Revista Contemporánea
Madrid, 30 de mayo de 1876
año II, número 12
tomo III, volumen IV, páginas 504-511

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Dos recepciones de nuevos académicos se han verificado en la Academia Española: la del Sr. D. Agustín Pascual y la del Sr. D. Gaspar Núñez de Arce. Distinguido ingeniero de montes el primero, versado en las lenguas del Norte de Europa, dado a estudios filológicos y administrativos y conocido por varios trabajos literarios; poeta de singulares alientos e inspiración robustísima el segundo, dramático notable y lírico de primera fuerza, ambos son acreedores al honor que les ha dispensado la Academia, y ambos lo han justificado con sus discursos de recepción, notables y dignos de consideración y examen por más de un concepto. Contestó al Sr. Pascual el Sr. D. Francisco de Paula Canalejas, y cumplió igual cometido en la recepción del Sr. Núñez de Arce el Sr. D. Juan Valera.

La influencia de las lenguas germánicas en la formación del romance castellano fue el tema elegido por el Sr. Pascual, y harto demostró en su desarrollo que no le son extraños los grandes trabajos de los lingüistas y los filólogos modernos, señaladamente los de Jacobo Grimm, Bopp y Federico Diez. Con abundante copia de erudición filológica y reflexiones atinadas y justas, mostró el Sr. Pascual que las influencias germánicas no lograron alterar el carácter propio de nuestra lengua y de nuestra raza, y señaló el origen de los diversos elementos germánicos que en nuestro idioma se advierten, reducidos a número bien escaso de raíces y cantidad no menos mezquina de formas gramaticales. Enriquece este discurso, por vía de apéndice, un excelente catálogo de las raíces y vocablos germánicos traídos a nuestra lengua, trabajo de gran importancia y de suma utilidad para cuantos se dediquen al estudio del habla castellana.

¡Lástima grande, por cierto, que tan notable discurso no ostente en su forma las mismas excelencias que avaloran su contenido! Ninguna necesidad tenía el Sr. Pascual de encerrar la sana y copiosa doctrina de su trabajo en un estilo hinchado, enigmático, lleno de metáforas extrañas y de sibilíticas frases que a nada conducen, como no sea a hacer molesta y fatigosa su lectura. Quizá le ha impulsado a escribir así el deseo de emplear el convencional y artificioso estilo que parece obligado en las disertaciones académicas; pero sobre que no lo ha conseguido, debió comprender que la claridad es la mejor de [505] todas las elegancias en el lenguaje y que la espontaneidad y lisura del estilo vale mucho más que el amaneramiento de la literatura académica.

No es nuestro ánimo emprender un debate filológico con el Sr. Canalejas, a quien correspondió contestar al Sr. Pascual. Fáltannos para ello las singulares dotes que al distinguido profesor de la Central adornan, y no es esta ocasión ni lugar apropiado para intentar lo que excede de los límites de una Revista. Ni tenemos tampoco formada cabal y definitiva opinión sobre los problemas filológicos que el Sr. Canalejas se propone en su discurso; problemas de suyo tan graves, delicados y difíciles, tan ocasionados a lamentables extravíos y a aventuradas conjeturas, que no creemos llano resolverlos tan sencilla y desembarazadamente como lo hace el Sr. Canalejas. Entendemos, sin embargo, que las nuevas teorías, con tanta saña combatidas por el docto académico, pueden arrojar alguna luz sobre estas cuestiones, y sin admitir como artículo de fe las conjeturas que con el carácter de meras hipótesis formulan en tales materias los partidarios de la doctrina evolucionista, juzgamos harto más defendibles tales supuestos que la doctrina de las lenguas irreductibles y de los orígenes más o menos mitológicos del lenguaje, con tanto calor apadrinada por el Sr. Canalejas. Cualquiera que sea el juicio que merezca, el evolucionismo es de hoy más un factor importantísimo de la ciencia que debe tenerse muy en cuenta y examinarse con atención suma, porque al cabo, con ser una hipótesis y nada más, no puede negarse que por todos estilos aventajan a las que le precedieron, sobre todo a las forjadas por el racionalismo de que es infatigable apóstol el Sr. Canalejas.

Tiempo hace que en la vida científica del docto profesor de historia de la filosofía se señala un período que a nada bueno puede conducirle. Aferrado a espirítualismos e idealismos que solo son legítimos hoy en labios de los defensores del dogma teológico, dado a místicos arrobamientos que pugnan de todo en todo con su carácter e idiosincrasia; entregado a desesperada lucha contra las corrientes novísimas, a las que combate desde posición falsa e insostenible; mantenedor de un krausismo antiguo, mirado de reojo por los krausistas de raza, y de un misticismo pseudo cristiano, no muy acepto a los verdaderos creyentes; empeñado en la defensa de causas insostenibles y vencidas, como lo prueban sus recientes alegatos en pro del arbitrarismo de la voluntad y del romanticismo en el arte, y su conato de resurrección de las abstractas y caprichosas teosofías místico-hegelianas, barnizadas por él con el poco exacto nombre de doctrinas religiosas del racionalismo contemporáneo, el Sr. Canalejas se halla colocado en situación peligrosa y resbaladiza, en que solo alcanza a sostenerle su indisputable talento, sin lograr otra ventaja que la de parecer sospechoso de impiedad a los creyentes y convicto de misticismo anticuado y anticientífico a los librepensadores. La posición es difícil, y quien logra mantenerse en ella merecedor es de loa por el singular ingenio que demuestra, y acreedor también a que en gracia a su habilidad para defender lo indefendible se le perdonen debilidades y desahogos como los que revelan en el último discurso del Sr. Canalejas sus ataques al germanismo, su empeño en negarle toda influencia en nuestra lengua, y sus aspiraciones a un misticismo vago e inconsistente que a nadie satisface, y que mal que pese al [506] Sr. Canalejas, tiene más afinidades con los idealismos vaporosos de los místicos germanos que con las grandiosas inspiraciones de los místicos españoles. Créalo el Sr. Canalejas; si quiere dar completa satisfacción a sus anhelos místicos e idealistas; si quiere colocarse en situación desembarazada y clara, tenga ánimos para recorrer hasta el fin la pendiente por que hace tiempo se va precipitando su inteligencia poderosa; abandone esos misticismos hegelianos o krausistas; arrójese decidido en brazos de los que, no sin razón, le consideran como futuro correligionario; sustituya el Cristo vaporoso de Schleiermacher con el Cristo vivo del Evangelio; renuncie a esas doctrinas religiosas del racionalismo contemporáneo, que ni son doctrina, ni religión, ni racionalismo; y dejándose de nebulosidades, entre con resolución en las vías católicas, adonde tarde o temprano ha de llegar al paso que lleva, porque las cosas caen siempre del lado de que se inclinan, y no es muy difícil averiguar a qué lado se inclina el Sr. Canalejas.

* * *

Al ocuparnos de la recepción del Sr. Barrantes dijimos que no nos parecía conveniente llevar a la Academia el apasionado acento de las luchas políticas, y no seríamos imparciales si hoy aplaudiéramos en un liberal lo que entonces censuramos en un reaccionario. Que el discurso del Sr. Núñez de Arce ha de habernos complacido bajo el punto de vista político, cosa es que a nadie puede ofrecer duda; que nos ha causado gran deleite su vigoroso y castizo lenguaje, no hay para qué decirlo; pero esto no obsta para que creamos que no es ese el tono propio del sitio en que fue pronunciado.

Veíase demasiado al político en el discurso del Sr. Núñez de Arce y revelábase el literato únicamente en la incomparable magia del estilo. Era aquel el lenguaje del tribuno, no menos enérgico y apasionado que el orador ilustre a quien reemplazaba; pero no el del académico, que ha de ser templado y sereno en sus juicios como en sus palabras. Como acto político, era el discurso oportunismo en las actuales circunstancias; como acto literario, salvábalo solamente la belleza de la forma, tan rica, castiza, galana y robusta como todas las producciones del insigne autor de los Gritos del combate.

Trató el Sr. Núñez de Arce de señalar las causas de la decadencia de nuestra literatura al terminar la dominación de la casa de Austria y fijóse para ello en el despotismo político y en la intolerancia religiosa que dieron breve y desastroso término a la prosperidad, grandeza y cultura de la nación española, para lo cual pintó con vivos colores todo lo que hay de horrible y nefando en aquella época siniestra. En sus términos generales la tesis es exacta; la intolerancia, aún más que el despotismo, acabó con nuestra cultura y hubo de precipitar, por ende, a nuestras letras en lastimosa decadencia; pero la sana crítica exigía un análisis más delicado y completo para explicar este hecho, a primera vista tan sencillo, y tan complejo en realidad.

Hay, con efecto, algunos fenómenos que conviene tener en cuenta y que no se cuidó de explicar, sin embargo, el Sr. Núñez de Arce. Es un hecho [507] que la decadencia científica y la literaria no fueron paralelas. A despecho de los que se obstinan en descubrir en aquella época un supuesto florecimiento de la ciencia española, es lo cierto que en este punto caímos bien pronto en lamentable atraso. Regístrense los nombres de todos los físicos, matemáticos y naturalistas que entonces produjimos, y ninguno se hallará que compita con los de Copérnico y Galileo, Kepler y Newton, Pascal y Descartes. Sutilícese el ingenio para descubrir portentos y maravillas en las ignoradas obras de nuestros filósofos: búsquense en ellos precursores de Bacon y Descartes; encómiense los merecimientos de Vives y Suárez, Pereira y Morcillo, Huarte y Oliva Sabuco; y por más que se haga, forzoso será reconocer que salvo los que siguieron las corrientes escolásticas, ninguno logró fundar escuela ni alcanzar legítima influencia, siendo por tanto un mito esa decantada filosofía española, con cuya resurrección sueñan hoy eruditos como Laverde Ruiz y Menéndez Pelayo. Por doloroso que sea confesarlo, si en la historia literaria de Europa suponemos mucho, en la historia científica no somos nada, y esa historia puede escribirse cumplidamente, sin que en ella suenen otros nombres españoles que los de los heroicos marinos que descubrieron las Américas y dieron por vez primera la vuelta al mundo. No tenemos un sólo matemático, físico ni naturalista que merezca colocarse al lado de las grandes figuras de la ciencia; y por lo que hace a los filósofos, es indudable que en la historia de la filosofía puede suprimirse sin grave menoscabo el capítulo referente a España. ¿Débese esto a defecto de nuestro espíritu nacional, más fecundo en místicos y soñadores que en pensadores reflexivos e independientes? Acaso sea así, y quizá de esta suerte se explique el contraste que ofrece la pobreza de nuestra filosofía comparada con la riqueza de nuestra mística, tal vez por ninguna superada; pero no es posible dudar de que en tan triste resultado cabe no pequeña parte a nuestra feroz intolerancia religiosa.

Si a la ciencia se refiriera únicamente el Sr. Núñez de Arce, no habría contestación posible a sus argumentos. Todo el ingenio malgastado en su discurso de contestación por el Sr. Valera es impotente para destruir esta afirmación perentoria. El país en que una intolerancia sistemáticamente organizada velaba con rigor implacable para impedir la aparición de todo pensamiento que no encajara en los moldes de la más estrecha ortodoxia; el país en que fray Luis de León, Santa Teresa y San Juan de la Cruz no estaban al abrigo de la suspicacia inquisitorial; el país en que imperaban todos los despotismos, todas las intolerancias y todas las supersticiones, no podía dar vida al pensamiento científico, que no alienta sin la libertad.

Cierto que en Inglaterra la intolerancia protestante y la católica ejercían alternativamente sus rigores con bárbara fiereza; que Francia se bañaba en sangre en la noche de San Bartolomé y Alemania quemaba por miles brujas y hechiceros; pero esas persecuciones eran hijas del furor y de la violencia más que de la crueldad fría y sistemática; alternaban con ellas períodos de libertad; cebábanse a veces en elementos que ningún beneficio reportaban a la cultura, y tanto es así, que ninguna de ellas impidió el desarrollo del libre pensamiento ni puso traba alguna al progreso de la ciencia.

En esa Inglaterra intolerante nacieron las más avanzadas sectas del [508] protestantismo y propagaron Bacon, Hobbes y Locke los más radicales principios de la filosofía; en esa Francia de la Saint Barthelemy, minó Ramus los fundamentos de la escolástica, abrió Gassendi el camino al materialismo, zahirió Rabelais los más altos ideales, proclamaron escépticas doctrinas Chanon y Montaigne, y fundó Descartes el racionalismo moderno; y esa Alemania, que quemaba las brujas por miles, fue la cuna de esa filosofía novísima que ha conmovido los cimientos de toda creencia y ha consumado en el orden de las ideas una revolución más profunda que la realizada por Francia en el terreno de los hechos.

Debióse esto a que en España perseguía el poder teocrático, implacable, sistemático, tenaz, y en esos países perseguía el poder político, más violento acaso, poco menos temible y menos fecundo en desastrosos resultados. En guerra o en paz, coexistían en aquellos pueblos creencias distintas, ora vencidas, ora vencedoras, ya perseguidoras o víctimas; aquí reinaba la uniformidad de la muerte, la calma de las tumbas. Había allí fiebres, delirios, matanzas horribles y violentas; aquí sufría la nación una sangría lenta, jamás interrumpida. Por eso en aquellas comarcas se cerraban a la postre las heridas abiertas por el fanatismo, y aquí no se cortaban nunca las llagas por donde se escapaba lentamente toda nuestra sangre. El bárbaro arrebato del momento siquiera sea una Saint Barthelemy o un 2 de Septiembre, no mata a un pueblo; mátalo, en cambio, la opresión constante, por más que parezca menos impetuosa.

Por eso cuando oíamos hablar al Sr. Valera de la muerte de Vanini, de Tomás Moro y de Servet, de las quemas de brujas en Alemania y de las persecuciones religiosas de Inglaterra, y a la par de la relativa benignidad de la Inquisición española, no podíamos menos de asombrarnos de que el exceso de erudición y de ingenio puedan cegar hasta tal punto a las más aventajadas inteligencias.

Que en la decadencia científica de nuestro pueblo influyó poderosamente la intolerancia religiosa, no cabe negarlo por lo tanto; pero ¿puede decirse lo mismo de la decadencia literaria, como pretendía el Sr. Núñez de Arce? He aquí lo que no nos parece ya tan fácil de probar.

No puede negarse que con el período álgido de la intolerancia y del despotismo en nuestra patria, coincide el mayor grado de esplendor que jamás alcanzaron nuestras letras: pudiendo decirse que, por extraño contraste, el siglo de oro de nuestra historia literaria coincide con el siglo de hierro de nuestra historia política.

Nunca llevaron más allá sus furores la intolerancia y el despotismo que en los reinados de los primeros monarcas de la casa de Austria; entonces fue cuando el poder real concluyó con los últimos vestigios de nuestras libertades y la Inquisición persiguió con mayor saña el pensamiento religioso y filosófico. Felipe IV y Carlos II, con cuyos reinados coincide precisamente nuestra decadencia literaria, fueron los menos tiranos de su dinastía, y la Inquisición entonces, purgada ya España de protestantes y librepensadores, entretenía sus ocios en tostar brujas, judaizantes y hasta monederos falsos. ¿Cómo se explica, según esto, que en el período más violento de persecución florecieran las letras [509] con inusitado brillo y cayeran en postración y abatimiento cuando ya la tiranía era una sombra de lo que antes fuera?

Sin duda que, siendo la cultura literaria una parte de la cultura general, al despeñarse ésta en el abismo, hubo también de despeñarse aquella; pero esto basta para reconocer en la intolerancia religiosa una causa general e indirecta de nuestra decadencia literaria, mas no para ver en ella la causa única, especial y directa de dicha decadencia.

Es más; el mismo Sr. Núñez de Arce ha tenido que conocer que en medio de aquella opinión tremenda, la literatura gozaba de tal libertad, que rayaba en licencia y anarquía; y que al paso que la suspicacia inquisitorial no dejaba respiro al pensamiento filosófico y religioso, mostrábase en extremo benévola con las más atrevidas y licenciosas producciones literarias. Explícase esto muy naturalmente, y da singular prueba hecho semejante del talento y habilidad de los inquisidores. La actividad intelectual del hombre necesita desahogo, y toda máquina que la comprima ha de tener válvulas para darla salida; y nada mejor que dar libertad a la literatura, para que el ingenio español gastara en inofensivos entretenimientos la fuerza que podía emplear en más peligrosas empresas. Harto sabía la Inquisición que una novela obscena de doña María de Zayas, no constituía un peligro para los intereses que le estaban encomendados, y por eso costábale poco trabajo mostrarse liberal en materias literarias.

Otro tanto han hecho todos los despotismos, y por eso las letras han florecido a la sombra de las tiranías de todo género y los siglos literarios llevan el nombre de déspotas como Pericles, Augusto, Felipe IV y Luis XIV; cosa que debió tener en cuenta el Sr. Núñez de Arce al afirmar, con inexactitud notoria, que una de las causas de nuestra decadencia literaria fue la falta de libertades públicas.

Sin negar, pues, que la intolerancia religiosa y el despotismo político contribuyeran a aquella decadencia, es fuerza no limitarse a estas causas y buscar otras que con ellas concurrieron quizá más poderosamente. El agotamiento del ideal en que se inspiró aquella literatura (fenómeno que se observa en todos los períodos de la historia literaria), la bárbara arrogancia y fanatismo que nos incomunicó con el resto del mundo, como observaba atinadamente el señor Valera, e impidió por tanto que nuestra literatura se rejuveneciera y renovara al contacto de elementos extraños; los vicios puramente literarios, como el conceptismo y el gongorismo que en ella se desarrollaron, y la decadencia general de la nación entera, fueron las principales causas de aquella decadencia que no puede achacarse a un solo factor. Buena prueba de ello es que cambiadas las circunstancias políticas con el advenimiento de la casa de Borbón e inaugurada una época de relativa tolerancia, la decadencia siguió aumentando, y el débil renacimiento literario del siglo XVIII no logró producir otra cosa que aquella pobre y raquítica literatura que, más excitado por la obligación de defender su tesis que por los aleccionamientos de una sana crítica, intentó defender y rehabilitar con mala fortuna el Sr. Núñez de Arce.

No menos exclusivo en su contestación el Sr. Valera, empeñóse en la ingrata tarea de extremar la tesis contraria, negando las afirmaciones más [510] palmarias y mejor probadas de su compañero y obstinándose en señalar como única causa de nuestra decadencia literaria la infatuación que por aquellos tiempos se apoderó del espíritu de los españoles, convirtiéndonos en insoportables Quijotes. Ya hemos dicho que esta indicación merece tomarse en cuenta; pero no entendemos que esta sea la única ni principal causa de aquella decadencia, cuya explicación debe buscarse en todas las que dejamos enumeradas, y sobre todo en una ley inflexible que rige la historia entera, y con arreglo a la cual todo apogeo es seguido de decadencia; toda institución y toda manifestación de la actividad humana decaen cuando se agota el ideal histórico en que por tiempo se inspiran, y a toda acción corresponde una reacción en sentido contrario. Esto se verificó en aquella época como en todas, y esta es la causa principal de toda decadencia, siquiera puedan concurrir con ella otras causas del momento que no cabe negar ni desconocer.

De las defensas de cosas indefendibles hechas por el Sr. Valera y a que ya nos hemos referido, del tinte reaccionario que se advierte en su discurso, ¿qué hemos de decir? El Sr. Valera es de aquellos hombres de quienes decía Larra que tienen cosas, y hay que decir al escucharle: ¡Cosas del Sr. Valera! La erudición y el ingenio tienen algo de Mefistófeles, sobre todo el segundo, y a las veces extravían a las más privilegiadas inteligencias. El gusto de contar cosas raras que nadie sepa, el afán de sostener paradojas y defender tesis que ni sostenerse ni defenderse puedan, el amor a la originalidad, el alarde de ingenio y de agudeza, son cosas dañosísimas que conducen a los mayores extravíos. El Sr. Valera se deja tentar con harta frecuencia por estos demonios y va teniendo por costumbre el sostener siempre todo lo contrario de lo que sostiene el que tiene la honra de discutir con él, tocóle contestar al Sr. Núñez de Arce y tuvo a bien escribir un discurso reaccionario, que hubiera sido todo lo contrario si le tocara contestar al Sr. Barrantes. Por eso al calificar su discurso no queremos hacer otra cosa que aplaudir el ingenio, la galanura, la gracia y el buen decir que en él campean y exclamar después de rendido este tributo al talento: ¡Cosas del Sr. Valera!

* * *

Varias son las producciones literarias que hemos recibido en esta quincena, y fáltanos espacio para ocuparnos de todas. Reservando, pues, para nuestra próxima Revista el juicio de las que necesitan más detenida lectura, daremos cuenta en breves términos de las restantes.

Figuran entre estas diversas poesías y discursos, ora sueltos, ora coleccionados, con que se ha celebrado en diferentes provincias el aniversario de Cervantes. En todos se advierte el afán de convertir en idolátrico culto la veneración que merece el inmortal autor del Quijote, haciendo de él, con exageración notoria, un resumen y compendio de todas las virtudes y perfecciones humanas. Distínguese bajo este aspecto el Elogio fúnebre pronunciado en la Academia cervántica de Vitoria por el joven y ya reputado literato D. Fermín Herrán, que con entusiastas, poéticas y apasionadas frases que revelan [511] dotes no vulgares de orador, encomia los méritos y glorias de Cervantes en términos tales que no parece sino que habla de la Divinidad. El Sr. Herrán, que es un estimable y erudito crítico, no debiera permitirse estas exageraciones que, sobre ser inexactas, dan a su discurso un tinte excesivamente lírico, que perjudica a las cualidades oratorias que en él se revelan. Iguales exageraciones se advierten en la mayor parte de las poesías publicadas por el periódico titulado Cervantes, en las leídas en el Ateneo de Almería y en otras varias de que fuera prolijo hacer mención.

Una buena traducción del notabilísimo e importante libro de Fustel de Coulanges, titulado La ciudad antigua, debida a la pluma del Sr. Santiago Perminon, que presta un verdadero servicio a la cultura patria con la versión de tan excelente trabajo; un nuevo tomo de la útil biblioteca que con el título El derecho al alcance de todos publica el Sr. Lastres, y en el cual se trata de materias tan importantes como el testamento y la herencia, y una amena e interesante novelita, algo recargada de lirismo sentimental, titulada El copo de nieve, y debida a la señora doña Ángela Grassi, constituyen el resto de las publicaciones de que nos hemos propuesto dar cuenta en este número, reservando para el siguiente el examen de un nuevo libro del Sr. Azcárate y de una importante publicación sobre Lope de Vega, que ha causado sensación inmensa en los círculos literarios.

Terminaremos diciendo que a la fecha en que llegue este número a manos de nuestros lectores habrán terminado los debates de la sección de literatura del Ateneo con un resumen de su presidente, Sr. Canalejas, de que nos ocuparemos también en la próxima Revista.

M. de la Revilla

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