Revista Contemporánea
Madrid, 30 de junio de 1877
año III, número 38
tomo IX, volumen IV, páginas 503-512

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Tras un fuego graneado de rectificaciones, réplicas y contrarréplicas, terminaron sus trabajos las secciones del Ateneo, pronunciando dos notables discursos de resumen sus respectivos presidentes.

Muchos años hace que concurrimos asiduamente al Ateneo y seguimos con interés sus importantes discusiones; muchos y muy notables resúmenes hemos oído allí; pero no recordamos haber escuchado uno tan admirable por el fondo y por la forma, como el pronunciado al resumir los debates sobre la constitución inglesa por el Sr. Azcárate, que con él ha adquirido de una vez para siempre el renombre de pensador notabilísimo, y orador de primera fuerza.

Dos sesiones enteras ha invertido en tan magnífico trabajo, en el cual no se sabe qué admirar más: si el rigor lógico, el encadenamiento sistemático y la alteza y profundidad del pensamiento, o la nobleza de la intención, la generosidad del propósito, la rectitud del juicio moral y la austeridad de una conciencia tan pura, que parece excepción extraña y singular anomalía en estos tiempos; si lo acendrado de las convicciones o el calor simpático de los afectos; si el vigor de la argumentación, la claridad de la doctrina, la precisión del concepto y la diáfana lucidez de la frase, o la energía del acento, [504] la virilidad de la elocuencia y la facilidad abundosa de la palabra, austera como la verdad, apasionada, calurosa y nutrida de sentimiento en ocasiones, llena de santa indignación a veces, de nobilísimos entusiasmos otras, siempre rica, afluente, arrebatadora, castiza y elegante. Ni es fácil saber tampoco qué era lo que más gustaba en aquel incomparable discurso; pues si atraía la fuerza de razonamiento del pensador y del político, encantaba la grandeza moral del hombre honrado y puro, y deleitaba la mágica palabra del orador elocuente y brillantísimo.

Una idea madre imperaba en el discurso del Sr. Azcárate: tal era el propósito de afirmar como fuente viva de paz, bienestar y libertad para los pueblos el gran principio del Selfgovernment, origen a su juicio, del carácter a la vez estable y progresivo de las instituciones inglesas. Comenzaba por esto con un importante estudio histórico crítico de estas instituciones y de los hechos que les dieron vida; estudio lleno de erudición, pero no de esa erudición fatigosa y pedantesca que nada vale, sino de la erudición fecunda, que es propia del verdadero historiador, dominado por un alto sentido crítico e histórico, exento a la par del exagerado empirismo tradicionalista y del fantástico idealismo de los forjadores de soñadas filosofías de la historia; fruto, sin duda, de un profundo conocimiento de la historia, instituciones y vida de Inglaterra, de una detenida reflexión y de un maduro examen de los varios y difíciles problemas que encierra el tema discutido por el Ateneo.

Esta notable parte del trabajo, que ocupó toda una sesión, servía al Sr. Azcárate de base, no sólo para criticar las varias opiniones que se habían manifestado en el debate, sino para indagar qué era lo que el Continente podía imitar de las instituciones inglesas. Dábale esto motivo para dilucidar los diversos problemas políticos, sociales y religiosos que han llamado la atención del Ateneo; lo cual hizo con acierto en la mayoría de los casos, con error alguna vez, pero siempre con alteza de miras y nobles intentos, y dando muestras de profundo e inquebrantable amor a la causa de la libertad y de la justicia.

Igualmente opuesto al sentido tradicional que absorbe toda la vida en el Estado y al individualismo que todo lo entrega a la iniciativa de los individuos, oponía a tales doctrinas el principio del Selfgovernment, combinado con una prudente intervención del Estado en todo aquello en que la acción individual fuera impotente; y quería que los Estados continentales fueran, como el inglés, individualistas en su marcha general, socialistas cuando vitales y apremiantes intereses así lo exigieran. Un socialismo terapéutico (tal era su frase) que sin espíritu de sistema acuda a remediar los males sociales como hacen, no sólo los radicales, sino los conservadores ingleses, previniendo de este modo las revueltas y catástrofes que a los Estados continentales perturban un socialismo que se aviniera con la [505] descentralización, con la autonomía, con las libertades necesarias; tal era la fórmula del Sr. Azcárate, que no puede menos de suscribir todo liberal sensato.

Atento a oponerse al liberalismo abstracto que priva aún en Europa, afirmaba el Sr. Azcárate que la libertad no es fin, sino medio para el cumplimiento del fin individual y social, y que por sí sola, apartada de todo contenido ético, no encaminada a un amplio desenvolvimiento de la vida, poco vale y significa, y no es panacea que todo lo cura; con lo cual parecía poner debido correctivo al abstracto e intransigente radicalismo revolucionario del Sr. Carvajal, que todo lo sacrifica al mero goce de las libertades y cifra todas sus esperanzas en mecánicas y artificiales combinaciones de las formas y elementos del Gobierno; sin que por eso se manifestara adicto a la exageración con que defendían el elemento ético en la vida política los Sres. Perier y Moreno Nieto, atentos a afirmar la ingerencia de la Iglesia en la gobernación de los pueblos, más que a consagrar el recto sentido ético del Estado.

Al tratar de la cuestión religiosa, el generoso espíritu y el optimismo del Sr. Azcárate se sobrepusieron a las exigencias del arte político. El filósofo venció al hombre de Estado, y el Sr. Azcárate sostuvo soluciones nobles y simpáticas, sin duda, pero extremadamente peligrosas. El alma pura del Sr. Azcárate se resiste a creer en la eficacia perturbadora del mal y fía demasiado en la del bien y en la fuerza de las ideas. Dominado, además, por cierto humanismo abstracto, muy común en los hombres de su escuela, muéstrase siempre muy dispuesto a sacrificar el presente al porvenir, quizá porque esté muy seguro de éste; y no vacila en declararse vencido antes que conseguir la victoria por medios que no sean irreprochables. Bello es esto, sin duda, pero nunca de tal manera se gobernaron con acierto los pueblos ni triunfaron las causas civilizadoras.

El respeto exagerado a la opinión pública, al Selfgovernment, hace incurrir al Sr. Azcárate en un error grave y le hace olvidar una verdad muy importante. Sobre la opinión pública, sobre la voluntad de los pueblos están los intereses de la justicia, de la libertad y de la civilización; y siendo así, no cabe dudar de que en no pocas ocasiones la minoría que representa estos intereses tiene perfecto derecho para imponerse a la mayoría que los conculca, aun por el bien de esta misma mayoría. Si la voluntad nacional y la opinión pública debieran prevalecer siempre, los países latinos vivirían bajo el yugo del absolutismo teocrático. La revolución que los ha libertado, el liberalismo que los conserva dentro de la civilización, obra son, no cabe dudarlo, de una minoría que se ha impuesto a la voluntad ignorante y desatentada del país.

Ahora bien ¿sería político, mejor aún, sería civilizador y humano dar armas a esta mayoría, con razón sojuzgada, para que concluyera con la libertad y el progreso, es decir, con el reinado del bien? [506] ¿Habría cumplido su deber la escuela o el partido que a un quijotesco afán de vivir y morir inmaculado sacrificara los altos destinos de la humanidad y de la patria? ¿Merecería los plácemes y la gratitud de la historia el partido liberal si se suicidara neciamente para mantener intacta su bandera? En términos más breves ¿qué es más acertado y meritorio: dejar perecer la libertad por respetarla demasiado o velarla un tanto para asegurar en el porvenir su imperio?

Nadie puede dudar de que la separación de la Iglesia y del Estado es el ideal del liberalismo y de la democracia; pero nadie duda tampoco de que en España y Francia, por ejemplo, eso significaría la muerte de la libertad. El Sr. Azcárate no lo cree así, cual si nada le hubiere enseñado la experiencia; pero contra su optimismo no hay argumento más elocuente que la actitud recelosa de todos los gobiernos europeos.

Para evitar tan grave peligro, no es siquiera necesario atentar a los derechos legítimos de la Iglesia. Basta mantenerla unida al Estado, usar éste de todas las atribuciones que puede tener respecto de ella (excepto las que hoy ya no pueden conservarse) y que siempre disfrutaron los Estados de Europa, y someterla con todo rigor a las prescripciones del derecho común. Pero dejarla gozar de todas las ventajas de la independencia más absoluta, renunciar a toda intervención, y privarla del presupuesto de culto y clero, con lo cual se presentaría como mártir, disfrutando a la vez de las preeminencias de libre, sería en países en que su influencia es única y absorbente y su poderío ilimitado, dar el golpe de muerte a la libertad, y por ende a la civilización. En Inglaterra, en Alemania, en los Estados Unidos eso es posible; en España y Francia sería la mayor de las insensateces, sería un crimen de lesa civilización, sería un atentado contra la patria. Además ese principio no es dogmático ya en la escuela liberal y democrática, y en lo que no es dogmático no hay más ley ni criterio que la exigencia de las circunstancias de tiempo y espacio.

Más acertado en lo que se refiere a las formas de gobierno, el señor Azcárate sostuvo en este punto irreprochables y salvadoras doctrinas. Combatió con energía la monarquía doctrinaria, defendida francamente por los señores Perier y San Pedro, y disfrazada con el nombre de constitucionalismo moderno por el Sr. Moreno Nieto, que ha inventado este mito para su uso particular; y manifestó después que la monarquía liberal y parlamentaria que funciona en Inglaterra y en muchos países del continente, y que había sido defendida por el Sr. Pelayo Cuesta, podía armonizarse con el liberalismo democrático, siendo, por tanto, cuestión de accidente y de localidad la elección entre esta monarquía y la república democrático constitucional; doctrina sensata, política y salvadora, sostenida por todos los oradores demócratas del Ateneo, excepto los Sres. Carvajal y Grael; representantes de un añejo y desacreditado [507] republicanismo intransigente, que está fuera del movimiento actual de la ciencia política, y que sólo ha dado y dará frutos de perdición. Monarquía inglesa o república parlamentaria, ordenada y sensata; el principio del Selfgovernment simbolizado en el régimen de las libertades necesarias, en el jurado, en el sufragio universal (que, al menos, como hecho consumado debe aceptar todo demócrata), en la más amplia descentralización, y en la libertad de las elecciones; dos Cámaras, dando al Senado la representación de los organismos sociales; libertad de la conciencia y del pensamiento, de imprenta, de reunión y de asociación; garantías individuales (libertad civil), distinción entre el poder ejecutivo y el del jefe del Estado; sentido ético y orgánico de éste, con base individualisa y reformas sociales de carácter terapéutico, prudentes y sensatas. He aquí, en suma, el programa que desenvolvió con elocuencia el Sr. Azcárate.

Quería el Sr. Azcárate que este programa, reducido todavía a términos más sencillos, a saber, al Selfgovernment y a las libertades necesarias, fuese la bandera de un gran partido liberal en que cabrían todos los matices del liberalismo y de la democracia, partido que un día y otro, dentro siempre de las vías legales, se dedicase a la propaganda de sus principios hasta lograr el anhelado triunfo. ¡Grandiosa y salvadora idea por cierto! Por nuestra parte la aceptamos con júbilo; pero tememos que la incurable inmoralidad política de este país no permita realizarla. ¡Tanto peor para la causa de la libertad, que sólo por este camino podrá llegar a prevalecer!

Deber nuestro es, entre tanto, llamar la atención de la opinión liberal sobre solución tan fecunda y salvadora, y felicitar calurosamente al Sr. Azcárate por su magnífico discurso, que vale algo más que un mero triunfo oratorio; pues representa un servicio insigne prestado a la causa de la libertad, de la patria y de la civilización.

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El discurso del Sr. Canalejas, notable por su elegante elocuencia, ofreció en el fondo una gran contradicción. Como el Sr. Canalejas (que en materia de inventiva compite con el Sr. Moreno Nieto) ha imaginado para su propio recreo un racionalismo místico y cristiano que nadie toma en serio, y se obstina hoy en defender, como cosa peregrina y actualidad triunfante, idealismos que descansan tiempo ha en la tumba que guarda los restos de Hegel; y como, por otra parte, su claro talento le obliga a moverse en direcciones más reales y exactas, su último discurso, reflejo de esta contradicción, consta de dos partes, que braman de verse juntas, a saber: un exordio y un epílogo que pugnan de todo en todo con el centro del trabajo.

En efecto, cuanto dijo el Sr. Canalejas acerca del concepto y naturaleza del arte de su carácter puramente formal, de su independencia y propia finalidad; cuanto alegó en contra del arte docente y del arte sujeto a la moral y a la religión; cuanto dijo sobre la [508] historia del arte religioso, fue la exacta expresión de la verdad, como quiera que para exponerlo no traspasó los límites de la indagación histórica y la psicología estética. Por eso combatió con fortuna el idealismo de Platón y sus imitadores, hasta Hegel, probando cumplidamente que el arte es forma pura, y demostró con irrebatibles argumentos su legítima independencia; porque en todo esto no hizo otra cosa que seguir paso a paso la experiencia, iluminada, sin duda, por ese elemento racional que nadie niega, pero que nada tiene de común con el antiguo idealismo.

Pero a la par que esto hacía, nos hablaba el Sr. Canalejas de una estética moderna (no idealista ni hegeliana) que pone en Dios el fundamento de la belleza estética, de la que luego no hacía uso alguno, porque en realidad para nada le servía en el curso de su posterior indagación, y cuyos maestros y fundadores no citaba, porque en realidad, o es sólo el fruto de algún pensador aislado, desconocido y sin influencia, o sólo existe (y esto es lo más probable) en la imaginación del Sr. Canalejas. Al mismo tiempo nos decía que el arte es esencialmente religioso, sin tener en cuenta que, siendo una pura forma, esencialmente no puede ser nada, sino que ha de inspirarse indistintamente en todo género de realidades e ideales, y sin reparar en que desmentía esta afirmación con su excursión histórica, de la cual todo resultaba probado menos eso. E igualmente, después de decir que el Dios del arte viene a ser la suma de todos los dioses, y que el arte es un panteón en que todos los cultos caben con igual derecho y valor, nos hablaba de la necesidad de que prevalezca el arte cristiano y nos pintaba un renacimiento religioso, representado por el vaporoso cristianismo esencial de su invención, sin notar que así contradecía su tesis anterior.

Esta grave contradicción no impide que el discurso del Sr. Canalejas abunde en buenas doctrinas estéticas, acertados puntos de vista, valiosos detalles y notables indicaciones de gran valor histórico; pero muestra el daño que al Sr. Canalejas causa ese fantástico misticismo de que se ha hecho campeón, y que no toman en serio ni los creyentes ni los racionalistas: los primeros porque no ven en él (y con razón) el germen de una religión verdadera; los segundos porque no creen compatible el racionalismo con sus ensueños fantásticos. Parécennos esas tentativas cristiano racionalistas cosa semejante al neoplatonismo de los alejandrinos, que no lograron fundar una religión ni crear una filosofía; porque ni a la ciencia satisfacían sus estáticos idealismos, ni al sentimiento religioso cuadraba sustituir los dioses vivos, activos, plásticos y populares del paganismo por la descolorida triada de Plotino y por aquella serie de nebulosas hipóstasis alejandrinas, sombras vagas y sin vida, que nada decían al sentimiento ni representaban nada para la razón. [509]

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Tres libros importantes se han publicado en esta quincena: uno filosófico, político otro, e histórico el tercero. Titúlase el primero El Positivismo y lo constituyen las lecciones explicadas sobre este tema por el Sr. D. Pedro Estasén en el Ateneo de Barcelona que, dando pruebas de una intolerancia impropia de una asociación que lleva este nombre, prohibió la continuación de dichas conferencias. Negra mancha ha echado sobre sí con conducta semejante el Ateneo de Barcelona, que ya no puede considerarse como verdadera representación del movimiento intelectual de aquella ciudad culta, sino como foco de reacción y antro tenebroso de intransigentes ultramontanos.

El Positivismo es una exposición bastante fiel y metódica de las doctrinas de esta escuela (singularmente de las de Comte), que se resiente algo de los temores del autor y de la presión incalificable en él ejercida por el Ateneo barcelonés. El libro merece leerse por ser una exposición del positivismo, accesible a todas las inteligencias. ¡Lástima grande que, sin duda por haberse hecho la impresión muy de prisa o no haberse corregido el original (si no es porque el señor Estasén halle dificultades en el manejo de nuestro idioma), la forma literaria de esta obra sea tan notablemente inferior a su fondo!

* * *

Es cosa frecuente la existencia de espíritus que, enamorados de una idea olvidada de puro añeja, o de todo punto extravagante, luchan en medio de una sociedad que no les atiende, porque prevalezca esa idea, con una constancia y una fe dignas de mejor causa. Tal acontece con el señor D. Calixto Bernal, autor del libro titulado El Derecho, que es la reproducción ampliada de otro que ha tiempo publicó con el título Teoría de la autoridad. Cual si nada le dijeran al Sr. Bernal la unanimidad de la opinión contraria a su doctrina y el olvido y descrédito en que ésta yace, ha dedicado toda una vida a defender nada menos que el ejercicio directo de la soberanía popular, entendida (con el absurdo criterio de Rousseau) como fuente infalible e impecable de todo derecho, toda autoridad y todo bien. La soberanía absoluta, infalible e inapelable del pueblo, directamente ejercida en la plaza pública, como se hacía en Grecia y Roma, tal es la peregrina teoría que tiene el valor de resucitar, como fórmula ideal del derecho público, el Sr. Bernal. Un pueblo siempre reunido en los comicios para hacer todo género de leyes y nombrar toda suerte de magistrados; un regente electivo y vitalicio, encargado del poder ejecutivo y asistido por una especie de consejo de funcionarios, revestido de las más exorbitantes atribuciones; he aquí el bello ideal con que brinda el autor de El Derecho a los amantes de la democracia.

Inútil es decir que esta doctrina pertenece al número de las que ya [510] no se discuten porque no hay necesidad de discutirlas. Nos abstenemos, pues, de hacerlo y nos limitamos a deplorar que las felices dotes del Sr. Bernal se empleen en defender cosas semejantes.

La Vida de la Princesa de Éboli, debida a la pluma del Sr. D. Gaspar Muro, precedida de un notable prólogo del Sr. Cánovas, y enriquecida con número copioso de documentos inéditos importantísimos, es un trabajo histórico de gran valía que merece examen más detenido que el que nos consienten los estrechos límites de una revista. Indicaremos, sin embargo, las cuestiones capitales que su estudio provoca y la opinión que sus conclusiones nos merecen.

El libro del Sr. Muro tiene por objeto resolver un importante problema histórico y responde a un doble propósito del autor, que consiste en rehabilitar a Felipe II y dulcificar las negras tintas que hasta ahora rodeaban la figura de la Princesa de Eboli. El problema histórico es dilucidar si hubo o no relaciones amorosas entre estos personajes, cuestión que siempre fue muy controvertida por la crítica.

El Sr. Muro niega terminantemente que hubiese entre el rey y la princesa correspondencia amorosa, fundándose en todo el conjunto de documentos que en su libro se publican y en razones de crítica histórica que menuda y discretamente expone. Pero una vez concedido este aserto, ocurre preguntar cuál fue la verdadera causa del rigor desplegado por Felipe II contra Antonio Pérez y la princesa, a lo cual no satisface, ni mucho menos, la contestación del Sr. Muro, para quien la razón del precitado rigor queda reducida a no querer dichos personajes reconciliarse con el secretario Mateo Vázquez, a haber indicios de que éste corría peligro por parte de aquellos, y a ser demasiado altiva la de Eboli.

Esto, no sólo no es resolver el problema, sino que pone a Felipe II en peor lugar de lo que quisiera el Sr. Muro, tan atento a enaltecerlo y rehabilitarlo. Una estrecha prisión de doce años en que se prodigan contra la princesa el desprecio, el rigor y el ultraje; una tenaz y cruelísima persecución contra Antonio Pérez, la cual más parece obra del odio que de la justicia; cosas son que no pueden explicarse por tan fútiles motivos; y de aceptarse tal explicación, Felipe II aparecería como el más caprichoso e insensato de los tiranos, mejor aún, como un imbécil, pues sólo quien tal es puede ser capaz de aplicar a tal falta tan terrible castigo y de dar a las rencillas y chismes mezquinos de dos ministros y una mujer intrigante las colosales proporciones de un grave negocio y proceso de Estado.

Ni cabe atribuir el hecho a la muerte de Escobedo, a no aceptar la juiciosa opinión del Sr. Cánovas; pues no se comprende que por ceder a las instancias de Mateo Vázquez y a las gestiones de los parientes del difunto, consintiera el rey tan fácilmente en cometer la negra [511] villanía de someter a proceso al que había obrado por su orden y la grave torpeza de comprometer su nombre en tal negocio. Menos cabe suponer en Felipe tal apasionamiento por Vázquez que el hecho de no poder avenirlo con Pérez y la princesa pudiera decidirle a privarse de los valiosos servicios del primero y a perseguirlo con sin igual ensañamiento, ni menos a castigar con tanta dureza a la que, sobre ser tan alta señora, era viuda del mejor de sus amigos y consejeros.

Es, pues, necesario ahondar el asunto y buscar una causa más transcendental de hechos tan graves; y que esta causa existe, cosa es que sin duda no aparece con la claridad de una prueba evidente en los documentos publicados por el Sr. Muro y en los demás ya conocidos a que se refiere; pero que palpita y se adivina de tal suerte en todos ellos, que sólo la preocupación le ha impedido ver lo que tan claramente ha adivinado con su natural perspicacia el señor Cánovas.

Pero ¿qué es lo que ha visto el Sr. Cánovas? ¿Por ventura la añeja anécdota de los amores del rey y la princesa, tal cual la refirieron Branthome y Leti? No, ciertamente; la falta de fundamento serio de esta anécdota resulta plenamente probada con la publicación del libro del Sr. Muro. Pero queda otra hipótesis, que es la sostenida por el Sr. Cánovas, fundándose en multitud de indicios sueltos, que no ha sabido o no ha querido relacionar el Sr. Muro, en muchas y significativas fases de los documentos que éste publica, y sobre todo en las Relaciones de Antonio Pérez, cuya veracidad defiende el señor Cánovas con sólidas razones. Esta hipótesis es que el rey solicitó sin éxito a la princesa, y que al descubrir, no sólo que ésta se hallaba en amorosa intimidad con Pérez, sino que a la venganza de ambos habían sacrificado a Escobedo, engañando al rey y tomándole por instrumento de sus planes, Felipe II se sintió ofendido como rey y como hombre, y su terrible cólera estalló, no sin razón por cierto, para caer como rayo vengador sobre la cabeza de los culpables.

Con esta hipótesis no sólo se explica todo cumplidamente, sino que la figura de Felipe aparece menos odiosa; pues a decir verdad, pocos en su caso y disponiendo de su poder dejaran de hacer otro tanto. Herido en el amor propio, que nunca perdona; engañado por los que le debían confianza y favores; trocado en cómplice inconsciente de personal venganza, que él creyó resolución de Estado, no era maravilla que su ira se encendiera y le llevara a terribles extremos; ni ha de extrañar en tal caso que tratara a la princesa con un desprecio y a Pérez con un rigor, que no tienen excusa posible en la hipótesis del Sr. Muro.

Extraño es el empeño con que este señor procura enaltecer a la de Éboli, llegando a presentarla como merecedora de figurar dignamente en las páginas de la historia como el último representante de la antigua nobleza castellana. ¡Medrada estaba la nobleza castellana [512] si su digna representante hubiera de ser una mujer impúdica, ambiciosa, casquivana, altiva y sin juicio, dominada por una pasión culpable, capaz de no retroceder ante el asesinato, el engaño y la deslealtad para con su rey, poco atenta al gobierno de su casa y de sus hijos, y piedra de escándalo en toda ocasión y lugar! Hay personajes históricos que no pueden rehabilitarse y uno de ellos es la Princesa de Éboli, por más que haga su discreto historiador.

Por no prolongar esta Revista, no entramos tampoco en el examen de la rehabilitación de Felipe II, que también intentan el señor Muro y su prologuista. Decimos del rey lo que de la princesa; para él no hay rehabilitación posible. Pruébese que no amó a la de Éboli, que no fue autor directo ni indirecto de la muerte de D. Carlos; sea enhorabuena; con ello dejará de ser el monstruo que antes se soñaba; pero no dejará de ser el tirano funesto, causa principalísima de los infortunios de la patria. Dejad suprimido el parricida y el adúltero; todavía quedará el verdugo de Flandes, de los fueros de Aragón y de la libertad del pensamiento; todavía quedará el entronizador del más ciego absolutismo y de la más desatentada intolerancia; todavía quedará lo suficiente para que su nombre sea mirado con execración por los amantes de la libertad y de la patria, y su recuerdo maldecido por la historia.

M. de la Revilla

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