Revista Contemporánea
Madrid, 30 de diciembre de 1877
año III, número 50
tomo XII, volumen IV, páginas 499-507

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Un nuevo libro ha publicado el Sr. Azcárate, bajo el título de Estudios filosóficos y políticos. Notable, como todos los suyos, compónese de diferentes trabajos que versan sobre El positivismo y la civilización, El pesimismo en su relación a la vida práctica, El municipio en la Edad Media, Los partidos políticos, El derecho y la religión, y la Influencia del principio democrático sobre el derecho privado.

Los cuatro últimos estudios son políticos, como sus títulos lo indican, y no ofrecen reparo alguno a la crítica. El último de ellos es una vigorosa y contundente refutación de las doctrinas reaccionarias sentadas por el Sr. D. Benito Gutiérrez en su Discurso de apertura de la Universidad Central, leído al abrirse el curso de 1876 a 1877. El que se refiere al derecho y la religión, es la exposición de la teoría de la Iglesia libre dentro del Estado, teoría seductora, pero poco práctica y algo peligrosa en países dominados por el ultramontanismo. El estudio sobre el municipio de la Edad Media es un trabajo histórico jurídico tan notable como todos los del Sr. Azcárate; y el que versa sobre los partidos políticos contiene los mismos saludables y provechosos principios que tuvimos ocasión de aplaudir al ocuparnos de la obra del mismo autor sobre El self-government y la monarquía doctrinaria. Nada tenemos, pues, que oponer a estos estudios, que revelan un sentido político, con el cual, salvo algunos detalles de carácter práctico, estamos de todo punto conformes; cosa en extremo agradable para nosotros, que gustamos mucho de convenir con espíritus tan inteligentes y nobles como el Sr. Azcárate. [500]

No podemos decir otro tanto, tratándose de los trabajos filosóficos, relativos al positivismo y al pesimismo, que contiene su nuevo libro. Dista mucho el Sr. Azcárate de tener en filosofía el claro sentido que en política. Su espíritu está dominado por singulares ilusiones. Sueña con una alianza imposible de la religión y de la ciencia, llevada a cabo por la metafísica, y acaricia el fantasma de una religión a la vez filosófica y mística, mezcla extraña de krausismo y cristianismo, que apenas se concibe y que él mismo de seguro no acierta a explicarse. Dominado por esta verdadera obsesión, y por un sentido optimista y un idealismo místico poético extraordinarios, no es maravilla que para él sean aterradores fantasmas las dos más grandes y originales concepciones del movimiento filosófico del presente siglo que, a no dudarlo, llevan en su seno la filosofía del porvenir.

El Sr. Azcárate ve en el positivismo un peligro para la religión, para la moral y para la vida política; y todo porque el positivismo, siguiendo las huellas de Kant no otorga, en el terreno de la ciencia, valor objetivo a lo que traspasa los límites de la experiencia. Para el Sr. Azcárate distingue lo que él llama positivismo dogmático u ontológico (naturalismo o monismo, diríamos nosotros) del positivismo crítico; y esta distinción debiera conducirle a hacer otra análoga entre las consecuencias de ambos géneros de positivismo.

Porque, en efecto, el positivismo crítico (que, en suma, es el kantismo sin la Crítica de la razón práctica), al abstenerse de afirmar nada acerca de los objetos transcendentales, no opone obstáculo alguno a las soluciones de carácter práctico que a los problemas que a ellos se refieren, pueden darse por otros caminos; se limita a excluir tales objetos del campo del conocimiento científico; los entrega a la opinión, a la fe, al presentimiento, al sentimiento, sobre todo; y por tanto, ni pone en peligro los grandes intereses que tanto preocupan al Sr. Azcárate, ni contribuye a la perturbación del orden social.

El positivismo crítico, fundándose en los resultados de la crítica kantiana, completada hoy por los grandes descubrimientos de las ciencias naturales en antropología y biología y por los trabajos de la escuela psicológica inglesa, se limita a afirmar que sólo conocemos fenómenos, hechos y leyes obtenidas por inducción; que no hay conocimiento cierto cuando falta la comprobación experimental que permite cerciorarse de la conformidad entre el conocimiento y lo conocido; que lo absoluto, como cosa que niega toda condición y relación, no puede ser objeto del conocimiento, que es relación pura; que el noúmeno, la cosa en sí, la esencia primera de las cosas, es eternamente inasequible a la inteligencia humana, que sólo conoce fenómenos y relaciones de fenómenos; que el problema del valor objetivo absoluto del conocimiento es irresoluble, mientras no se halle una unidad superior a la relación de sujeto y objeto, que jamás [501] hallará el sujeto sin salir de sí mismo, y mientras no se sepa (lo cual no es posible) que la idea y la realidad son cosas idénticas, o que necesariamente se corresponden; que en el terreno de lo transcendental no hay para la razón otra cosa que antinomias, paralogismos e ilusiones; y que, por tanto, lo más cuerdo y prudente es renunciar a toda investigación sobre las esencias y causas primeras de las cosas, y limitarse al estudio de los fenómenos y al descubrimiento de las leyes que los rigen, hasta llegar, si es posible, a una ley general que a todos los abarque, que sería el desideratum de la ciencia.

¿Qué hay aquí de peligroso para la religión, la moral y la política? La primera sigue siendo dueña absoluta del campo inmenso de lo transcendental, de lo que está sobre la razón y fuera de la ciencia. Mientras no se oponga a las verdades de hecho demostradas por ésta; mientras no invada ajenas jurisdicciones, libre será de ofrecer a los hombres todo género de explicaciones del insoluble misterio que por todas partes nos envuelve. La ciencia llega a un límite de que no puede pasar; allí precisamente comienza la religión. ¿Dirá el Sr. Azcárate que a él no le satisfacen dogmas no deducidos de la ciencia? Enhorabuena; pero el sentimiento religioso nunca ha necesitado que la filosofía le diera razones para creer: ha creído porque sí; y cuando no cree de esta suerte, no merece el nombre de tal. La fe no nace ni ha nacido nunca de la ciencia; Dios no ha sido para el hombre el corolario de un teorema, sino el objeto de una intuición del sentimiento, de una aspiración irresistible de la conciencia, de un impulso de la voluntad. El positivismo, al excluir de la ciencia la metafísica teológica, presta a la religión un servicio porque la libra de las teologías llamadas por mal nombre racionales, que han sido sus enemigos más molestos, a la par que los mayores obstáculos para el progreso científico. Lo que el positivismo hará imposible no es la religión, sino esas teosofías insípidas e incomprensibles que el idealismo alemán ha ofrecido a la conciencia creyente en este siglo, con daño de la ciencia y mengua de la fe. La humanidad pensadora seguirá dando curso al Dios desconocido, que en una u otra forma tiene que afirmar todo filósofo serio; la humanidad creyente seguirá adorando las representaciones ideales de este Dios, que las religiones le ofrecen. El positivismo crítico, lejos de ser el enemigo de la religión, es el único que en su día podrá firmar el tratado de paz entre la religión y la ciencia, hoy separadas, no sólo por las intransigencias religiosas, sino por esas fantásticas teologías racionales que todo lo perturban, y cuyo único resultado es hacer parodias de la religión y mistificaciones de la ciencia. La religión no perecerá a manos del positivismo: vivirá mientras haya un incognoscible, que la ciencia reconoce, pero no explica ni comprende; vivirá, sobre todo, mientras haya almas sedientas de lo ideal, dominadas por el sentimiento y la fantasía, y ansiosas de algo superior a lo que la realidad conocida les ofrece. Lo que muere a poder del positivismo es la metafísica [502] aventurera y pseudo mística que desde Platón hasta Krause viene perturbando el sereno campo de la ciencia; eso es lo que muere, y por eso se alarma el Sr. Azcárate, que al ver que vacila su casa, cree que se derrumba el universo entero.

Respecto a la moral, parece a primera vista que tiene cierta razón el Sr. Azcárate al condenar el positivismo crítico (pues del ontológico no hablamos ni lo defendemos); pero bien examinada la cuestión, es fácil notar que la defensa del positivismo puede hacerse con ventaja. Con efecto: por una parte, el positivismo crítico no se opone a la existencia de la moral religiosa, aunque en el terreno puramente científico no la acepte; por otra, dentro de su criterio, no niega la existencia de la ley moral y del sentimiento del deber. El hecho de que poseemos el sentido moral, la idea del bien y del mal, el sentimiento del deber, no puede negarse. Podrá explicarse su origen de uno u otro modo; pero sobre su existencia no cabe cuestión, ni cabe negar tampoco que tales ideas y sentimientos se nos imponen como regla de conducta. Pero el Sr. Azcárate dice que si no conocemos la esencia de ser alguno, ¿cómo sabemos lo que es el bien, esto es, lo conforme a dicha esencia? La respuesta es sencilla. No conocemos el misterioso noúmeno, la cosa en sí de lo que llamamos hombre; no sabemos lo que son el espíritu y la materia; pero conocemos lo suficiente las propiedades de ambos para saber lo que les conviene y con ellos conforma. El médico no sabe qué son la materia y la vida; pero sabe en qué ha de consistir la higiene; el moralista no sabe qué es el alma; pero no por eso ignora qué es el bien.

Pero al Sr. Azcárate no le basta esto; necesita algo absoluto que se imponga al hombre y le obligue a cumplir la ley moral; es decir, quiere un legislador. ¡Extraña doctrina en un racionalista! ¿No le basta al Sr. Azcárate hallar la ley moral en el fondo de la naturaleza humana? ¿Necesita una autoridad exterior que se la imponga? Pues entonces, declare paladinamente que no admite otra moral que la religiosa, reniegue de la tradición kantiana, y sálgase del campo racionalista, que siempre ha proclamado la moral independiente, impuesta al hombre solamente por su razón y su conciencia, fortalecida por el instinto social y por la idea de la dignidad, y sancionada por su propia conciencia y por el juicio de la sociedad.

Y en último resultado, como el positivismo crítico no se opone a la existencia de la religión, con su moral humana puede coexistir la moral religiosa, y en ella hallarán fuerza suficiente para cumplir su deber los que para cumplirlo necesitan que alguien se lo imponga desde fuera.

Tampoco está muy acertado el Sr. Azcárate al ocuparse del positivismo crítico en sus relaciones con el derecho. Cierto es que el positivismo, ni en derecho ni en nada, reconoce principios absolutos; pero no por eso niega que existan leyes permanentes que rigen los hechos, las cuales le bastan para fundar todo género de teorías. [503] Claro es que en el orden de la realidad finita (única que conocemos) no hay nada absoluto, pero sí hay mucho permanente y general. En lo que puede llamarse mundo moral, hay leyes como en la naturaleza física; y estas leyes son suficientes para determinar y regular los hechos.

No es cierto, por tanto, que el positivismo crítico, en el terreno del derecho, tenga que atenerse al criterio puramente histórico y ser quietista, o lanzarse en constantes aventuras revolucionarias. Lo que hace el positivismo es basar sus teorías jurídicas en el estudio experimental de la naturaleza humana y en la observación histórica, reconocer el valor histórico de las instituciones de derecho, amoldarlas a las necesidades de los tiempos y de los pueblos, afirmar su carácter relativo, que no impide la existencia de ciertos principios permanentes que, sin embargo, se realizan y cumplen necesariamente dentro de las condiciones históricas, y renunciar a esos idealismos temerarios que son el origen de todas las perturbaciones políticas.

El positivismo crítico es a la vez liberal y conservador: liberal, porque reconoce la imperfección de muchas instituciones jurídicas y aspira a reformarlas y ponerlas en armonía con las necesidades de la naturaleza humana y de la justicia, que no es más que la conformidad entre las relaciones jurídicas y esta misma naturaleza; conservador, porque reconociendo el carácter relativo de todo lo que es humano, sabe muy bien que el derecho ha de amoldarse a condiciones históricas, que lo mejor es enemigo de lo bueno, que cada pueblo requiere distintas instituciones políticas, y que las reformas han de ser suaves transformaciones y no revoluciones violentas. Por eso ni menosprecia la tradición, ni anticipa revolucionariamente el porvenir, ni olvida las exigencias del momento histórico, sacrificando la paz de las naciones a utopías idealistas y delirantes sueños. Por eso, siendo, como hemos dicho, liberal y conservador, tiene más todavía de lo segundo que de lo primero. En lo que tiene razón el Sr. Azcárate, es en decir que el positivismo crítico profesa grandes simpatías a la doctrina jurídica de Kant, harto más liberal y práctica que la de los que confunden a cada paso el orden moral con el jurídico, y so pretexto de dar carácter ético al derecho, sientan las bases de una especie de socialismo moral, que sería a la larga la peor de las tiranías.

Por lo demás, no negaremos (a fuer de imparciales) que en materias éticas y jurídicas es donde más fácil de expugnar se muestra el positivismo; por la razón de que los mantenedores de su aspecto crítico no han prestado la debida atención a estos problemas, o se han dejado influir por las tendencias exageradamente naturalistas del positivismo dogmático; de donde resulta que la moral y el derecho del positivismo casi están por hacer. De aquí las vacilaciones (y a veces contradicciones) que se observan entre sus adeptos siempre que se ocupan de tales asuntos.

Dedicada la mayor parte del trabajo del Sr. Azcárate a examinar [504] el lado práctico del positivismo, inútil es decir que el juicio que de esta doctrina hace, bajo el aspecto puramente teórico, dista mucho de ser completo. Distinguiendo el Sr. Azcárate el positivismo crítico del ontológico (naturalismo), ataca a éste (que no nos proponemos defender), alegando a favor del espiritualismo y del teísmo argumentos que no hay derecho a exponer después de Kant, y que cien veces han sido refutados, y procurando destruir las doctrinas críticas del primero.

Acusa el Sr. Azcárate al positivismo crítico de caer en contradicción porque niega los conceptos metafísicos de esencia y sustancia, y admite los de causalidad, relación, continuidad, &c. La acusación es infundada. El positivismo crítico admite estos últimos conceptos, porque no son más que relaciones de los objetos, atestiguadas por la experiencia, y niega aquellos otros porque carecen de esta cualidad. Esos conceptos, principios o categorías son dados en el fenómeno observable, y por eso son reconocidos; pero su realidad objetiva queda en cuestión, porque no hay medio de saber si son realidades o meros conceptos que el entendimiento aplica al conocimiento de los fenómenos. El Sr. Azcárate, fundándose en que en el conocimiento yo aparecen con igual realidad para nosotros los fenómenos mudables y la causa permanente de ellos, sostiene que otro tanto puede afirmarse de los demás objetos conocidos.

Este argumento es más especioso que sólido. Es cierto que yo me reconozco como causa permanente de mis estados de conciencia; pero aparte de que no hay derecho para inducir de lo que en mí pasa a lo que se produce fuera de mí, la verdad es que con eso nada hemos adelantado, pues yo no soy después de todo para mí otra cosa que un noúmeno incognoscible, toda vez que ignoro cuál es mi verdadera esencia. La diferencia entre el conocimiento de mí mismo y el de lo exterior se reduce a que tras los fenómenos exteriores supongo un noúmeno, esto es, una causa ignorada de ellos, y tras los fenómenos interiores, esto es, tras los míos, que hay también un noúmeno, no menos desconocido que los demás. A esta fecha aún no sabemos con certeza cuál es la naturaleza verdadera de éstos; de suerte que respecto de nosotros mismos estamos tan adelantados como respecto a lo exterior; y la única ventaja que en esto tenemos, es estar ciertos de que existe en nosotros un noúmeno, que sólo presumimos en los objetos exteriores.

Lo que respecto al valor de la deducción añade luego el Sr. Azcárate, tampoco tiene fundamento. El valor absoluto de las verdades y leyes de la deducción que cita a este propósito, sólo se halla en las matemáticas, y esto se debe a carecer tales ciencias de contenido real, a ocuparse de formas y relaciones abstractas, donde todo es exacto, porque nada es real. Fuera de este orden de conocimientos, la deducción no tiene valor, a no apoyarse en una inducción previa; su radical impotencia harto se revela en las ciencias naturales, que [505] ninguna verdad han hallado hasta que se han hecho inductivas, y aun en las mismas ciencias morales a tantos descaminos llevadas por el uso exclusivo de la deducción.

El trabajo que consagra el Sr. Azcárate al pesimismo, es una elocuente conferencia dada en la Institución libre de enseñanza, llena de sentimiento, imaginación y galanura.

El pesimismo, tal como hoy se formula, peca indudablemente de exageración; pero encierra mayor verdad que el optimismo. Es evidente que el mal reina en este mundo con aterrador imperio y bajo todo género de formas. No es cierto que sea un mero límite, un accidente transitorio, una pura negación. Es algo positivo y permanente que jamás desaparecerá y que lucha un día y otro con el bien, venciéndole con deplorable frecuencia. No nace únicamente de la imperfección humana; tiene su inconmovible asiento en la naturaleza, y no hay por eso racional fundamento para soñar en su extinción. Llamase en la vida física dolor, enfermedad y muerte; en la vida intelectual, error y duda; en la vida afectiva, desengaño, tristeza, desilusión; en la vida moral, pecado y crimen. Manifiéstase en tantas y tan variadas formas, que no hay orden ni momento de la existencia individual y social que no perturbe, placer que no amargue, ilusión que no desvanezca, dicha que no empañe. Por eso es el mundo, como dice con profunda verdad el cristianismo, un valle de lágrimas, como quiera que en él imperan la ley terrible de la muerte y la espantosa lucha por la existencia. Por eso la historia es una continuada tragedia y la vida de cada individuo un poema de dolor y llanto. Por eso el fugitivo placer, que por breves momentos gozamos, a costa de dolor se conquista, y casi siempre de dolor es seguido. Por eso la tierra en que vivimos aparece a nuestros ojos como cárcel sombría ocupada por reos de ignorado delito, condenados a trabajos forzados primero, y a muerte después.

No es posible negar, sin duda, que al lado del mal existe el bien, y junto al dolor el placer; no es posible dar al pesimismo un carácter absoluto. Pero ¡ah!, ¡en cuán mezquina proporción aparece lo que se goza al lado de lo que se sufre! ¡Cuántos son los infelices y cuán pocos los verdaderamente dichosos! ¡Qué serie de laboriosos esfuerzos y titánicas luchas cuesta conseguir un bien, nunca libre por completo del mal!

El mismo Sr. Azcárate reconoce que sólo existe una felicidad relativa y finita y se esfuerza por encarecer la poesía del dolor. ¡Triste poesía por cierto, a cuyos encantos de buen grado renunciarían todos los hombres! Pregunte el Sr. Azcárate qué vale esa poesía a la madre que llora muerto al hijo que a costa de horribles dolores dio a la vida; al desgraciado que apenas consigue, a fuerza de penoso trabajo, llevar a la boca un pedazo de pan; al que, presa de terribles sufrimientos, se retuerce en su lecho de muerte; y verá lo que le contestan. Dígales que el mundo es armónico y bello en su conjunto, [506] y verá cómo reniegan de esa armonía, obtenida merced al sacrificio de las existencias individuales, trituradas bajo el carro de la naturaleza.

¡Sí! El mundo no es el mejor de los posibles, como decía el doctor Pangloss, sino abreviado infierno, cárcel tenebrosa, asiento sombrío del eterno dolor y el eterno llanto. Brillan en él por momentos ráfagas de placer y de ventura; pero tan rápidamente se desvanecen, que antes que verdaderos goces, parecen artificios imaginados para hacer más sensible el dolor que les acompaña. No hay en él dicha cumplida ni bien perfecto; y por amarga irrisión del destino, en él sólo se consigue el reposo en el helado seno de la muerte.

¿Quiere decir esto que hayamos de condenarnos a la desesperación y al quietismo? Ciertamente que no; y en esto nos hallamos conformes con el Sr. Azcárate. Vivir es luchar; disminuir en lo posible el imperio del mal y acrecentar el del bien, debe ser el objetivo de nuestros esfuerzos. El mal, con ser inevitable y permanente, no es absoluto; nunca se extinguirá, pero puede disminuir, por obra de nuestro trabajo, y a conseguir este resultado debe encaminarse toda la actividad del hombre. Sustraernos a la ley implacable de la vida es imposible; mejorar las condiciones de la existencia no lo es, por fortuna. Si en vivir bien no podemos pensar, vivamos siquiera menos mal; y para esto suprimamos (ya que está en nuestra mano hacerlo) las causas del mal que no provienen de la naturaleza, sino de la imperfección de nuestras instituciones. Si algún día conseguimos que no haya otro mal que el que de la naturaleza proviene, no habremos alcanzado la felicidad, sin duda; pero tendremos la satisfacción de que ya no somos nosotros los que nos hacemos infelices. Por eso, rechazando los principios del Sr. Azcárate, aceptamos la línea de conducta que nos traza, y que tan gráficamente se formula en el proverbio inglés con que concluye su elocuente discurso: to strive, to seek, to find, and not to yield: trabajar, buscar, encontrar y no rendirse.

* * *

El infatigable y erudito escritor D. Antonio Rodríguez Villa acaba de publicar una importante biografía del marqués de la Ensenada, primera que se ha hecho en España, enriquecida con notables documentos originales, en su mayor parte inéditos y desconocidos, que dan inestimable valor a su trabajo. Pónense en éste de relieve los grandes servicios que prestó Ensenada a la nación en todos los ramos de la administración pública, cooperando eficazmente al movimiento regenerador iniciado por la dinastía borbónica, que tan provechoso hubiera sido a no ser porque sólo se atendió a las mejoras materiales, dejando en su antiguo estado de postración religiosa y política a nuestro pueblo. [507]

De desear hubiera sido que el Sr. Rodríguez Villa dejara los documentos para los apéndices del tomo y consagrara mayor espacio al relato histórico, presentando un cuadro completo de la vida de nuestra patria en aquel período, señalando más minuciosamente las causas de la caída de Ensenada y retratando con más extensión el carácter y la política de este personaje. El Sr. Rodríguez Villa debiera tener en cuenta que la historia es algo más que una colección de documentos; que estos no son otra cosa que los materiales del edificio que el historiador debe levantar, y que así como una colección de láminas que representaran especies animales, no constituiría un verdadero tratado de zoología, tampoco una serie de documentos forma un trabajo histórico.

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En el Ateneo continúan los debates a que repetidas veces nos hemos referido, con escasa animación. En el que se refiere a la cuestión social han terciado los Sres. Figuerola, Perier, Ibáñez y Jameson; y en el de la sección de Literatura los Sres. Bosch, Campillo, Vidart y García Alonso. Casi todos han pronunciado buenos discursos; pero los debates no han adelantado gran cosa.

En la sección de Literatura ha habido una velada literaria, en la que leyó el Sr. Campoamor su nuevo poema: Por donde viene la muerte, obra maestra de profundidad, ternura y delicada poesía.

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Las novedades teatrales no merecen consignarse: Nada se ha puesto en escena en estos días que sea acreedor a los honores de la crítica.

M. de la Revilla

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