Revista Contemporánea
Madrid, 15 de febrero de 1876
año II, número 5
tomo II, volumen I, páginas 27-53

Juan Valera

La originalidad y el plagio

I

Hace ya días aparecieron en El Globo varios artículos, acusando de plagiario al Sr. Campoamor. Los artículos citaban cincuenta, sesenta o cien frases, pensamientos y sentencias de Víctor Hugo, que el autor de las Doloras había casi literalmente ingerido en sus escritos.

El hecho es indudable. Ninguna de las citas puede atribuirse a coincidencia. El poeta español ha copiado al francés. Él mismo ha tenido que confesarlo y lo ha confesado. Para algunos finos amantes de la literatura la reputación del señor Campoamor está punto menos que perdida con tal descubrimiento.

Ignorando quiénes son los acusadores y creyendo las firmas de Vázquez y de Nakens pseudónimos, hubo bastantes personas que me hicieron la honra de atribuirme los artículos mencionados. Por último, no faltaron algunas que acudieron a felicitarme por ello, suponiendo que había yo prestado un gran servicio echando por tierra un ídolo popular, reduciendo a su verdadero valor una reputación usurpada.

A tan lisonjeras felicitaciones he contestado siempre que no las merezco. Por el contrario, algo, aunque sea poco, debo yo de haber contribuido a levantar el ídolo, escribiendo un elogio del Sr. Campoamor, que se imprimió varias veces y hoy sirve de prólogo a la edición completa de las obras poéticas del acusado hecha en París recientemente. En aquel elogio nada escatimaba yo menos al Sr. Campoamor que la originalidad. [28]

—Pues ya se habrá Vd. convencido de que no es tan original como Vd. pensaba –me han dicho las personas a quienes yo negaba haber escrito la acusación y recordaba el elogio.

Esto me obligaba entonces a replicar, afirmando que las cien frases tomadas a Víctor Hugo y otras ciento más que se me citen no me hacen variar de opinión, sino que sigo teniendo al Sr. Campoamor en el mismo concepto en que antes le tenía. Casi le tengo ahora en mejor concepto; porque yo no le hubiera perdonado jamás que de su propia cosecha hubiese sacado las absurdas rarezas o los pensamientos hueros e hinchados que se citan, mientras que, siendo de Víctor Hugo, ya se los perdono como una niñada disculpable. Al fin la gloria de tan celebrado escritor pudo deslumbrar hasta ese extremo. Inventar, por ejemplo, la frase nada hay que maree tanto como maniobrar en lo insondable, acredita para mí a cualquiera de tener el gusto pervertido; pero tomarla de Víctor Hugo, cegándose por el resplandor de su inmensa fama, tiene alguna disculpa.

Los demás hurtos literarios de que se acusa al Sr. Campoamor, o son tan extravagantes como el del mareo en lo insondable, o no distinguiéndose por la extravagancia, caen en la categoría de lo insignificante y sin ningún valor. Todos estos hurtos me hacen recordar el de aquel niño del cuento, a quien acusaba un hermanito suyo de haber hurtado un borrico. Espantado el padre de la precoz maldad del niño, le preguntó donde tenía el borrico para entregársele a su dueño. El asombro del padre fue grande cuando el niño le dijo que le tenía debajo de la almohada de su cama; pero al cabo salió del asombro, no bien supo que el burro era de berenjena con patas y cola de caña. Todas las frases, imágenes, sentencias y discreciones tomadas por el Sr. Campoamor a Víctor Hugo, perdóneme este glorioso autor, no valen, en mi sentir, un burro de berenjena. Confesemos que todo ello mal bien puede afear que hermosear una obra poética. Resulta, pues, que la acusación disminuye sólo el caudal poético de Campoamor en un burro de berenjena, en poco más que nada.

Queda en pié, no obstante, la acusación de plagiario. Si vale poco lo que tomó Campoamor, tanto peor para él, se dirá. [29] Y aunque se me tilde de que me valgo hoy de repetidas comparaciones asininas, con decir Campoamor como el gitano que hurtó la burra, no ya de berenjena, sino de carne y hueso, aunque tuerta no es nuestra, no se justificará de haberla hurtado.

Esto es innegable. Campoamor ha tomado un centenar de frases, buenas o malas, de Víctor Hugo. Conforme un curioso ha descubierto hoy este hurto, mañana otro, o el mismo, podrá descubrir el hurto de otro centenar de frases de otro autor, y luego el de otro centenar, y así hasta que apenas quede nada propio del autor de las Doloras y de los Pequeños poemas.

Las razones antedichas han sido alegadas contra mi opinión por varios interlocutores que sobre este asunto he tenido.

Contrariado de esta manera, he acabado por afirmar lo siguiente:

1.° Que no hay autor notable de quien con un poco de trabajo y diligencia no se puedan sacar más centenares de frases o sentencias copiadas de otros autores, que los que de las obras de Campoamor han sacado Vázquez y Nakens.

y 2.° Que lo difícil, lo casi imposible es sacar de ningún autor, por original que sea, por raro y peregrino que se muestre en pensamientos, estilo y lenguaje, cien pensamientos o cien frases que tengan una verdadera y completa originalidad.

De aquí ha venido la cuestión a hacerse general. El señor Campoamor sabe defenderse y no ha menester de mi ayuda; pero con motivo de la acusación contra el Sr. Campoamor se ofrece a la mente una cuestión de literatura de la mayor trascendencia. ¿Qué es originalidad? ¿En qué consiste el valor de un escritor y, sobre todo, de un poeta? ¿Qué le da gloria, ser inmortal, influjo en las generaciones futuras, aunque haya copiado de otros autores todo lo que dice?

El deseo de exponer lo que pienso sobre este tema, de grande interés para todos, me mueve a escribir estos artículos, a pesar de lo fatigado y poco dispuesto a escribir que hace días me encuentro y de que ya es tarde para renovar la cuestión. [30]

II

Si fuera menester para escribir decir siempre cosas inauditas, del todo originales, que nadie hubiera dicho antes, no habría persona alguna, dotada de una razonable modestia, que se atreviese a tomar la pluma en la mano. Sólo escribirían entonces aquellos insensatos, de quienes dice Despréaux:

Qui croiroient s'abaisser dans leurs vers monstrueux
S'ils pensoient ce qu'un autre a pu penser comme eux.

Y aun así, estos mismos que por buscar la originalidad se apartan de los caminos trillados, y huyen del sentido común como de la peste, no pueden estar seguros de ser originales. ¿Qué disparate habrá que ya no se haya dicho en verso o prosa? Ese mismo amor a lo insólito y disparatado puede inducir a ser imitador también. Si no fuera por ese amor, ¿hubiera el poeta de las Doloras recogido como una joya primorosa lo del mareo del que maniobra en lo insondable?

No hay autor más innovador, más presumido de original en nuestro Parnaso castellano, que Góngora en las Soledades y el Polifemo. Ambas obras; no obstante, están llenas de imitaciones, como lo prueba D. García de Salcedo Coronel en su docto y prolijo comentario.

Abramos al acaso las Soledades. Góngora dice:

Su vago pie de pluma
Surcar pudiera mieses, pisar ondas,
Sin inclinar espiga,
Sin violar espuma.

Es evidente imitación, o, mejor dicho, copia de Virgilio (Eneida Lib. VII) donde dice, hablando de Camila:

Illa vel intactae segetis per summa volaret
Gramina, nec teneras cursu laesisset aristas,
Vel mare per medium fluctu suspensa tumenti
Ferret iter, celeres nec tingeret aequore plantas.

Virgilio, a su vez; lo tomó de Homero (Iliada, 20). [31]

Dice Góngora en otra parte de las Soledades:   

Las que el cielo mercedes
Hizo a mi forma ¡oh dulce mi enemiga!
Lisonja no, serenidad lo diga
De limpia consultada ya laguna.

También es imitación de Virgilio (Égloga II) quien a su vez imitó o copió a Teócrito en el Idilio del Cíclope.

En suma, Góngora ha copiado de todos los poetas latinos, de muchos griegos y de no pocos italianos, entre los que descuella el caballero Marini.

Pero se me dirá: Las Soledades son un poema pedantesco y detestable, donde, a par que no hay verso ni idea que no estén imitados o copiados de algún clásico, la originalidad se funda en lo violento, artificioso y archiculto del estilo.

Pues tomemos al poeta más dulce, más natural, más sencillo que ha habido en España: al que puede pasar casi por el renovador de nuestra poesía lírica; tomemos a Garcilaso. Lo mejor, lo más popular, lo más encomiado de Garcilaso es la Égloga I. Examinémosla. Apenas hay un pensamiento, una imagen, una sentencia que no sea copia, imitación o remedo de un poeta latino. Sólo de esta Égloga I pueden sacarse tantos hurtos como todos los que los Sres. Vázquez y Nakens han sacado de Campoamor. Hay, con todo, una diferencia en favor de Campoamor y en contra de Garcilaso. Los hurtos del poeta moderno no pasan de frases o sentencias breves y aisladas: los del antiguo poeta suelen ser pasajes largos de muchos versos. Así, por ejemplo:

Cual suele el ruiseñor con triste canto
Quejarse, &c.

es de las Geórgicas de Virgilio:

Qualis populea maerens Philomela sub umbra,
Amisos queritur foetus quos durus arator
Observans nido implumes detraxit; at illa
Flet noctem, ramoque sedens, &c.

Después que nos dejaste nunca pace [32]
En hartura el ganado ya, ni acude
El campo al labrador, &c.

Es también de Virgilio, Égloga V:

Postquam te fata tulerunt
Ipsa Palles agros, atque ipse reliquit Apollo.

La mala yerba el trigo ahoga y nace
En lugar suyo la infelice avena.

Infelix lolium et steriles nascuntur avenae.

Virgilio, a su vez, imitó o copió de Teócrito los mismos pensamientos.

Bien claro con su voz me lo decía
La siniestra corneja.

Es de Virgilio también:

Saepe sinistra cava predixit ab illice cornix.

¿Qué no se esperará de aquí adelante
Por difícil que sea? &c.

Es otro largo pasaje de Virgilio, Égloga VIII:

Quid non speremus amantes?
Jungentur jam gryphus equis... &c.

Siempre de nueva leche en el verano
Y en el invierno abundo.

Lac mihi non aestate novum, non frigore defit.

No sigo citando para no fatigar a los lectores. Baste lo dicho para prueba de que Garcilaso era más plagiario que Campoamor.

Pues ¿qué diremos de Fray Luis de León? En la forma, en la traza general de sus más notables composiciones, La vida del campo y La profecía del Tajo, copia a Horacio. El sentimiento cristiano y místico que suele haber en sus composiciones, ¿no puede afirmarse que también está tomado de otros autores? [33]

Así, por ejemplo, Fray Luis en su oda a la Virgen imita la canción VIII del Petrarca (In morte di Laura) a la Virgen también. En la oda a Salinas, que empieza

El cielo se serena,

toma pensamientos de Platón en el Fedón y en el Fedro, de San Agustín, De musica, y de San Buenaventura, Iter mentis in Deum. En la oda al nacimiento de la hija del marqués de Alcañices imita a Horacio en las odas 5 del libro I, 17 del II, 5 del III y Carmen saeculare. En la oda A Felipe Ruiz, De la avaricia, imita a Horacio, odas 2 del libro II, primera del III, 16 del III y la sátira I. En otra oda A Felipe Ruiz, que empieza

Cuándo será que pueda
Libre de esta prisión volar al cielo,

imita Fray Luis a Horacio en dos Epístolas, a Platón en el Fedon y a Virgilio en las Geórgicas. La tan celebrada descripción de la tempestad es de Virgilio. Hasta cuando dice Fray Luis:

Entre las nubes mueve
Su carro Dios ligero y reluciente,
Horrible son conmueve,
Relumbra fuego ardiente,
Treme la tierra, humíllase la gente,

no hace más que reproducir, dicho sea con franqueza, menos enérgicamente,

Ipse Pater media nimborum in norte corusca
Fulmina molitur dextra: quo maxima motu
Terra tremit; fugere feroe, et mortalia corda
Per gentes humilis stravit pavor.

Sería cuento de nunca acabar el ir citando aquí otras imitaciones o copias que ha hecho Fray Luis de León de Horacio, de Platón, de Píndaro, de Cicerón y de Virgilio. Eso sí; él tenía muy buen gusto y no imitaba o copiaba sino lo muy bueno. [34]

Del divino Herrera pudiéramos también hacer un examen del cual no saliese mejor librado; pero no queremos pecar de prolijos. Baste decir que la canción A la batalla de Lepanto está toda llena y como tejida de versículos de la Biblia.

De los poetas de nuestro siglo, ¿no se puede decir también que han copiado mucho? Espronceda, por ejemplo, traduce casi de la carta de doña Julia a D. Juan, de Byron, la carta de Elvira a D. Félix; copia de Beranger la Canción del cosaco, y remeda a Byron en sus digresiones chistosas e impertinentes de El Diablo Mundo. En el espíritu general que anima todas sus composiciones, en aquello que imprime carácter y pone el sello de distinción a su genio, ¿quién duda tampoco que Espronceda es un imitador del lord poeta?

Si salimos fuera de España y estudiamos otras literaturas, veremos que la imitación no solo ha sido tolerada, sino recomendada en todas partes. ¿Qué no deben a los griegos los poetas latinos? ¿Cuánto no tomó Virgilio de Homero, de Teócrito, de Apolonio y de otros menos ilustres? ¿Cuánto no tomó Horacio de Píndaro? Él mismo da como precepto el imitar los autores griegos:

Vos exemplaria graeca
Nocturna versate manu, versate diurna.

En Francia, el famoso preceptista Boileau llegó a decir que el poeta que no imite a los antiguos no será imitado de nadie, poniendo así por condición de que un poeta valga algo el que sea imitador de otros.

En mi sentir, el más notable poeta lírico que han tenido los franceses, y sin disputa el creador de la moderna poesía lírica de aquella nación, es Andrés Chénier. Víctor Hugo mismo reconoce este mérito cuando en aquellos extraños versos, titulados Le cheval, supone que el Pegaso ha tenido siempre un palafrenero divino, y que Andrés Chénier ha sido el último de estos palafreneros.

Sou écurie, oú vit la fée,
Veut un divin palefrenier;
Le prémier s'appelait Orphée;
Et le dernier, André Chénier.
[35]

Pues bien; este último palafrenero divino es el más gran copista de poetas griegos y latinos que ha existido jamás desde que el mundo es mundo. Para demostrarlo basta recurrir a la edición crítica de sus Poesías, hecha por L. Becq de Fouquiéres. Hasta en la admirable y valiente oda A Carlota Corday hay imitaciones de Horacio, de Homero, de Eurípides y de Juvenal, y en la Elegía La jeune captive, lo más bello y sentido que se ha escrito tal vez en versos franceses, imita el poeta a Eurípides, a Tibulo, a Stacio, a Esquilo y a su compatriota Racine.

Tal vez sostendrá alguien, volviendo a la ya casi olvidada división de los poetas en clásicos y románticos, que si bien no puede menos de concederme que los clásicos son unos grandes plagiarios, los románticos en cambio son originalísimos, se dejan arrebatar solo de su inspiración y no imitan o copian a nadie.

Acudamos al príncipe de los poetas románticos, al insigne Shakspeare, y él se encargará de desmentir tal aserto. Acaso no figure otro en toda la caterva de poetas que haya robado con menos escrúpulo cuanto se encontraba a la mano. En los teatros de Londres había multitud de tragedias donde muchos habían escrito. Shakspeare las tomaba, las arreglaba o refundía, y así pasaban por suyas. Los cálculos e investigaciones de Malone demuestran que apenas tiene Shakspeare un solo drama donde todo le pertenezca. En la trilogía de Enrique VI, pongo por caso, de 6.043 versos, 1.771 son de un autor desconocido, anterior al gran poeta; 2.373 están arreglados o corregidos por él sobre los ya compuestos por otros predecesores suyos, y solo 1.899 son del propio Shakspeare por entero.

De todos estos plagios de Shakspeare no crean mis lectores que solo se hace cargo algún detractor suyo, sino también sus encomiadores más hiperbólicos, entre los que descuella el americano Emerson.

Este pensador tiene ideas teosóficas, panteísticas y un tanto desatinadas, aunque muy poéticas, como el famoso Swedenborg y el zapatero Jacobo Boehm: cree que hay algo que él llama sobre-alma o alma-suprema, y que esta sobre-alma [36] mueve y concierta todas las cosas y las ordena a un buen fin: de suerte que los grandes hombres y héroes vienen a ser como los respiraderos por donde sale a relucir y da razón de sí la tal sobre-alma, manifestándose en el mundo con pensamientos y obras. Emerson tiene, entre otros libros, uno que se titula Hombres representativos, que son las epifanías, encarnaciones, hipóstasis, o como quieran llamarse, de la mencionada sobre-alma. Algo se parece el tal libro de los Hombres representativos a otro del inglés Carlysle, titulado Adoración de los héroes. En suma, y sin meternos en honduras y dejando aparte las intrincadas filosofías de estos autores, es lo cierto que ambos deifican a varios personajes de un modo harto pomposo.

Emerson, supongo que arbitrariamente o bien llevado de la virtud cabalística del número siete, pone siete hombres representativos, como hay siete arcángeles, y siete virtudes, y siete pecados capitales, y siete candeleros de oro, y siete hermanos mártires en muchísimos martirios. Los siete hombres representativos de Emerson son: el filósofo, Platón; el místico, Swedenborg; el escéptico, Montaigne; el hombre de mundo, Napoleón; el escritor, Goethe, y el poeta Shakspeare. Claro está que no es menos arbitraria que la división de los oficios en siete la elección de personajes para cada uno de los siete oficios. Lo mismo podríamos hacer otro libro, poniendo por filósofo a Aristóteles; por místico a San Juan de la Cruz; por escéptico a Sánchez; a Alejandro Magno o a Colón por hombre de acción o de mundo; por escritor a Cervantes, y por poeta a Dante, a Calderón o a Lope. Sea esto dicho de paso, y perdóneseme la digresión. Aquí no trato de impugnar a Emerson, sino solo de decir que para Emerson Shakspeare es el poeta por excelencia; el poeta, con todo el énfasis que el artículo the puede dar y da a la expresión en lengua inglesa. Para Emerson, en punto a poder de la mente, a entendimiento, a ingenio, el mundo de los hombres no ofrece nada igual a Shakspeare. Shakspeare es una esperanza, o mejor dicho, una amenaza de que saldrá al fin otra casta de seres superiores a los humanos; es como la primera muestra, como el precursor de esa nueva casta, que nos va a dejar tamañitos. [37] Pues bien; este precursor, por declaración de Emerson, ha copiado y plagiado como nadie. De aquí la teoría de Emerson de que los grandes hombres, y sobre todo los grandes poetas, no son originales; son receptivos y comprensivos. Un gran poeta no es una araña que fabrica su tela de su propia sustancia, ni alguien que no se parece a los demás hombres y anda siempre devanándose los sesos para sacar de allí cosas que a nadie se le hayan ocurrido. El gran poeta tiene corazón y entendimiento en perfecta consonancia con su país y con su época; y dice lo que todos dicen en su época y en su país, si bien lo dice mejor y más lindamente, y con el encanto inefable y misterioso de quien pone en ello toda el alma.

Como otra prueba de este modo de ser gran poeta, tan opuesto a esa originalidad que ahora se requiere, Emerson cita a Chaucer. Chaucer tomó también de todas partes: saqueó a Guido de Colonna, a Dares, a Ovidio, a Estacio, a Boccaccio, a Petrarca y a los poetas provenzales. Su influencia, en cambio, fue grandísima en la posterior literatura inglesa, notándose aún rastros de ella en Pope y en Dryden.

Debo hacer notar aquí que a menudo no se descubren huellas de imitación, no porque un poeta sea más original, sino porque aquello que dice es una colección de lugares comunes, esto es, que el poeta no imita a nadie porque imita a todo el género humano, no copia a un autor determinado porque lo que dice lo dicen todos los autores y todos los que no son autores.

Esta carencia de ser y de consistencia en el pensamiento se salva, sin embargo, en ocasiones por la belleza de la expresión. No soy yo entonces tan severo como Horacio: no desdeño tanto como él

versus inopes rerum, nugaeque canorae.

Sírvanos de muestra un trozo cualquiera de las Epístolas de Moratín:

Ya el crudo invierno que aumentó las ondas
Del Tibre, en sus orillas me detiene,
De Roma habitador. ¡Fuéseme dado [38]
Vagar por ella, y de su gloria antigua
Contigo examinar los admirables
Restos que el tiempo, a cuya fuerza nada
Resiste, quiso perdonar! Alumno
Tú de las musas y las artes bellas,
Oráculo veraz de la alma historia,
¡Cuánta doctrina al afluente labio
Dieras, y cuántas, inflamado el numen,
Imágenes sublimes hallarías
En los destrozos del mayor imperio!
Cayó la gran ciudad que las naciones
Más belicosas dominó, y con ella
Acabó el nombre y el valor latino;
Y la que osada, desde el Nilo al Betis,
Sus águilas llevó, prole de Marte,
Adornado de bárbaros trofeos
El Capitolio, conduciendo atados
Al carro de marfil reyes adustos,
Entre el sonido de torcidas trompas
Y el ronco aplauso de los anchos foros,
La que dio leyes a la tierra, horrible
Noche la cubre, pereció. Ni esperes
Del antiguo valor hallar señales.

Todo esto es tan común por el pensamiento, que se le ocurre y se le ha ocurrido a cualquiera. No hay que buscar de dónde lo tomó Moratín. Lo tomó de todas partes. Lo que realza y da valor a tales lugares comunes es lo elevado y elegante de la expresión: lo que llaman la dicción poética; en la cual, a más del conocimiento magistral de nuestro idioma, se nota la imitación del estilo de Parini y de otros poetas italianos.

De notar es también que no son los pensamientos peregrinos los que hacen a menudo grande a un poeta, sino el brío del sentir, que solo se manifiesta en la forma, en la dicción, en el modo de expresarse. Y aun en esto hay algo de misterioso o de harto difícil de explicar. Lo más sublime, lo más bello suele ser lo más natural y lo más sencillo: lo que lejos de no ocurrírsele a nadie sino al poeta, se le ocurre a todo el [39] mundo. Si vamos, por ejemplo, a examinar toda la doctrina de Quintana en su poesía lírica, no sacamos más que un patriotismo grande, la creencia en el progreso de la humanidad y las ideas más divulgadas por los filósofos franceses del siglo XVIII. La expresión enérgica, que prueba cuán hondamente está sentido todo ello, es solo lo que avalora aquellas magníficas poesías. De ser la originalidad lo que vulgarmente se supone, y de exigirse además a cuantos escriben, sería cosa calamitosa.

Hay millones de libros escritos. Si el poeta, para conservar su originalidad, no los leyese, se expondría a coincidir con algunos de ellos y a repetir, por coincidencia y mal, lo que muchos antes que él habrían dicho ya mejor y más gallardamente. Si los leyese, sería solo para evitar el imitarlos. Cada nuevo ingenio que apareciera en el mundo, lejos de poner en circulación, por decirlo así, nuevas y hermosas expresiones, graciosas o sublimes imágenes, ideas o sentimientos delicados o egregios, lo que haría sería amortizarlos, sacarlos del comercio intelectual, puesto que nadie podría repetirlos sin incurrir en la nota de plagiario.

III

Lo contrario es, no obstante, lo que se observa en toda la historia de la cultura humana, y singularmente de la poesía. La trasmisión, la copia, el remedo es un hecho constante. Lo verdaderamente original, o es más escaso de lo que por lo común se cree, o se pierde en fuentes desconocidas allá en la noche de los tiempos. De aquí la manía o la exageración al menos con que ciertos eruditos, cada cual según su afición y la índole de sus estudios, buscan el origen de todo, ya en Egipto, ya en la India, ya en otra civilización primitiva, de donde para ellos proceden ciencias, filosofía, religión, artes e industria.

Claro está que sería una locura negar la originalidad. Alguien inventó, alguien pensó y dijo las cosas antes de que nadie las dijese. Lo que aquí se hace es afirmar que las cosas nuevas, pensadas y dichas, son muchas menos de lo que se [40] imagina. Salomón, o quien fuera, hace ya muchos siglos dijo, no sin razón, que no había debajo del sol nada nuevo.

Para espíritus perezosos a par que curiosos, como el mío, es esto una gran consolación. Sería para desesperarse si creyera uno que entre los millones de libros que se han escrito hay más original de lo que hay. Si uno no estuviera convencido de que los autores no hacen casi siempre sino repetirse o copiarse, se afligiría mucho de no poder leerlos a todos, y la idea de su ignorancia sería aterradora. Por fortuna, los hombres somos muy charlatanes, y la manía de escribir es general y contagiosa. Escribir con concisión es más difícil que escribir amplificando. De aquí que se escriba tanto para decir tan poco: a menudo para no decir nada.

Seamos francos. Si nosotros, los que escribimos, hiciéramos voto de no volver a tomar la pluma en la mano hasta que se nos ocurriese algo nuevo, verdaderamente nuevo, que escribir, nos pasaríamos la vida en perpetua holganza; una multitud de industrias, como las del impresor, del fabricante de papel, del encuadernador y del librero, vendrían a arruinarse, produciendo cierta perturbación económica en el mundo, hasta que los hombres que a esas cosas se dedican hallasen otro modo de ganar el sustento cotidiano.

En nada ha sido tan fecundo el espíritu del hombre, de un siglo a esta parte, como en las ciencias de observación. Demos de barato que son flamantes, nuevas, todas las ciencias nuevas que hace poco se han inventado; pero confesemos también que los hechos importantes en que se funda cualquiera de estas ciencias, las verdades indisputables que contiene y hasta las hipótesis que construye, caben en tres o cuatro pliegos de papel, aunque sobre la más ruin de estas ciencias nuevas se hayan escrito ya resmas y resmas. Es de notar, además, que en estas ciencias, como no se da la invención en el sentido de creación de la mente, sino la exposición de hechos de los cuales se infieren o se inducen leyes, teorías e hipótesis, cabe escribir más sin repetirse; pero lo que es en la poesía, si todo hubiera de ser inventado e inaudito, ya pudieran enmudecer cuantos caramillos, harpas, liras, trompas y demás instrumentos han servido a los poetas. [41]

En los tiempos antiguos y semi-bárbaros, en el albor de las civilizaciones, era cuando el poeta imperaba; cuando era o aparecía original. Su inventiva y su memoria se confundían e identificaban en el concepto de la muchedumbre ignorante y de buena fe que le prestaba atento oído. Cuanto el poeta había atesorado en su memoria en extrañas regiones, cuantas sentencias había oído, iniciándose tal vez en los misterios egipcios, caldeos, de Eleusis o de Samotracia, cuanto había aprendido conversando con sacerdotes y hierofantes, todo lo ingería en sus versos, sin que nadie se metiese a averiguar si era plagio o no era plagio. Los mismos primores, ensueños, leyendas, fábulas e historias prodigiosas, que su pueblo había inventado, el poeta, prestándoles forma inmortal, los repetía al pueblo, que los escuchaba gustoso. Es más; yo dudo mucho de que el poeta de entonces se atreviese en este punto a ser original; tuviese la desvergüenza de inventar cosa alguna que ya el pueblo inconscientemente no hubiese inventado, teniéndolo por cierto.

Así nacieron la poesía épica, la didáctica y la sentenciosa de las primeras edades. Homero, Hesiodo, los siete sabios y los demás poetas gnómicos, que tan originales nos parecen, debieron de ser, en cierto sentido, unos grandísimos plagiarios.

Los primeros filósofos griegos, algunos de los cuales, o los más de ellos, poetas, esto es, escritores en verso, trajeron muchísimo también aprendido de sus largas peregrinaciones. Platón dice, no recuerdo bien dónde, que los griegos tomaron de todas partes pensamientos, sistemas, ideas, &c.; pero que tuvieron singular habilidad para asimilárselo y apropiárselo, y convertirlo todo en la sustancia de su fecunda civilización. La Grecia estaba dichosamente situada para realizar este trabajo, cercana, y casi rodeada, de Egipto, Frigia y Fenicia.

Se cuenta que Demócrito consumió su pingüe patrimonio viajando e instruyéndose. Cuando volvió a Abdera, su patria, le condenaron, en virtud de leyes muy severas que tenía aquella república contra los pródigos. Entonces acudió él a la Asamblea popular, y leyó allí la obra más importante que había compuesto, como fruto de sus viajes. El pueblo [42] entusiasmado, reconoció que no había malgastado, sino empleado muy bien su hacienda, y le mandó dar la suma fabulosa de 50 talentos, que, si no me equivoco, equivalen a medio millón de duros. Vaya Vd. en el día a ganar nada de esto pasando por original. ¿Quién trae nada de sus viajes que no haya antes llegado a noticia de todos por gacetillas de periódicos, anuarios, manuales y cronicones científicos?

Bien se lamenta de esto Leopardi, cuando exclama:

   sceso il sapiente
E salita é la turba a un sol confine,
Che il mondo agguaglia.

En efecto, aquella autoridad de que se revestían los antiguos sabios, aquel solemne magisterio con que pronunciaban como oráculos máximas en verso que habían de servir de norma y ley de la vida, ya han desaparecido. Ya no es posible afirmar con el lírico venusino:

   Dictae per carmina sortes
Et vitae mostrata via est;

ya no es el poeta quien distingue lo público de lo privado y lo sagrado de lo profano; quien prohíbe las costumbres licenciosas y establece los consorcios estables; quien funda las ciudades y graba en tablas o en bronce sus leyes. El poeta gnómico o sentencioso ha descendido, pues, a ser en el día un pedagogo. Le ha sucedido lo que se cuenta de Dionisio Tirano, que, no pudiendo ya mandar a los hombres, acabó con escuela de párvulos en Corinto. En vez de los versos áureos de Pitágoras, y de las sentencias de Solón, Teognis, Focilides, Mimnermo, Simónides, y tantos otros, sólo podemos tener hoy las máximas del Barón de Andilla.

Y no se me diga que el Barón es menos original que Solón, Teognis y los demás gnómicos citados. Las sentencias de aquellos sabios antiguos debieron de estar de antemano en la mente del pueblo. Ellos sólo tuvieron el mérito de fijarlas y preservarlas con la palabra rítmica, pero con estilo sencillo, natural y poco distante de lo común y más usado. Lo que ellos tuvieron, y lo que no tuvo el Barón de Andilla, fue la [43] oportunidad, el venir a tiempo, la fortuna de componer sus máximas para un público candoroso, reverente y que las tomaba por lo serio.

Resulta, pues, que los poetas primitivos, los grandes educadores y reveladores del linaje humano, fueron y no podían menos de ser muy poco originales. Precisamente estaba toda la fuerza de ellos en la poca originalidad, en que eran el eco sonoro del verbo de la muchedumbre, los que fijaron e inmortalizaron su pensar y su sentir más puro:

La palabra veloz que antes huía.

Más que de espíritu creador, aquellos hombres estuvieron dotados de espíritu crítico. Sin inventar nada, escogieron lo mejor de lo ya inventado o pensado por el vulgo. Confucio, por ejemplo, al Libro de los versos, en que había tres mil cantos, no le añadió un canto más para que fuesen tres mil y uno, sino que suprimió la mayor parte, dejándolos reducidos a trescientos. Depurando, no creando, enseñó la buena doctrina. ¿Qué virtud crítica no sería la suya, para haber extendido su influjo sobre más de la cuarta parte del linaje humano, que le venera en millares de templos hace más de dos mil años?

Sin duda para imitar a Confucio, un célebre literato español que estuvo de ministro plenipotenciario en el Celeste Imperio hizo la segunda edición de sus obras, no como los autores inmodestos, corregida y aumentada, sino a la chinesca, corregida y disminuida.

Y tal vez pasaría por remedo de Confucio también, si la cronología no se opusiese, aquello que sucedió en Roma en tiempo de Anco Marcio o de Servio Tulio con los libros de las Sibilas. Quien trataba de venderlos presentó nueve, pidió cierta cantidad, y como no se la pagasen, redujo los libros a seis y pidió el doble. No le pagaron tampoco, y redujo a tres sus libros, aumentando otra vez el precio. Por dicha se los pagaron entonces; que si no, pide más, disminuyendo de nuevo la colección de sentencias y oráculos que vendía.

¿Qué prueba esto sino que lo mejor y más trascendental [44] que se ha escrito, se ha escrito por resta y no por suma, sustrayendo con el juicio y no adicionando con la fantasía? Los llamados genios, sobre todo en cosas de metafísica, de moral y de poesía, lejos de inventar y de fantasear, lo que han hecho es discernir, escoger, tomar lo bueno y lo bello donde quiera que lo hallaban, y depurado ya y limpio de toda mancha, tejer con ello una guirnalda de divinas flores.

Así, pues, yo doy por seguro que Sakya-múni no inventó nada tampoco. Tal vez se limitó a divulgar especulaciones filosóficas de más antiguos sabios; ideas y doctrinas que, por no haber salido de las escuelas, ni entusiasmaban a la multitud, ni infundían terror a los brahmanes; pero Sakya-múni llegó a tiempo, se apoderó de aquellas doctrinas e ideas, puso en ellas el fuego del amor y les prestó el brío fervoroso que las trasformó en religión e hizo brotar en ellas las alas del proselitismo.

¿Es más original el Korán? ¿No se podrá demostrar que Mahoma plagió mucho de libros judaicos y cristianos? En suma, de esta más alta y primitiva forma de poesía, de la sentencia, nada hay que un erudito no pueda acusar de copia o remedo.

Un israelita contemporáneo ha hecho impíamente el mismo análisis del sermón de la montaña que Nakens y Vázquez de algunas obras de Campoamor. Aquella buena nueva, aquella moral inaudita, aquel ideal sublime de la vida humana aparece en el libro del judío Cohen como una colección de sentencias de antiguos sabios y rabinos, donde no hay nada original ni nada nuevo. Y en verdad que si damos razón a este modo mezquino de criticar, nada hay que valga algo que no sea un plagio en sus pormenores. Quien había venido, no a abrogar la ley ni los profetas, sino a darles cumplimiento, no tenía necesidad tampoco de inventar máximas nuevas y peregrinas. Demos por cierto, con Cohen, que el perdón de las injurias, el amor de los enemigos, la caridad más ardiente, la confianza más ilimitada en nuestro Padre que está en los cielos, todo está aisladamente en los anteriores textos que Cohen cita; todo se enseñaba ya, casi en los mismos términos, en la sinagoga; pero el espíritu maravilloso [45] que anima el conjunto, ¿en dónde estaba antes? ¿Dónde estaba antes la fuerza que convirtió en sal de la tierra el desabrido ingenio de unos pobres pescadores, que sacó de aquellos ignorantes la luz del mundo, que encendió la antorcha y no la puso debajo del celemín, sino sobre el candelero para que a todos alumbrase, y que fundó sobre el monte la nueva ciudad para que no pudiera esconderse nunca? Cierto que de una colección de máximas, tomadas de aquí y de allí, y reunidas como al acaso, no se saca, por excelentes que sean, aquella virtud superior que basta a apoderarse de los ánimos de la más noble porción de la humanidad, que informa, durante cerca de veinte siglos, la más alta de las civilizaciones, y que da el primado o la hegemonía a los pueblos que la aceptan. Hay, sin duda, algo en el sermón de la montaña que se escapó al análisis erudito del Sr. Cohen, y que no se halla en ningún libro anterior al Evangelio.

En pequeña proporción bien puede afirmarse lo mismo de otras críticas y de otros análisis de obras humanas, naturalmente menos importantes, tildadas de centones y de copia de lo ya dicho por otros. El anatómico y el químico harán la disección de un ser organizado, mostrarán los tejidos de que se compone, probarán que las sustancias todas de que consta nada tienen de singulares, antes bien son las mismas que están en los demás seres; pero el principio misterioso de la vida se ha escapado al escalpelo del anatómico, y no ha quedado en ninguna de las ampolletas y retortas del químico, ni convertido en esencia o extracto ha salido por la piquera de su alambique.

IV

En los asuntos para la narración, en los argumentos, en la materia épica, los autores se han copiado más aún que en las máximas.

Max Müller y otros mil han escrito ya sobre la emigración de las fábulas. ¿Qué añadiré yo a lo que ellos dijeron?

Empezando por lo que más comúnmente se llama fábula, esto es, por aquella acción sencilla en que intervienen a [46] menudo seres irracionales, y de la cual se infiere o se pretende inferir una enseñanza moral, ¿quién negará que Samaniego ha copiado a Lafontaine, Lafontaine a Fedro, Fedro a Esopo y Esopo, sin saberlo quizá, el Hitopadesa y el Pantchatantra?

Con muchas fábulas se podría hacer lo mismo que Max Müller ha hecho con la fábula de La lechera, siguiéndola de la India a la Persia, de la Persia a la Arabia y demás pueblos muslímicos, y por último, al Occidente de Europa, empezando por España, donde figura en la traducción de Calila y Dimna y en El Conde Lucanor, y acabando en la Perrete del celebrado fabulista de Francia.

Con los cuentos populares o vulgares se podría hacer otro tanto. Apenas se comprende cómo han ido pasando de unas lenguas en otras lenguas y de unas literaturas en otras literaturas. La Fontaine tomó el Jocondo de Ariosto, Ariosto oiría contar el cuento al vulgo, y el cuento vino, sin duda, de Oriente, ya que en sustancia es el mismo que sirve de introducción a las Mil y una noches. El cuento de Los tres burladores, que Andersen nos da como popular dinamarqués, está referido en El Conde Lucanor, cuyo autor le tomó, sin duda, de los árabes, quienes tal vez le tomaron de los persas y los persas de los indios. Kalidasa tomó ya el asunto de Sacuntala de un poema; en el poema estaría tomado de la tradición oral; y el asunto de Sacuntala es aun el del cuento de Doña Guiomar, que cuentan en Andalucía. Conon, sofista griego, trae la historia del mal deudor que puso dentro de la caña el dinero para jurar que se le había dado al acreedor; este mismo cuento se convierte en la Edad Media en un milagro de San Nicolás, y puesto en versos latinos está en la colección de Du Méril; Cervantes, por último, le trasladó al Quijote, entre los juicios de Sancho Panza, Gobernador de la ínsula Barataria.

Los cuentos de hadas, de asombros y de prodigios, no tendrán pies ni cabeza, serán una sarta de desatinos, parecerá a primera vista que cualquiera, en poniéndose a ello, puede inventar cuantos se le antoje. Sin embargo, no hay cuento de estos, si en él hay algo de maravilloso y es de mera invención, que no resulte necio y sin gracia alguna. Es evidentísima la [47] impotencia de todo singular poeta para inventarlos. Así es, que Perrault, Grimm, Andersen, Musáus, Mme. D'Aulnoy y Mme. Prince de Beaumont, los han tomado de los labios del vulgo. Si algo añaden es como adorno o bordado; la trama, la tela está ya tejida por el pueblo, sabe Dios desde cuántos siglos hace.

¿Será también fundada aquella otra queja del desesperado Leopardi:

O caro inmaginar, da te s'apparta
Nostra mente in eterno?

Cuando ni cuentos podemos inventar, ¿cómo han de inventarse ya Olimpos ni Walhalas? ¿De dónde han de salir ninfas, ni genios, ni dioses nuevos, aunque sean pequeñuelos y de mala muerte? ¿No deliran los que creen posible una religión del porvenir? Lo maravilloso del día está solo en el límite entre lo explorado y lo inexplorado de las ciencias naturales. Julio Verne es el Homero y el Hesiodo.

Lo que es en el espiritismo, salvo lo que también se funda en adelantos de las ciencias de observación, ¿qué hay en sustancia que no estemos hartos de saber desde que la pitonisa de Endor evocó la sombra de Samuel profeta? El espiritismo es la nigromancia, conocida en todos los países de la tierra. Pausanias evocó el espíritu de Cleonice y habló con él, y Periandro consultó a la sombra de su esposa Melisa, yendo a evocarla en un club de espiritistas, que había establecido en Threspotia, a orillas del Aqueronte.

Si esto sucede con el espiritismo, ¿qué no se podrá decir de los dioses mismos que emigran también como los cuentos y las supersticiones de unos pueblos a otros pueblos? La mitología griega es sin duda la más bella de todas; pero, ¿qué no debe a los arios primitivos, a los pueblos del Asia menor, a los egipcios y a los fenicios? La máquina, pues, de la epopeya, lo sobrenatural o maravilloso de los poemas, no sabe sino repetirse: es imposible inventarla. Cuanto se inventa hoy viene a convertirse en una insípida alegoría, no vive, carece de ser y de consistencia propia.

Con lo legendario sucede lo mismo que con lo mitológico. [48] ¿Qué poeta carece de juicio hasta el punto de ponerse a inventar una leyenda? Él la adornará, la hermoseará con su estilo, pero la leyenda está ya inventada.

Teófilo, prototipo de Fausto, está en las obras de la monja Hroswita, en Gonzalo Berceo, en las Cantigas del Rey Sabio; Margarita la Tornera de Zorrilla, en el Quijote de Avellaneda, en las Cantigas, en mil partes; Don Juan y Lisardo el estudiante, que ve su propio entierro, en romances populares, en las Soledades de la vida de Lozano, &c.; y los viajes al Paraíso terrenal, la historia del monje o del santo ermitaño que se queda embelesado oyendo cantar un pajarito, y cree estar un día o un minuto oyéndole, y resulta luego que ha estado doscientos o trescientos años, no hay lengua en que no esté referida mil veces. Los desposorios más o menos místicos de un hombre o de una mujer con un dios o con una diosa, con un santo o una santa, con Cristo o con la Virgen, se repiten y se suceden desde Endimyon y Diana, Anquises y Venus, Atis y Cibeles, hasta el mozo de las Cantigas que da su anillo a la devota imagen, y la devota imagen cierra sus dedos de mármol y no suelta el anillo, haciendo así aquel lazo indisoluble, e inquebrantable aquel voto.

Nada parece más original para quien no se para a pensarlo que el gran poema del Dante. Ozanan, sin embargo, en su erudito discurso sobre las fuentes poéticas de la Divina Comedia, nos presenta un sin número de viajes al infierno, de donde pudo tomar y tomó a manos llenas el vate florentino. Facilis est descensos averni. Ulises baja al infierno en la Odisea y Eneas en la Eneida. Dante ha imitado además el sueño de Scipion, la visión del abate Giovacchino, la visión de Alberico, los Fioretti de San Francesco y otra infinidad de obras por el estilo, que han hecho escribir a Labitte un estudio crítico titulado La Divina Comedia antes del Dante. «Mas no se crea, dice Ozanan, que Dante sea menos grande por eso. Nos parece, al contrario, que el primer signo del genio no es ser nuevo, sino ser antiguo; trabajar sobre alguno de aquellos asuntos que jamás cesaron de interesar a los hombres. No es cierto que el arte no interese sino por lo imprevisto. Nada se repite tanto como la elocuencia. Bossuet no tiene [49] un solo movimiento oratorio que no deba a los padres de la Iglesia.»

Y luego añade Ozanan: «¿Qué le queda, pues, al genio y por qué se eleva sobre la multitud? Por el asunto de sus obras, que pertenece a todo el mundo, el poeta se confunde con el pueblo. El poeta se eleva sobre la multitud, por el trabajo, que es suyo, y por la inspiración, que recibe de Dios.»

Con este criterio, ya podemos librarnos los que escribimos de la nota de plagiarios. Con el de los Sres. Vázquez y Nakens, caerá Campoamor, pero no quedará en pié ídolo alguno.

¿Qué sería entonces de Virgilio, a quien Jerónimo Vida, uno de sus más fervientes admiradores, pinta

magni exuvias indutus Homeri;

y sin que de ello se avergüence: nec pudet? La historia poética de Alejandro Magno se ha repetido y copiado en muchas lenguas de Europa y de Asia, en persa, en griego, en latín, en alemán y en francés, antes de que Lorenzo de Segura la pusiese en castellano. Los sueños y poemas de los antiguos bardos, algo trasfigurados por el cristianismo, y renovados con más esplendor cuando Guillermo el Bastardo vengó de los anglos a los vencidos bretones, se difundieron por toda Europa, y fueron constante alimento de todas las literaturas. Merlín y Viviana, Tristán e Iseo, Lanzarote y Ginebra, viven en los cantos de los trovadores y de los minnesinger, en los antiguos romances de Castilla, y hasta hoy en los idilios de Tennyson. Las mil historias del ciclo carlovingio no han sido menos repetidas. Ariosto copió, tomó de todas partes pasa escribir su Orlando. Y no solo puso en el tutta la romanzería, sino que imitó y tradujo las fábulas, las descripciones y los pensamientos de los antiguos clásicos.

Aunque Camoens, con su arrogancia de poeta, y de poeta portugués, exclame al principio

Cesse tudo o que a Musa antigua canta
Que outro valor mais alto se alevanta,

no fue bastante poderosa la novedad del asunto para que no repitiese al cantarle mucho de lo que la musa antigua había [50] ya cantado. En Camoens se nota también la imitación de los clásicos, aunque no tanto como en Sa de Miranda y en Ferreira, egregios maestros de la poesía lusitana.

Mil veces se ha repetido aquello de que el robo literario no se perdona sino cuando va unido al asesinato: pero tampoco es esto verdad. Virgilio no mató a Homero con su Eneida, ni a Teócrito con sus bucólicas.

Lo contrario sucede a menudo. El poeta muerto, esto es, olvidado, resucita merced al robo que hace de su hacienda otro poeta. Sirva de ejemplo Jacobo Masenius. Su Sarcothea volvió a la vida y quedará ya siempre en la memoria de los hombres por la extraordinaria cantidad de pensamientos, de imágenes, de pinturas y descripciones, que tomó de ella Milton al componer su Paraíso Perdido.

La acusación del escocés Lauder contra Milton, tildándole de plagiario, no menoscaba, a mi ver, la gloria del Homero británico; pero, díganse en contra cuantas sutilezas se puedan inventar, es evidente que Milton copió a Masenius, y no solo a Masenius, sino a otros autores, como a Grotius en su Adamus exul, a Taubmann en su Bellum angelicum, a Barlaeus, a Ransey y a Rosse.

En cuanto a la ciencia, a la filosofía, a la doctrina que el poeta divulga en sus obras, aún suele ser menor la originalidad.

Rem tibi Socraticae poterunt ostendere chartae:
Verbaque provisam rem non invita sequentur;

ha dicho Horacio.

Los filósofos darán al poeta la doctrina, y, una vez adquirida la doctrina, las palabras para expresarla se presentarán con facilidad.

En efecto, ¿qué habrá dicho Dante en su admirable poema que no esté ya en Santo Tomás de Aquino, en San Buenaventura, en el Maestro de las sentencias y en tantos otros sabios de la Edad Media?

Cuando un idioma está en su período de formación, cabe que luzca el poeta su originalidad inventando al menos frases y giros. Esto es difícil, cuando el idioma está ya formado. [51]

La palabra aún es más difícil de inventar que la frase. Solo es dable tomar palabras de otros idiomas o hacer palabras compuestas de dos o más sencillas. Aun en esto mismo es menester que sea muy parco el inventor, si no quiere hacerse ridículo o pesado. Lo que es la palabra sencilla nueva, rara vez se inventa como no sea en estilo picaresco y bajo: v. gr. cursi, guasa y filfa.

Pasó ya el tiempo de la invención del lenguaje, como pasó el de la aparición de las leyendas, materia épica, religiones y mitologías. Los que se meten a inventores de estas cosas caen en lo grotesco, como una secta herética, que hubo poco ha, o que hay aún en Inglaterra, cuyos individuos, creyéndose inflamados del Espíritu Santo, a semejanza de los Apóstoles en el Cenáculo, rompen a hablar en lenguas desconocidas, y todas inventadas por ellos.

El asunto de estos artículos es inagotable si nos empeñamos en seguir citando. Pongamos ya término a las citas para no fatigar a los lectores, y vengamos a una conclusión.

Puesto que todos los poetas se copian, ¿en qué consiste la originalidad?

Primeramente diré que la originalidad puede tomarse a mala parte. Llámase a veces original al extravagante, raro y disparatado. De esta originalidad pedimos a Dios que nos libre.

La verdadera y buena originalidad ni se pierde ni se gana por copiar pensamientos, ideas o imágenes, o por tomar asunto de otros autores. La verdadera originalidad está en la persona, cuando tiene ser fecundo y valer bastante para trasladarse al papel que escribe, y quedar en lo escrito, como encantada, dándole vida inmortal y carácter propio.

Para ser, pues, original en el buen sentido, no hay que afanarse mucho ni poco en decir y pensar cosas raras. Basta con pensar, sentir y expresar lo que se piensa y se siente, del modo más sencillo. Entonces sale retratada el alma del que escribe en lo que escribe: y como el alma es original, original es lo escrito.

Ni se crea que esto es tan fácil. Los autores vulgares apenas tienen alma, y su alma ni sale retratada, ni queda en el estilo. [52] Bien podrán no imitar a nadie; pero no serán originales: serán cualquiera cosa: lo que todo el mundo es.

El estilo sencillo y natural es difícil, aunque no lo parezca. En cualquiera época hay un estilo de convención, un enjambre de frases hechas, una manera, en suma, a la que se adapta la turba-multa de los poetas. Para escribir con estilo propio es menester desechar esta manera; ser uno, en suma, como Dios le hizo. El que logre serlo escribiendo, ese será original, diga lo que diga. Sus versos no podrán menos de tener cierto encanto, porque en ellos estará y vivirá lo mejor y lo más hermoso de su alma.

Por eso Horacio, Virgilio, Shakspeare, Milton, Garcilaso, Ariosto, Dante y otros muchos, de cuyos plagios pueden llenarse libros enteros, viven como altísimos poetas en la memoria de los hombres, mientras de otros, que jamás copiaron nada de nadie, no hay ser humano que se acuerde, o que los lea, o que leyéndolos los sufra.

Por último, vale más copiar una discreción o una cosa bella, que decir una sandez, una frialdad o un desatino propio, dado que sandeces, frialdades y desatinos no sean también copiados. Lo que nada vale no tiene dueño; mas no por eso se ha de suponer que lo crea o engendra quien lo toma. Discurrir así sería como si alguien imaginase que eran hijos suyos todos los muchachos de la inclusa.

Réstame solo añadir que en este escrito, motivado por las acusaciones dirigidas contra el Sr. Campoamor, tampoco digo yo nada que sea original; nada que no esté dicho y repetido de mil modos diversos. No se escribe siempre para decir cosas nuevas, sino para recordar las ya sabidas a los que las tienen olvidadas, o para enseñárselas a los que, por no acudir a las fuentes, las ignoran por completo.

Repito lo ya dicho. Si tuviésemos tanto horror al plagio, si no nos decidiésemos a escribir sino cuando contásemos con algo inaudito que comunicará nuestros semejantes, revistas, diarios, semanarios y libros, acabarían casi del todo. ¡Ay entonces de los libreros, impresores y fabricantes de papel!

Si tuviésemos tanto horror al plagio, si juzgásemos los libros con el criterio severísimo de hallar en ellos siempre lo [53] nuevo e inaudito, en vez de ser bibliófilos, debiéramos ser biblioclastas. El Califa Omar, el Cardenal Jiménez de Cisneros y el primer Arzobispo de Méjico, D. Juan de Zumarraga, quemando el primero libros griegos, el segundo libros arábigos y el tercero hieroglíficos aztecas, saldrían justificados.

¿Qué quemarían de importante y que no haya quedado en otros libros? Casi se puede afirmar que nada. En este sentido, pues, deben considerarse los personajes citados como bienhechores de la humanidad, ya que quitaron de en medio tanto inútil quebradero de cabeza.

Juan Valera

 


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