Revista Contemporánea
Madrid, 15 de enero de 1876
año II, número 3
tomo I, volumen III, páginas 358-369

José del Perojo

Haeckel juzgado por Hartmann

Es cosa notable, y pocas veces observada, que juzgue en vida una celebridad contemporánea a otra, y estudiar la manera como mutuamente se interpretan caracteres y personas que, marchando tal vez por diferentes rumbos y creyéndose también contradictorios y antitéticos, son, sin embargo, cada uno por su parte, sellos, moldes, formas superiores en que se sintetizan y resuelven las diferentes corrientes de nuestra actual cultura. Los grandes hombres, los innovadores, que con opuestas aspiraciones se presentan en una época dada de la historia, creen que el triunfo de la reforma propuesta por uno, solo se obtiene a costa del otro, es decir, que no pueden dominar, sino destruyendo a los contrarios. Pero si esto creen los individuos, la historia no nos confirma su apreciación, porque en la vida humana acontece lo mismo que en la naturaleza, en que todo se trasforma y nada perece.

Aparentemente no se nos presenta el curso de la humanidad compuesto de pequeños y abundantes elementos, brotando de diferentes lugares y formando todos juntos una cosa compuesta; aparecen siempre con unidad en un solo cuerpo y con un solo espíritu. Esto es cierto e innegable; pero sin desdecirnos en nada de lo que antecede y admitiendo esa unidad constante en el curso de la historia, tenemos entendido que la que en ella existe es muy semejante a la que nos presentan los ríos caudalosos, donde a nadie se le ocurre pensar que la majestad de sus aguas es obra de pequeños y humildísimos riachuelos, insignificantes en su origen, y tan pobres en sus cursos, que casi parece difícil puedan proceder de elementos tan exiguos corrientes tan impetuosas y caudales tan extraordinarios. Todos juntos forman este portento; no se han absorbido los unos a los otros; todos se han unido y trasformado en proporciones superiores. Otro tanto ocurre en la vida [359] de la humana cultura. Destácanse las ideas y los individuos, presentan sus encontradas diferencias, y en vez de destruirse y absorberse, se funden en una corriente que a todas las contiene y constituyen lo que llamamos Espíritu del siglo o de la época.

Entre los elementos actuales que constituyen el gran curso de la época moderna en Alemania, descuellan dos figuras de singular mérito, de gran talento y de ideas tan opuestas, que a no ser comprendidas cada una en su esfera desde el punto de vista superior que hemos indicado, no comprenderíamos su coetánea existencia, y menos todavía que sus ideas y pensamientos, esencialmente opuestos, obtuvieran, no decirnos ya las simpatías o popularidad, sino el entusiasmo del público ilustrado y científico.

Hablamos del estudio que E. von Hartmann ha hecho últimamente en la Deutsche Rundschan sobre Ernesto Haeckel, nuestro ilustre redactor en Jena{1}. Es von Hartmann un gran filósofo que se encuentra en la maravillosa situación de no tener un solo discípulo y de contar seguramente con número tan grande de adeptos, que juntos Kant, Fichte, Schelling, Hegel, y todos los que les siguieron jamás los alcanzaron. El sistema, las teorías y las ideas del filósofo de lo Inconsciente, no repercuten en las altas manifestaciones del pensamiento contemporáneo. Contadísimas son las obras que nos muestran algún parentesco con las doctrinas de tan singular pensador. Ni en las cátedras, ni en las academias, vemos nada que nos lo recuerde, a no ser algún que otro anatema lanzado, así como de pasada, sobre su obra y sobre su sistema. Todo el mundo, sin embargo, lo conoce, casi todas las personas medianamente ilustradas en Alemania han leído sus obras, y hasta se comentan en el seno de la familia los cambios y adiciones que su autor acaba de incluir al publicar las últimas. Se leen tanto sus escritos, que, cansados el autor y el editor de ediciones numerosísimas, decidieron, y más en esto el autor, dar forma definitiva a la obra y al sistema, haciendo una impresión estereotípica, donde parece que los dos se guarecen, confiando el uno en la inagotable curiosidad del público, y orgulloso el otro de la forma definitiva de sus pensamientos, desde entonces grabados en planchas de cobre, seguros, firmes y acabados, así en el metal como en su espíritu. [360]

¿Es esto paradójico? ¿Hay aquí una contradicción? Ni lo uno ni lo otro. Es un hecho de facilísima explicación. La filosofía de Hartmann nace, como todos saben, de la de Schopenhauer, y aquella, como esta, valen e importan por el fin práctico que persiguen, por la tendencia característica que las justifica y que tan claramente las distingue de las indicadas por los sistemas que las han antecedido. Ya en otra parte he tenido ocasión de demostrar que lo que distingue a toda la escuela idealista de la pesimista es la diversa naturaleza del problema que preocupa a cada una: la idealista quiso descubrir un convencimiento a priori; la pesimista quiere explicar un sentimiento, el del dolor{2}. Schopenhauer y Hartmann acuden en sus demostraciones a las escenas diarias de la vida humana, registran en ella sus más recónditos pliegues, y de las penalidades y contrariedades de esta sacan la confirmación de su sistema. Los antiguos filósofos, los propiamente idealistas, entendían realmente muy poco de esto que llamamos drama de la vida, y mecían sus teorías en las vagarosas esferas de lo a priori. Los pesimistas, a pesar de sus errores, se asientan en lo real, en lo que diariamente acontece. Los idealistas se remontan a las elevadas regiones de las ideas. En los primeros predomina la acción. En los segundos el pensamiento. ¿Qué mucho, pues, que al nacer ambas escuelas fuera el lugar de la una la cátedra y el de la otra la vida toda? ¿Que la una tuviera discípulos y adeptos la otra?

Hartmann tiene poquísimos discípulos, acaso hablando propiamente no tiene ninguno. En cambio, el número de sus adeptos es muy grande. Lo contrario podría decirse de los otros filósofos. ¿Y por qué? ¿Qué diferencia existe entre los dos términos? – En nuestro sentir muy grande y a la vez muy simple: son discípulos de escuela los que piensan con cabeza ajena y adeptos los que sienten con corazón ajeno. Esto nos lo comprueba la misma historia del pesimismo. Los que siguen a Schopenhauer, como Hartmann, Volket, Venetianer y todos los restantes, sienten que el dolor y el mal imperan en la vida, pero piensan de distinto modo sobre su origen y naturaleza. Los que siguen a Kant, a Hegel, a Krause, Fichte y a los otros pensadores de la serie, piensan como sus maestros pensaron; tienen un criterio invariable sobre el origen de las cosas, y no se apartan un ápice, mientras son buenos discípulos de lo que aquellos prescribieron. Cada cual, empero, conserva sus sentimientos individuales sobre multitud [361] de aplicaciones, si bien es conveniente advertir que por el rigorismo que en ellos existe no hay tanta independencia y libertad como en los pesimistas.

Fácil es ahora explicar el ruidoso éxito de la filosofía de Hartmann. En el mundo real, bien o mal, todos viven y se mueven, todos han sentido el peso de los obstáculos y las contrariedades de la vida. A estos se dirige el pesimismo y este es su teatro. Al mundo de la especulación y del pensamiento puro se elevan muy pocos. Las ideas de los pensadores de cada uno de estos grupos obtienen como es natural muy diferente éxito. Los del primero encuentran más partidarios; pero los aplausos son mudos, la aprobación es tácita y silenciosa. En el último es más escogido el público, más enérgico, y el éxito es imponente; no cabe aquí el silencio ni la muda inteligencia; aquella plétora de pensamientos se traduce impetuosamente al exterior en innumerables formas de asentimiento y de entusiasmo. Aparece sobre el escenario del mundo un Schelling, o mejor un Hegel, sus nombres y sus teorías resuenan con estrépito en las altas esferas del pensamiento. Sus opiniones se convierten en autoridad, sus ideas se aplican a todas las materias y se dan sus sistemas como símbolos de la verdad. Esto sucede en cierto círculo, muy importante y selecto, pero reducido y pequeño, porque no es dado a todo el mundo acomodarse al tecnicismo ni al sentido propios de esos maestros del pensamiento. De aquí el reducido número de los que los leen y las pocas, poquísimas ediciones que de sus obras se hacen. Aparece en cambio un Schopenhauer o un Hartmann, y nada se oye – a excepción de lo que poquísimos adeptos dicen – de aplicaciones ni de autoridad; antes al contrario, anatematizados por los que se creen los monopolizadores del pensamiento, pasan años y años sin que nadie sepa nada de su existencia ni de sus obras, como sucedió con Schopenhauer, o se les juzga metafísicos triviales, como ha pasado con Hartmann. Sus obras, empero, se van extendiendo, se suceden las ediciones y por todas partes encuentran esos lectores mudos y silenciosos que al recortar las páginas no prorrumpen en grandes demostraciones de admiración, sino en una ligera señal de asentimiento. El lector de un filósofo pesimista concede, pero calla. El de un pensador verdadero, si comprende y asiente, se cree acto continuo llamado a ser apóstol de esa nueva verdad.

Eduardo von Hartmann ha llegado al summun entre los filósofos del género pesimista. No hay escritor de asuntos filosóficos que haya tenido la mitad siquiera de sus lectores. Este hombre, que seguramente es el que tiene más [362] adeptos, en nuestro tiempo es el que se ha ocupado de Ernesto Haeckel, hombre no menos célebre e importante.

Nació Haeckel en Postdam, el 16 de Febrero de 1834. Pasó sus primeros años en Merseburg, demostrando, muy al comienzo de su vida, una gran predilección por las ciencias naturales, particularmente por la botánica, en que al hacer las clasificaciones de lo que en esta ciencia se llama buenas y malas especies, daba gran importancia a estas últimas, que le parecían ya especies intermedias. En 1852 fue a Jena, después a Berlín, y por último a Wuerzburg, en busca siempre de los profesores más afamados. En 1857 obtuvo el doctorado en la facultad de medicina, y solo un año ejerció la carrera, abandonándola para dedicarse a la anatomía comparada. En 1859 pasó a Italia y en años posteriores a Lisboa, Madera, Tenerife, Gibraltar, las costas del Norte, el Asia menor, Egipto y Siria, haciendo siempre estudios y experimentos de que sacó los materiales para sus magníficos trabajos y monografías. «El éxito, dice Hartmann, coronó sus esfuerzos, y sus acertadas investigaciones, han alcanzado descubrimientos tan importantes, que tiene completamente acreditada su posición como naturalista empírico ante sus mismos adversarios teóricos.»

¿Pero en qué consiste la popularidad de Haeckel? En vista de lo que acaba de decirse, repite Hartmann, nos explicaríamos su reputación científica como naturalista alemán, pero no la gran popularidad de que en el público goza, ni las enemistades que en algunas partes se ha atraído, ni el entusiasmo que su nombre produce en otras, ni la escuela que en torno suyo ha formado. «Esto solo se comprende – continúa el filósofo pesimista, – teniendo en cuenta que Haeckel, adhiriéndose a Darwin, ha fundado una nueva dirección en las ciencias naturales, que puede ser considerada como una renovación de las antiguas filosofías de la Naturaleza, hecha con los auxilios de las ciencias exactas y de todos nuestros actuales conocimientos. Darwin, próximo al término de su vida, se ha dedicado, como buen inglés, más particularmente a la acumulación del material empírico que a su composición filosófica; Haeckel, al contrario, en la plenitud de sus fuerzas y penetrado de la necesidad de elevar las ciencias naturales a la categoría de filosofía de la Naturaleza, está en disposición de recibir la herencia de Darwin y de continuar su obra incompleta.»

De gran importancia estima von Hartmann las modificaciones efectuadas por Haeckel en las ciencias naturales. En cuatro períodos divide este la marcha progresiva de la [363] botánica y la zoología. El de Linneo, o de sistematización exterior; el de Lamarck y Goethe, o filosofía natural; el que hasta ahora ha existido, o el de anatomía interior, principalmente ocupado en el estudio interior y detallado de los organismos, y por último, el que Darwin inicia, y que consiste en la unión y compenetración que quiere establecer entre la observación empírica y la especulación filosófica. La obra de Haeckel no es más pequeña que la que entraña la elevación del carácter meramente descriptivo y empírico de las ciencias naturales al explicativo y filosófico, de la simple narración de los hechos naturales a la ciencia de la Naturaleza. No basta al naturalista ser un observador pasivo, es necesario que sea un pensador. «Nunca – dice Haeckel – el descubrimiento de un hecho, por grande e importante que sea, puede traer un progreso a las ciencias naturales; esto solo lo consigue el pensamiento, la teoría que explica ese hecho y lo relaciona con otros semejantes. Si consideramos a todos los grandes naturalistas, desde Aristóteles, Linneo y Cuvier, Lamarck, Goethe, Baer y Müller hasta Darwin, todas esas grandes estrellas de la ciencia brillan y resplandecen, antes que por la suma de los hechos que descubrieron, por la fuerza de su pensamiento, que supo componer esos hechos y construir sus leyes.»

Para Haeckel son tan inútiles a la ciencia los naturalistas empíricos, que creen tener bastante con los hechos, como los filósofos especulativos, que solo con el pensamiento edifican la naturaleza. Caen estos en sueños fantásticos y conviértense los otros, a lo sumo, en copistas imperfectos de la Naturaleza. Haeckel quiere que ambas tendencias se reúnan porque «toda verdadera ciencia de la Naturaleza es filosofía, y toda verdadera filosofía ciencia de la Naturaleza, y toda verdadera ciencia, a su vez, filosofía de la Naturaleza.»

Von Hartmann, que a todo, menos a esto último, no solo accede, sino que llámalo «palabras de oro», encuentra, sin embargo, que la ciencia necesita todavía ascender un punto más que el que Haeckel y Darwin señalan. «Es innegable –dice– que el período iniciado por Darwin tiene el gran mérito de querer trasformar la simple narración de la Naturaleza orgánica en ciencia al explicar la conexión causal de la relación de las formas interiores con las exteriores, y que por este camino ha obtenido ya indudables resultados con la creación de diferentes teorías. Mas no es menos cierto que un paso más hacia un tercer grado de conocimiento natural ha de conducir a la filosofía de la Naturaleza, la cual se ocupa de la relación de los fenómenos naturales, mecánicos y [364] limitados, con su principio metafísico, y que solo con este último grado alcanzará el conocimiento de la Naturaleza su último término

Bien claro expresa aquí von Hartmann su pensamiento. El método de Haeckel es incompleto, según él, porque no investiga el principio metafísico de los fenómenos. Es verdad que von Hartmann presenta esta advertencia solo como observación, no como objeción que destruya lo que el naturalista afirma. Pero ¿puede Haeckel aceptar el camino que el filósofo de lo inconsciente le señala? Razón de sobra tiene Haeckel en decir que no es ó no debe ser el verdadero naturalista un empírico, un acaparador de hechos sueltos, sino un filósofo que investigue la relación explicativa de sus formas y de su conexión interior y exterior; pero si añadiera también que es menester unirlos con su principio metafísico, llámese a este voluntad o lo inconsciente, ¿qué sería quien tal dijera sino un metafísico?

Necesario sin duda es para el naturalista elevarse de la mera descripción empírica; pero también necesita no caer en las quiméricas construcciones metafísicas, que lejos de favorecer el progreso de las ciencias naturales, impiden y retardan su definitivo establecimiento. Al pretender von Hartmann de Haeckel que dé ese último paso, no puede olvidar que es él el metafísico de lo inconsciente, y que no desea otra cosa que la conversión del naturalismo, a su pesimismo. Aceptar tales condiciones sería volver al período de Ocken y Schelling, que no solo es inferior al que hoy tienen las ciencias naturales, sino también al meramente descriptivo que acaba de precederle. Von Hartmann acepta los períodos por Haeckel designados; los encuentra naturales y lógicos, pero halla a la ciencia todavía informe, porque no reduce los hechos, leyes y principios que posee al fundamento metafísico que apunta.

«Para permanecer en este grado de conocimiento sería menester –añade Hartmann– aceptar con Kant y Du Bois-Reymond que la organización del entendimiento humano es de tal género, que no puede por sus propias fuerzas pasar más allá de este límite. Haeckel no acepta esto, antes al contrario, protesta con razón contra Du Bois-Reymond y afirma la facultad del entendimiento humano de seguir desarrollándose indefinidamente. Así, pues, no es él quien puede rebelarse contra la idea de que después de las ciencias naturales, y de las leyes que explican la conexión de los fenómenos, está la filosofía de la Naturaleza, que cuida a su vez de explicar la relación de estas leyes con la unidad de la Naturaleza, con su esencia metafísica.» [365]

Observa Hartmann que si Haeckel, a pesar de sus protestas, intenta a veces saltar al verdadero campo de la filosofía de la Naturaleza, lo hace cometiendo notables contradicciones; tales cómo rechazar el principio metafísico de la Naturaleza y no admitir en ella explicación alguna teleológica, pues entiende que no es posible dar ese paso sin aceptar después sus consecuencias necesarias.

La especial naturaleza del sistema filosófico de Hartmann, cuyo lema es: «resultado especulativo por un método científico-inductivo,» no permite señalar a la ligera la grave diferencia que entre su metafísica de la Naturaleza existe, y la filosofía natural, por decirlo así, de Haeckel.

Mas sin entrar en grandes consideraciones, hay una oposición que salta a la vista y que indica la incompatibilidad absoluta que entre las miras de ambos existe. La filosofa de la Naturaleza de Hartmann, aunque se distinga de otras por el alarde que hace de usar el método experimental, el de las ciencias naturales, es siempre, como todas las otras, ontológica; ha menester de un principio oscuro y misterioso que denomina inconsciente, diferente tal vez de los otros propuestos con los nombres de idea, voluntad, &c.; pero no menos metafísico, es decir, intelectual a priori, y que obra en la Naturaleza por procedimientos teleológicos. Es un principio de especial condición, y de ninguna manera formado por la inmediata observación de los fenómenos naturales; procede de un campo distinto al de estos, y lejos de ser engendro suyo, son los fenómenos una mera aplicación accesoria del principio metafísico, que no deja de existir, aunque fuera posible imaginar que en la realidad no existen tales fenómenos. Lo inconsciente de Hartmann existe en todas partes, en la historia, en el arte, en la Naturaleza; es un principio universal que se determina en múltiples y varios aspectos.

El naturalismo de Haeckel –y comprendemos en el término este cuanto se refiere a sus particulares ideas, a su teoría toda, en una palabra– no tiene la índole metafísica y a priori que distingue a los verdaderos sistemas idealistas. No faltan, seguramente, en sus teorías verdaderos idealismos, pero ni niega esto ni lo combate, antes al contrario, lo estima como elemento indispensable de toda ciencia. Pero no son sus idealismos derivaciones de un principio universal ni resultado de un principio metafísico; sus teorías y sus ideas son verdaderas inducciones, más o menos legítimamente formadas, pero hijas todas ellas de la experiencia, de donde tomó los datos para dar cuerpo después a sus generalizaciones. Haeckel en su método asciende, avanza desde lo particular, [366] y el límite superior que puede alcanzar, dado el método que sigue, no es ni debe ser nunca el que Hartmann le propone. En una cita que hace Haeckel de Goethe, como todas las suyas oportunas y acertadas, expresa por boca del gran poeta el alma de su procedimiento. Al frente de su Antropogenia estampa Haeckel estos versos:

Je weiter Du wirst aufwaerts aufgehn
Dein Blick wird inmer aligemeiner,
Ein desto groesser's Theil wirst du von Ganzen sehn
Und alles Einzelme immer kleiner!

Al avanzar más Haeckel, su mirada irá siendo más universal; irá contemplando una parte mayor de las cosas, a la vez que lo particular irá pareciéndole más pequeño. Con su método se ganará en universalidad, se mirarán más partes del todo, pero no su esencia misma, como pretende Hartmann. La ciencia de la Naturaleza no puede proceder de otro modo ni emplear otro método; que todo él debe dirigirse al conocimiento superior de la íntima conexión que entre hechos y leyes existen. Acaso pueda algún día aspirar a referirlos a un principio universal de causalidad, y explicar de esta suerte la conexión universal que en la Naturaleza debe existir; pero es probable que nunca llegue el hombre a darse cuenta de lo que Hartmann llama el principio metafísico, la composición esencial, porque a más de no tener en este caso ese conocimiento la importancia que se quiere darle, no se realizaría el progreso que se pretende.

El rumbo que sigue Haeckel es muy distinto del de Hartmann, aunque el de este al proceder con su método no sea en sus comienzos diferente del primero. Hartmann acepta los grados de conocimiento, por decirlo así, de Haeckel; pero añade después uno que le es propio, y al cual nunca podrán llegar las ciencias naturales, aunque caigan en los mayores idealismos. Por extremadas que sean las teorías de los naturalistas; por falsas y erróneas que sean, tienen siempre un carácter hipotético, es decir, se han formado por generalizaciones más o menos oportunas, más o menos justas, y partiendo de las bases en que sus ciencias se fundan, de la observación de los hechos, tienen sus teorías un carácter doble, que por mucho que se exagere, no han de parar nunca en las conclusiones que Hartmann cree necesarias. La conclusión definitiva para este es que se llegue a afirmar en la Naturaleza el principio metafísico, y que con él se explique después la esencial composición de todos los fenómenos naturales. Lo importante para [367] él es, pues, la afirmación científica de esa realidad metafísica. – A esto no han de llegar nunca los naturalistas, y no seguramente por una especie de oposición sistemática, sino por sus propias investigaciones y por la naturaleza de sus teorías, cuyo doble carácter es por una parte físico, por lo que en sus teorías se contiene, y por otra lógico, por la forma más o menos general con que han sido formados. Una teoría es aquí una hipótesis, cuyo único objetivo es explicar con mayor número de hechos, y de esto resulta que por mucho que se perfeccionen, irán adquiriendo más valor lógico, a la vez que mayor contenido físico, si así podemos expresarnos, pero nunca una verdadera naturaleza metafísica.

La sucesión en las ciencias naturales de teorías e hipótesis nada dice en su descrédito, como equivocadamente suponen algunos; antes, al contrario, pone de manifiesto el progreso que verifican, el cual reviste los dos caracteres inherentes a toda hipótesis, y que ya hemos mencionado; el lógico y el físico. Al suceder una teoría a otra es siempre en virtud de su mayor fecundidad en estos dos respectos, y lejos de ser contradictorias, como aparentemente se presentan en la historia de las ciencias, son hasta cierto punto de una misma naturaleza, y solo existe entre ambas una diferencia gradual. Por eso hay razón para asegurar que todas las hipótesis que más tarde vengan a echar por tierra las nuestras y las que ulteriormente se formen, han de tener siempre el mismo carácter que hoy señalamos, y nunca el metafísico que Hartmann pide, aunque la evolución del entendimiento alcance su mayor grado de perfección.

Haeckel protesta contra Du Bois-Reymond, como observa Hartmann, pero no tiene su protesta el valor y significado que este quiere darle. Protesta Haeckel contra Du Bois-Reymond y contra los que sostienen el estacionarismo del entendimiento humano y crean que los límites actuales de nuestro conocimiento han de ser siempre los mismos y no han de ir reduciéndose según vaya el hombre progresando y perfeccionándose. Haeckel está conforme con la primera parte del célebre discurso pronunciado en Leipsick por Du Bois-Reymond, donde se señalan los límites de nuestro conocimiento; pero no puede aceptar el ignorantismo que ab eterno tendría el hombre que pronunciar ante lo que hoy no está a su alcance.

Pero no puede Haeckel llegar, por mucho que avance y se arriesgue, a afirmaciones metafísicas de carácter ontológico, sino a superiores principios físicos o cosmológicos. Y prueba de ello lo da su obra Morphologie, la más universal en este sentido de todas las que se han escrito y la que más a la vista [368] pone el punto último a que podrían llegar las ciencias naturales si decididamente emprendieran por este camino. El pensamiento fundamental que en esta obra existe es, como Hartmann afirma, la unidad de la Naturaleza orgánica que su autor trata de mostrar en la teoría de la dependencia, y que hasta ahora solo se había sostenido ideal y dogmáticamente.

«Este es el pensamiento capital del libro –sigue Hartmann– al cual considero como la obra científica, de más valor entre las que tienen tendencias a la filosofía de la Naturaleza. La Morfología es el programa explícito de toda la vida y trabajos de su autor, y todo lo que después ha hecho, y probablemente también todo lo que todavía puede hacer, solo serán amplificaciones de ideas que en esta obra ha expuesto ya.» – Parece, pues, como si en la obra citada estuviera expuesto el summun, ya que no de conocimientos, de aspiraciones al menos a que puede llegarse marchando por las vías que en las ciencias naturales existen, y seguramente que el último término que como ideal definitivo se presenta, en nada se aproxima a lo que hoy Hartmann estima como indispensable. Su obra posterior Historia natural de la creación publicada en 1868, no tiene nada tampoco que favorezca al principio metafísico de Hartmann, pues este libro es, después de todo, una popularización de los principios apuntados en la Morfología, por más que sea, como Hartmann le llama, el evangelio de la teoría de la dependencia, y esté enriquecido con el mayor acopio de conocimientos del autor y la mayor solidez que de día en día gana la teoría en su pensamiento.

Haeckel, dice con mucha verdad Hartmann, usa dos armas en la contienda que está sosteniendo; contiene a los naturalistas empíricos con las monografías que publica, y al mundo culto, en general, con esas obras populares, que no dejan de tener extraordinaria riqueza científica por estar escritas en la forma amena y sencilla que tanto las distinguen. Algunas de sus monografías, la de los Calcispongiarios por ejemplo, es más tendenciosa, como los alemanes dicen, y trata su autor, como ya lo dice en el título, de demostrar empíricamente y en un reducido campo zoológico, la teoría de la descendencia. Lo mismo puede decirse de su teoría de las Gastreas, publicada en 1874, y que es, como Hartmann dice, uno de los fundamentos capitales hechos en el terreno de la embriología; para la mayor perfección de la teoría evolucionista. Con la anatomía comparada por una parte, y la embriología por otra, con el paralelo de la evolución embriológica en el individuo y la genealógica del tipo, tiene ya Haeckel establecidas las bases de su teoría como objeto de estudio humano [369] en su Antropogenia, publicada ha poco tiempo, y obra que llama Hartmann la más notable de todas y de imperecedera memoria en la historia de las ciencias naturales.

La obra de Haeckel está, pues, si no acabada, perfectamente delineada, y sus gigantescos esfuerzos que el éxito justamente corona, para elevar las ciencias naturales al rango de filosóficas, repercuten en todos los ámbitos del campo científico, no obstante las protestas débiles e incomprensibles de los que de antiguo están habituados a la mera acumulación de hechos secos y áridos, cuya esterilidad no fecundan sus vulgares entendimientos. Hoy la ciencia pide más que el amontonamiento inofensivo de unos cuantos hechos, pide que la razón humana los reúna y conexione, y mérito mayor tendrá para la historia el que sepa reunirlos y explicarlos, que aquel que, guiado por una curiosidad instintiva, los almacenó y coleccionó a la manera de los que coleccionan sellos y nada saben del pueblo a que pertenecen.

Haeckel podrá mostrarse más o menos acertado, pero su valor, importancia y significación están fuera de toda duda. En lo que seguramente no está, ni puede estar equivocado es en el método que señala, único que podrá seguir al que en lo sucesivo quiera levantarse un poco a la contemplación general de los fenómenos naturales. El paso que Hartmann cree necesario sería fatal para él y para las ciencias naturales. Porque es preciso no olvidar que marcha Haeckel por el atonismo mecánico, mientras que Hartmann va por la teleología. Rumbos tan opuestos no pueden nunca encontrarse, y por más que respectivamente avancen, también se irán alejando más.

En esto consiste, en mi sentir, la imposibilidad de la reconciliación que Hartmann propone{3}.

José del Perojo

——

{1} Aprovechamos esta ocasión para anunciar a nuestros lectores que muy en breve publicaremos un trabajo sobre el actual estado de la Antropogenia que nos remite este ilustre escritor. N. de la R.

{2} Ensayos sobre el movimiento intelectual en Alemania, 1.º serie, página 82.

{3} Terminado ya este artículo, ha caído en mis manos el número de Enero de la Deutsche Rundschan, donde en una crítica con que me honra Federico von Helwald, entre otras cosas que solo merecen mi profundo y sincero reconocimiento, me hace el cargo de que doy más importancia a Fechner y Gerland que a Haeckel. En el ensayo «La Antropología y el Naturalismo» me ocupaba con Haeckel por lo que principalmente se refiere al concepto de la Evolución, y daba a entender la necesidad de admitir en ella algún elemento más de los que Haeckel señala, y este elemento es, en mi humilde opinión, el psíquico.

 


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