Revista Contemporánea Madrid, 30 de junio de 1878 |
año IV, número 62 tomo XV, volumen IV, páginas 501-510 |
Manuel de la Revilla< Revista crítica >ebemos confesarlo. Los escritores castellanos no siempre hemos sido justos con los catalanes. El renacimiento de su literatura, hace años iniciado, no ha merecido de nosotros la simpática acogida a que tenía derecho, ni la atención a que era acreedor. El espíritu exageradamente centralizador y autoritario, que debemos a la monarquía absoluta primero y al doctrinarismo después, quizá nos ha hecho ver en la resurrección de las literaturas provinciales un peligroso ataque a la unidad nacional, tan laboriosamente conquistada, y el recelo político ha turbado la serenidad del juicio literario. Pero si esto es cierto, también lo es que el renacimiento de las letras catalanas se verificó en sus comienzos de modo tal, que no podía satisfacer por completo a los amantes de la unidad nacional. Como a un exceso contesta siempre otro, al unitarismo absorbente y centralizador de la monarquía absoluta y del liberalismo doctrinario, respondió un excesivo y anárquico espíritu de provincialismo, que dio como fruto político la utopía federal. Al renacer las lenguas y literaturas provinciales presentáronse en son de guerra contra la patria común, cual si fuera presagio de una reivindicación de la independencia política perdida por las provincias. Desconociendo el carácter de provinciales que a estas lenguas y literaturas impone la unidad, felizmente realizada, de la patria española, pretendióse ver en ellas la resurrección de una nacionalidad perdida, y a la legítima restauración de la vida provincial se unió, con mal acuerdo, la guerra insensata a la patria común. Lógico era esto en medio de todo: a la unidad sin variedad se oponía la variedad sin unidad; al despotismo centralizador, la anarquía federal, hasta tanto, que pasado el primero y ciego impulso de la reacción, se llegase a la fórmula racional y definitiva, en lo político como en todo, esto es, a la unidad que encierra [502] en su seno rica variedad de unidades subordinadas, pero en su propia esfera autónomas; al organismo armónico y complejo que sustituye a la uniformidad abstracta y férrea, y al atomismo anárquico. Las lenguas y literaturas que, habiendo sido un tiempo nacionales, se trocaron en provinciales por el natural desarrollo de la historia, tienen perfecto derecho a conservar su autonomía dentro de la unidad nacional. Claro es que ha de ser expresión de esta unidad una lengua nacional y oficial que a todos sea obligatorio conocer, y que con exclusión de toda otra, deba usarse en los actos públicos; pero al lado de esta lengua pueden florecer sin daño de la unidad nacional, los idiomas provinciales; y otro tanto puede decirse de las literaturas. Despojar violentamente a un pueblo de su lengua y de su literatura, es bárbaro atentado digno de déspotas; imponerle una lengua común para la vida pública es una consecuencia legítima y justa de la unidad nacional. La unidad no es la uniformidad. Si en las relaciones jurídicas y económicas la unidad debe existir en toda nación bien organizada, en los fines y esferas de la vida que no caen dentro del orden jurídico esta unidad es innecesaria. Una sola ley, un solo derecho, un gobierno supremo reconocido y acatado por todas las partes del organismo nacional; he aquí lo único que exige la unidad de la nación; fuera de esto, vivan libres en buen hora las lenguas, las literaturas, las costumbres de cada provincia y localidad; gocen las unidades provinciales y locales de la plena autonomía administrativa y económica; coexistan en paz diversas religiones, sistemas filosóficos distintos y partidos diferentes; que esta variedad rica y libre, antes será signo de plenitud de vida, que anuncio de temida decadencia. Esta aspiración, a la unidad varia u orgánica era lo que había de legítimo y respetable en el renacimiento de las lenguas y literaturas provinciales como en la afirmación de la idea federal. Pero como los hombres lo exageran todo, y la reacción siempre es igual y contraria a la acción, mezclóse con estas tendencias justas y razonables un exagerado provincialismo, un menosprecio de la unidad nacional, y un espíritu de rebelión y disciplina que las hizo antipáticas, las colmó de descrédito y las convirtió en verdaderos peligros para la patria. Empero, como siempre sucede, la exageración ha pasado, quedando lo razonable. El renacimiento de las lenguas y literaturas provinciales no ha acarreado ni acarreará la muerte de la lengua y literatura de la nación; pero ha enriquecido ésta con nuevos y bellos elementos. Al lado de la literatura propiamente nacional, representada por la lengua castellana y cultivada en la mayor parte de la Península, subsistirán de hoy más ricas y florecientes literaturas provinciales que expresan aspectos importantes y originales del carácter nacional. Deber nuestro es deponer rancias preocupaciones y saludar con alborozo estos florecimientos; deber es también de sus iniciadores [503] encerrarlos en sus verdaderos límites y no mostrar enemiga hacia la madre patria que es común a todos. Si el renacimiento catalán en sus comienzos empañó sus méritos con tales errores por lo que a la política toca, tampoco fue completamente acertado bajo el punto de vista literario. Mas no por ello debemos culparlo, pues no hizo otra cosa que cumplir una ineludible ley histórica que da a todo renacimiento el carácter de una reacción. Atentos los catalanes y los provenzales a restaurar en ambas comarcas la antigua literatura lemosina, juzgáronse obligados a reproducir fielmente, no sólo su espíritu, si que también sus formas, procedimientos, ideales y fuentes de inspiración. Reaparecieron en pleno siglo XIX las instituciones poéticas de la Edad Media; renováronse los Consistorios del Gay saber y los Juegos florales, y los trovadores y troveros volvieron a la vida; pero sin pulsar el laudo ni ceñir la espada, ni ostentar en su frente la gallarda toca, sino enfundados en prosaicas levitas y afeados con antiartísticos sombreros de copa. Volvieron a resonar los lays y sirventesios, las esparzas y tensós, y por un momento pudo creerse que otra vez ocupaban el solio los condes provenzales e imperaban Jaime el Conquistador, Pedro el Ceremonioso y Alfonso el Magnánimo. Pero todo esto era puro romanticismo y arqueología pura. O la poesía no es nada, o es expresión bella del carácter, ideas y sentimientos del pueblo y época en que se desarrolla; cantar ideales muertos, instituciones que pasaron, creencias y costumbres que ya no existen, nunca puede ser su verdadero destino. Por eso, en sus comienzos, el renacimiento catalán tuvo un carácter puramente arqueológico; fue la poesía de la muerte y no de la vida; vivió de recuerdos y no de esperanzas, y las bellezas de su forma no pudieron destacar la vaciedad de su fondo. Mientras la poesía castellana cantaba el porvenir y se inspiraba en los nuevos ideales, los nuevos trovadores cantaban las ruinas de lo pasado, encomiaban las antiguas glorias e intentaban reproducir añejos cantos a que no responde ninguna fibra de nuestros corazones. Poesía semejante a nada respondía; era el eco de las tumbas, y nuestro siglo es poco aficionado a esos fúnebres recuerdos. Pero el primer impulso reaccionario ha pasado ya por fortuna. La literatura catalana, sin perder su propio carácter, entra por los cauces de la nueva idea y se amolda al espíritu de los tiempos. El trovador desaparece y el poeta moderno, lleno de pensamiento y enamorado del progreso, le sustituye. ¡Bienvenido sea a compartir con sus hermanos de Castilla la gloriosa tarea de cantar los nuevos ideales! La literatura catalana puede representar un bello y original aspecto de la literatura patria. Otorgó a España la naturaleza singulares privilegios y reunió en ella variadísimos caracteres y cualidades que dan a su genio nacional riqueza inagotable. Harto lo revelan las lenguas diversas que en ella se hablan. El tierno y melancólico gallego, creado para cantar con sin igual dulzura las íntimas tristezas del [504] alma y emular entre nosotros los encantos de la soñadora y vaga poesía del Norte; el castellano, grave, majestuoso en Castilla, enérgico en Aragón, voluptuoso, apasionado y brillante en Andalucía, cifra y resumen de todos los aspectos de la vida nacional; el catalán, conciso, enérgico, rudo, lengua de soldado, nacida para expresar todo sentimiento varonil y todo levantado propósito, por igual concurren a expresar la armónica y rica vida de esta hermosa patria, tan grande como desdichada, que en su lengua, en su arte y en su literatura reúne todas las excelencias, no ya de la gente latina, sino de la raza meridional. No hay en este concierto nota que disuene; todas las voces que lo forman tienen igual mérito, cada una en su esfera, y es de aplaudir que todas resuenen y todas concurran a realizar tan bella y acabada armonía. No la alteremos con disonancias; no establezcamos la división y la enemiga entre nota y nota, acento y acento; que todos ellos, desde el varonil canto catalán hasta la melancólica elegía gallega, desde el sentido zortzico vascongado hasta la grandiosa oda castellana, y el brillante y pomposo himno andaluz, contribuyan por igual a entonar el glorioso canto de la patria. La moderna literatura catalana cuenta ya con nombres ilustres. Los mantenedores del movimiento científico y literario catalán son muchos y justamente renombrados. Balmes, Piferrer, Milá y Fontanals, Martí, Samponts, Aribau, López Soler, Aguiló, Coll y Vehí, Llorens, Pí Margall, Maspons, Bofarull, Rubió y Ors, Balaguer, Verdaguer, Gras, Pons y Gallarza, Serafí Pitarra, Riera Salvany, Briz, Martí Folguera, Gener, Estasen y otros muchos nombres que pudiéramos citar muestran que hay allí un movimiento de verdadera importancia, siquiera en sus comienzos lo esterilizaran en parte las aficiones romántico arqueológicas de los poetas y la escrupulosa ortodoxia de los filósofos y críticos. Hoy, por fortuna, estas trabas se van rompiendo y las corrientes modernas van renovando la atmósfera de Cataluña. De los poetas catalanes el más conocido entre nosotros es Víctor Balaguer. Pocos hombres son tan entusiastas como él por la patria. Al servicio de Cataluña lo ha puesto todo: su pluma de historiador y su lira de poeta. Él ha sido uno de los más activos fautores del renacimiento lemosín, y uno de los cantores más entusiastas de las glorias y tradiciones catalanas. Verdadero trovador, ha cantado con arrebatados acentos las grandes ideas y puros sentimientos que forman el lema de los mantenedores del Gay saber (Patria, Fides, Amor) y ha demostrado cuántas bellezas poéticas caben en la lengua catalana y cuán gloriosas y románticas tradiciones conserva aquella tierra de valientes. Pero el Sr. Balaguer no ha encerrado su inspiración en estos límites, y ha comprendido que el renacimiento catalán no puede ser la simple restauración de una literatura arcaica. Inspirándose en el espíritu del siglo ha sabido unir a la forma antigua el ideal moderno, [505] y sus últimas producciones muestran que al trovador provenzal sustituye el poeta de nuestros días con sus grandiosas aspiraciones y sus transcendentales conceptos. Esta evolución del Sr. Balaguer tiene extraordinaria importancia, máxime si la relacionamos con el movimiento análogo que se nota en los demás poetas del Principado. El romanticismo provenzal concluye; la viril poesía de nuestro siglo reemplaza al anticuado canto del trovador. Señalemos con júbilo este acontecimiento. Han motivado las reflexiones precedentes las Tragedias que el Sr. Balaguer ha escrito últimamente, y cuya segunda edición acaba de publicarse, aumentada con las elegantes traducciones castellanas que de ellas han hecho poetas tan inspirados como Ruiz Aguilera, Núñez de Arce, Retes, Pérez Echevarría, Barrera, Llorente, Roselló, Patrocinio de Biedma, Sierra y Chaves. Muestra en ellas la lengua catalana singulares condiciones para el género trágico. Su concisión, su viril energía, la misma rudeza de sus acentos son por todo extremo adecuadas para la expresión de las terribles pasiones que en la tragedia juegan. No sucede otro tanto tratándose de afectos más dulces, y basta para ello comparar los grandiosos conceptos y esculturales fases, a veces sublimes, que abundan en La mort d'Anibal, Coriolá y La mort de Neron, con los cantos eróticos de Saffo y La festa de Tibulus y los patéticos acordes de La tragedia de Llivia. Para vencer estas dificultades del idioma ha hecho heroicos esfuerzos el Sr. Balaguer, pero no ha conseguido superarlas. Hay demasiada rudeza en la lengua catalana para expresar lo delicado y lo tierno; es lengua hecha para la guerra más que para el amor. Las tragedias del Sr. Balaguer no pueden en rigor considerarse como obras dramáticas. Son más bien épicas o líricas. En ellas la acción es nula o insignificante, y muchas no pasan de la categoría de monólogos. La pintura de los caracteres y la expresión de los afectos prepondera en estas obras sobre la acción. Poemas dialogados o cantos líricos, si muestran en su autor un poeta de elevado pensamiento e inspiración poderosa y rica, nada pueden indicarnos acerca de las condiciones que pueda tener para la escena. No ha de creerse, dejándose engañar por el título, que estas tragedias son fríos engendros de la musa clásica de principios del siglo. La forma, el sabor de época, la grandiosidad del ritmo son los únicos elementos clásicos que hay en ellas; el fondo es moderno. Al tono acompasado y declamatorio de la tragedia clásica, reemplaza en estas producciones el calor y la vitalidad propios de la tragedia moderna. Tomados sus personajes de la realidad palpitante, sienten, hablan y obran como los hombres y no como los héroes convencionales que creara el clasicismo. La pasión, el alma humana en toda su verdad palpitan en estas producciones y las despojan de la académica frialdad de los engendros clásicos. Es el arte moderno vestido con el [506] ropaje antiguo; es el realismo encubierto bajo el manto clásico. ¡Dichosa innovación, ya apuntada entre nosotros por Ventura de la Vega, y única que puede dar vida a la tragedia clásica ! La pintura de los caracteres es admirable en estas obras, y el sabor de época sorprendente. Aquellos personajes, aquellas instituciones, aquellas costumbres reviven ante nosotros, coloreados por el pincel mágico del arte moderno. Singularmente La mort d'Anibal, Coriolá, La mort de Neron, Saffo, La sombra de César y La festa de Tibulus, pueden considerarse como cuadros históricos de primer orden. La tragedia de Llivia sale en cierto modo fuera del cuadro y tiene más de romántica que de clásica. Con vivos y verídicos colores aparecen aquel Aníbal, implacable enemigo de Roma, patriota insigne y guerrero indomable, aquella Volumnia, sublime personificación del patriotismo antiguo, tipo grandioso de la matrona romana; aquel Nerón, histrión sangriento, más loco que culpable, símbolo siniestro de la corrupción del imperio; aquel César, tan mal comprendido y tan mal pagado por los que le sacrificaron al orgullo de una oligarquía más tiránica que el que llamaban tirano; aquella Saffo, a quien hay que perdonar mucho porque amó mucho, personificación encantadora de la sensual poesía del paganismo; y aquella epicúrea y corrompida sociedad del imperio, representada admirablemente en los alegres convidados de Tíbulo. De mano maestra está hecha esta poética restauración del mundo antiguo, que todos miramos con amor tan profundo y admiración tan entrañable, como quiera que en él contemplamos las mayores grandezas que la historia registra y los ejemplares de belleza más puros que conocieron los siglos. ¡Edad bendita que al hundirse en el abismo llevóse consigo para siempre el imperio del amor, de la grandeza y de la hermosura! Si el fondo de estas tragedias es grandioso, la forma no lo es menos. Descripciones bellísimas, imágenes felices y encantadoras, pensamientos grandiosos expresados en sublimes fases, revelan en ellas un gran poeta, no menos notable por su inspiración que por su idea. Especialmente La mort d'Anibal, Coriolá y Saffo abundan en primores y bellezas que bastan para asegurar envidiable fama al poeta que las concibiera. No sería difícil citar defectos al lado de estas cualidades; pero, ¿a qué fin? Ni aquellos son de monta, ni es bien negar al crítico la satisfacción de ocultar alguna vez las censuras, cuando las imperfecciones están ampliamente compensadas por los méritos. Y por otra parte, tratándose de una literatura naciente, hermana nuestra, fuerza es acogerla con alborozo, en vez de molestarla con críticas. Enviemos, pues, nuestros plácemes al Sr. Balaguer y saludemos en él la reaparición gloriosa de la literatura catalana. Cesen ya pueriles antagonismos y antipatrióticas rivalidades, y reciban nuestros hermanos de Cataluña la felicitación cariñosa de sus [507] hermanos de Castilla. La política, la religión y la ciencia misma dividen a los hombres; que el arte los una y haga que los que en materia de verdad y de bien no pueden entenderse, se entiendan al menos en materia de belleza. * * * La sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo ha terminado sus tareas. La última batalla ha sido reñida. Un nuevo orador, el Sr. Alvarado, de palabra elegante y fácil, pero no exenta de cierta afectación, ha defendido el más exagerado individualismo; el señor Borrel ha formulado definitivamente el programa utópico de la Internacional, y el Sr. Fliedner, pastor evangélico, ha pronunciado un bellísimo discurso, lleno de sentido práctico y de mansedumbre cristiana, que escuchó el Ateneo con verdadera satisfacción. De esta elevada manera han concluido tan importantes debates, cuyo resumen habrá hecho cuando esta Revista se publique, la voz del señor Azcárate. Notables han sido estas discusiones. En ellas han terciado la escuela ultramontana, la economista, el eclecticismo doctrinario, el socialismo colectivista de la Internacional y el socialismo autoritario o de la cátedra, sin contar tendencias y direcciones individuales sin clasificación posible. El problema ha sido estudiado bajo todos sus aspectos; la crítica del presente estado social se ha hecho de mano maestra desde los más encontrados puntos de vista, y de todos los ánimos se ha apoderado la convicción, no sólo de que el estado actual no es definitivo ni perfecto, sino de que en él se ocultan enormes injusticias. Cosa clara parece que las leyes económicas no son la realización de la justicia y del bien, y que ni la moral ni el derecho regulan, como fuera de desear, la organización de la propiedad y del trabajo; pero no se advierte con claridad igual la posibilidad de poner eficaz y pronto remedio a tamaños males. Ninguna de las escuelas que han terciado en el debate ha logrado dar al problema una solución satisfactoria y completa. Las unas han demostrado, cuando no confesado paladinamente, su impotencia; las otras han propuesto irrealizables utopías; otras han indicado paliativos, remedios parciales, soluciones incompletas, que podrán aliviar el mal, pero no curarlo. Evidente parece que ni el régimen de la libertad en el orden económico, ni la práctica de la caridad cristiana, ni los esfuerzos de la iniciativa individual o de la libre asociación, ni la intervención enérgica del Estado bastan a resolver tan complejo y pavoroso problema, menos lo resuelve la utopía colectivista que sueña con transformaciones mágicas de la sociedad y pretende convertir ésta en un mero organismo industrial, reduciendo todo trabajo al puramente mecánico (con lo cual se acabaría en breve con toda civilización), estableciendo un incomprensible régimen de propiedad, a la vez individual y colectiva, cuya realización práctica [508] no se concibe, suprimiendo el Estado y quitando al trabajo, con la abolición de la herencia y la improductividad del capital, todo poderoso estímulo. ¡Sueños apocalípticos de hombres sin sentido práctico, dominados por un idealismo optimista que no les permite ver la imposibilidad absoluta de llegar a la felicidad completa y de suprimir el mal, que no es sólo, como ellos piensan, producto de la perversidad de los hombres, sino también de la misma naturaleza! El mal social, esto es, la miseria, si en parte se debe a la imperfección de las instituciones sociales y a la injusticia de los hombres, en parte es el producto de leyes naturales. El mal existe en el mundo bajo toda clase de formas, y en el orden económico se llama miseria. Multitud de causas naturales contribuyen a que ésta se produzca. La desigualdad de los hombres, que es su base, en la naturaleza tiene su razón de ser. No son los tiranos los que crearon las aristocracias y las plebes, sino la naturaleza misma al crear la variedad de los organismos. Ella también hizo ley de la vida la lucha por la existencia o concurrencia vital, que se llama competencia en el orden económico, y determina fatalmente las relaciones entre los factores de éste. Ella, al establecer desproporción notable entre las subsistencias y la población, entre las necesidades y los productos, condenó a la miseria o la muerte a miles de criaturas, y estableció como ley del mundo económico la de la oferta y del pedido. La naturaleza, más que la sociedad, es el origen del mal; y cada victoria de la justicia y del bien es un triunfo del hombre sobre la naturaleza. Pero si esto es cierto (y por eso es insensatez notoria soñar con una solución radical y completa del problema social, pues tanto valdría soñar con la extinción del mal), no lo es menos que el hombre ha agravado la mala obra de la naturaleza, añadiendo a los males de ésta los que de él propio nacen. A las desigualdades naturales ha agregado otras nuevas, notoriamente injustas, y al organizar el orden económico, para nada se ha cuidado de la moral y de la justicia. El interés egoísta ha sido su norma, y este interés es el que, bajo el nombre mentido de libertad, defienden los individualistas. De la propiedad individual de la tierra, que no puede ser más que posesión exigida por la propiedad legítima de los productos del trabajo humano, ha hecho una propiedad exclusiva, absoluta y despótica. De las relaciones entre el capital y el trabajo, que deben ser fraternales y armónicas, ha hecho una relación opresora en que el capital es todo y el trabajo nada, y en que no se respetan ni la justicia, ni la moral, ni siquiera la higiene. Estos males, nacidos del egoísmo humano, son los que pueden remediarse, reduciendo el mal social al que fatalmente proviene de la naturaleza. Para esto es necesario, en primer término, que la moral penetre en las relaciones económicas, corrija los desafueros del interés y suavice el rigor de las leyes que la economía proclama. Es menester, [509] sobre todo, que el derecho sea reconocido en toda su extensión, y no sea diariamente violado por el interés egoísta o desconocido a nombre de una libertad mentida y funesta. Es fuerza afirmar que no es cierto que el capitalista tenga derecho a exigir del obrero mayor trabajo del que buenamente puede hacer, a privarle del tiempo necesario para el cultivo de la vida superior de su espíritu, a convertirlo, en suma, en máquina, y a recompensar su esfuerzo con precio que apenas alcance a satisfacer sus más perentorias necesidades. Es preciso garantizar el derecho del niño a la instrucción y a la salud, el derecho de la mujer al pudor y a la virtud, el derecho del hombre a la vida del alma y a la del cuerpo, diariamente violados por el régimen del capitalismo. La explotación del hombre por el hombre no puede continuar. No es necesario para esto apelar a revoluciones violentas, ni soñar en utopías apocalípticas. Basta la acción concertada del individuo, de la sociedad y del Estado. Que la moral enseñe al rico a ser justo y generoso, a anteponer a su interés egoísta el derecho ajeno, a no ver en la propiedad un derecho absoluto, ni en el obrero una máquina; que a su vez enseñe al pobre la virtud del trabajo, del orden y de la economía; que la sociedad, por medio de la asociación y de la beneficencia, mejore la condición de las clases trabajadoras; que el Estado, representante del derecho, lo ampare en los débiles y se lo haga respetar a los poderosos, y usando de la función tutelar que en el organismo social le corresponde, encierre en justos límites el derecho de propiedad, que no es absoluto, como no lo es ningún derecho, organice con arreglo a justicia las relaciones entre el capital y el trabajo, vele por el sagrado derecho de la mujer y del niño, fomente y favorezca los esfuerzos de la iniciativa individual y social en pro de la resolución del problema que nos ocupa, y derrame a torrentes la instrucción por todas partes, y llegará un día dichoso en que sólo quede en el orden económico la cantidad de mal que de la naturaleza proviene, desapareciendo por completo la que es debida al hombre. Esto es todo lo que puede apetecerse; pero a ello no se llegará por los caminos que trazan la economía política, el socialismo internacionalista ni la escuela ultramontana. Ni el libre juego de las leyes económicas y la acción holgada de la iniciativa individual, ni la revolución violenta y trastornadora, ni la influencia de la idea religiosa y de la moral cristiana podrán, no ya curar, pero ni aliviar siquiera los males sociales. Sólo el concurso de todas las fuerzas sociales puede conseguirlo, y no de golpe y por encanto, sino lenta y gradualmente, a virtud de esas suaves evoluciones, siempre más fecundas que el ciego y asolador impulso de la fuerza revolucionaria. Por eso, a nuestro juicio, el socialismo militante de la Internacional es el mayor obstáculo para la resolución del problema y el mayor enemigo de las clases trabajadoras; sin que por eso dejen de serlo los demócratas individualistas que a cada paso sacrifican la justicia a la libertad y que [510] tan satisfechos quedan cuando han otorgado al pueblo el don irrisorio de unos cuantos derechos políticos, que para nada le sirven si no han de mejorar su condición económica y social. * * * Los teatros no han ofrecido novedades dignas de especial mención. Algunas regocijadas producciones, en su mayor parte arregladas del francés, puestas en escena en el teatro de Apolo y una parodia de Consuelo, hecha con algún ingenio por el Sr. Granés, son lo único que puede citarse. El movimiento bibliográfico tampoco ha ofrecido ningún interés. * * * No terminaremos esta Revista sin consagrar un recuerdo a la memoria del distinguido poeta D. Antonio Hurtado, arrebatado en estos días a las letras patrias. Más notable por la delicadeza y ternura de sus sentimientos y por la facilidad y elegancia de su verificación, que por la alteza de sus conceptos, Hurtado ocupará lugar distinguido en nuestra historia literaria. Sus estimables novelas, los dramas y comedias que escribió, solo unas veces y en colaboración otras con el Sr. Núñez de Arce, y su bella colección de leyendas del siglo XVII, titulada Madrid dramático, bastan para que su buena memoria se conserve en los amantes de nuestra literatura. En estos últimos tiempos había enmudecido, ya por razón de los padecimientos que le aquejaban, ya por haber dejado el culto de las musas por el de la absurda superstición espiritista. Ha muerto olvidado, como en España mueren todos los que valen; que esta nación, si a muchas supera en abundancia de notables ingenios, en ingratitud a todas aventaja.
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