Revista Contemporánea
Madrid, 30 de enero de 1877
año III, número 28
tomo VII, volumen II, páginas 275-288

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

S¡Singular destino el de D. José Zorrilla! Pocos hombres habrán gozado del privilegio que le otorgó la suerte: el de sobrevivirse a sí propio. Para él la existencia tiene algo de aquel eterno presente que la teología concibe en Dios: para él el juicio de la posteridad y la gloria póstuma no son esperanzas de ultratumba, sino realidades que con sus propios ojos contempla.

Inmóvil en medio de las generaciones que rápidamente se suceden; envuelto en la misteriosa aureola de la leyenda, compañero de los hombres del pasado, maestro de los del presente, evocación de un recuerdo para aquellos, personificación de un ideal y de una época, legendario fantasma de otros días para éstos; fantástica figura, que con ser de carne y hueso, tiene la apariencia de un muerto resucitado que se mueve por milagro en medio de una sociedad que no es la suya; Zorrilla ofrece uno de los más singulares fenómenos del mundo moral y da cabal idea de la vertiginosa marcha de este siglo en que treinta años bastan para trocar una existencia en leyenda, una realidad viviente en remoto recuerdo, un hecho de reciente fecha en poética antigualla. Sólo este siglo de vértigo, hijo del huracán y del caos, es capaz de convertir en breves días las historias en leyendas y los vivos en sombras.

No hace treinta años era Zorrilla el centro de un poderoso movimiento literario, el lábaro de una secta numerosa; hoy es el recuerdo de un ideal poético y social que nos parece tan antiguo como las Pirámides. ¿Dónde está ya la sociedad que le rodeaba, imitaba y aplaudía? ¿Dónde la juventud que bebía la inspiración en [276] los acentos de aquella lira, la más melodiosa que pulsaron manos españolas? ¿Dónde aquella generación romántica que veía en el poeta un ser misterioso, especie de profeta encargado de misión altísima, ave vagabunda que en sus cantos reflejaba el alma de la humanidad, las armonías de la naturaleza y las excelsitudes de lo divino? ¿Dónde aquella mezcla de caballerescos sentimientos, de amargas dudas, de enamoradas o desgarradoras quejas, de piedad entusiasta, de pasión ardiente y fatal, que en confuso torbellino brotaban del laúd romántico? ¿Dónde aquella nostalgia poética de lo pasado, aquel hastío de lo presente y aquella esperanza en lo porvenir? ¿Dónde, en fin, aquel raudal de inspiración y de poesía que llenaba toda la vida y en discorde asociación engendraba a la par sublimidades y monstruos, grandiosas concepciones y torpes delirios, aspiraciones encontradas, ideales contradictorios, blasfemias y plegarias, carcajadas nerviosas y ardientes lágrimas, cantos angélicos y satánicos aullidos? ¿Dónde, dónde está aquel inimitable y originalísimo período romántico?

¡Ay! De todo aquello sólo quedan dos cosas: un recuerdo en la historia y la figura legendaria del último de los románticos, último en el tiempo, primero en la gloria. Incontrastable como la roca que azotan los vientos y golpean las olas sin conmoverla, Zorrilla se mantiene donde estaba cuando el romanticismo era el Verbo de la época, el lábaro del arte. Los años han encanecido aquella melena característica que tanto nos sorprendía en otros tiempos, recortado aquella mefistofélica perilla y surcado de arrugas aquel rostro en que veíamos la personificación del ideal romántico; pero no han apagado el fuego de aquellos penetrantes ojos, ni el de aquella fantasía poderosísima que no tiene igual en la historia literaria. Esa aparición a la vez halagüeña y medrosa, a que llamamos el Zorrilla de hoy, es todavía el Zorrilla de ayer. Para su alma no ha pasado el tiempo, no se ha movido la humanidad, no se ha desarrollado la historia: es el mismo, es el Zorrilla de la leyenda, el Zorrilla que apareció como por tramoya sobre la tumba de Larra, el Zorrilla de Don Juan Tenorio y El Zapatero y el Rey, de los Cantos del Trovador y de Alhamar el Nazarita, el Zorrilla con cuyas obras e imagen estamos familiarizados desde niños, aquel Zorrilla tan popular como el Cid y no sabemos si tan legendario como él.

Cuando, hace pocos días, rodeado de una multitud ansiosa y [277] conmovida, le veíamos aparecer en la cátedra del Ateneo y leer con vigoroso y sentido acento sus inimitables cantos, experimentábamos una emoción semejante a la que sentiríamos si, en medio de esta sociedad descreída, surgiera de repente la figura de alguno de los primeros apóstoles cristianos. Era aquello una verdadera aparición del otro mundo, era un ideal hecho hombre, surgiendo del polvo de la historia, como por arte mágica, un fantasma de otros días hablando en arcaico lenguaje ante una generación confusa y absorta.

Él, el poeta de fantasía rica y vigorosa, el que ha hecho de la palabra humana mágica paleta, con cuyos colores pinta la naturaleza y retrata la historia más gráficamente que los pintores más insignes; el poeta de la forma, que hace de la poesía riquísimo ropaje cuajado de refulgentes joyas, bajo el cual no se oculta otra cosa que aspiraciones vagas o indefinidos sentimientos; el poeta que sabe hacer sentir, sin conseguir hacer pensar, y que, al producir en el alma intensísimo deleite, cumplidamente muestra que la belleza, el arte, la poesía, no son otra cosa que formas desnudas, cuya mera exhibición, sin trascendencia ni idea alguna, basta para conmover lo más hondo del espíritu humano; aparecía hoy ante una generación que en todo busca enseñanza, que acaso no ve en la poesía mas que la bella forma de la verdad, que se cuida mucho de pensar y poco de sentir, que, descreída, indiferente, positivista, desamorada, huérfana de fe, no muy abundante de esperanza, sólo acierta a formular quejas, llorar desengaños, proferir blasfemias, y arrancar notas desesperadas a una lira ronca, sobre una tierra árida y desierta y bajo un cielo sombrío y sin Dios.

Apareció Zorrilla; rodeábanlo la poesía del recuerdo, el encanto de la leyenda, el prestigio de la fama. Leyó con robusto acento sus poesías; pugnaban todas ellas con el espíritu y las tendencias de los que le escuchaban; hablaba en frases apasionadas como las de un hijo del desierto, melancólicas como el murmullo del arroyo, dulces como la brisa de Abril, de aquel amor patético, apasionado, voluptuoso, sombrío, que inspiraba a la musa romántica, de aquella nostalgia de lo pasado que le aquejaba, de aquellos caballerescos sentimientos que palpitaban en ella; pintó de un modo inimitable las viejas leyendas, los poéticos encantos de la naturaleza, las dulzuras de la fe, las glorias de la patria, lo maravilloso y lo legendario, lo [278] fantástico y lo ideal; y aquel auditorio, en que, seguramente, no había un solo romántico, donde, en cambio, abundaban las almas heladas por el viento de la duda y amargadas por el espíritu crítico y pesimista del siglo, aplaudió con entusiasmo, sintió emoción profundísima y, al premiar con ovación ruidosa a aquel arcaico poeta, alma de otros días perdida en las sombras de lo presente, mostró una vez más a cuánto alcanza el poder del genio, sobre todo cuando se llama Zorrilla.

Y es que, aparte de lo solemne de aquel momento, consagrado por la aparición augusta de un genio (mejor dicho, por su resurrección), aquel eco de otros días era para el espíritu lo que la fresca brisa del Océano para el que atraviesa la abrasada arena del desierto. Era grato, en verdad, refrescar la mente en aquella poesía llena de vida y de luz, espaciar el ánimo por aquellos hermosísimos horizontes, deleitarse, siquiera por un momento, en la contemplación del ideal, aspirar con ansia aquella atmósfera de embriagadores perfumes, de suaves brisas, de deslumbradoras claridades.

Era grato pensar en aquellos tiempos en que lo bello penetraba la vida, y lo ideal la enaltecía. Y la fe prestaba alientos, y la esperanza templaba los dolores y todas esas grandes cosas y esos grandes sentimientos eran la vida y el alma de los hombres. Era grato, sobre todo, percibir aquel ideal hermoso y apetecible a través del mágico velo de una poesía, majestuosa a veces, sentida otras, rica siempre en color, inimitable en las descripciones, portentosa en los relatos, inspirada en las imágenes, adornada con las galas de la verificación más primorosa, a la vez música y pintura, prueba admirable de lo que puede ser esta habla castellana cuando la manejan genios como el que en aquellos momentos inundaba de inefables goces el espíritu de los que le escuchaban.

¡Ah! ¿Por qué todo eso ha de ser un sueño? Por qué no ha de ser Zorrilla eco del presente, y no recuerdo de lo pasado? Vano es preguntarlo e inútil lamentarse de ello. Así lo quiere la ley inflexible de la historia. Arrástranos torbellino superior a nuestras fuerzas; caminamos por ajeno y desconocido impulso, que por ignorados senderos nos arrebata. ¿A dónde? ¿Al abismo o a la salvación? ¿Quién lo sabe? ¿Por ventura no es ese el secreto del porvenir? Necio fuera tratar de averiguarlo. Dejémonos de tales intentos, y saludemos al genio, con la admiración que lo grande excita, con el [279] respeto que el recuerdo produce, con el entusiasmo que el patriotismo impone. Cierto que su legendaria resurrección no es la de un ideal o de una escuela que pasaron para no volver; pero es la de un gran poeta, gloria de su patria. Juzgóle la historia de una manera tan definitiva como justa; llegó para él el juicio de la posteridad antes que el golpe de la muerte. Testigos nosotros de su resurrección, sólo nos toca ceñir a su frente el laurel merecido, y rendirle el tributo de nuestra admiración entusiasta.

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La historia del Ateneo en esta quincena nada ofrece que pueda compararse a la solemnidad a que acabamos de referirnos. Los debates continúan sin incidente notable a la fecha en que escribimos estas líneas, y los oradores se disponen a terciar en el nuevo e importantísimo tema que muy luego pondrá sobre el tapete la sección de literatura.

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Entre las varias publicaciones recientes, la más importante, bajo el punto de vista literario, es la novela Gloria del Sr. Pérez Galdós.

No titubeamos en afirmar que ésta es la mejor obra del distinguido novelista y una de las mejores novelas españolas contemporáneas, no sólo por las cualidades artísticas que la avaloran, sino por el alcance del pensamiento que encierra.

Atento hasta ahora el Sr. Pérez Galdós a ostentar su talento descriptivo y su destreza para diseñar caracteres, en los bellos cuadros históricos: La Fontana de oro, El Audaz y los Episodios nacionales, no parecía muy dispuesto a profundizar en sus obras los graves problemas psicológico morales en que ejercitaban sus talentos Alarcón y Valera; pero a contar desde la publicación de Doña Perfecta, el ingenio del Sr. Galdós ha tomado un nuevo rumbo que, a juzgar por su última producción, lo llevará en breve a grandes alturas.

Gloria no es simplemente una novela entretenida y amena, un animado cuadro de costumbres, una narración histórica interesante como las demás obras del Sr. Galdós, sino un bellísimo estudio [280] psicológico, en el cual se plantea con raro acierto y valentía notable un transcendental y gravísimo problema, ya iniciado en Doña Perfecta. Con esta publicación entra el Sr. Galdós en el campo vastísimo de la novela psicológico social, y acreditándose de pensador profundo cuanto de observador atento, se coloca de un golpe en aquellas alturas en que el artista confina con el filósofo, y la obra de arte es a la vez acabada manifestación de la belleza y fuente de transcendentales enseñanzas.

La perturbación que en las más íntimas relaciones humanas puede producir, y de hecho produce, la intolerancia religiosa; las horribles y desgarradoras luchas con que la sociedad y la conciencia se sienten atormentadas por causa de la diversidad y oposición encarnizada de las creencias; he aquí lo que constituye el asunto de Gloria. Dos almas nobilísimas y enamoradas, separadas violentamente primero, precipitadas en el pecado y en la desesperación después, por razón de las distintas creencias que cada una profesa, y a impulsos de la bárbara intolerancia de nuestra sociedad: he aquí el trágico y doloroso drama que se desenvuelve en las páginas de esa novela, páginas llenas de sentimiento y amargura, en que a cada paso vibra la enérgica protesta del libre espíritu del autor contra tamaños horrores.

Gloria y Daniel Mórton se aman con ardiente frenesí. Jóvenes, hermosos, amantes, dotados de luminosísimas inteligencias, de nobles corazones, de valiosas virtudes, nacidos el uno para el otro, dignos ambos de la felicidad, vense arrastrados al abismo del dolor y de la desgracia, por pertenecer a distintas religiones. Así lo exige la intolerancia de los que les rodean y de ellos mismos, así lo exige la inhumana doctrina que al dividir a los hombres en réprobos y elegidos, abre entre ellos infranqueable abismo y trueca en horrible antagonismo y lucha la fraternidad que debiera existir entre los que se llaman hijos del mismo Dios.

El problema religioso reviste, pues, en Gloria formas diversas de las que presentaba en Doña Perfecta. Luchaba allí el libre pensamiento contra el fanatismo y la hipocresía; luchan aquí creencias diversas, honrada y sinceramente profesadas; el abismo es más profundo y doloroso por tanto, y la lucha más terrible y patética en este caso que en el primero, porque el libre pensador fácilmente cede; el creyente sincero jamás transige. [281]

Para poner más de relieve lo espantoso del problema, el Sr. Galdós ha planteado la oposición entre las dos religiones más irreconciliables y enemigas: el catolicismo y el judaísmo. La horrible saña, la despiadada intolerancia con que se persiguen, muéstrase en Gloria, dispuesta a rebelarse contra su sangre y su fe mientras cree que Mórton es protestante, fanática e intransigente cuando sabe que es judío. Con vivos y patéticos colores ha sabido pintar el Sr. Galdós esta ceguedad incurable de las conciencias cristianas, ceguedad que ha empapado en sangre y lágrimas la tierra, y que ha sumido en la pobreza a nuestra patria, arrojando a la vez sobre ella eterna e imborrable mancha.

En cuatro personajes, trazados de mano maestra, ha representado el Sr. Galdós los diferentes aspectos de la agitada conciencia religiosa de nuestros tiempos. En el obispo ha pintado la fe acompañada de la caridad y del amor, la fe sencilla, pura, simpática que es intolerante por convicción, pero sin saña; que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva; que crea los apóstoles y los mártires, pero no los inquisidores. En D. Juan de Lantigua la fe intolerante y selvática, desinteresada y noble en sus móviles, nacida de profunda convicción, pero falta del perfume de la caridad y exaltada por el fanatismo: fe respetable y repulsiva a la vez, dispuesta por igual para las grandes acciones, los heroicos hechos, los sacrificios sublimes y los más sangrientos crímenes. Finalmente, en D. Rafael del Horro y D. Juan Amarillo ha pintado la negra hipocresía, la fe mentida y falsa, hija del interés y del cálculo, que oculta en el fondo una incredulidad o una inmoralidad repugnante; la fe de esos sepulcros blanqueados que forman la insolente y corrompida vanguardia del ultramontanismo.

Por igual cooperan todos estos personajes al triunfo de la intolerancia, al aniquilamiento de la razón y de la justicia. Mueve a los unos ardiente caridad, a los otros profunda convicción, a algunos torpes y mezquinos móviles; pero todos caminan unidos en nefanda cruzada contra la civilización y el progreso, y de todos son víctimas aquellos corazones nobilísimos cuyo único delito es querer borrar con el amor las absurdas diferencias creadas por la intolerancia, cuya desgracia es vivir en sociedad bastante atrasada y bárbara para que la religión sea en ella una fuente de perturbación y causa de guerra en vez de ser símbolo de amor y de fraternidad. [282]

¡Qué reflexiones acuden a la mente al leer las inspiradas páginas de Gloria! ¡Qué graves problemas asaltan al ánimo en presencia de aquella historia conmovedora y patética! Libro es ese que hace pensar tanto como sentir, que encierra en cada línea provechosa enseñanza, que se lee con deleite y con preocupación profunda, que deja en el alma tristeza y amargura, porque si algo se desprende de él, es que en la actual constitución de la sociedad, la religión, que debiera ser un gran consuelo, es casi siempre un terrible torcedor de la conciencia y una perturbación profunda de la vida.

Acción sencilla, patética y en alto grado interesante; caracteres llenos de vida y de verdad; descripciones bellísimas; conmovedoras escenas; profundos pensamientos; excelente lenguaje; acabadas pinturas de la sociedad y delicados análisis del corazón; he aquí los méritos que avaloran la notabilísima producción del Sr. Galdós. Cierta falta de color en la figura de Mórton, alguna inverosimilitud en pensamientos y discursos atribuidos a Gloria, excesivo artificio en la preparación del desenlace, tales son los leves errores que ligeramente la empañan. Ninguno de ellos es suficiente para privarla de sus méritos ni para impedir que el Sr. Galdós ocupe desde hoy uno de los más altos puestos entre los novelistas españoles.

Gloria tendrá una segunda parte. En ella se resolverá el terrible conflicto planteado en el final de la primera. Grave es el empeño y temeroso en el Sr. Galdós que nunca fue muy feliz para imaginar desenlaces. ¡Haga el cielo que en esta ocasión ande más acertado y no desvirtúe, al terminarla, los méritos de obra tan hermosa!

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Lugar distinguido debe ocupar entre las producciones que hemos de examinar aquí El Self government y la Monarquía doctrinaria, del Sr. D. Gumersindo de Azcárate. Tiene por objeto este estudio pintar la absoluta incompatibilidad que existe entre los dos términos que constituyen su título y exponer los sanos principios de la verdadera escuela liberal acerca de la legalidad de los partidos, el gobierno personal, la legitimidad de las revoluciones, las constituciones irreformables, el parlamentarismo, la [283] centralización, el jurado y las prerrogativas de la corona. Con recto y templado criterio plantea y resuelve el Sr. Azcárate tan difíciles cuestiones, desenvolviendo doctrinas igualmente distantes del doctrinarismo y de la demagogia y dando muestras de no vulgar sentido político. Muéstrase reservado (et pour cause) acerca de las formas de gobierno, pareciendo inclinado, sin embargo, a una monarquía democrática o a una república parlamentaria, igualmente aceptables para todo político liberal que no sea esclavo e idólatra de la forma como entre nosotros suele estilarse.

Conformes (excepto en la aplicación del jurado a los pleitos civiles) con las doctrinas expuestas por el Sr. Azcárate en su notable libro, quizá el mejor de los que ha dado a la estampa, nos creemos obligados, no sólo a felicitar a su autor, sino a recomendar su lectura a los amantes sinceros de la libertad y principalmente a los que aspiran a que el régimen liberal y democrático se funde en rectos principios, en procedimientos posibles y templados, y no en funestas utopías o desatentadas intemperancias. Hora es ya de ir formando una prudente y vigorosa democracia, profundamente liberal y sinceramente conservadora, apartada de todas las exageraciones y acomodada a las enseñanzas de la ciencia y el espíritu de los tiempos; hora es de prescindir de las tradiciones demagógicas y del culto idolátrico de las formas, que por sí nada significan ni valen en materia política; hora es, en fin, de que la democracia sea seria. Para contribuir a este resultado se necesitan libros como el del Sr. Azcárate, que con el suyo presta inestimable servicio a la libertad.

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Un joven escritor hasta hoy desconocido, D. Alfredo González Pitt acaba de publicar un cuento de cortas dimensiones titulado El espadín del guardia de Corps. Fúndase en una leyenda fantástica muy conocida y se reduce a una sencilla acción muy bien desarrollada y en la cual figuran algunos personajes dibujados a grandes rasgos, pero con no pequeño acierto. Salvo algunos descuidos en el lenguaje, esta obrita, tan interesante como amena, revela en su autor condiciones muy estimables, que hoy no pasan de promesas, [284] pero que cultivadas por el estudio podrán en su día darle honroso lugar entre los novelistas.

También merecen mención honrosa un curioso catálogo de Periódicos de Madrid debido al Sr. D. Eugenio Hartzenbusch y hecho con notable diligencia y esmero, unos Pequeños poemas del Sr. Montoto, dignos de aplauso por todos conceptos, una traducción de Las nubes de Aristófanes, publicada en Vitoria, discretamente hecha por el Sr. Baraybar y precedida de un bien pensado prólogo del Sr. Herran, y un bello Romancero de Navarra de don Hermilio Olóriz, compuesto de tres romances (Roncesvalles, Olant, Pamplona) tan patrióticos como inspirados y robustos.

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Juzgar un drama del Sr. Echegaray es siempre difícil empresa, sobre todo, cuando su representación está reciente, cuando el ánimo aún no ha sacudido la impresión terrible y fascinadora del primer momento y cuando no hay espacio ni tiempo suficientes para juzgarlo; pero juzgar un drama como O locura o santidad es punto menos que imposible.

Obras singulares, grandiosas y atrevidas ha escrito el Sr. Echegaray; inextricables problemas ha ofrecido a la crítica y terribles impresiones ha causado en el público; pero nunca como en esta obra excepcional, cifra y resumen elocuentísimo de todas las grandezas y de todos los lunares de su genio. Sin embargo, con ser tan oscuro el problema que al crítico toca dilucidar al examinar este drama, la calificación no es dudosa: O locura o santidad es la obra del genio, es el grandioso engendro de una inteligencia excepcional y poderosísima.

Consignemos ante todo que este drama representa una nueva fase en la dramaturgia del Sr. Echegaray, fase ya iniciada por Cómo empieza y cómo acaba y aun por La última noche; pero no desarrollada hasta ahora con tanta fuerza como en O locura o santidad. El drama psicológico, el íntimo drama de la conciencia, fundado más en un conflicto interior que en una colisión externa, he aquí el nuevo campo que invade el Sr. Echegaray, ganoso sin duda de buscar el efecto, no con la explosión de las pasiones ni la complicación de los sucesos, sino con los hondos dramas de la vida moral. [285]

Plantear un problema terrible y pavoroso en el alma de un personaje, hacer que de él arranque el conflicto dramático, y deducir de él una tesis transcendental y profunda; tal es el camino porque intenta dirigirse el Sr. Echegaray, camino tan erizado de peligros como fecundo en triunfos y que es el que debe recorrer la dramática moderna.

Ofrece, por consiguiente, el último drama del Sr. Echegaray dos problemas distintos: uno moral, otro literario, y no es fácil decidir cuál es el más oscuro y tenebroso, porque de tal manera ha desenvuelto su pensamiento el Sr. Echegaray, que no es tan llano como parece el descifrarlo. Es más, la extraña contextura de la obra es causa de que el elemento dramático aniquile al elemento moral y éste a aquel, porque, dadas las premisas y el modo de desarrollarlas o la tesis moral o la acción dramática están de más. De probar la tesis, el drama desaparece; de existir el drama, la tesis no se prueba. Veamos, en prueba de ello, cuál es el pensamiento del Sr. Echegaray y cómo lo desarrolla.

El pensamiento se reduce a probar que, dado el estado actual de la sociedad, el cumplimiento estricto de la ley moral puede atribuirse, y de hecho se atribuye, a la locura, o lo que es igual , que locura y santidad aparecen como términos idénticos ante la extraviada conciencia de la mayoría de las gentes. Si éste no es el pensamiento del Sr. Echegaray, confesamos que no entendemos lo que en su drama se ha propuesto demostrar.

Pero tal como está desarrollado el drama, esta tesis no se demuestra, pues lo que del conjunto de circunstancias y sucesos de aquel se deduce es que el cumplimiento de la ley moral se toma por locura, no por sí mismo, sino por las circunstancias especiales que lo rodean. Y con efecto, si los personajes del drama juzgan loco al protagonista, no es tanto por la extraviada resolución que en pro de la justicia adopta, como por la imposibilidad material de probar la verosimilitud del hecho en que la funda. Avendaño va a un manicomio, no por querer renunciar a un nombre y unas riquezas que no le pertenecen, sino por no poder probar que no le pertenecen verdaderamente. Lo que en el drama se prueba es que el hombre está sometido a la ley inexorable de la fatalidad.

Con efecto; supóngase que el documento auténtico en que consta la irreparable desgracia de Avendaño no hubiera desaparecido, y [286] nadie lo tendría por loco, sino por santo; pues todos los personajes creen que santo sería si su resolución se fundara en motivos reales. La idea de que está loco surge, es cierto, en la mente de los suyos; por lo extremado de su resolución; pero, aunque deplorándola y condenándola todos, fácilmente se arrepintieran de su precipitado juicio si él presentara la prueba de su desgracia. Sólo cuando no la presenta es cuando convienen en la realidad de su locura.

He aquí el grave, el imperdonable defecto de O locura o santidad. El pensamiento moral perece a manos de la acción dramática; el dramaturgo mata al moralista; la tesis no se prueba y el pensamiento queda falseado.

Pero no es esto sólo. Al pensamiento le daña también la exageración con que está presentado. Por más que ha hecho el Sr. Echegaray, en su personaje hay algo que traspasa los límites de lo racional; su sacrificio tiene algo de locura. Cierto que ni el nombre que lleva, ni los bienes que le pertenecen, son legítimamente suyos; pero no manos cierto que el problema que se plantea a sí mismo tenía solución racional y prudente. Obligado estaba a devolver aquellos bienes; quizá también a abandonar su nombre, aunque con usarlo a nadie perjudicara; pero ¿acaso no podía cumplir este deber sin menoscabo de afectos carísimos? ¿No podía confiar el secreto a los parientes perjudicados por la suplantación hecha en provecho suyo, devolverles sus bienes y aun abandonar su nombre, sin arrojar una mancha sobre su madre verdadera y sobre la supuesta, ni lanzar en la deshonra a su esposa y su hija? El conflicto de deberes que hay al parecer en aquel problema ¿no puede resolverse? ¿Tiene derecho Avendaño a deshonrar a toda su familia, incluso a la misma a que ha de favorecer su resolución, y está obligado a resolver con ruidoso escándalo lo que en sigilo y con prudencia puede resolverse? He aquí lo que no ve Avendaño, ni ha visto el Sr. Echegaray tampoco; por eso los personajes que al primero rodean tienen razón al creerle loco, y por eso el segundo no ha podido resolver el problema que en su drama ha querido plantear.

La virtud de Avendaño llega a una exageración notoria, y esto desvirtúa su carácter y quita todo efecto moral al drama, porque al sacrificar Avendaño la felicidad y la honra de los suyos a un supuesto deber que no le obliga a tanto, más tiene de Quijote que de [287] hombre racional y prudente. Otra vez aquí el drama borra el pensamiento moral, perjudicado por la exageración del carácter del protagonista.

Mucho hay que censurar en este carácter. Su estoica rigidez flaquea en favor de su madre, pues dada su austeridad no debiera dilatar su revelación hasta el momento en que aquella no corriera peligro; y siendo así, ¿por qué no flaquea ante el amor de su hija, que debiera ser mucho más fuerte que el de la madre? Es más: aquel carácter o es de hierro o no se concibe; aquella inflexibilidad en la abnegación requiere un alma de bronce; ¿cómo llora y se abate y gime a cada paso? Compare el Sr. Echegaray a Avendaño con Guzmán el Bueno, y verá cómo han de concebirse y representarse caracteres de tal naturaleza.

Culpable es también el Sr. Echegaray por haber escrito aquel tercer acto, lastimosa caída después de los que le preceden. El horror trágico de la situación capital del drama, consiste en la imposibilidad de que nadie crea en la cordura de Avendaño; no cabe concebir situación más conmovedora y patética, y el mero hecho de concebirla, basta para reconocer el vigoroso genio del Sr. Echegaray. ¿Por qué, recordando pasados resabios, ha rebasado la línea que separa a lo trágico de lo horrible y a lo patético de lo repugnante, trazando aquel espantoso tercer acto? ¿Qué necesidad tenía de que la familia de Avendaño lo hiciera encerrar despiadadamente en un manicomio? ¿A qué conducen aquellos horribles loqueros, y aquella espantosa escena final, en que los espectadores se sienten estremecer hasta la médula de los huesos ante aquella esposa que se niega a abrazar a su infeliz marido, aquella hija violentamente arrancada de los brazos de éste, aquella brutal lucha con médicos y loqueros, y aquellos aullidos del protagonista que resuenan lúgubremente en el alma del espectador? ¿Cuándo se convencerá el Sr. Echegaray de que esos recursos no son legítimos ni artísticos?

Declarados estos gravísimos defectos del drama, reconozcamos sus bellezas. La concepción (aparte de sus lunares) es grandiosa, eminentemente trágica, digna de un genio de primera fuerza; la misma exageración del carácter de Avendaño, con entrañar una inverosimilitud notoria, imprime a la obra un sello de indudable grandeza, porque la exageración del bien podrá no ser digna de imitación, pero sí de admiración y simpatía. El drama, [288] falto en general de movimiento, se desarrolla con una lógica, una naturalidad, una verosimilitud desacostumbradas en el Sr. Echegaray; no hay recursos falsos, ni amañados artificios, ni monstruosas inverosimilitudes; todo es posible y real. Las situaciones finales de los dos primeros actos son admirables; como la del último es trágica y patética, prescindiendo de los detalles repugnantes que la afean. Las figuras, en general, están bien tocadas, siendo muy bella la de Inés. Algunas escenas están llevadas con admirable ingenio, incluso la de los loqueros, repugnante, pero muy bien desarrollada.

El Sr. Echegaray ha hecho mal en abandonar el verso por la prosa. La que emplea en su drama peca de amanerada y sentenciosa y quita vida y colorido al diálogo. Y es que, por regla general, nuestros dramáticos, acostumbrados al verso, no aciertan a manejar el diálogo prosaico.

En resumen: el drama del Sr. Echegaray, con todos sus defectos, revela, a nuestro juicio, un progreso en su autor, tanto por encerrar un problema moral de verdadera importancia, admirablemente concebido, defectuosa pero grandiosamente desenvuelto, como por estar conducido con naturalidad y verosimilitud y sin caer en recursos falsos o de mal género, excepto en el tercer acto que, bien refundido, no sería, como es hoy, un lunar lastimoso de la obra. Es que al Sr. Echegaray le sobra genio y le falta talento dramático; por eso su drama no resulta hecho ni su pensamiento se demuestra en él; por eso produce al finalizar una impresión ingrata en el ánimo del público; por eso es más grandioso que bello; por eso, en fin, con ser un progreso, todavía no es el grado de perfección a que puede y debe aspirar el asombroso genio del Sr. Echegaray.

La ejecución excelente, distinguiéndose las señoritas Boldun y Contreras.

M. de la Revilla

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