Revista Contemporánea
Madrid, 15 de julio de 1876
año II, número 15
tomo IV, volumen III, páginas 374-384

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Terminados los trabajos del Ateneo y no siéndole posible a nuestro amigo y compañero D. José del Perojo ocuparse del último debate sostenido en aquella corporación, vamos a dar sumaria idea del mismo, para que no resulte incompleta la crónica que de tan importantes trabajos hemos ido haciendo, desde los comienzos de nuestra Revista.

¿Es necesaria la existencia de los partidos políticos? Caso de serlo, ¿á qué principios deben obedecer en su organización? He aquí el tema con que ha terminado dignamente sus tareas el Ateneo, después de haber discutido con singular brillantez en sus tres secciones las consecuencias sociales del positivismo, el concepto de la energía universal y la decadencia del teatro español.

Graves cuestiones encerraba el tema propuesto. Determinar el concepto de los partidos políticos; distinguirlos de las escuelas; intentar una clasificación científica de los mismos; señalar la función que a cada uno corresponde; indicar sus deberes, sus derechos, sus relaciones con todos los órdenes de la vida; ventilar problemas tan importantes como el de la legalidad de los partidos, el de las relaciones de la religión con la política, y otros de no menor trascendencia; he aquí el vastísimo campo que se ofrecía a los oradores que terciaran en el debate.

Sostenido éste por los Sres. Moreno Nieto, Montoro, Figuerola, Moret y Prendergast, Nieto y Pérez, Galvete, Vidart, Perier, Íñigo y el autor de estas líneas y resumido por el Sr. Azcárate, ha ofrecido gran interés y animación, viéndose en él representadas todas las escuelas políticas, si bien el radicalismo extremo no ha tenido defensores, y el ultramontanismo sólo ha estado representado por un orador, cosa que habla muy alto en favor del sano sentido político del Ateneo.

Es lo cierto que si por este debate hubiera de juzgarse del estado general de [375] los espíritus entre nosotros, motivo habría para regocijarse y abrigar risueñas esperanzas; porque en él han dominado los matices templados y sensatos de la opinión liberal sobre los extremos reaccionarios o demagógicos, siendo la escuela que ha llevado la mejor parte en el debate y también la que ha tenido más representantes, la escuela liberal de orden en sus diversos grados, desde el constitucionalismo hasta la democracia, observándose en aquel una marcada tendencia a liberalizarse y en ésta una tendencia no menos señalada a adoptar principios y procedimientos conservadores y a renunciar a sus antiguos idealismos y a sus vanas intemperancias.

Esta actitud de la escuela democrática, representada en el debate por oradores elocuentísimos, es quizá el hecho más importante que en el Ateneo se ha señalado. La escuela democrática que ha luchado en el Ateneo no es ya aquella escuela idealista y soñadora, enamorada de lo absoluto, refractaria a la realidad de la vida y de la historia, tan generosa y tan simpática, pero también tan impotente, que todos hemos conocido. Libre ya de la funesta tradición de la democracia francesa, purgada de los extravíos idealistas de la democracia española, hostil a los ensueños proudhonianos y krausistas que la llevaron al federalismo, enemiga de toda perturbadora demagogia tanto como de toda tiranía, menos confiada en el empuje de las masas que en los procedimientos sensatos y legales de una política de atracción y de orden, más afecta que antes al principio de autoridad y a los procedimientos conservadores, menos enamorada de utopías y delirios, la escuela democrática, que ha hecho oír su voz en el Ateneo, dista mucho de aquella otra a que antes nos referíamos y da claras pruebas de que no han sido perdidas para ella las amargas lecciones de la experiencia.

Quizá se deba esto, no sólo a dichas lecciones, sino a la influencia del nuevo movimiento que se señala en la ciencia. La necesidad de separar la escuela del partido; la conveniencia de prescindir de todo idealismo político; la afirmación de que es la política el reino de lo relativo y de lo contingente y no de lo absoluto; la sustitución de ciertas fórmulas metafísicas de la democracia con otras más precisas y prácticas; la reducción de la complicada serie de abstrusos dogmas que antes componían su credo a un corto número de principios claros, positivos y realizables; la escasa importancia concedida a puntos que antes se consideraban capitalísimos; estos y otros resultados del debate a que nos referimos, acaso pudieran interpretarse como muestras de la bienhechora influencia de la nueva filosofía crítica y positiva, como signos de que ya ha pasado el tiempo en que los partidos buscaban su credo en abstrusas metafísicas y la democracia española tomaba por patrón las utópicas [376] fórmulas y los fantásticos ideales de ciertos sistemas. Débase a esto, débase al terrible recuerdo de aquella época de luto para la democracia española que se llama 1873, débase a ambas cosas, es lo cierto que en ella se verifica (a juzgar por el debate del Ateneo) una transformación importantísima que constituye un momento decisivo de su historia.

El debate a que nos referimos ha ofrecido otro hecho importante: el de haber conformidad entre oradores de opuestas escuelas sobre puntos fundamentales. Así ha acontecido con la clasificación de los partidos, en la cual han convenido la mayoría de los oradores, aceptando casi todos una, basada sobre la combinación de las formuladas por Stahl y Bluntschli, y con las teorías de las libertades necesarias y de la legalidad de los partidos, magistralmente expuestas por el Sr. Montoro.

Que los partidos actuales deben dividirse en dos grandes campos: el ultramontano y el liberal; que dentro de este hay dos grandes divisiones: el constitucionalismo (monárquico o republicano) y el radicalismo revolucionario; que deben distinguirse los partidos constituyentes de los políticos puros, siendo preferibles estos a los primeros; que deben desaparecer los partidos religiosos, los partidos de clase, de localidad y personales; que el régimen de las libertades necesarias, –es decir, de aquellas que son indispensables para el desarrollo de la vida individual y social y para la marcha ordenada de los partidos,– es de todo punto indispensable si ha de haber orden y libertad; que las libertades fundamentales o necesarias son la de cultos, la de la ciencia , la de imprenta y la de asociación y reunión; que mientras las libertades necesarias existan, comete un crimen todo partido que fíe su triunfo a la fuerza de las armas; que los partidos no son legales o ilegales por sus ideas, sino por sus hechos; que los partidos políticos deben distinguirse de las escuelas y amoldarse a la realidad de la vida y a la fuerza de las circunstancias; que el principio de autoridad debe tener tanta importancia y fuerza como el de libertad; tales son los puntos en que han convenido todos los oradores liberales, desde los constitucionales, hasta los demócratas.

Como era natural, la cuestión religiosa ha surgido con ocasión de la política, originándose un animado debate accidental sobre punto de tanta importancia. La secularización del Estado ha sido la fórmula sostenida por los oradores demócratas, conformes todos en separar las cuestiones puramente religiosas de las políticas y en hacer cruda guerra al ultramontanismo. La lucha entre ultramontanos y católico-liberales se ha renovado con tal motivo, llevando los primeros la mejor parte (como que cuentan con la autoridad infalible y la opinión unánime de la Iglesia) y poniéndose de relieve una vez [377] más las generosas aspiraciones, pero también las inconsecuencias flagrantes de los segundos.

Un notable resumen del Sr. Azcárate (inferior, sin embargo, al que pronunció en el debate anterior) ha puesto fin a esta discusión importantísima. Al ocuparse del ultramontanismo y de las relaciones de la Iglesia con el Estado, al tratar de la cuestión de los partidos legales y al señalar los deberes de los partidos, tuvo el Sr. Azcárate momentos felicísimos y pronunció frases elocuentes, aplaudidas con justicia. Pero al intentar una clasificación de los partidos y al exponer las teorías jurídicas de su escuela, pareciónos un tanto confuso y oscuro y no tan acertado y oportuno como en los puntos referidos. Consiste esto en que cuando da rienda suelta a su natural ingenio el Sr. Azcárate es ton claro y ameno orador como pensador simpático; pero cuando se acuerda de que es krausista, su personalidad desaparece para convertirse en uno de tantos representantes de esa escuela que tiene el singular privilegio de privar de originalidad y de carácter propio a sus adeptos, convirtiéndolos en miembros de un coro que canta eternamente y al unísono una sola nota.

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La producción literaria de mayor importancia que en estos días ha visto la luz, es sin duda la linda novela: Doña Perfecta, del Sr. Pérez Galdós. La prensa ha dispensado a esta obra unánimes y merecidos elogios, y la opinión general afirma que Doña Perfecta es una de las mejores novelas del discreto autor de La Fontana de oro.

Doña Perfecta es un delicioso y acabado cuadro de costumbres que encierra no poca trascendencia bajo su forma ligera y humorística. Píntase en ella la farisaica vida y los añejos usos de esas ciudades clericales que abundan en España y que, siendo cabezas de diócesis sin ser capitales de provincia, son otros tantos focos de atraso y oscurantismo, sin elemento alguno de cultura que en ellas contrapese la influencia ultramontana. Mostrar los letales frutos de esta influencia, señalar su alcance político y social, diseñar las singulares costumbres y extraños tipos que engendra, poner de relieve la torpe superstición, el ciego fanatismo, la bárbara intolerancia y la odiosa hipocresía que en tales centros se desarrolla; he aquí el fin que se ha propuesto el señor Galdós en esta novela, que en tal concepto añade a sus méritos literarios excelencias de diversa índole, muy dignas de tenerse en cuenta.

Sabido es cuáles son las dotes que como novelista atesora el Sr. Galdós. Distínguese ante todo en la pintura de los caracteres y en la descripción de tipos y lugares, no rayando a igual altura en la acción ni en el juego de las [378] pasiones. Aseméjase en esto a los novelistas ingleses, mejores dibujantes que coloristas, más atentos al detalle que al efecto y más preocupados de retratar concienzudamente sus personajes que de ponerlos en animado movimiento. Embelesan las descripciones del Sr. Galdós: atrae menos la acción de sus novelas, en ocasiones lánguida y poco interesante. Elegante estilista y escritor castizo, maneja el diálogo con discreción y soltura; pero no siempre logra hacerlo sentido y patético, aun en las ocasiones que más lo requieren. Cuando más arrebatados parecen sus personajes, resultan fríos, y sus pasiones muévense constantemente en órbita asaz reducida para que rara vez lleguen al crimen o al delirio. Un amigo nuestro decía con mucha gracia, refiriéndose a esto, que está deseando que alguna vez se determinen a pecar los numerosos amantes (casi siempre idénticos) que pinta en sus novelas el Sr. Galdós.

Y sin embargo, el Sr. Galdós tiene marcada predilección a los desenlaces trágicos. Parece que le repugna que sus novelas acaben bien o que halla insuperables dificultades para imaginar un desenlace, y de aquí que corte el nudo, en vez de desatarlo, terminando sus obras con catástrofes sangrientas, casi siempre inútiles. Pero como antes de llegar a estos extremos no se ha cuidado de conducir las pasiones al grado de exaltación necesaria para justificar un crimen, ni de complicar la acción de tal suerte que sea irremisible un desenlace funesto, resulta que la catástrofe aparece innecesaria, concibiendo el lector perfectamente un desenlace feliz de la obra, y resulta, además, que los crímenes se cometen en frío, con cierta parsimoniosa calma muy desagradable, sin justificación necesaria, sin pasión que los atenúe, en condiciones tales, en suma, que perjudican al efecto estético, sin conseguir por eso despertar en el lector la trágica emoción que da carácter artístico a la catástrofe.

He aquí el único defecto de Doña Perfecta. Aquella sucesión de asesinatos y desdichas, aquel mar de sangre en que se ahogan todos los personajes de la obra, produce penosísimo efecto, tanto más cuanto que la catástrofe recae exclusivamente en los inocentes, sin razón alguna que lo justifique. Este es, sin duda, un grave defecto; pues, sin que esto quiera decir que exijamos del novelista que la virtud quede recompensada y castigado el vicio, entendemos que la catástrofe no debe recaer sobre los inocentes sin razones muy poderosas y necesidades muy perentorias; nada de lo cual acontece en la novela del Sr. Galdós que, sin perjudicar a la acción, antes llevándola a sus naturales términos, pudo concluir feliz y pacíficamente y con arreglo a las exigencias de la justicia. Semejante desenlace tiene además otro inconveniente, y es que no cuadra al tono festivo y ligero de la obra.

Prescindiendo de este lunar, Doña Perfecta sólo merece elogios. No hay [379] personaje, por insignificante que sea, que no constituya un verdadero carácter, magistralmente delineado. Doña Perfecta, el Penitenciario, el Bibliófilo, María Remedios, las Troyas, el Abogado Jacinto, Caballuco y el tío Licurgo, son figuras llenas de verdad, de vida, de colorido, creaciones felicísimas que aseguran al Sr. Galdós elevado puesto entre los novelistas contemporáneos. La pintura de las costumbres no vale menos que la de los caracteres; el color local de la obra es verdaderamente pasmoso, y la soltura, gracejo y elegancia del diálogo completan las excelencias de este deliciosísimo cuadro de género, modelo acabado de la novela realista. Si el Sr. Galdós no fuera ya reputado como uno de nuestros primeros novelistas, Doña Perfecta bastaría para darle el renombre de tal. Continúe por este camino, procure no incurrir en la grave falta que dejamos señalada, y le cabrá la gloria de contribuir poderosamente a que en España alcance la novela la alta importancia y decisiva influencia de que goza en las demás naciones.

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Rosario de Acuña, la bella y distinguida autora del Rienzi, acaba de publicar en un elegante tomo sus poesías líricas, bajo el título Ecos del alma. Es regla general que los poetas dramáticos no son grandes poetas líricos, y Rosario Acuña no la ha desmentido. El vigoroso genio, la levantada inspiración, la pasión impetuosa que palpitan en el Rienzi, rara vez se encuentran en los Ecos del alma. Rosario, poeta en su drama, es poetisa en sus obras líricas. No faltan en ellas espontaneidad, delicadeza, ternura e inspiración en ocasiones; pero sí aquel empuje, aquel pensamiento, profundo a veces y enérgico siempre, que resonaba en los vigorosos versos del Rienzi. Aquel drama parecía de un hombre, estas poesías se parecen a las de todas las mujeres. La mujer canta como el pájaro, por cantar, melodiosa y dulcemente, pero sin grandeza; con espontaneidad, pero sin arte. Así canta también Rosario de Acuña, y no es maravilla, por tanto, que sus versos, sentidos por lo general, pequen no pocas veces de incorrectos y se rebelen contra las leyes de la métrica. Un rasgo de inspiración, un pensamiento atrevido o enérgico, una estrofa robusta recuerdan de vez en cuando que el libro es de la autora del Rienzi; pero a vueltas de estos felices momentos, la obra decae, y la tradicional poesía femenina reemplaza a los varoniles acentos que en fecha no lejana arrancaban frenéticos aplausos a los que en el teatro del Circo asistíamos al ruidoso y merecido triunfo de Rosario de Acuña.

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Primeros acordes se titula un tomo de poesías debidas al Sr. D. José Jackson Veyan. Comprende composiciones de diversos géneros, y anuncia en su autor [380] dotes estimables para ese nuevo género de poesías delicadas que priva entre nosotros desde la aparición de Bécquer; no así para la oda pindárica a que se muestra muy aficionado el Sr. Jackson y en la cual ciertamente no hará muchos prodigios, ni para la poesía festiva y humorística, que nos parece muy mal avenida con la índole de su ingenio.

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Estos dos volúmenes de poesías y cierta leyenda titulada La gruta de los encantados, en que su autor D. Manuel Mata y Maneja imita, con escaso éxito, el género que cultivó Zorrilla y que hoy se halla en completo descrédito, constituyen el movimiento literario de esta quincena; pues no contamos como obra literaria, a pesar de su título, La novela de Luis, del Sr. Villarminio, producción que bajo su aparente forma artística no es otra cosa que una obra de propaganda destinada a exponer, bajo el disfraz de una vulgar biografía, determinados ideales políticos y religiosos. Género es este que nos parece muy poco artístico y al que profesamos escasa simpatía; que si nos place que haya pensamiento y trascendencia en las obras literarias, entendemos que este elemento ha de subordinarse siempre al fin estético, y que el arte ha de ser algo más que instrumento de propaganda. En cuanto a las ideas expuestas en la Novela de Luis, parécennos muy aceptables, si bien se nos figura adivinar bajo el disfraz racionalista cierto protestantismo, que volveremos a encontrar en uno de los libros que examinamos en el presente artículo y que nos parece producto de difícil importación en nuestra España, cuyos hijos sólo aciertan a vivir (y con razón), si son filósofos, en la anchurosa esfera del pensamiento libre; si son creyentes, a la sombra de ese grandioso edificio que se llama la Iglesia católica.

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Pasando ahora de los trabajos literarios a los científicos, nos hallamos con tres producciones debidas a la escuela krausista, que está desplegando pasmosa actividad, pues en los momentos en que escribimos estas líneas acaba de aparecer un nuevo volumen de uno de sus más estudiosos representantes (los Estudios filosóficos y religiosos del Sr. Giner).

La más importante de las publicaciones a que nos referimos son los Estudios de literatura y arte, del Sr. Giner, segunda edición aumentada de los Estudios literarios, primera obra importante que publicó dicho señor. A los notables trabajos que aquel volumen comprendía (Del género de poesía más propio de nuestro siglo; La poesía épica; Dos reacciones literarias; Poesía erudita y vulgar; Desarrollo de la literatura moderna), en todos los cuales anunciaba su autor dotes no vulgares de profundo crítico y de escritor elegante, que a ser cultivadas en esta [381] dirección diéranle fama menos discutida y quizá más envidiable que la que disfruta como filósofo, ha añadido el Sr. Giner (aparte de varias notas bibliográficas, que a nuestro juicio huelgan en el tomo) tres trabajos originales sobre el arte y las artes, lo cómico y el estudio de la retórica y poética en la segunda enseñanza, un plan de un curso de literatura y la traducción de un débil fragmento de Krause sobre la música y sus medios de expresión estética. Este último trabajo pudo suprimirse sin grave inconveniente, así como el artículo sobre el estudio de la retórica y el plan del curso de literatura que, con ser muy estimables, no parecen propios del lugar que ocupan. Los restantes trabajos, así antiguos como nuevos, son merecedores de estudio y dignos de loa, tanto por el fondo como por la forma, muy superior a la de los restantes escritos del Sr. Giner. Confesamos que el activo ex-profesor de la Central nos gusta mucho más como literato, que como filósofo, y creemos que hubiera producido mucho bueno si se hubiese dedicado a este género de estudios, en que tan relevantes condiciones demuestra.

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Correligionario del Sr. Giner debe ser el anónimo autor de la Minuta de un testamento; libro semicientífico, semiliterario, que bajo una ficción pretende encerrar un ideal completo para la vida individual, y aun social, calcado en los principios y reglas de conducta de cierta fracción de la escuela krausista española, que se distingue por lo riguroso e intransigente de la moral que pregona, por cierta candidez y falta de sentido práctico que la caracteriza y por sus aficiones al llamado protestantismo liberal o racionalismo cristiano.

El autor de este libro supone un testamento en el cual hace el testador su autobiografía, distribuye sus bienes con arreglo al ideal de la escuela y termina dando consejos morales, religiosos y políticos a sus hijos. La minuta de este supuesto testamento y las notas y comentarios con que la sazona el autor le abren ancho campo para exponer un ideal completo religioso, moral, social y político.

Dejando aparte multitud de detalles que fuera prolijo enumerar, este ideal puede concretarse en estas fórmulas. En lo religioso es una combinación de la filosofía krausista con el cristianismo unitario o liberal, que representan Channing, Packer, Réville, Laboulaye, Coquerel y otros diferentes pensadores; cristianismo sin dogmas ni misterios, sin Cristo y sin Iglesia, que es en el fondo un deísmo sentimental, tan inconsecuente como poco atractivo y que no satisface a creyentes ni a librepensadores (al menos en España). En lo político, las aspiraciones del testador se encierran en una república incolora, ni conservadora ni radical, con puntas de socialista, república que corre [382] parejas con el cristianismo que queda mencionado. En lo social, parece apuntarse en el libro cierto socialismo manso y bucólico, muy del gusto del grupo krausista a que nos referimos; y en lo moral, campea a sus anchas la moral rigurosísima e intolerante del krausismo ortodoxo, moral de cuákeros que no tiene la grandeza de la moral estoica, ni la dulzura y espíritu de caridad de la moral cristiana, moral que a veces parece sublime y a veces también cae en puerilidades nimias, que bien pudieran llamarse escrúpulos de monja. Cierto cándido optimismo, un completo desconocimiento de la vida práctica, un espíritu utopista llevado al extremo, por una parte; una indudable rectitud de miras, una pureza de intención y un noble deseo del bien, por otra, constituyen los defectos y las cualidades de este libro, cuya doctrina difícilmente será el ideal ni la regla de conducta de nuestro pueblo, a cuyas condiciones buenas y malas no cuadran semejantes cosas, sobre todo ese protestantismo unitario que nunca logrará reemplazar entre nosotros a la religión católica, porque la religión es para nosotros, ante todo, algo grande y bello y artístico, y nada de eso se halla en esa secta de racionalistas vergonzantes que se disfrazan con el nombre de cristianos.

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La última producción de abolengo krausista que debe ocuparnos aquí es La vida del derecho, del Sr. D. Joaquín Costa. Revela este trabajo asiduo estudio e indudable conocimiento de la materia, que no es otra cosa que la exposición de las doctrinas jurídicas de la escuela; pero el lujo de artificiosas y complicadas clasificaciones en que abunda, el abuso de neologismos que no resisten oídos españoles, lo abstruso y enmarañado de la exposición y lo oscuro y fatigoso del estilo, hacen dificilísima la lectura de esta obra y muestran hasta qué punto llega el empeño que parece tener la escuela krausista en dar tormento a la lengua castellana, y en decir las cosas más sencillas en fórmulas ininteligibles.

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El Sr. D. León José Serrano ha publicado unos Estudios sobre el régimen constitucional y su aplicación en España, en cuyo detenido examen no queremos entrar (por más que sean muy dignos de atención) por temor de rozarnos demasiado con la política palpitante y de tratar cuestiones peligrosas. Diremos únicamente que el libro del Sr. Serrano es un trabajo serio y meditado, en que se defiende con razones bastante sólidas el régimen constitucional, haciendo la declaración de que puede adaptarse igualmente a la monarquía y la república, y exponiendo teorías en parte aceptables, en otra inadmisibles para los que de verdaderos liberales nos preciamos; pero en suma, muy superiores [383] a las del antiguo doctrinarismo. Felicitamos al Sr. Serrano por su libro y sentimos que las consideraciones antes expuestas nos impidan ocuparnos de él con el detenimiento que merece y refutar varias de las apreciaciones que contiene.

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Merecedora de honrosa mención es una erudita Noticia histórica de las Behetrias (primitivas libertades castellanas) con una digresión sobre su posterior y también anticuada forma de fueros vascongados, debida a la pluma de don Ángel de los Ríos y Ríos, y más digna de aplauso por las noticias y datos que encierra y por el asiduo trabajo que revela que por las conclusiones aristocráticas a que su autor llega.

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Dignos son también de elogio los interesantes Bosquejos médico-sociales para la mujer del Sr. D. Ángel Pulido, libro tan útil como ameno, que en forma familiar y agradable trata de cuestiones médicas e higiénicas de suma importancia, no sólo para las mujeres, sino también para los hombres. De aplaudir es cuanto contribuya a popularizar la ciencia, máxime cuando se trata de ciencias de tan inmediata aplicación y trascendencia como la medicina y la higiene; y en tal concepto, merecedor es de elogio el Sr. Pulido por la publicación de este libro, que prestará, sin duda, no pequeños servicios, difundiendo conocimientos muy necesarios, ventilando problemas tan difíciles como espinosos y llamando la atención sobre vicios y llagas sociales que es fuerza descubrir para buscar su remedio en vez de ocultarlos con el hipócrita velo de un mal entendido pudor que sólo conduce a perpetuarlos, sin lograr por eso extirparlos, ni siquiera aminorar sus desastrosos efectos.

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Tiene el Diario de Barcelona un corresponsal madrileño que, ocultando su nombre bajo diferentes iniciales, entretiene sus ocios en escribir artículos neo-católicos, en que, con singular virulencia, hace cruda guerra a todo lo que huela a liberal. A este corresponsal se debe el pasmoso descubrimiento de las langostas adornadas con letreros y enviadas por el Altísimo para castigar la impiedad de los españoles, y a él deben también los Sres. Canalejas y Valera una vigorosa defensa de sus últimos discursos en la Academia Española, defensa que es el más justo y cruel castigo de los deslices de ambos señores.

El referido corresponsal (que, según de público se dice, no es otro que don Vicente Barrantes) nos ha dispensado la bondad de ocuparse de nuestra humilde persona en términos tan benévolos, que nunca se lo agradeceremos bastante. Ingratitud, impiedad, paganismo, abismo brutal, todo esto halla el bueno del corresponsal en nuestros actos y palabras, y a tanto lleva su santo [384] celo, que hasta califica de abominable, mil veces abominable (con cuatro admiraciones) cierto malaventurado soneto que en esta misma Revista publicamos. ¿Y todo por qué? Porque decimos que ciertos espiritualismos e idealismos sólo son legítimos en boca de los defensores del dogma teológico, concepto que en último caso debiera agradecernos el corresponsal, y que nada tiene de impío ni de ateo, pues no es otra cosa que la fórmula de una doctrina muchas veces sustentada por escritores católicos, y con la cual estamos conformes los partidarios de la filosofía crítica.

Incomódase también el corresponsal porque hemos llamado al Sr. Canalejas defensor de causas insostenibles y vencidas (refiriéndonos al arbitrarismo de la voluntad, el romanticismo y la teosofía hegeliana), y a todo esto califica de brutal e infundada declaracion de ateísmo. Conste, pues, que combatir el arbitrarismo de la voluntad, el romanticismo y la teosofía hegeliana, es hacer declaraciones de ateismo; ¡notable descubrimiento, digno de competir con el de las langostas de letreros!

La verdad es que el corresponsal no ha entendido una palabra de lo que hemos dicho, como lo prueba su defensa del misticismo español, que no hemos atacado, y su furia contra nuestro abominable soneto Mirando al cielo, que también le parece ateo e impío, por más que en él no afirmemos ni neguemos nada, ni hagamos otra cosa que pintar un estado de la conciencia contemporánea. Nada de extraño tiene esta equivocación, porque es achaque de ese académico corresponsal entender al revés las cosas, como lo prueba su famoso discurso contra el krausismo, en el cual empleó argumentos tomados de un artículo del Sr. Montoro, que tampoco logró entender. Verdad es que como los impíos no sabemos escribir en castellano, no es maravilla que tan castizo y galano escritor no logre entendernos. Nosotros, en cambio, le entendemos perfectamente y admiramos, como es justo, las dotes de profundo filósofo, notable poeta y escritor insigne que le avaloran y que de todas veras le envidiamos.

Y aquí ponemos fin a esta interminable Revista, enviando nuestra ardiente felicitación a los Sres. Canalejas y Valera por el nuevo defensor que les ha proporcionado el Diario de Barcelona.

M. de la Revilla

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