Toda reprobación es poca para éstos. El hombre o la mujer que perturban y deshonran el hogar ajeno merecen las mayores censuras, y nunca será bastante execrada la criminal indulgencia con que la sociedad los mira, sobre todo al primero. La mofa y el deshonor que con irritante injusticia recaen sobre el marido engañado debieran recaer enteras sobre el infame libertino que burlando el sagrado del hogar, abusando no pocas veces de la amistad y penetrando como ladrón en la casa ajena para deshonrarla, es mil veces peor que los más torpes criminales. Y otro tanto puede decirse de la mujer que se hace cómplice del marido adúltero, si bien la falta de ésta es menos grave, por ser menos fecunda en consecuencias, y porque rara vez, para cometerla, penetra en el hogar y abusa de la confianza. Por eso para esta mujer basta como castigo la reprobación que generalmente obtiene su conducta, aunque, a decir verdad, debiera ser mayor de lo que es. Para el amante adúltero debiera ser esta reprobación mucho más enérgica e ir acompañada de los rigores del Código Penal, porque el ladrón de honras no es menos culpable que el que nos priva de riquezas.

Reduciendo, pues, la cuestión a los esposos, veamos si es tan injusto como se dice el fallo de la opinión y de la ley. A nuestro juicio, sólo hay en este punto una cosa injusta y absurda, una verdadera preocupación que antes hemos rechazado bajo otro concepto. Tal es la opinión de que al marido deshonra la liviandad de su mujer. Las mismas razones que nos movieron a condenar esta enormidad, al tratar de la falta de la soltera, nos impelen a condenarla en este caso. ¡No!, la honra no puede entregarse a la flaca voluntad de una mujer; la honra no reside en otra persona que en el honrado y sólo se pierde por las propias acciones. El marido engañado no pierde su honor, ni puede perder la estimación de las gentes, ni es acreedor a mofa y escarnio porque su mujer le haga víctima de un engaño infame. No hay razón alguna para suponer que la honra del marido está en manos de la mujer, y la de ésta no se halla en manos del marido; de tal suerte que el adulterio del esposo no deshonra a la esposa, y en vez de [173] hacerla objeto de escarnio la hace objeto de compasión, sucediendo todo lo contrario si el engañado es el marido. Es ésta una de esas preocupaciones que no tienen excusa ni explicación posible, y contra las cuales no pueden menos de rebelarse los corazones honrados.

Y sin embargo, tal es la fuerza de la opinión que, por despreocupado que el hombre sea, no puede menos de rendirse a su imperio. En vano será que el esposo ultrajado comprenda que las faltas de su mujer no pueden deshonrarle; la sociedad sostiene lo contrario, y como deshonrado ha de considerarse, mal que le pese. Y como la sociedad no le da otro medio de lavar las manchas de su honra que el derramamiento de sangre, mientras tales preocupaciones no desaparezcan, o el divorcio abra camino para reparar en lo posible las consecuencias del adulterio y desatar un lazo que rompió el pecado, el esposo digno y honrado no podrá menos de empuñar el arma homicida que la ley de un falso honor y el fallo injusto de una sociedad equivocada ponen en sus manos, y lavar con ella las supuestas manchas de su honra. Por eso la catástrofe de El Nudo gordiano será la solución única del problema del adulterio, en tanto que no varíe la actual organización del matrimonio y no desaparezcan las preocupaciones que dominan en la sociedad. Vano será decir que esta solución es inhumana, antiliberal y bárbara. Todo eso es cierto; pero no hay otra en los momentos actuales, y de ello debe culparse, no al esposo homicida, sino a la sociedad que le obliga a serlo, so pena de la pérdida de su honor. Mientras éste sea, como lo es hoy, quizá la única base de la moral; mientras la sociedad no reconozca que el honor del hombre no es depósito que la mujer guarda, esta solución será fatalmente necesaria y sólo ella dejará al esposo en el lugar que le corresponde. Establézcase el divorcio; rómpase de derecho un lazo que de hecho está roto ya; despójese a la esposa culpable del apellido honrado que profana, y entonces el marido homicida no tendrá disculpa, y merecerá el rigor de la opinión y de la ley.

Esta doctrina acerca del honor es, pues, lo que hay de preocupación en las opiniones reinantes sobre el adulterio. El resto de ellas es perfectamente racional, por más que digan [174] los que afirman que el hombre ha aplicado a la mujer adúltera lo que el vulgo llama la ley del embudo. Analicemos, en prueba de ello, el adulterio en el hombre y en la mujer.

Hay en el adulterio, en primer lugar, la infracción de una ley moral y social, a cuyo cumplimiento se han comprometido por mutua y solemne promesa los esposos. Es, por lo tanto, una traición y un perjurio; y es, además, engaño y abuso de confianza, por cuanto el cónyuge culpable falta a sus deberes sin que lo sepa su compañero y haciendo creer a éste en la existencia de una fidelidad mentida. De estos delitos son igualmente culpables la mujer y el marido, y su responsabilidad es la misma, por lo tanto, a los ojos de la moral abstracta, que sólo atiende a la intención, a la cualidad interna de los actos.

Pero esto no obsta para que, bien examinado el asunto, haya en el delito de la mujer circunstancias agravantes en la mayoría de los casos. El adulterio de la mujer siempre supone la pérdida completa del cariño conyugal por razones que antes hemos expuesto. La mujer entrega siempre el alma y el cuerpo a la vez. El hombre, en muchos casos, entrega su cuerpo, guardando íntegra su alma. Cosa frecuente es que un marido, llevado de punible volubilidad, instigado por el ejemplo o arrastrado por malas compañías, se entregue al comercio de fáciles amores, sin perder por esto el amor que siente hacia su mujer, la cual sigue siendo dueña y señora del corazón de su esposo. Con la mujer no sucede así. Su adulterio significa siempre que su alma ya no pertenece a su marido; de lo cual resulta que para éste la deshonra lleva consigo la ruina del amor de que era objeto, siendo, por tanto, doblemente profunda la herida que recibe.

Además, dadas las preocupaciones sociales, la mujer adúltera deshonra a su marido, mancha su nombre y lo pone en ridículo, al paso que el adulterio del esposo no produce tales consecuencias. Depositaria del honor de su marido, la mujer hace traición a este depósito y arroja una mancha sobre su compañero. Su delito es mayor, por consiguiente, y no tiene reparación posible.

En la mayoría de los casos, la mujer agrega a su falta otras [175] no menos graves, que el esposo rara vez comete. Abusando de la confianza del marido, que acoge sin recelo al amante adúltero en su propia casa; profanando con torpes caricias el lecho conyugal; buscando cómplices en sus criados e introduciendo, por tanto, en el hogar la corrupción y el soborno; dando ejemplos escandalosos a sus hijos, y haciendo de su casa lupanar inmundo, la mujer es mil veces más culpable que el esposo, que casi siempre se abstiene de llevar el oprobio y el escándalo al seno de su familia.

Pero lo verdaderamente grave e irreparable del adulterio femenino es las consecuencias que puede producir por lo que a los hijos respecta. Nunca puede el marido introducir en su casa el fruto clandestino de sus amores. La mujer, en cambio, engendra hijos ilegítimos que roban al padre su apellido, su amor y su fortuna y son ladrones de sus propios hermanos, quienes usurpan el cariño y los bienes de su padre. La falsificación de la paternidad, la introducción del fraude, el engaño y el robo en la familia, son crímenes sin nombre de que sólo la adúltera puede ser autora. ¿Cómo, visto esto, cabe igualar el adulterio de la mujer con el del marido? ¿Cómo no se reconoce que esta diversidad en las consecuencias del acto basta para alterar profundamente la cualidad de éste, aunque, bajo el punto de vista de la intención, sea tan digno de censura en el marido como en la esposa?

Por eso la moral social, que al calificar los actos punibles, atiende a sus consecuencias tanto o más que a la intención, no iguala ni puede igualar sin injusticia el adulterio del hombre al de la mujer. Por eso, teniendo en cuenta que en la falta del marido no concurre el sinnúmero de circunstancias agravantes que en la de la mujer, porque el marido, infiel, traidor y perjuro, no es, sin embargo, ladrón de honras, profanador del hogar, ni engendrador de ladrones domésticos, condena el delito en ambos esposos, pero sólo al hombre autoriza para tomar de él sangrienta venganza. Por eso, en el adulterio del hombre ve una grave falta y en el de la mujer un incalificable crimen, y reserva para ella las más enérgicas censuras y los más severos castigos. Queda, pues, probado que esta desigualdad en la apreciación de los extravíos sensuales del hombre y de la [176] mujer, si por una parte se funda en preocupaciones censurables, por otra se apoya en razones poderosas, y no constituye una servidumbre impuesta al sexo débil por la egoísta tiranía del fuerte, sino una ley por muchos conceptos justa y conveniente, fundada en la naturaleza humana y en las necesidades e intereses de la sociedad.

IX

Pesa sobre la mujer una espantosa servidumbre, contra la cual protestan con razón sobrada los partidarios de la emancipación del sexo débil. Esta servidumbre, verdadero tributo de honras, es la prostitución, llaga al parecer irremediable, que acompaña a la civilización desde su cuna y es, por horrible sarcasmo, uno de los fundamentos del orden social.

Fuerza es reconocerlo. En su organización actual; la sociedad exige del bello sexo el tributo anual de un número inmenso de víctimas, que han de ser sacrificadas en los altares del libertinaje. Si este tributo faltara, si el vicio, la miseria, la seducción y el abandono no pusieran a disposición de la sociedad el número de víctimas necesario, es lo cierto que se produciría una perturbación terrible en el orden social, no menos grave que si un día se negasen todos los ciudadanos a prestar el servicio militar.

Henos aquí otra vez enfrente de una de esas pavorosas antinomias que espantan a la razón y a la conciencia y llevan el desesperado pesimismo al ánimo del más creyente. A despecho de las incesantes predicaciones de la moral y de la religión, el instinto reproductor, más poderoso que todas las pasiones juntas, más fuerte que todas las leyes y todos los sistemas, se impone al hombre y exige de él, con impulso irresistible, su inmediata satisfacción. En abierta pugna las ciencias de la naturaleza y las del espíritu, declaran las primeras impulso legítimo y necesidad imperiosa lo que las segundas reputan torpe y grosero pecado; y más fuerte [177] el instinto que la voluntad y la razón, todo lo atropella, todo prescinde y da la razón en el terreno de la práctica a las ciencias de la naturaleza. Con su benévola indulgencia, al menos con su tolerancia, consagran el hecho la opinión pública y la conciencia social, y poco atenta a proporcionar los individuos las condiciones necesarias para anudar temprano los santos lazos del matrimonio, la sociedad contribuye indirectamente a favorecer el libertinaje. Imposibilitada la satisfacción legal de sus instintos, benévola la opinión, muda o indiferente la conciencia, dudosa o remota la amenaza la religión, el individuo, por todas partes incitado y sólo por débiles trabas contenido, lánzase a satisfacer sus apetitos, sin que haya freno que le detenga, pues hasta el pavoroso fantasma del infierno ha sido impotente para lograrlo.

El mal es evidente y contra él se estrella y se estrellará siempre toda previsión humana. Mientras el hombre no se halle en condiciones para contraer desde su primera juventud uniones lícitas, vano e ilusorio será cuanto se intente para pedir el desbordamiento de sus pasiones. Y si esto era imposible cuando le amenazaban la justicia de un Dios y la promesa de un infierno, ¿qué será en estos tiempos de incredulidad en que sólo espera tras de la terrestre vida el sueño eterno de la nada, la absorción en la sustancia infinita o una serie de peregrinaciones de ultratumba, en que no hay falta que no se lave, ni pena que no tenga término?

El único remedio sería la universalización del matrimonio; pero a esto se oponen obstáculos gravísimos. Plantear esta cuestión vale tanto como evocar el siniestro espectro del problema social. ¿Cómo ha de fundar familia el que no tiene posición ni fortuna? ¿Cómo proporcionar ambas cosas al hombre desde la adolescencia? El problema no tiene solución, al menos en las actuales circunstancias, y acaso no lo tenga nunca. El problema, que revela una contradicción flagrante entre la naturaleza y la sociedad por una parte y la moral por otra, es en suma una de las mil fases siniestras del fantasma del mal que se enseñorea del mundo y a todas partes tiende su mano ensangrentada.

Renunciando, pues, a resolverlo (al menos por ahora), [178] resulta claro como la luz que la prostitución es una necesidad social. Si no existiera, cada año arrojaría sobre la sociedad una banda de mozos audaces y desenfrenados que no dejaría con honra a mujer alguna. La prostitución es al modo de compuerta de seguridad, que da fácil salida a estos desbordados apetitos, y atenúa, si no impide, sus estragos. Para que la doncella viva segura y tranquila, y la esposa esté al abrigo de reiterados ataques, es fuerza el sacrificio de una serie de mujeres infelices, destinadas a guardar, a costa de su honra, la de las demás. ¡Necesidad horrible, sacrificio espantable en que no se puede pensar sin estremecimiento, y que todos los días se consuma a la faz impasible de la sociedad!

Esta servidumbre pesa sobre el pueblo. Sus hijos defienden nuestros hogares; sus hijas salvan la honra de las nuestras. En sus filas recluta la prostitución sus adeptos. La miseria, la ignorancia, la codicia, la seducción la acompañan. Con falaz sonrisa, brinda ociosa existencia y espléndidas galas a la infeliz obrera que gana el mezquino sustento con el sudor de su rostro. Presenta el lupanar como único refugio a la criada seducida, y luego abandonada por su señor; a la modista que fió en las promesas del joven elegante y le entregó su honra; a la doncella culpable que su familia arroja del hogar paterno. Aguijoneados por torpe codicia, la madre vende a su hija, el esposo a la esposa, el hermano a la hermana. Los hijos del crimen y de la vagancia, los engendros de la mendicidad y de la prostitución, la legión inmensa y dolorosa de los niños vagabundos engrosan el horrible ejército del vicio, y todas estas miserias revueltas y confundidas en montón informe se arrojan a la voracidad del monstruo social que, en pago de haber asegurado el reposo de los favorecidos de la fortuna, paga a sus víctimas con el insulto primero, con el abandono más tarde, con la cama del hospital después, y por último, con el frío lecho de la fosa común.

¡Contradicción singular! La sociedad considera necesarias a las prostitutas y luego las desprecia. De igual manera crea al verdugo y lo execra después. Es que su conciencia reprueba lo que su organización hace indispensable; es que se asusta de su propia obra; ¡tan horrible y repugnante es! Es que en esta [179] cuestión todo es contradictorio, porque todo revela una contradicción inmensa entre las leyes sociales y las de la naturaleza, y esta contradicción se manifiesta igualmente entre los actos y los juicios de la sociedad.

Y el mal no tiene remedio, ni puede tenerlo; pero es posible atenuarlo. Nosotros unimos nuestra voz a la de los defensores de la emancipación de la mujer, para que al menos sólo el vicio pague este infame tributo, para que la prostituta sea siempre un ser despreciable y no una desgraciada. Búsquense medios para mejorar la condición de la mujer obrera, e impídase que anteponga una pingüe y segura ganancia a un precario y mezquino salario. Recójanse las niñas abandonadas y vagabundas y sálveselas de una ruina a que fatalmente les arrastran la miseria, la ignorancia y el abandono. Multipliquen la asociación y el Estado sus esfuerzos para proporcionar pan, trabajo e instrucción a las hijas del pueblo. Sepárese de su hogar inmundo a la hija de la prostituta, heredera forzosa de la infamia de su madre. Reglaméntese en pro de la moral y de la higiene, el trabajo de las mujeres en el taller y la fábrica. Castíguese con penas terribles la prostitución del menor, y persígase sin descanso a las Celestinas que trafican con el pudor de las doncellas. Impónganse al seductor castigos severísimos, si no repara al punto su delito. Reconozca la sociedad, –¡hora es ya de reconocerlo!– que la honra y el pudor de la plebeya no valen menos que los de la noble, y que si se estima pecado gravísimo la seducción de la hija de familia distinguida, no ha de reputarse travesura disculpable, cuando no plausible, el deshonor de la campesina o de la obrera. Tolere el Estado la prostitución (ya que fuera imposible y peligroso perseguirla), pero no la someta a reglamentación arbitraria y vergonzosa que hace del vicio una institución social, le presta la garantía de la ley, y convierte la prostitución en una industria sujeta a contribución repugnante. De esta suerte, sólo el vicio formará las prostitutas y lícito será arrojar sobre ellas todo el peso del desprecio social.

Y como esto no es bastante, hágase todo lo posible por facilitar el matrimonio de los jóvenes. Desaparezcan las vulgares e inmorales preocupaciones que lo combaten; cese en los [180] padres el amor egoísta que les hace aplazar el matrimonio de los hijos y el interesado cálculo que hace del santo lazo lucrativo negocio; búsquense, si es preciso, formas de la unión conyugal que permitan verificarla en edad temprana; y por tales caminos se conseguirá, si no remediar el mal, atenuarlo en alto grado, facilitar el cumplimiento de la ley moral y la satisfacción de los instintos naturales, moralizar las costumbres y mejorar las razas, porque de matrimonios castos nacen hijos robustos, y de los matrimonios actuales no pueden nacer más que engendros enfermizos.

Si esto llega alguna vez a realizarse, la prostitución subsistirá todavía, pero como excepción, no como regla; como vicio, no como necesidad. La única servidumbre verdadera que hoy pesa sobre la mujer habrá desaparecido, y sólo el vicio dará su contingente al mal. Entre tanto, que no se escarnezca a la infeliz víctima de nuestra imperfecta organización social. Cuando la prostituta pasa a nuestro lado, apartemos de ella la vista; pero no por repugnancia, sino porque su degradación es obra nuestra, y nuestra conciencia no puede mirar sin vergüenza y espanto a la que puede decirnos: ¡Hombre! ¿Por qué me condenas si soy tu obra? ¡Mujer! ¿Por qué me desprecias si soy tu salvaguardia? ¡Sociedad! ¿Por qué me infamas si confiesas que soy uno de tus horribles fundamentos?

X

Hemos concluido nuestro trabajo. Creemos haber demostrado que la emancipación de la mujer no tiene fundamento serio; que sólo una espantosa servidumbre pesa sobre ella, y es fuerza trabajar con afán por ponerla término. El estudio de la mujer y de la sociedad nos ha conducido a estas conclusiones, deducidas de la experiencia y no de concepciones preconcebidas. Este estudio nos ha enseñado que el hombre y la mujer son desiguales ante la sociedad, porque lo son ante la naturaleza, y que esta desigualdad es conveniente para ellos y [181] para la misma sociedad. La utopía de los emancipadores se ha desvanecido ante la luz de la experiencia y de la razón, como todos los ensueños del idealismo; pero lo que en sus quejas y protestas era fundado, reconocido ha sido por nosotros. Que hay en la condición de la mujer mucho que necesita reformarse, es evidente; que es fuerza alzar bandera contra esa horrible servidumbre que se llama prostitución, no lo es menos; también lo es que los males que hemos señalado no tienen completo remedio, porque el imperio del mal es indestructible. Luchemos por atenuarlos; pero no pensemos en destruirlos. El mal es una realidad aterradora que se nos impone. Podemos reducir su imperio, pero nunca aniquilarlo, porque el mal es la eterna sombra que a la luz acompaña, la mancha imborrable que nubla el resplandor del sol. A qué se debe esto, lo ignoramos. Acaso el mal es necesario para que el bien exista, y sobre todo, para que sepamos apreciarlo. Pero, ¡ay!, que harto cara pagamos esta satisfacción. ¡Cuántos dolores y lágrimas se necesitan para que resplandezca la sublime armonía del Cosmos! ¡Cuántos sufrimientos nos cuesta la adquisición de un placer fugaz!

Quizás llegue un día en que Ahriman quede reducido a menguada monarquía y Ormuzd extienda por el infinito espacio su divino imperio. Pero hasta entonces, ¡cuánto resta todavía qué sufrir! Suframos, sin embargo: nacidos somos para la lucha, y deber nuestro es regar con nuestra propia sangre el camino que recorrerán gozosos más felices mortales. Pero ¿dónde estará nuestra recompensa? Si algún día la mujer sacude los últimos restos de su servidumbre y la prostituta no recorre ya las solitarias calles, ¿quién se acordará del escritor oscuro que llevó su humilde piedra al edificio de su regeneración?

M. de la Revilla


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