Revista Contemporánea
Madrid, 30 de julio de 1876
año II, número 16
tomo IV, volumen IV, páginas 465-499

Gumersindo de Azcárate

El positivismo y la civilización

(conclusión)

IV

Hemos examinado hasta aquí los principios y afirmaciones del positivismo en sus dos tendencias crítica y ontológica, lo cual era preliminar indispensable para resolver la cuestión contenida en el tema propuesto. Pero teniendo éste por objeto examinar el género de influjo que aquella doctrina puede ejercer en la civilización, la cual no es otra cosa que la obra realizada por los pueblos en la vida, ocurre preguntar: ¿qué es ésta para el positivismo?, ¿qué concepto tiene de ella? Este punto nos ha de servir de transición natural para pasar del aspecto teórico o filosófico, hasta aquí examinado, al punto de vista práctico y de aplicación. Limitando nuestro estudio a la vida humana, puesto que esto es suficiente para la resolución del tema, comenzaremos haciendo notar que los positivistas consideran la sociedad como un organismo, idea que no es ciertamente nueva, pero que esta escuela ha desenvuelto y desarrollado dándole el carácter que no podía menos de desprenderse de su doctrina; esto es, que ha concluido por asimilar por completo el organismo social con el natural. Así, por ejemplo, H. Spencer compara a los políticos, comerciantes y trabajadores de la sociedad con los sistemas nervio muscular, circular y nutritivo del organismo animal; las mercancías a la sangre, y el dinero a los glóbulos rojos de ésta; y Huxley cree que el proceso de la organización social tiene más analogía con el de los compuestos químicos que no con el del desarrollo orgánico, en cuanto, dice él, los elementos que entran a componer un todo químico, pueden recobrar su individualidad, cuando aquel se descompone, como sucede con los miembros que constituyen la sociedad, y a diferencia de lo que acontece en el organismo animal{1}. [466] De todas maneras, siempre resulta que al desnaturalizar la condición de organismo que realmente tiene la sociedad, dándole un carácter meramente físico, viene a resultar, como ya hemos hecho notar en otro lugar, que queda la vida humana sometida a leyes fatales y necesarias con las cuales es incompatible la libertad{2}.

Dejando a un lado el examen de esta antinomia, de que ya nos hemos ocupado, debemos hacer constar aquí tan solamente que este concepto de la vida, en relación con otros principios del positivismo, ha dado lugar a que esta escuela extremara un error que encontramos constantemente en la historia del pensamiento humano. Nos referimos al influjo que en el modo de ser de los pueblos ejerce el medio natural. Desde los filósofos griegos hasta Montesquieu y desde éste hasta Cousin y Herder, se ha venido haciendo constar aquel género de influencia, estimándola unos causa absoluta de la vida, otros sólo causa concurrente, creyendo estos que inclina pero que no fuerza, aquellos que es una imposición necesaria con la que debe por lo mismo el legislador tratar y capitular{3}. Naturalmente el positivismo ha extremado, como decíamos, el papel que desempeña el medio natural en que se desenvuelve la vida, cayendo así en un verdadero fatalismo. En verdad que el clima, la posición geográfica, el territorio, etcétera, influyen necesariamente en aquella, pero no como causa, sino como medio; que, como tal, condiciona la [467] existencia, haciendo posibles unos desarrollos e impidiendo otros, e influyendo por lo mismo de un modo directo en las relaciones económicas e indirectamente en los demás órdenes sociales. Pero no sólo no es causa, sino que no es tampoco la única condición, puesto que prueban que a su lado existen otras, las modificaciones que aquella va experimentando, hasta el punto de haber podido decir un filósofo que cada vez hace más el hombre al territorio que no el territorio al hombre; y de aquí que, si atendemos al desenvolvimiento histórico de la vida económica, encontraremos, primero, una edad en la que la naturaleza se impone al hombre, el cual se siente ante ella como supeditado y amedrentado; luego, otra caracterizada por los esfuerzos que lleva a cabo el último para hacerse superior a la primera y durante la cual va incorporándose el trabajo humano en los seres naturales, que se convierten merced a esto en medios e instrumentos de que la humanidad se ha valido como verdaderas armas de guerra contra la naturaleza para subyugarla; y llega por fin la tercera edad, en la cual no es ya el predominio de la naturaleza como en la primera, ni el del trabajo como en la segunda, y sí el del capital su nota característica. Compárese si no la situación que ocupaba en la tierra el hombre primitivo, anonadado bajo el imperio incontrastable de las fuerzas naturales, y la que alcanza en los tiempos actuales en que son aquellas dóciles instrumentos que utiliza el hombre y de que se sirve para su bien.

Pero lo verdaderamente característico de la doctrina positivista respecto del modo de concebir, en relación con la vida, el principio de la evolución{4}, que no es otro que el devenir de Hegel{5}, aunque los positivistas han venido a afirmar [468] esta ley empleando el único método, según ellos, legítimo; esto es, la inducción. Como la escuela de que nos ocupamos concluye en muchos de sus adeptos en la unidad de esencia, y de aquí el carácter universal que pretenden dar a sus principios, resulta que el de la evolución tiene una trascendencia verdaderamente metafísica, y alcanza este carácter aún en los que se detienen en el punto de vista crítico, puesto que, quiéranlo o no, vienen a constituir aquella ley en explicación del modo de ser y de determinarse la realidad toda. En efecto, o la evolución tiene una base real sobre que asentarse, y entonces resulta un noumenos, sólo y único, en el cual aquella se da, o lo que le sirve de fundamento es tan sólo un principio pensado y sin realidad; si lo uno, desaparece la variedad de seres y de sustancias y queda la única y sola que, según hemos visto, viene a afirmar el positivismo ontológico, la materia; si lo otro, se viene a concluir en un idealismo sujetivo, y, consiguientemente, en el escepticismo a que lógicamente va a parar el positivismo crítico.

Por lo que hace al primero de dichos puntos de vista, ya hemos hecho notar en otro lugar que entre el espíritu y la materia se da un límite, que es infranqueable para la transformación y la evolución, única cosa que nos importa hacer constar aquí, pues no entra en nuestro propósito examinar esta doctrina en su relación con los seres naturales, mientras que interesa recordar aquí y dar por reproducida la distinción para salir al encuentro de aquellos filósofos y naturalistas que, confundiendo lo que nosotros hemos distinguido, suponen que la evolución enlaza sin solución de continuidad los fenómenos de la realidad toda, llegando a decir, por ejemplo, uno de ellos, Darwin, que el sentido moral es el grado más elevado de lo que es el instinto social en el animal, de donde se deduciría, entre otras consecuencias, el determinismo a que es conducida por varios caminos el positivismo ontológico.

En cuanto al segundo punto de vista, propio del positivismo crítico, que ha utilizado al efecto la enseñanza que se deriva del idealismo sujetivo de Kant y del idealismo absoluto de Hegel, haremos observar que es imposible afirmar la evolución o el devenir sin reconocer algo en que esta propiedad se dé; sin que baste decir que todo pasa y todo muda, puesto que siempre resultaría que el mudar mismo era una propiedad permanente, era inmutable; y por tanto, es [469] imprescindible admitir algo en que se asiente por lo menos esta propiedad que, según ellos mismos, no pasa ni cambia, puesto que la afirman como ley constante y necesaria. Además, los positivistas, en su empeño de no ver más que hechos y fenómenos, no pudiendo ni queriendo, por tanto, admitir que tras de cada serie de aquellos, y en indivisa unión con ellos, se dan esencias y sustancias, tienen que borrar los límites que separan a unas de otras, y de aquí el afán con que estudian la historia, así de la Naturaleza como de la Humanidad, con el intento de mostrar que, lejos de tener cada ser una esencia que constituye su propia naturaleza y que va determinándose en hechos sucesivos, los cuales cambian mientras que aquella permanece la misma, adquieren aquellos, mediante una transformación indefinida, nuevas propiedades, así como pierden otras; resultando de aquí que, así como se resuelven unas especies en otras especies, un reino en otro reino, de igual modo, lejos de haber sido y haber de ser siempre el hombre lo que consideramos hoy como su esencia propia, la cual ni con el tiempo cambia ni nuestra actividad es capaz de transformarla, ha ido adquiriendo, a través de los siglos, esas que nosotros llamamos propiedades esenciales, y que, según el positivismo, están en continua y perpetua transformación, no teniendo, por lo tanto, un fondo común el hombre de ayer, el de hoy y el de mañana.

Como cada cual sabe bien, atendiendo, no ya a principios racionales, sino tan sólo a la propia experiencia, que el hombre es impotente para mudar la naturaleza misma de los seres, inclusa la suya propia, y que ante aquella se detiene su libertad, esto es, que yo puedo regir mi voluntad y dirigir mi pensamiento, pero no ni en modo alguno suprimir ninguna de estas dos propiedades, sin que la atenta observación de todos los hechos de mi vida me deje ni siquiera vislumbrar la posibilidad de cambios y mudanzas de este género, los positivistas, tomando, por decirlo así, como cómplice de sus preocupaciones al tiempo, explican esto, que nos parece imposible, por el hábito y la herencia.

Dejando a un lado el examen de estos principios por lo que hace a su aplicación universal y contentándonos en este respecto con hacer notar que así el hábito como la herencia suponen necesariamente la identidad del sujeto en que mediante aquellos se verifica la transformación, y en consecuencia un principio de enlace entre los resultados de la misma, veamos cómo esta doctrina es inexacta con relación al hombre, que es lo que ahora nos interesa. Es verdad que el hábito convierte en segunda naturaleza las obras del hombre, «tejiéndolas en la trama de la vida como hilos de oro o [470] urdimbre grosera, según fue al nacer bien o mal ordenada la voluntad»; pero no lo es menos que por encima de esta segunda naturaleza que el hábito crea, está la primera y  esencial, que sirve de fundamento a la otra y de límite para ella infranqueable; y por esto no hay hombre alguno que deje de considerarse en todo momento capaz de sustraerse a la aparente imposición del hábito y de afirmar su libertad dirigiendo la vida por otra senda distinta de aquella por la que le viene encaminando la costumbre; y si bien es cierto que a estos cambios precede casi siempre una lucha, a veces terrible, que produce en la existencia del hombre crisis dolorosas, este mismo hecho es un testimonio vivo y elocuente del carácter subordinado, a la par que de los límites del hábito.

Y por lo que hace a la herencia, haremos observar tan sólo que ella es respecto de la especie, o si se quiere de la serie de los seres, lo que el hábito respecto del individuo, y por tanto, que es aplicable a la primera lo que queda expuesto con reacción al segundo. Además, la experiencia de todos los días contradice el supuesto necesario influjo de este elemento en cuanto nos muestra como individuos nacidos en iguales condiciones, en este respecto son entre sí muy distintos; y por lo que al hombre se refiere, no obstante las investigaciones hechas por los historiadores positivistas, quizás bajo el imperio de este prejuicio, la verdad es que nada se encuentra en la historia del hombre sobre la tierra que autorice para afirmar que con el transcurso del tiempo haya adquirido propiedad esencial alguna que antes no tuviera.

El erróneo concepto que de la vida tiene el positivismo, es una consecuencia lógica de sus principios, puesto que desde el momento en que se afirma solo la realidad del fenómeno, no es posible ver que la vida se desarrolla y desenvuelve sobre algo que es permanente, que es el núcleo de que aquella se deriva y el fundamento en que se asienta, y el cual no es otra cosa que la esencia de los seres vivos, que van produciéndola y determinándola, aunque sin agotarla, en la serie sucesiva de hechos que constituyen la vida. Admitiendo este elemento inmutable, se explica llanamente el devenir, la evolución, puesto que no es ésta otra cosa que la propiedad que tienen los seres de ir realizando su esencia y naturaleza en posiciones concretas y determinadas que se suceden, para lo cual es preciso que cuando aparece una, otra desaparezca, y de este modo llegue a ser la que antes no era, y constituyendo serie merced al enlace que entre unas y otras se da y que tiene por fundamento la identidad del ser en que se verifica.

Con lo dicho basta para dar una idea general del concepto [471] que de la vida da el positivismo, única cosa que aquí hace al caso; puesto que al examinar en lo que sigue el influjo que la tendencia determinada en las ciencias por esta escuela puede ejercer en la vida religiosa, moral, jurídica y social, tendremos ocasión de desenvolver algunas de las consecuencias que de estos principios generales se derivan.

Veamos, pues, el sentido que en cada una de las esferas expresadas trata de hacer prevalecer esta doctrina, hoy predominante en el mundo y cuyos principios filosóficos quedan examinados en todo lo que antecede.

V

Examinado en todo lo que precede lo referente a las afirmaciones teóricas del positivismo en sus dos matices crítico y ontológico, así como el concepto que de la vida da este sistema, veamos el influjo que la tendencia determinada por este sentido en las ciencias puede ejercer en el orden religioso, en el moral, en el jurídico y en el social, y así resultará apreciada la relación entre los dos términos que sirven de epígrafe a este trabajo, y contestado el tema que ha sido ocasión del mismo.

Comenzando, pues, por la religión, debemos ante todo hacer notar que no se trata de inquirir el efecto que el movimiento positivista pueda producir en esta o en aquella religión determinada, esto es, con relación a un dogma particular, una regla de vida, una práctica piadosa, &c., ni tampoco de la solución que deba o pueda tener el problema religioso en nuestros tiempos. En frente del positivismo, la religión misma{6}, y no esta o aquella , debe decir, como Hamlet: to be or not to be; that is the question, puesto que se trata de saber, si esta vida religiosa es un estado transitorio en la historia de la humanidad, o si, por el contrario, responde a algo que sea esencial en nuestra naturaleza; si el Ser que [472] sirve de base y fundamento a esta relación es verdaderamente «el punto místico de donde procede y a donde vuelve todo bien en el mundo»{7} y tiene existencia real, o es una pura abstracción, creación de nuestra mente. Al examinar esta cuestión, procuraremos no seguir el ejemplo de aquellos adversarios del positivismo que se contentan, al contestar a las observaciones y argumentos sobre este punto, con dar el calificativo de ateos a los partidarios y secuaces de esta doctrina. Basta recordar que los paganos tenían continuamente en boca este epíteto, para lanzarlo sobre los cristianos, para ser cautos, teniendo presente que cada individuo y cada pueblo se siente inclinado a suponer que todo aquel que no cree en el Dios que él adora niega ese mismo Dios, es ateo{8}.

La religión tiene en nosotros un doble fundamento: de un lado, el sentimiento de dependencia, y de otro, el de intimidad, ambos consecuencia de la relación esencial que se da entre el ser finito y el ser infinito. Nace el primero de que, según en otro lugar hemos visto, el hombre encuentra en todas las esferas de su conciencia algo que ni muda, ni cambia, ni es determinado, sino que, por el contrario, está siempre presente en su espíritu, le sirve constantemente de guía en la obra de la vida, y, lejos de estar a su alcance el rehacerlo o reformarlo, sirve de límite y barrera a la esfera en que se mueven su libertad y su actividad. Procede el segundo de que nos sentimos en íntima relación con la realidad toda, y así consideramos que nuestro destino se aúna al de todos los seres, debiendo por lo mismo determinar nuestros actos, no constituyéndonos en centro del mundo y poniendo éste a nuestro servicio, sino antes bien sometiéndonos y subordinándonos al fin universal de todo cuanto existe, a cuyo cumplimiento por tanto contribuimos y nos asociamos, reconociendo que sólo así la obra que realizamos responde a un tiempo a la energía que nos mueve a desenvolver nuestra propia naturaleza y al sentimiento que nos lleva a no ser una nota discordante en la armonía universal. Por esto, lo primero y fundamental en la religión es que el hombre obre siempre en vista de este sentimiento, de esta intuición del infinito, puesto que sólo de este modo puede alcanzar la vida un carácter verdaderamente piadoso; es decir, que la [473] religion en este respecto es una forma de aquella, en cuanto todo lo que obramos, todo lo que hacemos, debemos llevarlo a cabo pensando en que de esa suerte contribuimos al cumplimiento del destino universal de los seres y en debido acatamiento a las leyes que derivándose de la naturaleza y esencia del Ser absoluto infinito, rigen la existencia de todos ellos.

Pero ¿no es la Religión algo más que esto? ¿No es además de forma algo real y sustantivo, y por tanto, independiente de los otros fines de la vida? El hombre no se somete a aquella dependencia como a algo que se le impone fatal y necesariamente, ni tampoco estima como impuesta, igual e invariable la intimidad que le une con el ser infinito; antes, por el contrario, siente una necesidad interior que le mueve a no contentarse con realizar su vida, con sujeción a aquel doble sentimiento y un impulso que le lleva a entrar en comunicación mística con el Ser que considera como razón y fundamento de su propia existencia, lo cual hace que constantemente pugne por penetrar más y más en el misterio que parece separarle del Ser absoluto, que busque apoyo, animación y consuelo en este espíritu religioso, «sin el cual la vida es un desierto»{9}, aspirando a entrar en una relación directa con el ser que constantemente lleva en su espíritu. De aquí que la religión, además de acompañar a todos los actos de nuestra vida «como una santa música que nuestro oído oye en medio de las ruidosas disonancias del mundo», como ha dicho Schleiermacher, es un vínculo personal y directo entre nuestra personalidad limitada y finita y la absoluta e infinita personalidad de Dios, donde tiene su fundamento la oración, la cual, junto con la condición de sociable que el hombre tiene y que muestra necesariamente en todas las esferas de la vida, da lugar a la constitución y organización de los cultos de las Iglesias.

No es, pues, el misterio lo característico y como la nota común de todas las religiones que han ido apareciendo sucesivamente en la historia de la humanidad. Es verdad que lo encontramos constantemente en nuestro camino, y que la fe y la creencia toman a su cargo el descifrarlo desde el punto en que la reflexión y la ciencia se declaran impotentes para el caso; pero es un prejuicio suponer que esto sea exclusivo de la religión, el cual procede de considerarlo como consecuencia del abismo que separa lo finito de lo infinito. No es sólo el conocimiento de Dios el que es inagotable, sino que otro tanto puede decirse de cada cosa y ser particular, puesto [474] que cualquiera de estos, en cuanto forma parte de la realidad toda, se une con ella por infinitas relaciones, muchas de las cuales escapan a la inteligencia; no pudiendo, por tanto, el hombre ufanarse de tener un conocimiento completo y acabado ni siquiera del grano de arena. Lo que realmente se encuentra en el fondo de todas las religiones históricas y que es a todas común, es el doble sentimiento de dependencia e inferioridad, de intimidad y unión, que antes hemos hecho notar, y la creencia en el hombre de que el Dios que adora puede intervenir en la vida de algún otro modo que el que se deriva de las leyes generales que presiden al desarrollo y desenvolvimiento de los seres. La humanidad ha reconocido siempre en el Dios a que ha rendido culto un Ser superior, un Ser que llamaba al hombre a contribuir al destino que él fijara a los seres, un Ser, en fin, que podía oír al hombre y ser oído por este.

Veamos ahora qué es la religión, así para el positivismo crítico como para el ontológico.

Aquél, declarando como declara incognoscible todo el orden trascendental, tiene que concluir necesariamente, o en la más completa abstención en este punto, encerrándose así en su punto de vista meramente crítico, o en entregar a la religión toda aquella esfera, considerándola por completo desligada de la ciencia y como la propia del misterio, que reinaría en ella en absoluto. Si lo primero, es escusado decir las consecuencias a que conduce con relación a la vida religiosa del hombre, el cual no puede contentarse con dar solución al problema lógico y abstenerse de buscarla para el ontológico, puesto que no le basta saber que conoce y cómo conoce, sino que necesita darse cuenta de lo que es la realidad toda para dársela de este modo también del lugar que él ocupa dentro de aquella y la obra que en consecuencia le toca llevar por su parte a cabo en relación con la de todos los seres; y por esto, como en la religión busca el hombre la clave de la solución a este problema, es para él completamente imposible esta abstención, contra la cual protestan energías poderosas que se levantan en su espíritu, empujándole a penetrar por ese camino que el positivismo crítico declara infranqueable. Si lo segundo, si se pretende con Herbert Spencer trazar la línea divisoria entre la ciencia y la religión, considerando que a aquella toca todo cuanto podemos conocer, esto es, los hechos y las leyes, que de la observación de los mismos inducimos, y a ésta corresponde todo cuanto es incognoscible, es decir, lo absoluto y lo trascendental, lo que se hace es, en la apariencia, dejar a la religión una amplia esfera, dentro de la cual puede moverse [475] con tanta más libertad, cuanto que se considera como lo propio de ella el misterio y como medios adecuados de descifrarlo la fe, la creencia, el presentimiento, que escapan a las leyes que al conocimiento impone la lógica; pero en la realidad lo que se hace es dejar en el aire el fundamento esencial de la relación que sirve de base a la vida religiosa; puesto que es imposible afirmarla y vivirla cuando se declara incognoscible uno de los términos por ella unidos, cuando se niega al hombre la posibilidad de conocer la unidad absoluta que sirve de base al doble sentimiento de dependencia e intimidad de que más arriba hemos hablado.

Y he aquí el punto de contacto, que en otra parte hemos hecho notar, entre el positivismo y el tradicionalismo católico{10}. Este, como aquel, considera que la razón humana es impotente para conocer ese orden trascendental, y por tanto a Dios; y en esto funda la necesidad de una revelación extraordinaria y directa que comienza por mostrarnos la existencia del Ser infinito y que nos dicta además los principios y las reglas de conducta que nos han de guiar en la vida, ya que no nos es dado descubrirlas por nosotros mismos, en cuanto somos incapaces de abarcar con el pensamiento la realidad toda de que aquellas se derivan. Pero, no obstante este punto de conjunción, el positivismo ha declarado cosa perecedera, y aun muerta ya, la religión con la teoría formulada por Augusto Comte de los tres estados: teológico, metafísico y positivo{11}; los dos primeros, transitorios y pasados ya; el tercero, único real y el llamado a suceder en perpetuidad a aquellos. Es escusado que nos detengamos a examinar este modo arbitrario de concebir el desarrollo de la vida humana, contradicho por los principios de la filosofía de la historia y por los hechos de la historia misma. Ni la religión, ni la metafísica, constituyen en el desarrollo de la civilización estados transitorios y pasajeros, ni se nos muestran en la historia sustituyéndose el uno al otro, ni dejándose sustituir ambos por la llamada ciencia positiva. Podrá, según las razas y según los tiempos, predominar una ú otra; pero nunca borrarse por completo ninguna de ellas, ni dejarse sentir su influjo en la vida. Nótese, además, que lo más arbitrario de esta concepción consiste en crear como independiente y en frente de la metafísica, este estado llamado positivo, el cual es tan sólo una tendencia y dirección dentro del movimiento general determinado por la filosofía. [476]

Sin más que recordar que una de las conclusiones a que va a parar el positivismo ontológico es, según en otro lugar hemos visto, la negación de Dios, bastaría para dejar ver el género de influjo que puede ejercer en el orden religioso. Sin embargo, es justo y obligado distinguir dentro de esta tendencia dos matices: es el uno el señalado por aquellos escritores que, declarándose francamente materialistas, proclaman de igual modo el ateismo, que tanto monta el no reconocer otra realidad ni otro ser superior que la naturaleza; el otro es el conocido con el nombre de monismo, el cual afirma que así como el hombre, mirado por la lente de la observación externa, se llama cuerpo, y por la de la interna espíritu, de igual modo la realidad, considerada en su variedad, es el mundo; considerada en su unidad, es Dios.

Ahora bien; el naturalismo ateo que por sus principios, por su actitud en frente del espíritu religioso de la humanidad, tiene grandes puntos de contacto y de analogía con el ateismo que brotó a fines del siglo pasado de la filosofía sensualista, no sólo destruye la religión negando la existencia de lo que es su fundamento esencial, sino que toma en esta cuestión una actitud tal de violencia y de encono, que ha valido a sus adeptos la denominación de les enfants terribles del positivismo.

Por el contrario, los mantenedores del monismo, aunque para algunos pasan también por materialistas y ateos, para otros es su doctrina un panteísmo naturalista, y de aquí que conserve cierto sabor religioso que tiene siempre todo panteísmo, porque dentro de esta doctrina, no sólo es posible reconocer la dependencia e intimidad que sirve de base a la vida piadosa, sino que antes bien las extrema y exagera, llegando a desconocer el carácter personal y libre de la relación que une a Dios con el hombre.

Resulta, en suma, que ni el positivismo crítico ni el ontológico favorecen en verdad la causa de la religión, sino que, por el contrario, la niega casi en absoluto el uno y socava sus cimientos el otro, declarando este incognoscible el orden trascendental y por tanto a Dios, no reconociendo aquél la existencia del Ser infinito o admitiendo tan solamente en su lugar un commune quid, una especie de caput mortuum del universo.

VI

Al examinar el influjo que la doctrina positivista puede ejercer en el orden moral, debemos comenzar distinguiendo aquél de la religión. De un lado, hay quienes consideran [477] completamente separadas estas dos esferas, concluyendo por proclamar la llamada moral independiente. Otros, por el contrario, las confunden, hasta tal punto, que no admiten otra moral que la que predican y proclaman las religiones positivas. Los primeros olvidan que «el sentimiento moral sólo, sin el sentimiento y el conocimiento de Dios, declina, entre las sombras y luchas de la vida, en una moral empírica, o en simpatía sujetiva, incapaz de los grandes motivos y sacrificios, de la constante voluntad y universal amor a todos los seres; o funda, cuando más, una moral secular de la razón, que apenas basta al hombre para regirse en circunstancias favorables; pero no es fuerte para resistir y vencer en circunstancias contrarias, ni sabe traer ningún motivo ni obra nueva al tesoro de la virtud; no es moral activa, ni comprensiva, ni progresiva, porque no es religiosa{12}. Los segundos no tienen en cuenta que sólo cayendo en el escepticismo, puede desconocerse el derecho que la razón y la filosofía tienen a investigar los principios que deben regir la vida humana en este orden, que de otro modo, con ser tan importante y trascendental, quedaría relegado de la esfera de la ciencia.

Claro es, por lo mismo, que si de un lado todo lo dicho respecto del influjo del positivismo en la religión es base y complemento de lo que aquí habremos de decir con relación al punto que nos ocupa, de otro hemos de tener en cuenta que, una cosa es la moral filosófica, y otra la moral religiosa{13}. Un orador del Ateneo hubo de olvidar esta [478] diferencia al hacer un paralelo entre la moral cristiana y la que proclama el positivismo, la cual declaraba superior a la primera; afirmación extraña{14}, que no fue bastante, sin embargo, a sacar de su silencio a los adeptos de la escuela ultramontana o católica allí presentes. Veamos, pues, con la separación con que lo hemos hecho en el punto anterior, el influjo que, así el positivismo crítico como el ontológico, pueden ejercer en los principios de la moral racional.

Hay en este orden dos elementos que considerar: el sujetivo y el objetivo. Refiérese aquel a los motivos que nos impulsan a obrar, los cuales pide la sana moral que sean puros [479] y desinteresados, excluyendo, por tanto, todos aquellos que, como el interés, por ejemplo, nos llevan a practicar el bien, no por ser bien, sino por razones particulares que sólo puede tomar en cuenta el hombre constituyéndose en centro de la vida, en vez de subordinar su destino al universal de todos los seres. Mas no basta esta pureza en el origen e impulso de nuestras acciones, puesto que queda aún por averiguar lo que ha de ser contenido propio de aquellas, en una palabra, qué es lo que desinteresadamente debemos hacer, o lo que es lo mismo, el hombre necesita conocer el bien que debe realizar en la vida, y he aquí el elemento objetivo.

El positivismo crítico destruye el fundamento de que deriva el hombre estos dos datos esenciales del orden moral. Al negar la existencia de lo absoluto o declararlo incognoscible, hace imposible que el desinterés presida a nuestros actos, porque el hombre que no admite algo superior que se le impone y a lo cual ha de subordinarse, no encontrando apoyo y guía para la vida fuera de él, se constituye naturalmente a sí propio en fundamento y centro de la misma. De otro lado, al considerar como una abstracción la esencia de los seres o suponerla incognoscible, nos falta la base para determinar lo que es bien y lo que es mal. En efecto, el bien lo constituye todo aquello que determinan los seres en la vida de un modo conforme con su propia esencia y naturaleza, y por tanto, el hombre para obrar el bien se ajusta a los principios y leyes que de aquellas se derivan, mientras que, a ser cierta la doctrina positivista, no podría afirmar otras reglas de conducta que [480] las inducidas de la observación de los hechos que constituyen la historia del individuo y de la humanidad, no estando, lo mismo, autorizado para declarar el sentido en que de reformarse la vida, puesto que está privado de criterio para distinguir lo que es tan sólo un mal histórico, por larga y constante que sea su duración, de lo que es ineludible y necesario por ser una consecuencia de la naturaleza misma del hombre y de los demás seres.

Por fortuna el positivismo crítico es inconsecuente con su doctrina cuando se llega a estas aplicaciones prácticas, como lo son otros sistemas cuando tocan a este orden moral en el cual más que en otro alguno hace valer sus derechos la sana razón; y así los positivistas, a falta de aquellos principios fundamentales que no son compatibles con las afirmaciones doctrinales que ellos formulan, asientan otros segundos y particulares que los conducen por un rodeo al desinterés a que ciertamente no pueden llegar, como sucede con el llamado altruismo; o entendiendo que el conocimiento impera tan sólo en la esfera de la ciencia, ponen la vida moral bajo el impulso y dirección del puro sentimiento; o finalmente, admiten lo que el ilustre Kant llamaba imperativo categórico, afirmando como un hecho la existencia de esta voz interior que por encima de todas las preocupaciones y prejuicios de escuela nos mueve a amar el bien y nos impulsa a realizarlo en la vida.

Más graves son todavía las consecuencias que con relación a la moral se desprenden del positivismo ontológico. Afirmada la unidad de ser en el hombre, desaparece el fundamento de la subordinación de la vida del cuerpo a la del espíritu, esto es, del instinto a la razón, y por tanto todas las energías y tendencias de nuestra naturaleza tienen igual origen y valor y merecen un mismo respeto. Dentro de esta doctrina, por lo mismo, se hacen imposibles el desinterés y la abnegación, por lo que hace al elemento sujetivo de la moral; y en cuanto al elemento objetivo, o se desconoce la existencia de todo principio necesario, esto es, del bien absoluto, o no se deduce éste de otra esencia que de la natural y corpórea. En suma, el positivismo dogmático tiene que concluir, si procede lógicamente, en la moral del placer o cuando más en la que inspira el cálculo, la cual no es esencialmente distinta de aquella. Por fortuna, también los adeptos de esta doctrina son inconsecuentes y se da el caso de que alguno de los más célebres y decididos de entre ellos, Buchner, resuma su moral en esta máxima  del evangelio «no hagas a nadie lo que para ti no quieras; haz a los demás lo que quieras que contigo hagan.» [481]

Excusado es que digamos nada de las consecuencias que con relación al orden moral tiene la doctrina del determinismo a que llegan los partidarios más lógicos del positivismo dogmático. En otro lugar hemos visto la evidencia con que el hombre se sabe de su libertad y lo infundado de los argumentos aducidos en contra de este hecho, de esta propiedad por la doctrina positivista. Dando, pues, por reproducido cuanto allí queda dicho, aquí haremos notar tan sólo que ni el desinterés, ni la responsabilidad, ni el mérito, ni el demérito son posibles cuando se desconocen aquel principio, al cual debe la vida moral su valor y dignidad.

Como la doctrina positivista encierra, según hemos dicho, una gran variedad de matices, hecho que facilita el carácter mismo de aquella, los más de sus adeptos protestan contra esta moral que se deduce lógicamente de los principios que proclaman. Pero la verdad es que la historia de los sistemas científicos de moral nos muestra, de un lado, la estrecha relación de aquellas con las distintas tendencias filosóficas que han ido desenvolviéndose en la vida del pensamiento humano; y de otro, que no cabe poner la fuente de este orden sino en los sentidos, en el sentimiento o en la razón, originándose de aquí tres escuelas consiguientes: la egoísta, la sentimental y la racional. Ahora bien: la primera de ellas corresponde a la dirección empírica, sensualista o positivista, la cual, a la par que afirma los sentidos como única fuente de conocimiento y la observación y la inducción como único método, proclama como impulso de la vida moral la pasión o el cálculo, desde Aristipo y Epicuro hasta Helvecio y ciertas escuelas modernas. La última corresponde a la opuesta dirección filosófica, esto es, a aquella que reconoce como fuente de conocimiento la razón y como método la deducción, y por lo mismo sostiene que la vida moral ha de regirse por principios universales y necesarios, como el del orden universal de los estoicos, el del deber de Kant, el de perfección de Leibniz, o, por último, el primer principio de Platón, Dios. Corresponde la moral sentimental en la historia del pensamiento principalmente a una escuela que tiene grandes puntos de contacto con el positivismo crítico, a la escuela escocesa, la cual afirma como principio moral la simpatía con Adam Smith, la benevolencia con Shaftesbury, el sentimiento moral con Hutchesson.

¿Puede nadie dudar del puesto que al positivismo corresponde en estos tres sistemas de moral? Salta a la vista que el positivismo ontológico tiene que concluir en la moral que han venido a proclamar todos los sistemas filosóficos que siguen la tendencia de que él es genuino representante en los [482] tiempos modernos; y que el crítico puede, cuando más, coincidir con la escuela sentimental, y esto gracias a que desliga arbitrariamente la ciencia de la vida, encerrando en aquella el conocimiento, entregando esta a la dirección e imperio del puro sentimiento.

VII

Si estudiamos en general el concepto que del derecho tiene el positivismo, encontraremos que en correspondencia con los varios elementos que han contribuido a la formación de aquella doctrina, se observa una variedad análoga en los principios de esta escuela respecto del orden jurídico y del Estado. Kantianos los principales de sus adeptos, han combinado luego la doctrina del ilustre filósofo de Koenisberg con la evolución hegeliana, con el principio de Hervat, según el cual el disgusto de la lucha produce la sed de la paz y ésta la creación del Estado, con el de Schopenhauer, para quien el derecho es realización de la voluntad que mueve al hombre a imprimir en la sociedad el sello de su personalidad, la conocida teoría de la población, de Malthus, y la lucha por la existencia del darwinismo. De aquí la dificultad de juzgar las doctrinas jurídicas del positivismo si se atiende a su contenido independientemente de la doctrina filosófica de la escuela. Mas como lo que importa es examinar la parte de aquellas que es consecuencia lógica de los principios generales del positivismo, limitaremos nuestro examen a notar y juzgar brevemente las aplicaciones que en este orden pueden tener los de las dos tendencias o matices que venimos distinguiendo en todo este trabajo.

El positivismo crítico, al rechazar todo orden trascendental, se incapacita para reconocer el derecho como un principio absoluto, y tiene que caer por necesidad o en el quietismo ciego de la escuela histórica, o en el continuo e incesante movimiento de la revolucionaria. En efecto, cuando se ha negado que la razón sea capaz de conocer los principios absolutos del derecho, queda el hombre privado de guiarse en este orden y de regir su vida aspirando a un ideal de justicia, debiendo por tanto contentarse con observar los hechos jurídicos que la historia de la humanidad nos muestra, sin juzgarlos, ni pensar en reformularlos; puesto que para ello carece de criterio, concluyendo así, como la escuela histórica, en la confusión del derecho mismo con el derecho positivo. Pero como este fatalismo histórico es incompatible con la aspiración ingénita en el hombre a la mejora y al [483] progreso, tiende aquel naturalmente a la reforma de lo existente, y careciendo de principios fijos y estables que le sirvan al efecto de guía y de norma, sustituye aquellos con el interés o con la pasión y viene a concluir así en lo opuesto al quietismo antes notado, esto es, en la perpetua mudanza no sujeta a ley ni medida.

Además, la negación de los principios conduce al positivismo crítico a incurrir en el error harto extendido de desligar el derecho del orden moral, considerando a aquel como un organismo formal y exterior que no tiene otro fin que mantener en la sociedad por medio de la fuerza el orden, hecho que observamos y que se nos impone con absoluto y necesario imperio. Es decir, que en lugar de hacer derivar de la misma naturaleza humana el principio del derecho y ver la relación esencial en que éste se da con los demás fines de la vida, la cual ha de trascender y darse de igual modo en el orden social, el positivismo, atendiendo y observando lo que de común tiene toda la vida jurídica pasada y presente, encuentra que consiste aquello en mantener el orden para hacer posible la convivencia de todos los individuos en sociedad, o lo que es lo mismo, el procurar la coexistencia de la libertad de los unos con la de los otros, tal como se ha entendido ésta en los distintos períodos de la historia, y de aquí la simpatía que para muchos positivistas tiene la doctrina jurídica de Kant{15}.

El positivismo dogmático, aunque por labios de uno de sus principales adeptos{16} ha formulado en este punto su programa, pidiendo libertad, instrucción y bienestar para todos, no puede menos de concluir en un concepto del derecho y del Estado análogo al que del sensualismo del siglo pasado dedujo Hobbes. En efecto, si además de negarse el orden trascendental, y por tanto la justicia como principio absoluto, se identifican los dos órdenes de realidad que se dan en nuestra naturaleza, haciendo casi imposible la subordinación del corporal al espiritual, la sumisión del individuo al destino universal de los seres, no puede pedirse al hombre que la abnegación guíe su conducta, ni puede impedirse que sustituyan a aquella el interés o la pasión, y por consiguiente, en vez de decir homo res sacra homini, hay que aceptar con el filósofo inglés como verdades que lógicamente se deducen de tal doctrina el homo hominis lupus y el bellum omnium contra omnes. Y tan cierto es que la lógica lleva al positivismo a estas conclusiones, que precisamente por esto se ha apresurado [484] a utilizar y a hacer suyos el principio de la teoría de la población, de Malthus, y el de la lucha por la existencia, de Darwin; y así como este ilustre naturalista dice que el estudio de las doctrinas de aquel economista le puso en camino de descubrir la ley que preside a la trasformación de las especies animales, de igual modo el positivismo ontológico se ha apresurado a aplicar esta ley al hombre y a la sociedad, cosa para él tanto más fácil, cuanto que no encuentra diferencias esenciales entre aquel y los demás animales.

Otras dos consecuencias se derivan lógicamente del conjunto de las doctrinas de esta escuela. Es la una el considerar como lo esencial y característico del orden jurídico la fuerza; otra, el estimar el Estado como un organismo físico sometido en su desarrollo a leyes fatales y necesarias. Es verdad que la coacción es un elemento importante de la vida jurídica, porque, constituyendo el contenido de ésta el conjunto de condiciones que son necesarias para que sea posible el cumplimiento del destino humano, cuando libremente no se prestan, el Estado las exige por la fuerza. Pero lejos de ser ésta esencial al cumplimiento del derecho, los individuos pueden realizarlo, y de hecho lo realizan en gran parte, sin su intervención, y aunque aquella desapareciera por completo, o como suele decirse, aun cuando los hombres se hicieran ángeles, no por eso perdería el derecho nada de lo que es en él esencial, puesto que el elemento de la coacción forma parte de él como cosa posible, mas no como necesaria. Prueba de que no constituye la fuerza lo propio y lo característico del derecho, es que cuando interviene, no siempre es capaz de imponer la prestación de las mismas condiciones cuyo incumplimiento ha hecho necesario el apelar a ellas{17}. Además, este sentido conduce a la arbitraria separación del orden jurídico y el moral, del ciudadano y del hombre, según la cual la justicia queda satisfecha con que el individuo obedezca a las prescripciones legales de hecho, exterior y formalmente, cualesquiera que sean la intención y los motivos que a ello le impulsan, como si no fuera tan exigido en esta esfera como en las demás de la vida el obrar por motivos puros y racionales.

En cuanto a la consideración de organismo físico atribuida al Estado, después de recordar lo que en otro lugar queda dicho respecto del determinismo, de la evolución y del influjo del medio natural en la vida, nos limitaremos a hacer notar que, si bien es cierto que el positivismo ha prestado un [485] servicio indudable, desarrollando este principio proclamado antes por otras escuelas, contribuyendo así a sustituir con el concepto de organismo el arbitrario mecanismo antes preconizado, olvida que, como ha dicho Arhens, «en la vida social se muestra también la superior libertad intelectual y moral en que, mediante nuevos principios, comienzan nuevas series de hechos que rehacen las condiciones actuales; en esto precisamente se indica el noble y libre carácter del desenvolvimiento del espíritu por oposición al de la naturaleza, sujeto a leyes de necesidad que en vano, por una falsa analogía, se han querido trasladar a la vida social»{18}.

Después de examinada la doctrina positivista con relación al concepto del derecho en general, veamos, para concluir, algunas de sus aplicaciones a las esferas particulares que aquel comprende.

Por lo que hace a las dos principales instituciones que regula el llamado derecho civil, la familia y la propiedad, haremos notar tan sólo, respecto de la primera, que el positivismo, bajo el influjo de los principios transformistas del darwinismo, ha llegado a formular en esta delicada materia soluciones que arguyen el predominio y aun el exclusivismo del orden físico sobre el moral, y que conducen lógicamente a someter la unión que sirve de base a la familia próximamente a las mismas leyes que deben tenerse en cuenta en las uniones de los animales para conseguir el progreso y la mejora de las especies. A este mismo principio obedece la crítica que algunos positivistas hacen, así de las instituciones como de los esfuerzos individuales que tienen por fin amparar a los débiles, en vez de dejarlos que sucumban a manos de los fuertes en la lucha por la existencia, que se proclama como una ley de la vida humana. Y en cuanto a la segunda, no es tan conservador como se ha pretendido el punto de vista del positivismo respecto de la propiedad, puesto que, de un lado, si Littré declara que el socialismo es la religión de las clases desheredadas y Herbert Spencer propone una serie de reformas en este orden, patrocinadas en parte por Mr. Laveleye, que no pecan ciertamente de meticulosas, aunque se expongan con la discreción propia de los pensadores ingleses, de otro, como vamos a ver muy pronto, el sentido que preside a la revolución social, que unos desean y otros temen, no arguye de parte del positivismo esa actitud pacífica y tranquilizadora que se le atribuye.

En derecho penal, toda la doctrina de esta escuela tiene que [486] conducir necesariamente a afirmar en ella como único principio el del escarmiento y la intimidación. En efecto, no hay que hablar del principio de la corrección, cuya posibilidad es un problema, cuando se desconoce la energía íntima sobre la que ha de obrar aquella, ni de la necesidad de mantener sin interrupción el imperio del derecho negando con la pena el delito, puesto que todo esto procede de un concepto absoluto de aquél que es para nosotros inasequible, y queda tan solo el principio más arriba indicado, en virtud del cual se impone la pena al hombre como el castigo al animal, para que el recuerdo de la misma aparte al delincuente y a los demás del camino del crimen. Pero no son justos con el positivismo los que le echan en cara este error, y al mismo tiempo defienden, valiéndose del mismo, esto es, de la necesidad del escarmiento y de la intimidación, penas como la de muerte, último vestigio de aquella penalidad del siglo pasado, en cuya entrada, decía Ortolan, debía ponerse la célebre inscripción del Infierno del Dante; de esa pena que, al decir de otro escritor, no espera más que el soplo de una hora civilizadora para huir despavorida de nuestros códigos; de esa pena, en fin que lleva consigo la existencia de un ser, a quien, por más que el legislador se empeñe en llamar ejecutor de la justicia la conciencia pública no le ha dado ni le dará otro nombre que el nombre infame de verdugo.

Por lo que hace al derecho político, no es posible reducir a unidad las diversas tendencias que se muestran dentro del positivismo. Augusto Comte, defendiendo el tercer imperio francés, y Stuart Mill haciendo lo propio con el sistema constitucional y parlamentario; Proudhon inspirando el sentido que presida a la revolución social que se anuncia, y Strauss tronando contra el sufragio universal y el cuarto estado, y Littré diciendo que el socialismo es la religión de éste, pero mostrándose resueltamente antirrevolucionario, nos presentan los matices más opuestos y distantes que es posible observar en la vida política contemporánea. Pero, ¿es verdad que el positivismo es por naturaleza conservador, como decía un orador en el Ateneo y que, como afirmaba otro, es genuino representante del orden sin que nunca haya sido causa de desastre alguno? Ya hemos dicho que el positivismo crítico tiene grandes puntos de contacto con la escuela histórica, y en tal concepto claro es que, no pudiendo caer en la tentación de correr tras de ideales en cuya existencia no cree, ha de ser, no ya conservador, sino empírico tradicionalista y defensor del statu quo, concluyendo por cerrar la puerta a toda clase de reformas, ya que carecemos de criterio para llevarlas a cabo, dándose por contento con las que impongan el [487] instinto que fatal y necesariamente mueve a las sociedades. Pero aparte de lo erróneo de tal doctrina, es el caso que, según hemos visto en otro lugar, la ausencia de principios puede producir el efecto contrario, esto es, el continuo e incesante movimiento a que quedan entregados los pueblos cuando se les priva de aquel elemento fijo y permanente que les sirve de norma y de guía y que da estabilidad y consistencia a las civilizaciones. Además, semejantes afirmaciones están contradichas por la historia. ¡Que el positivismo no ha tenido verdugos, mientras que la religión y la metafísica han derramado la sangre a torrentes! Quien tal dijo, olvidaba, no sólo sucesos recientes que es doloroso recordar, sino también la obra, en este orden de hechos, del sensualismo del siglo pasado, precedente histórico del moderno positivismo, correspondientes ambos a la misma tendencia y dirección filosófica. Desgraciadamente, es verdad que la religión y la filosofía han tenido verdugos, pero también lo es que han tenido mártires, y estos sólo son posibles cuando hay fe en una creencia, en un principio, en algo superior y trascendental, pues sólo entonces el hombre se siente capaz y obligado a sacrificar su personalidad en aras de un bien absoluto y supremo, mientras que en el caso contrario no se encuentra la razón en qué apoyarse para exigir de él que sacrifique su cuerpo a su espíritu, su existencia toda a la verdad, a la justicia, a la humanidad, o a aquel en quien tienen su razón y fundamento todos estos santos principios.

VIII

El concepto que el positivismo tiene del derecho, del Estado, de la sociedad, así como de las leyes que presiden al desarrollo de esta, viene a mostrarse en el sentido con que en la esfera de la ciencia y en la de los hechos aspira a resolver el llamado problema social. Producido éste por el advenimiento del cuarto estado a la vida, en cada una de cuyas esferas aspira aquél a penetrar, es por esto mismo complejo y tiene tantos aspectos como órdenes se dan en la actividad humana; puesto que de lo que se trata es de arrancar a ciertas clases de brazos de la ignorancia, del vicio, del fanatismo y de la impiedad, de la injusticia y de la miseria. Pero de todos estos aspectos los predominantes hoy son el jurídico y el económico; y entre ellos lo es más el último, porque, si no implicaran contradicción los términos, podría decirse que en él es posible el mal absoluto, puesto que el hambre y la miseria terminan en la inanición y la muerte; mientras que, [488] por el contrario, nunca el hombre está desprovisto por completo de ciencia y de virtud; nunca deja de sentir en su conciencia la voz de Dios, por impío o fanático que sea; ni nunca, por último, deja el Estado de reconocerle una parte mayor o menor de sus derechos.

Veamos, por tanto, el género de influjo que está produciendo la tendencia positivista en la ciencia económica, examinándolo con relación a algunas de las escuelas que se dividen el campo de aquella: la realista, la socialista y la individualista.

En otra ocasión{19} hemos hecho notar cómo apareció en Alemania la escuela histórica con relación a los estudios económicos, al modo que nació, con relación al derecho: esto es, como reacción y protesta contra la tendencia idealista o especulativa. Ahora bien; el positivismo ha venido a favorecer aquel sentido y dirección; en cuanto la desestima de los principios, lleva consigo naturalmente el volver la vista hacia los hechos, o sea hacia la historia. Las consecuencias de esta dirección del pensamiento son las mismas en el orden económico que en el jurídico. Si los economistas que la patrocinan se limitaran a recabar para la historia la consideración y el carácter de verdadera ciencia que se niegan a reconocerle los idealistas, y a hacer valer la importancia que tienen los hechos en que han de encarnar los nuevos principios que la raza descubre, para que, mediante la unión de los unos con los otros, la vida se desenvuelva conforme a la ley de sucesión y continuidad, evitando así todos los graves inconvenientes que se producen cuando los pueblos prescinden de uno de estos dos elementos, es decir, de la tradición o del progreso, ciertamente que no merecerían sino elogios los que se afanan por escudriñar el pasado para poner de manifiesto la naturaleza y valor real de la presente vida económica, y por mostrar la comprobación histórica de las leyes que la rigen. Pero las pretensiones de la escuela histórico realista van más allá. Para ella, los principios que otros economistas afirman con carácter absoluto, deduciéndolos de la naturaleza humana en su relación con el orden económico, son puras abstracciones que ni debemos ni podemos tomar como guías e ideales para dirigir la vida ulterior en el sentido que ellos nos muestran; para ella el modo de ser particular de la vida de cada país es en cierto modo algo que está fuera del alcance de toda modificación y [489] reforma, puesto que, negando el carácter absoluto de los principios, no estiman que ninguno de ellos pueda aplicarse por igual a todos los pueblos; en una palabra, esta escuela desconoce todo el orden social, y por tanto afirma, como antes lo hicieran Savigni y sus adeptos con relación al derecho, que el desarrollo de la vida económica ha de abandonarse al movimiento natural y espontáneo determinado por el instinto de los pueblos.

Viniendo ahora al influjo que el positivismo está ejerciendo en la escuela socialista, ya hemos dicho que suele presentarse aquél en su relación a la vida política y social como un sistema naturalmente conservador, favorable al orden, y con tendencias al individualismo, en cuanto no puede correr el riesgo de caer en la utopía, puesto que niega la existencia de esos principios a cuya realización aspira el idealismo. Pero aparte de que, cuando no se afirman aquellos, ni los individuos ni los pueblos se mantienen en la abstención puramente crítica, sino que lo que hacen es inspirarse en algo que está muy por bajo de las ideas, como el interés, la pasión, &c., lo que pasa ante nuestros ojos muestra la inexactitud de aquella aseveración. En primer lugar, en la esfera del pensamiento, si bien es verdad que encontramos individualistas positivistas, no lo es menos que los hay socialistas. A lo que en otro lugar queda dicho, acerca de la tendencia mostrada en este punto por Littré y Herbert Spencer, añadiremos que Stuart Mill, que escribió un libro sobre la libertad, que fue considerado por muchos, no por todos, como el evangelio del individualismo, más tarde modificó sus ideas, y en su autobiografía se llama a sí propio socialista{20}; y que otros economistas, sobre todo en Inglaterra, siguen esta tendencia separándose cada vez más de la famosa doctrina del laisser faire, y aspirando, a veces con un recto sentido, a completarla mediante un concierto con las aspiraciones socialistas.

Y si ahora echamos una mirada a la esfera de los hechos ¿puede nadie poner en duda que el positivismo es la doctrina que priva entre las masas, en el cuarto estado, y que el espíritu del célebre Proudhon preside a los esfuerzos que aquel hace para llevar a cabo la realización de sus propósitos? Muéstrase que así es en algunos de los caracteres generales que tiene todo este movimiento y que examinaremos más adelante. [490]

Hay también, por último, positivistas individualistas, esto es, de los que resuelven el problema económico con el criterio de la libertad, con la fórmula del laisser faire; pero, ¿es idéntico su sentido al de la antigua escuela fisiócrata, economista u ortodoxa, como la denomina Mr. Laveleye? Hay una diferencia esencial que procede del modo como concibe la vida el positivismo. La escuela economista defendía, en frente de la organización artificial dada por el Estado al orden económico, la existencia de lo que denominaba régimen natural de las sociedades, afirmando que el juego libre de la actividad de los individuos producía la armonía que en vano se buscaba por otros caminos. De aquí resultaba que en el fondo de su doctrina había tal optimismo, que por ello se les hacia un cargo por las demás escuelas; y cuando los socialistas trataban de mostrarles cómo la concurrencia conducía necesaria y fatalmente a la ruina del débil, que era aplastado por el fuerte, los economistas procuraban demostrar cómo la libertad industrial producía el efecto contrario, puesto que, bajo esa aparente lucha de intereses, se realizaba un progreso favorable a todos, y quizás más aún a aquellos a quienes tomaba el socialismo bajo su protección. No es este el sentido de los que podemos llamar economistas positivistas. Mantienen la necesidad de la libertad industrial y no piden otra cosa al Estado que la consagración de aquella; pero es porque consideran la sociedad como un organismo físico, el cual, como todos los de este genero, se desenvuelve conforme a leyes fatales. Mas lejos de creer que la vida que el movimiento espontáneo de los pueblos ha de producir, será la mejor que podríamos apetecer, estima, por el contrario, que la guerra y la contraposición de intereses son inevitables: en una palabra, que la vida humana, como la animal, está sometida a lo que los naturalistas han llamado concurrencia vital y lucha por la existencia; de donde resulta que si el fuerte aplasta al débil, no solo es esto irremediable, sino a la postre un bien. Esta es al menos la consecuencia lógica a que conduce el principio biológico que los positivistas afirman con relación a todo ser orgánico.

Ahora bien, importará poco esta diferencia cuando se trata de las soluciones prácticas a que deba llegarse en lo referente a las relaciones entre el Estado y el orden económico, puesto que unos y otros están conformes en reclamar de aquel tan sólo la libertad, pero no es de poca monta cuando pretendemos organizar libremente esta esfera de la actividad dentro de las condiciones que el Estado garantiza. Ciertamente que no es lo mismo pensar en hacerlo, inspirándose en un optimismo generoso, que en un sombrío [491] pesimismo; pues que en el primer caso parece como que el hombre camina de concierto con las leyes de la vida a la par que con sus nobles aspiraciones a un mayor bien individual y social, mientras que en el segundo viene a estrellarse contra lo que es un conflicto permanente que tiene su origen en la naturaleza misma del hombre y de la sociedad.

Pero si queremos ver cuáles son las tendencias generales del sentido con que el positivismo aspira a resolver el problema social, bástanos atender al impulso que mueve a la famosa Sociedad internacional de trabajadores, y al espíritu que se revela en sus soluciones y en su conducta. No participamos, en verdad, de la preocupación de aquellos que, ofuscados por el espíritu de secta o de partido o por el estrecho y egoísta interés de clase, consideran aquella sociedad como una partida de bandoleros, cuya existencia no puede ser reconocida por el Estado y a cuyas pretensiones debe imponerse silencio, y, cuando este no fuere bastante, ahogarlas por la fuerza. Creemos, por el contrario, que es un deber en todos los partidos y en todas las clases el estudiar con espíritu sereno e imparcial lo que pueda haber de justo y racional en las aspiraciones del cuarto estado en lugar de dejarse dominar por la impresión que en el ánimo producen sus errores y sus faltas, aunque lleguen aquellos al absurdo y estas al crimen. Pero reconociendo en el proletariado su derecho a que la ley respete y garantice sus asociaciones y en la sociedad el deber de atender a las quejas que formula y a los remedios que propone, estimamos que todo hombre imparcial está obligado a discernir, así en aquellas como en estos, lo que tienen de justo y practicable y lo que de utópico e injusto.

Ahora bien; en todo este movimiento socialista se descubren tres caracteres que son otros tantos peligros que en su seno lleva la democracia moderna. En primer lugar, decía un orador del Ateneo, el socialismo moderno es individualista, términos que parecen inconciliables, pero con los que se quería dar a entender que no se trata hoy de sacrificar el individuo a la patria, por ejemplo, como lo hiciera Esparta a la ciudad, como lo hiciera Roma; que el socialismo actual no se inspira en un principio o idea, no afirma como lo primero el todo social, ante el cual debe desaparecer el individuo, sino que, por el contrario, es una agrupación de estos la que aspira a constituirse en centro de la vida. Ahora bien; esto conforma con el sentido positivista, puesto que lo que hace es sustituir el principio, que es absoluto, con el interés de clase, que es relativo.

En segundo lugar, animado por un espíritu revolucionario, [492] el proletariado preconiza la guerra{21}, y, mediante ella, espera llegar al logro de sus aspiraciones. ¿De dónde procede esta tendencia? De una parte, de que, desconociendo que la razón puede descubrir al hombre nuevos procedimientos para determinar la mejora y reforma de las instituciones sociales y económicas, los cuales, aunque no tengan su consagración en la historia, pueden ser los únicos justos y debidos, se busca enseñanza en el pasado para imitarlo, considerando que la repetición de un hecho a través del tiempo, autoriza a constituirlo en ley permanente de la vida; y como en todo el trascurso de la historia humana encontramos las luchas de clase y el empleo de la fuerza, de aquí se induce la justicia y la conveniencia de mantener aquellas y servirse de ésta. De otra, procede de que se aplica a la vida social el principio o ley llamado por los naturalistas la concurrencia vital, la lucha por la existencia; y se hace esta aplicación, porque, no sólo se considera la sociedad como un organismo, sino que se le identifica con los naturales, así como se llega a borrar en el hombre el dualismo de cuerpo y espíritu afirmando una sola esencia sometida a las mismas leyes, y, por tanto, a la expresada más arriba.

De aquí también el tercero y último de los caracteres que muestra este movimiento. El socialismo moderno no pretende que la sociedad vuelva a organizarse constituyendo al Estado en supremo rector de la vida, al modo que lo estaba en el antiguo régimen, antes de caer a impulsos de la revolución; pero, afirmando esto y llegando a veces hasta a proclamar como ideal la anarquía, el hecho es que, en realidad de verdad, lo único que se hace es trasportar la cuestión cambiando tan sólo los términos en que se formula y se resuelve. Si el cuarto estado preconiza la fuerza como medio de destruir la organización social existente y de crear además otra nueva, ¿en manos de quién va a depositar este poder, esta autoridad, que ha de mantener la constitución que se pretende dar a la sociedad? Claro es que en el fondo de todo esto no hay más que una trasformación del Estado, el cual habría de procurar la permanente subsistencia del nuevo orden de cosas que se creara. Y como este, por los principios que le inspiran, y por las soluciones en que se formula, es incompatible con el sentido liberal que ha venido presidiendo hasta aquí a la Revolución, resulta que es muy de temer que, [493] en vez de concertarse con aquel el que ha de guiar en lo sucesivo la vida política y social de los pueblos civilizados, completándolo y no negándolo, venga a retroceder en cierto modo incurriendo en errores de tiempos pasados, y destruyendo ciegamente y sin discernimiento la obra llevada a cabo por nuestros padres en todo un siglo de lucha y de trabajo. Es decir, en suma, que por este camino no se llegará a la apetecida armonía a que se aspira por algunos, así en la esfera de la ciencia como de la vida, entre la organización que pide y a que aspira el socialismo, y la libertad que con tanto ardor defiende el individualismo como conquista ya realizada.

Examinado el influjo que la tendencia positivista en sus dos principales matices ejerce y puede ejercer en la vida religiosa, en la moral en la jurídica y en la social, nos resta tan sólo, para concluir, examinar en conjunto qué bienes y qué males puede producir para la civilización moderna aquel poderoso movimiento, y cuál puede ser en lo porvenir su destino en relación con otros sistemas y escuelas filosóficas.

IX

Según hemos visto, el positivismo es ante todo un método, punto en que están conformes todos sus adeptos, solo que mientras los unos, fieles a esta afirmación, se encierran en el problema lógico, otros, sabiéndolo o no{22}, plantean y resuelven el problema ontológico. De aquí los dos matices que hemos tenido en cuenta en todo nuestro estudio: el positivismo crítico y el dogmático. ¿Qué es lo esencial de la doctrina del uno y del otro? De la del primero el declarar que sólo nos es dado conocer el hecho o fenómeno, siendo lo que se supone existente más allá de éste, el noumenos o una abstracción sin realidad, o una cosa incognoscible; que, por tanto, no hay para el hombre otra fuente de conocimiento que la observación, ni otro método que la inducción, ni otros principios que las leyes que por este camino llega a afirmar, ni otra filosofía que aquella cuyo contenido lo constituye el resultado de una generalización sobre los hechos.

El positivismo dogmático, partiendo de este mismo punto de vista metodológico, se diferencia del crítico en que, en vez de declarar sin existencia o incognoscible el noumenos, afirma como fundamento de los hechos todos una sola esencia y [494] sustancia, la materia, concluyendo de este modo por negar, así en el hombre, como en la realidad toda, el dualismo de cuerpo y de espíritu, y como consecuencia, el ser, que es de ambos razón y fundamento.

¿Qué peligros entraña este sentido positivista? ¿Qué bienes puede producir? Examinemos uno y otro extremo bajo el doble punto de vista de la solución que da al problema crítico y al ontológico.

Por lo que hace al método, este sistema puede producir un bien real; en cuanto, al empujar la investigación científica por el camino de la observación y de la experiencia, presta un gran servicio en varios respectos; primero, recabando para la historia el puesto que le corresponde entre las ciencias; segundo, aprovechando todas las enseñanzas que encierra el pasado de la vida humana para tenerlas presentes al estudiar y tratar de mejorar lo presente, y tercero, sirviendo de moderador a la impaciencia de aquellos que pretenden realizar inmediatamente y de golpe las reformas, sin atender lo bastante al estado actual determinado por los hechos presentes y pasados, que ha de servir de punto de partida para las modificaciones ulteriores conforme a la ley de sucesión y continuidad que rige a la vida en todos sus órdenes. Pero al mismo tiempo el predominio y el exclusivismo de esta tendencia puede acarrear los siguientes peligros: primero, que al desconocer el valor de los principios, se cierra naturalmente el camino a la afirmación de un ideal en todas las esferas de la actividad; segundo, privados de criterio para discernir en la historia lo necesario de lo accidental, podemos fácilmente incurrir en el error de procurar la permanencia o repetición de instituciones u organizaciones que tuvieron su razón de ser en el pasado y que no la tienen en el presente, y tercero, que el punto de vista crítico o escéptico puede conducir a los espíritus científicos a la abstención, y por tanto, no sólo a la paz, sino al quietismo; pero no es fácil imponer semejante discreción a las clases sociales, las cuales, al moverse y agitarse, necesitan inspirarse en algo, y si éste algo no es un principio, en su lugar ponen un interés.

Más graves son en verdad los peligros que entraña el positivismo dogmático, puesto que además de los que lleva consigo su punto de vista en el problema lógico, igual o análogo al del positivismo crítico; al afirmar como única sustancia la materia, como único ser real la naturaleza, y al negar, no ya la posibilidad de conocer lo absoluto, sino que éste tenga existencia y realidad, ni siquiera deja, a diferencia de aquel, la posibilidad de penetrar en aquel orden trascendental y misterioso bajo el ministerio del sentimiento y de la fantasía. De [495] aquí su enemiga a la par a la religión y a la metafísica, que aspiran a conocer ese orden absoluto, la una predominantemente por el camino de la reflexión, la otra bajo el impulso también predominante de la fe y la inspiración. Ahora bien; sin desconocer los servicios que el positivismo ontológico está prestando, en cuanto es una protesta enérgica contra los abusos de la especulación y los extravíos del idealismo, ha continuado la obra iniciada en el renacimiento de la rehabilitación de la naturaleza, y, por último, merced al gran adelanto y perfeccionamiento del método experimental, ha dado un poderoso impulso a las ciencias naturales, así como merced a su exclusiva atención a los hechos, o sea a la vida, ha contribuido en gran manera a la formación y desarrollo de la biología; sin desconocer estos servicios, repetimos, el gravísimo peligro que entraña esta doctrina para la civilización moderna nace de su actitud hostil en frente de la religión y de la metafísica.

En efecto, basta atender al camino que ha llevado el desarrollo de la vida humana, tal como nos lo muestra la historia, para comprender que las dos fuerzas vivas, las dos energías que determinan hoy la marcha de la civilización, son la religión y la filosofía, que por esto, como se ha dicho con razón, comparten hoy la cura de almas en los pueblos civilizados. Distínguense en la historia humana, en lo que podemos llamar su segunda edad dos períodos, el primero de los cuales se caracteriza porque durante él va el hombre desarrollándose sucesivamente en cada uno de los órdenes de la actividad, y de aquí el predominio de la religión en Oriente, la obra que en la esfera de la filosofía y del arte lleva a cabo Grecia, el derecho que por vocación especial desenvuelve y formula Roma, la moral que predica el cristianismo y los nuevos elementos jurídicos que aportan los bárbaros, además de ser el cuerpo virgen en que habían de encarnar los principios sanos de la antigua civilización y los que traía a la vida la nueva. En el segundo período vemos que todo lo producido en el anterior va uniéndose y componiéndose; primero, entrando en lucha las tres civilizaciones que fueron las últimas a producirse en aquel, esto es, la romana, la cristiana y la germana; después, en el renacimiento combínase con aquellas la griega; y, por último, en los tiempos actuales la antes misteriosa historia de Oriente deja de ser un enigma indescifrable, y la humanidad estudia y estima el valor real de aquella civilización que fuera en otro tiempo tan despreciada. Resulta de aquí que en la época presente el hombre ha venido, por decirlo así, a poner a contribución la obra producida por todos los pueblos en el largo trascurso de la historia, [496] utilizándola toda y sirviéndose de ella mediante esta gran ley de la división del trabajo, que permite que lo llevado a cabo por cada raza y cada siglo lo aprovechen otros siglos y otras razas, resultando de este modo la obra de la vida como un todo realizado por un ser, por la humanidad.

Pero al lado de este elemento tradicional, que es una de las bases fundamentales en que se asienta la civilización moderna, hay otro nuevo que aspira a encaminar la vida por sendas antes desconocidas, sin renegar por eso del valor real de las civilizaciones pasadas y sin renunciar a tomarlas como punto de partida y como cuerpo en que han de encarnar los nuevos principios, para que la historia vaya así desenvolviéndose de un modo sucesivo y continuo. Esta nueva fuerza, esta nueva energía, es la filosofía; la cual, sometida a la teología, durante la Edad Media, sacude el yugo con el renacimiento, y afirma su completa independencia con Bacon y con Descartes; la filosofía, que desde entonces, merced a la revolución que estos dos genios llevan a cabo en la cuestión fundamental del método, produce en correspondencia con esta, otra no menos trascendental en las ciencias de la naturaleza, del espíritu y de Dios; la filosofía, que, descendiendo luego de la teoría a la práctica, de la ciencia a la vida ha dado al hombre nuevos principios respecto del modo como ha de regir aquella y de los ideales a cuya realización debe aspirar, engendrando así en el modo de concebir los destinos del individuo y de la sociedad nuevos criterios y puntos de vista que son en gran parte los que presiden en nuestros días a la marcha de los pueblos civilizados. De aquí el carácter propio del período presente, el cual se nos presenta como una crisis total entre la tradición toda y estas nuevas y universales aspiraciones, entre un mundo que nace y un mundo que muere; dando así lugar al hecho que ha llegado a dar nombre, la época actual, las revoluciones{23}.

Pues bien; si de lo dicho resulta que la civilización moderna es resultante de estas dos fuerzas, del impulso determinado por la filosofía y del producido por la historia, representada principalmente por el cristianismo, ¿puede ocultarse a nadie la gravedad del peligro que para aquella entraña una [497] doctrina cuyo programa se resume en esta frase: guerra a la religión y a la metafísica? Este es, sin duda alguna, el mal mayor y el que los resume y comprende a todos, que puede producir el positivismo moderno, puesto que, en medio de la profundísima y trascendental crisis que atraviesa la humanidad, intenta privar a esta de los dos elementos cuya composición y armonía a que con frecuencia ha precedido la lucha, constituyen el asiento y la base sobre que descansa la vida individual y social en nuestro tiempo.

Otros peligros encierra el positivismo que, procediendo de una circunstancia, hasta cierto punto casual, puede ser de graves consecuencias, aun contra la voluntad de los mantenedores de aquella doctrina. Desgraciadamente existe en la sociedad un vicio a que en la vida común y en lenguaje usual denominamos también positivismo, vicio harto frecuente en los tiempos actuales y en que incurren todos cuantos desconociendo el fin sustantivo y propio de la ciencia, mancillan la dignidad de esta, convirtiéndola en puro medio para obtener un provecho o para dar satisfacción a una vanidad personal; todos cuantos, consagrados al arte, profanan su divino ministerio, inspirándose tan sólo en el pane-lucrando; todos cuantos, apellidándose cristianos, lejos de mostrar en su conducta la abnegación y el desinterés, a que aquel nombre obliga, se dejan dominar por el más repugnante egoísmo; todos cuantos, invocando la santidad del derecho y de la justicia, convierten la autoridad y el poder, que para bien de los pueblos ha puesto Dios en sus manos, en medio de dar satisfacción a mezquinas pasiones personales o de bandería; todos cuantos, por último, teniendo siempre en sus labios el nombre de Dios y de la religión, viven como sí en aquel no creyeran, resultando así al parecer piadosos, en realidad ateos. Entre este positivismo egoísta, práctico, mundanal, grosero, y el positivismo científico, erróneo en verdad, y por eso le combatimos, pero generoso, bien intencionado, hay verdaderamente un abismo. Pero la escuela positivista debe tener muy presente esta lamentable coincidencia de nombre, porque aunque pese a sus adeptos, las consecuencias que se desprenden de las soluciones dadas por el positivismo a problemas trascendentales que tanto importan al hombre, viene a favorecer el vicio notado, puesto que este no consiste en resumen en otra cosa que en prescindir de los principios en el régimen de la vida, y claro está que no es el medio oportuno y adecuado de salirle al encuentro para corregirlo, el proclamar el hecho como única cosa que al hombre es dado conocer. Esta circunstancia obliga a los científicos que siguen esta tendencia filosófica, a mantener siempre abierto el abismo [498] que separa al positivismo doctrinal del positivismo práctico, porque así como no es de temer que incurran en el segundo los sabios que generosa y desinteresadamente consagran toda su actividad a las investigaciones científicas, y en cuyo espíritu habla siempre y es escuchada la voz de la conciencia, que obliga al hombre recto y severo a ser inconsecuente con la doctrina que como científico afirma, en cambio es manifiesto el peligro de que en medio de la vertiginosa rapidez con que el positivismo se extiende y desarrolla, con la turba multa que se aliste bajo sus banderas se confundan, aquellos que están siempre espiando las circunstancias que puedan favorecerles para encubrir su menguado egoísmo con la capa de una escuela o sistema doctrinal{24}.

Resulta de todo lo dicho, que el positivismo está llamado a producir bienes reales en la esfera de la ciencia y en la de la vida, y que a la par encierra gravísimos peligros con relación a la una y a la otra. ¿Será posible que estos desaparezcan viniendo así aquellos a acrecentarse y realzarse? Ciertamente que sí: el positivismo puede servir a la causa de la civilización y del progreso, si en vez del punto de vista exclusivo que adopta y de su sistemática desconfianza respecto del opuesto, cede de sus pretensiones y busca la conciliación entre elementos, principios y métodos, que, lejos de ser antitéticos, pugnan por encontrar una armonía que la humanidad presiente en medio de esta grave y profunda crisis de los actuales tiempos, que, según hemos dicho, es como la característica de la civilización moderna. Dentro de la misma escuela positivista nótanse [499] tendencias a buscar esta armonía y composición; pues que algunos de sus más ilustres mantenedores como Haeckel, por ejemplo, aspiran a encontrarla en el problema lógico, esto es, entre la inducción y la deducción; otros, como Lewes, después de haber declarado cruda guerra a la metafísica, han tomado más tarde su defensa, pareciendo así que se trata de resolver la supuesta antinomia entre la filosofía y la ciencia.

Y al paso que hay quienes no ocultan su simpatía hacia las soluciones del positivismo ontológico, otros, como Schiff condenan enérgicamente el dogmatismo materialista y ateo. ¿Qué indican estas aspiraciones, estas reservas, estas protestas? Que por encima de todas las preocupaciones de escuela y de todos los prejuicios doctrinales, y sobreponiéndose a ellos, se deja oir siempre en nosotros la voz que mantiene vivo en el espíritu del hombre, el perpetuo afan de lo infinito, el ansia eterna de lo absoluto.

Gumersindo de Azcárate

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{1} Este punto de vista de Huxley parece llevar envuelto el error de la teoría del estado antesocial, según la cual el hombre pierde parte de su [466] libertad e independencia primitiva al entrar a formar parte de la sociedad, la cual, según esta doctrina, se constituye mediante el arbitrio de los individuos hecho constar en el pacto.

{2} La escuela histórica ha incurrido en el mismo error, al considerar como un organismo físicamente necesario lo que es un organismo libre y moral, dando lugar así a un fatalismo histórico.

{3} Hipócrates creía que a la naturaleza del país correspondían las formas del cuerpo y las disposiciones del alma, pero toma en cuenta otros elementos morales; Polibio y Galeno dicen que el país y la naturaleza determinan por necesidad las costumbres; Platón recomienda a los legisladores que tengan en cuenta las condiciones climatológicas; Bodin habla de la necesidad de acomodar las ordenanzas humanas a las leyes naturales, creyendo, sin embargo, que pueden más que estas el derecho, la libertad y la educación, pero que esto no obstante, el legislador debe tratar y capitular con influencias que no dependen de él; Montesquieu, dando una importancia desmedida al clima, por él explica la supuesta inmovilidad de Oriente, la esclavitud, la poligamia, &c., habiendo sido contradicho por Voltaire, Mably, Hume, &c.; Filangieri dice que el clima es causa concurrente pero no absoluta; Herder afirma que la historia de la humanidad es una pura historia natural, y que por tanto, las condiciones naturales tienen predeterminada la fisonomía de aquella, a pesar de lo cual critica a Montesquieu, diciendo, que el clima inclina pero no fuerza; y por último, Cousin dice: mostradme el mapa de un país, su configuración, &c., etcétera, y os diré lo que serán en la historia ese país y el hombre que en él habita.

{4} El principio no es ciertamente nuevo, y aquí debemos hacer observar que Krause puso un especial empeño en mostrar que la sociedad es un organismo y que está sometida a la evolución social orgánica. Schelling, como en otro lugar hemos dicho, se sirvió también en la filosofía general de la idea de la evolución orgánica, a la cual dio una extensión antes desconocida, habiendo llegado a hacerla popular. Dejó, sin embargo, a otras la tarea de definirla, desenvolverla y aplicarla, y esto lo hicieron --dejando a un lado la filosofía, la teología y el arte-- con relación a la física general Stefsens, Troxler, &c.; respecto de la zoología, Oken, Carus y otros muchos; y por lo que hace a las distintas ramas de la ciencia social, Krause, bajo el impuso de Schelling; mientras que von Baer y los embriologistas, Savigny y las escuelas históricas de derecho y de economía política han aplicado esta escuela a los respectivos órdenes que estudian independientemente del influjo inmediato de Scheling, aunque no es posible desconocer que influyera en ellos de un modo indirecto. (The Philosophy of History in Europe, chap. X. p. 489, por Robert Flint.)

{5} Es verdad que para Hegel detrás del devenir estaba la idea; pero como, después de todo, esta no alcanzaba existencia real sino al concretarse, [468] no es extraño que los positivistas suprimieran lo que puede decirse que era en la apariencia cimiento en el edificio levantado por Hegel, y en realidad tan sólo un andamio.

{6} Hace unos treinta años, la teocracia arrojaba de sus cátedras, por medio del brazo secular del Estado, a dos hombres ilustres: Edgard Quinet y Michelet, como en otro tiempo arrojara de las suyas al doctrinario Cousin y al cristiano Guizot; y sin embargo, Quinet decía que el hombre camina hacia la religión como el león al desierto, como el águila a las cimas de las montañas»; y Michelet, hablando melancólicamente del cristianismo, decía: «la humanidad va dejando desiertos sus altares; pero decidme, si lo sabéis, yo os lo suplico, ¿se han levantado otros nuevos?» ¡Qué diferencia de aquellos a estos tiempos! Hoy pasan por místicos cuantos emplean este lenguaje, como pasaba por tal Rousseau, al decir de Madame Stael, en medio del movimiento enciclopedista. Por esto decimos que lo puesto hoy en cuestión es la religión misma.

{7} Prólogo del Sr. Salmeron a los Estudios sobre religión, de G. Tiberghien.

{8} El célebre escritor inglés Bulwer llama la atención sobre esto, aconsejando la mayor prudencia en una de sus mejores novelas, Los últimos días de Pompeya, a uno de cuyos personajes, el cristiano Olimpus, llaman los paganos a cada momento ateo.

{9} El Sr. Salmeron en el prólogo citado.

{10} El cual concluye en Filosofía en lo que se ha llamado sensualismo tradicionalista.

{11} Esta teoría fue formulada por Turgot antes que por Comte.

{12} Sanz del Río; discurso de apertura leído en la Universidad.

{13} Olvidan esta distinción, así aquellos que pretenden mostrar la moral religiosa como un todo lógico y sistemático, lo mismo que los que le hacen un cargo por no reunir estas condiciones. Todo el mundo recuerda la polémica sostenida por dos ilustres filósofos de la nación vecina, Gratry y Vacherot, y en la cual, dicho sea de paso, tendrían mucho que aprender los que entre nosotros creen que todo está dicho, cuando discuten con un sistema, con apellidarle panteísta o ateo, puesto que podrían ver cómo el primero de dichos escritores guarda a su adversario todas las consideraciones y respetos que exigen las conveniencias sociales y la caridad cristiana, haciendo siempre justicia a la sinceridad del filósofo, cuya doctrina considera, sin embargo, como panteísta, y hasta explicando el sentido en que en otra ocasión había empleado el término sofistas. Pues bien; esta polémica no podía concluir en un acuerdo, porque pretender, fundándose en que la moral religiosa es perfecta y acabada, que la Filosofía nada tiene que hacer por lo mismo en este grave asunto, es desconocer que, si bien es cierto que por lo que hace al elemento sujetivo no es posible corregir ni completar el principio de la abnegación y del desinterés afirmado por el cristianismo, se encuentra en distinto caso lo referente al elemento objetivo, esto es, al bien que se ha de hacer y realizar, puesto que él tiene que ampliarse y completa: se según vaya ampliándose y completándose el conocimiento que el hombre adquiere de la naturaleza y esencia de sí propio y de todos los seres, de la cual deduce el destino que estos tienen que cumplir y el bien que a él le toca realizar. Por ejemplo, ¿quién puede pretender [478] que la vida social y las relaciones internacionales se rijan hoy por los mismos principios y reglas de conducta que hace diez y nueve siglos?

Y pretender del lado opuesto que la moral cristiana desmerece, porque no forma un tratado científico como la que formulan los filósofos deduciéndola de principios metafísicos, es desconocer el valor sustantivo, propio e independiente de la religión y el de la filosofía, y el distinto fin que cada una de ellas cumple en la vida, por lo cual ninguna de ellas está llamada a desaparecer siendo sustituida por la otra, como se pretende desde opuestos campos: que no son tipos reductibles Jesús y Sócrates. La filosofía tiene como esfera propia la del conocimiento y de la reflexión; en la de la religión campean, por el contrario, la inspiración y el sentimiento; aquella, obrando inmediatamente sobre una de nuestras facultados, influye sirviéndose de ella en la vida de un modo mediato; ésta, actuando a la par sobre todas nuestras energías, influye en la civilización de los pueblos de un modo directo; y por lo mismo; mientras que la una opera sobre algunos espíritus y mediante estos y a la larga en la sociedad, la otra obra sobre todos y desde luego. De aquí naturalmente la diferencia que hay entre la moral que se deriva de la una y la que procede de la otra. La moral religiosa la constituye una serie de máximas y de reglas prácticas, que revela la inspiración a su fundador y que éste afirma practicándolas y realizándolas en la vida. La moral filosófica la constituyen una serie de consecuencias y corolarios, cuyo valor depende tan sólo de la verdad de los principios en que se fundan y de la lógica con que de ellos han sido deducidos. Esto quiere dar a entender, a nuestro juicio, un escritor inglés, al decir que mientras que la vida y muerte de Sócrates, no obstante ser ésta tan dramática, en nada influía en la doctrina socrática, si suprimiéramos la vida y muerte de Jesús, ni se comprendería la existencia del cristianismo.

{14} Afirmación extraña en verdad, porque es imposible encontrar una doctrina que esté más en pugna con la moral cristiana que la positivista, ni tampoco encontrar otra que desmerezca más puesta en parangón con aquella. Más adelante veremos cómo es incompatible con los principios del positivismo ese desinterés, que carece de base cuando se niega realidad a lo absoluto, lo cual lleva también consigo la imposibilidad de afirmar el pretendido principio superior de la especie, que no puede ser en boca del positivismo otra cosa que la mera suma de individuos o una pura y vana palabra. Pero sí haremos notar que precisamente dos de los principios más puros y divinos del cristianismo son el de abnegación y el de humanidad: el primero, confirmado, lejos de estar negado, en la conocida máxima que «no hagas a otro lo que no quieras para ti; haz a los demás lo que quisieras que hicieran contigo»;  propia como ninguna otra para desarraigar de la sociedad en medio de la cual se formulaba uno de los vicios que más la corroían, el egoísmo; puesto que aconsejaba como medida del bien que el individuo debía hacer y producir con relación [479] a los demás lo que hasta entonces venia el hombre tomando como criterio del bien que debía procurar a lo que más quería y estimaba, a sí propio. Y en cuanto al principio de humanidad, no es ésta en el cristianismo la mera suma de individuos, como para la escuela empírica, sensualista o positivista, ni tampoco una pura abstracción como lo es para el humanismo idealista, sino que es, por el contrario, un principio real, cuya base y fundamento radica en la esencia y naturaleza que es común a todos los hombres, y de la cual se deriva el valor y dignidad de cada uno de ellos, que ninguno pierde por muy bajo que caiga, porque siempre queda aquel fondo verdaderamente divino que nos obliga a respetar y amar en cada hombre al hombre; o como han dicho los cristianos, ya que Jesús desenvolvió en la vida en todo su esplendor aquel fondo divino, debemos amar en todos los hombres a Cristo. «Porque, así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, aunque sean muchos, son, no obstante, un sólo cuerpo, así también Cristo. Porque en un mismo Espíritu hemos sido bautizados todos nosotros para ser un mismo cuerpo, ya judíos o gentiles, ya siervos o libres, y todos hemos bebido en un mismo Espíritu. De manera que si algún mal padece un miembro, todos los miembros padecen con él; o si un miembro es honrado, todos los miembros se regocijan con él. Pues vosotros sois cuerpo de Cristo y miembros de miembro. (San Pablo, Epíst. Iª a los Corintios, v. 12 y 13, 26 y 27.)

{15} H. Spencer, Wundt, Helmholtz, Huxley, Draper, &c.

{16} Buchner.

{17} Como sucede siempre que se sustituye la prestación de las condiciones mismas por una indemnización de daños y perjuicios.

{18} Estado presente de la ciencia política, pár. II, traducción de D. Francisco Giner.

{19} Estudios económicos y sociales, Madrid 1876. Pueden verse los referentes al Carácter y naturaleza de la ciencia económica, El problema social, El positivismo y la ciencia económica.

{20} Es verdad que por ello le hace un cargo Mr. Cairns, teniendo en cuenta el sentido que se da usualmente en la vida común a los términos socialismo y socialista.

{21} De Maistre, Hegel y Proudhon son los que en primer término han santificado la guerra en nuestros tiempos. El conde de Bismark ha realizado en la práctica los principios de Hegel. ¡Ojalá no haga lo propio el proletariado con los de Proudhon!

{22} La doctrina de la evolución es en cierto sentido una solución al problema ontológico; y sin embargo, muchos de los que la patrocinan pretenden no abandonar el punto de vista crítico.

{23} Sólo los preocupados en uno u otro sentido pueden dejar de ver la existencia real de estos dos elementos de la civilización moderna. Quien dude del valor real del tradicional, que eche una mirada a la vida social y diga si son algo en ella el Jehová de los hebreos, la Filosofía de Platón y de Aristóteles, el derecho de Roma y la Moral cristiana; y quien dude de la energía y poder del elemento nuevo y progresivo, inquiera por qué todos reconocen el influjo de la Filosofía, aunque vean en su obra, unos la inspiración de Dios, y otros la de Satanás.

{24} En este punto es preciso evitar igualmente dos descaminos. Consiste el uno en echar en cara a los mantenedores de un sistema todas las consecuencias que lógicamente se deduzcan de su doctrina, aunque ellos no las adopten ni las profesen; presentarlas mostrándose en la vida, aun cuando no hayan descendido a ella todavía de la esfera de la ciencia, y concluir, como resultado de todo, por rodear a la escuela que se combate y a sus adeptos de cierta atmósfera y de cierto colorido, que les procura un descrédito inmerecido, lo cual no es, en nuestro juicio, ni leal, ni lícito. Consiste el otro en pretender contestar a las consecuencias prácticas que se deducen de una doctrina con la conducta de sus mantenedores, que muestran en su vida pura y honrada otras muy distintas, olvidando que esto interesa a las personas, pero no a los sistemas. De Malthus se ha dicho que il valait mieux que ses idées, y de los positivistas que tenían perdida la cabeza y sano el corazón; y el que esto escribe ha tenido ocasión de oír a un deudo de Darwin hacer un cumplido elogio de las bellas cualidades y prendas de carácter del ilustre naturalista; de lo cual se deduce que para juzgar al individuo debemos atenernos a los hechos que practica y no a los principios que profesa, estimándole por la dignidad de su conducta y no por la secta, escuela o partido a que está afiliado; pero al mismo tiempo no debe olvidarse que las inconsecuencias de las personas, ni las felices, ni las desgraciadas, pueden influir en el juicio de las doctrinas, ni servir de obstáculo a que se deduzcan de estas todo cuanto de ellas lógicamente se desprenda.

 


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Revista Contemporánea 1870-1879
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