Revista Contemporánea
Madrid, 30 de marzo de 1876
año II, número 8
tomo II, volumen IV, páginas 505-511

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Importantes sesiones ha celebrado el Ateneo en la quincena que al presente termina. Concluyóse el debate pendiente en la sesión de ciencias naturales y comenzáronse los trabajos de la de literatura y Bellas Artes; cerrándose aquel con un notabilísimo discurso del Sr. Echegaray, iniciándose estos con una disertacion no menos notable del Sr. Alcalá Galiano.

Brillante campaña ha hecho la seccion de ciencias naturales, y por todo extremo valiosos han sido los discursos pronunciados por los representantes de las diversas escuelas que en el debate han tomado parte. Los Sres. Simarro, Cortezo, Camó, Ustáriz y Morales Díaz, como positivistas; el Sr. Moreno Nieto como espiritualista creyente, y los Sres. Vicaria, Magaz y Vicent como representantes de direcciones no positivistas de las ciencias naturales, han puesto de relieve sus profundos conocimientos y sus brillantes dotes oratorias, dando no poco interés a la polémica. Pero si, prescindiendo del elemento estético del debate, nos fijamos en sus resultados positivos, no podremos felicitarnos de ellos; pues lo cierto es que tantos y tan elocuentes discursos no han bastado a resolver el problema gravísimo que en el tema se halla contenido, y que, después de tan brillante discusión, los que a ella hemos asistido como espectadores aún no sabemos qué es la vida, ni mucho menos si la vida es una trasformación de la energía universal.

El positivismo naturalista, el positivismo crítico, el espiritualismo, el animismo, el vitalismo, el krausismo, todas las escuelas que en este debate han tomado parte, solo han conseguido demostrar su radical impotencia para resolver el tema que se ventilaba. Los matices todos del naturalismo han mostrado que si la ciencia experimental basta para explicar, con mayor o menor exactitud, los fenómenos puramente fisicoquímicos y mecánicos que en la vida se manifiestan, es insuficiente para explicar esos otros fenómenos que constituyen el aspecto psíquico de la vida, y mucho menos para hallar la esencia íntima de la vida misma. Las direcciones espiritualistas y racionalistas no han sido tampoco más felices, y sus varias hipótesis, faltas de toda comprobación científica y tan diversas como oradores se han levantado en contra del positivismo, distan tanto de resolver el problema como los ingeniosos experimentos y los sutiles análisis de los naturalistas. La cuestión, pues, ha quedado sin resolver, y los únicos resultados del debate han sido: 1° Mostrar la impotencia del método experimental y del método especulativo para esclarecer los misteriosos problemas que la vida encierra, principalmente en su aspecto psíquico. 2° Confirmar la verdad profunda con que la crítica kantiana ha declarado incognoscible la esencia íntima, el noumenos de todas [506] las cosas. 3º Poner de relieve el escaso valor científico de las dos grandes afirmaciones dogmáticas que se disputan el campo de la filosofía: la afirmación espiritualista y la materialista. 4° Señalar la necesidad imprescindible de reconocer en el hombre la existencia de algo desconocido en su esencia, pero perceptible en sus fenómenos, a lo cual no alcanzan los procedimientos experimentales, que es sujeto de todos los estados de conciencia a que llamamos fenómenos psíquicos, y que recibe el nombre de espíritu, y acerca de cuyo origen y naturaleza nada sabemos, ni en la esfera científica podemos saber. Y 5° Dar mayor fuerza a la necesidad, por todos sentida, de precisar los límites del conocimiento humano, de señalar la esfera propia de las diferentes ciencias, de renunciar al espíritu dogmático, de poner coto a las exageradas pretensiones de las ciencias naturales y de concluir de una vez para siempre con las aventuras metafísicas de las ciencias filosóficas. Tales son, a nuestro juicio, los resultados, más críticos y negativos que positivos y dogmáticos, del importante debate habido en la sección de ciencias naturales.

Y no otra cosa se desprendía (aunque él no quisiera acaso confesarlo) del elocuentísimo discurso con que resumió la discusión el Sr. Echegaray. Con pasmosa claridad, con penetrante y singularísimo ingenio, con brillante elocuencia, llena de color y de vida, expuso el Sr. Echegaray las diversas soluciones que al problema daban las escuelas que han terciado en el debate; su mágica palabra, iluminada por los resplandores del genio que al Sr. Echegaray otorgó la naturaleza, si algo hizo fue mostrar con fuerza irresistible la imposibilidad de dar a la cuestión una solución satisfactoria. En animado cuadro y con espíritu imparcial y levantado, retrató a grandes rasgos el materialismo, el positivismo, el espiritualismo tradicional y las direcciones novísimas de la filosofía germánica; duro e inexorable con el primero, justo y benévolo con el segundo, con el tercero mal avenido, y a las últimas decididamente favorable, vino al cabo a dejar sin resolver el problema y a parar en conclusiones que, a través del engañoso velo espiritualista que las encubría, harto revelaban las aficiones del orador y el virus positivista de que está impregnada su poderosa inteligencia. Si por una parte, y a nombre de la ciencia matemática que con tanta gloria cultiva, hizo reservas dignas de tenerse en cuenta y dirigió censuras no despreciables al positivismo; si, dejándose llevar de ciertas tendencias sintéticas, pareció complacerse en la idea de que es la vida el triunfo de la unidad sobre la variedad, por otra reveló sus verdaderas aficiones en la última parte del discurso, al combatir con dureza el dualismo espiritualista, al manifestar sus tendencias monísticas, y, sobre todo, al aceptar sin escrúpulo las doctrinas de Lhuys sobre la organización y funciones del cerebro, doctrinas que expuso con pintoresca y bellísima palabra. De los dos hombres que hay en el Sr. Echegaray, uno: el poeta, pareció afiliado en las huestes del espiritualismo novísimo; otro: el científico, colocóse, aunque sin confesarlo, en pleno positivismo, con puntas y ribetes de materialismo; y como quiera que se trataba de ciencia y no de poesía, no es maravilla que los positivistas, haciendo generosa donación del poeta Sr. Echegaray a los espiritualistas, se quedaran con el científico Sr. Echegaray, y se congratularan de haber adquirido el valiosísimo apoyo del genio peregrino que, siendo a la vez [507] matemático insigne, físico ilustre e inspirado poeta, ha logrado reunir en su privilegiado espíritu las más grandes y al parecer las más contradictorias manifestaciones del espíritu humano.

Terminados de tan brillante manera los trabajos de la sección de ciencias naturales, ha venido a reemplazarlos la de Literatura y Bellas Artes, poniendo a discusión un tema tan importante como oportuno, a saber: Las causas de la actual decadencia de nuestro teatro y los medios que pudieran adoptarse para remediarla. Señaló las primeras e indicó las segundas el Sr. Alcalá Galiano en la bellísima disertación que en el presente número de nuestra Revista leerán, sin duda con deleite, nuestros favorecedores; y esto nos excusa de exponer las doctrinas que el Sr. Alcalá Galiano sustenta, aunque no de rendir el merecido tributo a su notable trabajo, lleno de verdad, de ingenio y de sana doctrina, y escrito en discretísimo y elegante lenguaje que harto revela las dotes no comunes de este escritor, uno de los más ingeniosos y brillantes que honran las letras españolas.

Contestóle el Sr. Fernández Jiménez, acentuando en sentido pesimista las afirmaciones de la primera parte del trabajo del Sr. Galiano, y combatiendo la creación de un teatro oficial como remedio a los males de nuestra escena. Profundo, erudito e ingenioso hasta pecar de paradójico, el discurso del señor Fernández Jiménez fue muy celebrado por la concurrencia que espera con ansiedad las sesiones sucesivas, en que tomarán parte muchos y muy distinguidos oradores.

En la sección de ciencias morales y políticas sigue debatiéndose el incidente a que ha dado lugar el Sr. Pisa Pajares al exponer sus doctrinas sobre el valor objetivo del conocimiento y el origen de las ideas. Razones fáciles de comprender, si se tiene en cuenta que en esta discusión incidental toma parte muy activa el que escribe estas líneas, nos impiden ocuparnos de este debate, que terminará muy pronto, y será seguido del discurso resumen del presidente de la sección, Sr. Azcárate, cuyo trabajo será seguramente un acontecimiento científico no menos importante que el discurso del Sr. Echegaray.

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Prometimos en nuestra última revista ocuparnos de la novela de costumbres titulada Salivilla (el Guripa), y debida a la pluma del Sr. D. Andrés Ruigómez, y vamos hoy a cumplir nuestra promesa.

Salivilla es una novela que, sin ser una obra de primer orden, posee las suficientes condiciones para ser leída con agrado y para asegurar a su autor un puesto distinguido entre los escritores que desde fecha muy reciente han acometido la noble empresa de regenerar entre nosotros el género novelesco y concluir con la plaga de novelas de pacotilla que antes pululaban en España. Salivilla es un animado cuadro de costumbres populares que sirve de marco a una acción dramática no exenta de interés y de sentimiento, y en la que figuran tipos bien diseñados, algunos muy interesantes, episodios variados, y rasgos de delicadeza y ternura dignos de elogio. A nuestro juicio, el autor pudo sacar más partido de los elementos que hay en su obra y dar más realce [508] a la descripción de tipos y costumbres, renovando de esta suerte nuestra tradicional novela picaresca, y dando mayor importancia al elemento común aunque su trabajo perdiera algo en fuerza dramática. De desear hubiera sido también que el estilo fuera más vigoroso y el lenguaje más esmerado en algunas ocasiones, y que el autor renunciara a la fatal manía, característica en casi todos nuestros novelistas contemporáneos, de embarazar la marcha de la narración con digresiones de dudosa utilidad y con reflexiones y disertaciones que rara vez vienen a cuento; pero estos y otros lunares no bastan para deslucir los indudables méritos de la obra, que revela en su autor dotes no vulgares y es acreedora a la estimación del público.

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Tiempo hace que en una de nuestras revistas dimos cuenta de la publicación de un libro titulado Estudios sobre filosofía de la creación, escrito por el Sr. D. Emilio Reus y Bahamonde. En la necesidad de dar pronta noticia de sus publicaciones nuevas, no nos fue posible otra cosa en aquella ocasión que señalar someramente los principales méritos de esta obra, que entonces no habíamos podido leer aún con detenimiento. Hoy, después de una atenta lectura de este importante trabajo, nos creemos obligados a ocuparnos de él con mayor extensión y a emitir el juicio imparcial que nos merece.

El Sr. Reus y Bahamonde es un joven, casi un adolescente, que con madurez de juicio y copia de erudición inusitados en su edad, expone en el primer tomo de su obra (único publicado) los sistemas teológicos y trasformistas que han tratado de resolver el gravísimo problema del origen de las especies, y señaladamente de la especie humana; y después de rechazarlos y refutarlos todos, aspira a dar a dicho problema una solución distinta que a su juicio será la más exacta y la que concierte en armónica fórmula las enseñanzas de la filosofía y las de las ciencias naturales. Esta empresa atrevida queda reservada para el segundo tomo de la obra del Sr. Reus.

Ocupa la mayor parte del primero una exposición, ni muy extensa ni muy completa, de las doctrinas teológicas, y otra, amplia y fidelísima, de las modernas teorías trasformistas, y una vez rechazadas aquellas en términos breves y perentorios, pasa el Sr. Reus a refutar detenidamente las segundas.

Comprende la refutación dos series de argumentos: unos tomados de las ciencias naturales, otros filosóficos, fundándose los primeros en la carencia de hechos que comprueban la hipótesis trasformista o en la existencia de otros que le son contrarios; en las diferencias anatómicas entre el hombre y el mono y en la distinción que existe entre la especie, la raza y la variedad. Los segundos se apoyan en la espiritualidad del alma y el análisis de sus facultades y en las diferencias que se señalan entre el alma del hombre y la de los restantes seres orgánicos.

Una buena parte de su argumentación pudiera haberse excusado el señor Reus, si hubiese fijado más su atención en la doctrina trasformista; pues solo con advertir que ningún trasformista serio pretende que el hombre sea descendiente de los actuales monos antropomorfos, pudo prescindir del largo examen comparativo entre el hombre y el mono que con tanta prolijidad desarrolla y [509] que no le basta, sin embargo, para destruir la tesis fundamental de Huxley, a saber: que entre el hombre y los monos antropomorfos existen muchas menos diferencias que entre estos y los monos inferiores. Lo esencial en la hipótesis trasformista es el origen zoológico del hombre, sea la que fuere y exista o no en la actualidad la especie de que este desciende, y a combatir esta doctrina debió ceñirse el Sr. Reus, sin que para ello tuviese necesidad de discutir las diferencias entre el hombre y los monos.

Debió también el Sr. Reus prescindir del debate sobre el concepto de especie, raza y variedad; lo primero porque hasta la fecha no ha habido dos naturalistas que hayan logrado ponerse de acuerdo sobre lo que estas palabras significan; lo segundo, porque nadie hay que sostenga ni pueda sostener en serio la invariabilidad absoluta de las especies; lo tercero, porque sopena de admitir una teoría teológica (y el Sr. Reus las rechaza todas) o empeñarse en sostener en la vida de la naturaleza un inconcebible quietismo, no hay otro medio de explicar el origen de las especies, que admitir la hipótesis evolucionista, siquiera quepan apreciaciones muy diversas respecto al proceso de la evolución. La evolución es la gran doctrina de la filosofía y de la ciencia modernas, y nunca será bastante alabado Hegel por haber introducido en la ciencia este grande y fecundísimo principio, sustituyendo con una concepción dinámica la concepción estática de la antigua filosofía, como nunca será bastante censurado el pensador en que parece inspirado el Sr. Reus, por haber venido, después del gran movimiento de Schelling y Hegel, a retrotraer la filosofía al panteísmo estático y quietista de épocas pasadas. Hasta los mismos espiritualistas reconocen hoy la excelencia del principio de la evolución, y no hace mucho tiempo que así lo declaraba en el Ateneo el Sr. Moreno Nieto; y una vez admitido ese principio, no cabe explicar la vida ni mucho menos la aparición de las especies orgánicas, sin hacer intervenir la evolución en todo el proceso natural, siquiera quepa, según las aficiones de cada cual, darla un carácter mecánico y determinista, o suponer la libre manifestación de ideas preexistentes, determinada según plan, con punto fijo de partida y fin previsto y determinado de antemano. Las estrechas miras de Quatrefajes suponen muy poco contra esta gran doctrina evolucionista, y cualesquiera que sean las modificaciones que reciba, el principio de que las especies nacen de las especies por trasformaciones de uno u otro género, ha de quedar para siempre en la ciencia como una de las más preciosas verdades descubiertas en el presente siglo.

Debió tener en cuenta también el Sr. Reus, antes de alegar hechos o carencia de ellos contra la doctrina trasformista, que esta, sobre todo en la forma que la dan los discípulos de Darwin, no se presenta más que como hipótesis, y no se invalida, por tanto, porque no haya hechos numerosos que la comprueben. Muchos hay en su abono, y pocos pueden, alegarse en contra con fundamento; sobre todo fijándose en la época presente; pero lo que importa consignar es que esta hipótesis está justificada, porque explica hechos que ninguna otra ha logrado explicar de un modo científico y satisfactorio; que es sencilla y clara, mucho más que todos los sistemas que hasta el presente han tratado de explicar el origen de los seres orgánicos; y que no es irracional, pues lejos de oponerse a nada racional, se conforma con una ley que lo es en sumo [510] grado (la evolución) y puede concertarse sin dificultad con las más elevadas y mejor probadas doctrinas filosóficas y aun con el sano y racional sentimiento religioso. Si el Sr. Reus presenta en la segunda parte de su obra una hipótesis que, reuniendo estas condiciones, carezca de los inconvenientes y dificultades que pudiera ofrecer la hipótesis trasformista, tendrá razón para combatirla; entretanto, todo lo que contra ella diga significará muy poco, pues por grave que sea lo que aduzca, nunca podrá desconocer que esa hipótesis es superior a todas las anteriores.

Nos hemos extendido demasiado y no nos queda espacio para ocuparnos de los argumentos filosóficos alegados por el Sr. Reus. En nuestro concepto, la hipótesis trasformista aplicada al origen de las especies orgánicas no se aplica necesariamente a la aparición del espíritu. No negarnos que el principio de la evolución pueda extenderse a lo psíquico como a lo físico; pero este aspecto de la cuestión trasciende del terreno de la ciencia natural y puede separarse del aspecto primero.

Sin que nosotros seamos partidarios de cierto espiritualismo dualista que todavía priva en el mundo, no negamos que dentro de él, como dentro de ciertas concepciones teológicas, pudiera muy bien admitirse la hipótesis trasformista, circunscribiéndola al terreno puramente natural y absteniéndose de aplicar el principio evolutivo a la génesis del espíritu. Hay, pues, entre la evolución de la materia y la del espíritu una distinción señalada, y ni cabe confundirlas, ni tampoco suponer que esta va envuelta necesariamente en aquella, como parece dará entender el Sr. Reus.

Pero aun en este terreno no ha estado feliz el Sr. Reus. Cuanto dice respecto de la espiritualidad del alma y del análisis de sus facultades, no es otra cosa que una exposición de esa añeja y vulgar psicología, que no es lícito exponer después de los grandes adelantos de las ciencias fisiológicas y de los grandes trabajos de la escuela psicológica inglesa y de las escuelas que en Alemania han creado la psicología fisiológica. Ni siquiera está en semejante materia el libro del Sr. Reus a la altura de los trabajos importantes de la escuela a que pertenece; antes parece que se ha inspirado simplemente en las exposiciones, harto ligeras, de Tiberghien. Muchas y muy graves objeciones pudieran hacerse a todo lo que dice el Sr. Reus respecto al alma humana y a la de los animales y plantas; fácil será mostrarle que ningún argumento de verdadera fuerza alega contra las teorías que en esta cuestión sustenta el trasformismo; llano mostrarle que ni en esta parte de su trabajo ni en la anterior ha logrado destruir el principio fundamental de que el hombre (cualesquiera que sean las diferencias anatómicas, fisiológicas y psíquicas que le separan de los animales) se halla dentro del reino animal, ocupa un lugar en la escala zoológica como han sostenido todos los naturalistas sin excepción, y puede, por tanto, al menos considerado como ser orgánico, descender de antecesores animales; pero esto sería tarea larga y enojosa para nuestros lectores, y por tal razón ponemos punto aquí a estas consideraciones, no sin declarar que las diferencias que del Sr. Reus nos separan y los errores de que a nuestro juicio adolece su obra, no impiden que estimemos esta como un trabajo serio, meditado y digno de aplauso, siquiera por ser debida a un escritor [511] casi adolescente y por ser el primer libro español de alguna importancia en que se combaten con razonamientos científicos las doctrinas trasformistas.

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Una sola producción digna de mencionarse han ofrecido los teatros en esta quincena. Tal es una comedia del Sr. Liern; titulada Vivir al día, representada con buen éxito en el teatro Español. Propónese en ella su autor combatir la afición al lujo que, desarrollada con exceso en la clase media, impulsa a muchas familias a gastar más de lo que sus recursos permiten, viviendo al día, y concluyendo al cabo en ruina inevitable. La tesis está desenvuelta con alguna exageración y los personajes resultan algo recargados; pero no faltan tipos pintados con gracia y desenfado, ni la acción deja de ofrecer movimiento e interés, siquiera la perjudique el afán de poner sermones de moral en boca de algunos personajes. En suma, la comedia entretiene y anuncia en el señor Liern intentos de volver al buen camino que en estos últimos años había abandonado, malgastando su ingenio en deplorables producciones del género bufo.

Los demás teatros no han representado ninguna obra de importancia. Como acontece siempre que se celebran fiestas nacionales, se han puesto en escena diferentes piezas patrióticas, más laudables por la intención que por el desempeño, entre las cuales solo merecen mencionarse dos piezas representadas, en los teatros de la Comedia y del Circo, tituladas respectivamente ¡La Paz! y Paz como hermanos, y originales, la primera del Sr. Puente y Brañas, y la segunda del Sr. Rada y Delgado.

M. de la Revilla

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