Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 34-44

Miguel F. Márquez y de la Cerra

Nuestro tiempo en el pensamiento de Ortega y Gasset

Los primeros años de este siglo contemplaron el derrumbe del Renacimiento. Europa había vivido un siglo de racionalismo, más de cien años de logomanía, como dice Max Scheler; España había tenido unos años de esa religión sincera y emocionante pero insuficiente y desasida que fue el krausismo; después, Europa entera, con la excepción del rincón de Marburgo –hogar de la más pura tradición kantiana–, se había empeñado en una funesta reacción contra la manía de pensar. Por esos años –más exactamente, a principios del Curso del último año del pasado siglo– llegó a la escuela de Marburgo un joven español de veinte años. Allí estudió filosofía, mejor dicho, hizo filosofía, escuchándola de labios de Cohen y de Nathorp; pero allí aprendió también otra cosa, aprendió a desprenderse de la Ontología y a sacar la cabeza para no ahogarse en la estrechez esquemática del pensamiento kantiano.

Este joven a quien nos venimos refiriendo introdujo una radical novedad en el pensamiento de nuestro tiempo, o, por lo menos, dio el primer paso en la carrera de superación del realismo y a la vez del idealismo; y su inmersión en el pensamiento kantiano le permitió también reaccionar con vigor de gigante contra las miserias del racionalismo y también contra las del relativismo.

Vuelto a España este joven, ganó muy pronto un lugar destacado en el periodismo, ganó una cátedra, ganó un lugar de honor en los escaparates de las librerías; pasado algún tiempo ganó la ventaja que la «Revista de Occidente» llevó en el curso de su vida a todos los otros órganos de opinión, y, sobre todo, ganó el lugar que en la conciencia española ocupó hasta que perdió el conocimiento... y el que sigue ocupando a pesar de haberlo perdido.

Este joven de fines del siglo pasado vivió hasta los setenta y dos años y perdió la conciencia de sí mismo un día del mes de Octubre de 1955, pero el conocimiento de José Ortega y Gasset no se había perdido, porque había sabido ponerlo en la mente y en el corazón de todos los españoles e hispano-americanos; él, a quien hubiera podido ocurrirle cualquier cosa menos eso de perder el conocimiento, porque todo él se había supeditado siempre a esa función, a conocer, como nos ha recordado en estos días trágicos, todavía cercanos a la muerte del maestro, su antiguo discípulo Edgar Neville.

Se ha dicho desde este mismo sitio que Ortega no fue un filósofo sistemático, que el sistema de Ortega era no tener sistema. Yo creo que tuvo razón la profesora García Tudurí cuando afirmó tal cosa, a pesar de lo cual creo, también, que convendrá, que estará de acuerdo conmigo cuando afirme que Ortega y Gasset es el único filósofo de España. [35]

Se ha dicho también que Ortega, más que un filósofo, era un literato que abusaba de la metáfora. Yo creo que a este respecto, lo mismo que en otros extremos, tenía muchísima razón María Zambrano, fidelísima discípula de D. José, a quien los cubanos aprendimos a considerar en todo su gran valor, cuando aclaraba que Ortega entendió siempre que la filosofía necesita de la poesía, y que la filosofía hay que darla al pueblo en píldoras doradas por la poesía.

Además, conviene no olvidar que Ortega nunca estudió filosofía, entre otras razones porque nunca fue estudiante. Ortega hizo filosofía que, afortunadamente, no es lo mismo. El mismo nos ha contado cómo su gran amigo Max Scheler se murió por no poder dormir, por haber sido un en-si-mismado, un hombre de riquísima vida interior, un individuo de introversión patológicamente aumentada, como diría un psicólogo de hoy. Introversión, ya se sabe, es la acción de penetrar el alma dentro de sí misma, abstrayéndose de los sentidos. El alma penetra dentro de sí misma para contemplarse, es cierto, pero se contempla en función de todo lo que la preocupa, de todo lo que la ocupa con anticipación, de todo lo que la ocupa antes de que llegue. San Agustín nos había anticipado esta idea, sin descender, sin embargo, a la entraña misma de esta función vital, de esta función del hombre que lo distingue de todas las demás especies de seres vivos. El Santo de Hipona había dicho: Noli foras ire, in te impsum redi, in interiore homine habitat veritas (No salgas fuera de ti, vuélvete a ti mismo, en el interior del hombre habita la verdad). Era una afirmación empírica cuyo sentido íntimo y vital (subrayo la palabra) nos ha dado Ortega en su ensayo Ensimismamiento y alteración. Así fue Ortega; de esa manera se pre-ocupó; así pasó la vida en-si-mismado; esa fue su manera peculiar de hacer filosofía.

Ortega, por supuesto –todos lo sabemos–, cursó la primera y la segunda enseñanzas. Fue alumno de los jesuitas de Málaga, y en el colegio de Miraflores del Palo obtuvo la dignidad de Emperador, equivalente a la de Brigadier de nuestro colegio de Belén, a pesar de lo cual se puede seguir afirmando que Ortega nunca fue estudiante. Después obtuvo los más altos galardones universitarios y asistió a los cursos de Marburgo, donde siguió haciendo filosofía, pero no estudiando filosofía. Es que Ortega era entonces un joven de «espíritu tremante, sensibilizado antes de sazón, de increíble energía imaginativa, que (percibía) la asimetría entre lo ideal y lo real». Y «esos niños nunca son estudiantes», como el propio Ortega nos ha advertido. «Estudiante es el ser a quien la vida le impone la necesidad de estudiar las ciencias de las cuales no ha sentido inmediata, auténtica necesidad». Se percibe, pues, con claridad de mediodía como Ortega, auténtico pre-ocupado, activo frente al mundo, espíritu tremante, fue atraído por una inmediata, auténtica necesidad. Lo que pasa es que el ámbito de la vocación no tiene más que dos linderos: To be or not to be. Vivir y manejarse en el mundo amanual, en el mundo en que vive y se maneja el hombre ingenuo, o vivir angustiado, auténticamente pre-ocupado. Estos hombres angustiados por la verdad, insatisfechos, [36] que sienten que les falta la tierra bajo los pies, son capaces de «inventar la ciencia, de crearla por sí mismos, si es necesario».

Ortega, pues, llegó a España y no se pre-ocupó por una tarea que creía innecesaria y hasta contraproducente, es decir por construir un sistema cerrado, una muralla al estilo de Aristóteles, Kant o Santo Tomás de Aquino. Fue desde entonces un filósofo más bien a lo Sócrates. Ortega desde los comienzos de su vida pública hace filosofía para todos y no para un grupo de espíritus selectos. Ortega, como dice María Zambrano, piensa por todo el pueblo español. Parece que el pueblo español lo adivinó enseguida, por eso los artículos de Ortega eran esperados con ansiedad por el pueblo de Madrid, desde el Rey hasta el Simón, desde la gran dama hasta la chulapa, desde el estudiante hasta el militar. Recuerdo que en una ocasión me dijo María Zambrano: No he visto nunca a mi maestro tan angustiado como cuando le faltó un periódico donde escribir.

En el mes de Julio de 1923 –ya para entonces Ortega llevaba casi un cuarto de siglo de periodismo– apareció el primer número de la Revista de Occidente. «En la sazón presente –dice Ortega en los Propósitos– adquiere mayor urgencia este afán de conocer por dónde va el mundo, pues surgen por dondequiera los síntomas de una profunda transformación en las ideas, los sentimientos, en las maneras, en las instituciones. Muchas gentes comienzan a sentir la penosa impresión de ver su existencia invadida por el caos. La Revista de Occidente quisiera ponerse al servicio de ese estado de espíritu característico de nuestra época ... procurará esta Revista ir presentando a sus lectores el panorama esencial de la vida europea y americana. Nuestra información tendrá, pues, un carácter intensivo y jerarquizado... La occidentalidad del título alude a uno de los rasgos más genuinos del momento actual».

I

¿Por dónde iba el mundo al regreso de Ortega a España, veinte y cinco años antes de la aparición de la Revista de Occidente? ¿Hasta dónde fue responsable Ortega de esa profunda transformación en las ideas, en los sentimientos, en las maneras, en las instituciones, que advertía al escribir el prólogo de las Revista? ¿De qué manera siguió influyendo en el pensamiento español hasta el momento en que sus hijos advirtieron que ya había perdido el conocimiento? ¿Hasta dónde seguirá siendo el nuestro el conocimiento de Ortega?.

Por lo pronto Ortega se encontró sumergido en una generación asténica, alérgica al pensamiento, como se diría hoy, amodorrada por la oscilación rítmica de un péndulo varias veces centenario que señalaba en su incesante movimiento los dos únicos horizontes del pensamiento: de un lado, confianza ciega en la realidad; del otro, entrega incondicionada a las facultades de yo. Ortega se dio cuenta, por supuesto, de que no le quedaba más remedio que nadar en el río de su generación y tratar de salir a flote. Supo también enseguida que tenía que bracear vigorosamente contra dos corrientes poderosas, responsables también del cansancio de su tiempo: el racionalismo y el subjetivismo. [37]

En El tema de nuestro tiempo trata de salvar la contradicción entre esas dos corrientes, proponiendo una nueva postura, el perspectivismo. Entiende que el relativismo conduce al suicidio del pensamiento, y que el racionalismo abstracto, al negar la vida, es incapaz de explicar, (como dice Recaséns), el abigarrado paisaje de la Historia.

Ya en el siglo XIII Santo Tomás de Aquino había denunciado la doctrina de los antiguos naturalistas: Empédocles, Heráclito, Diógenes, Demócrito, &c. También había adelantado una cierta crítica del kantismo (de cierto modo, por supuesto) porque la tendencia a considerar lo real como una modificación del pensamiento era, en el mundo helénico, la concepción de las escuelas de Elea y de Carnéades. (Sobre este punto es singularmente claro el dominico Sertillanges en sus Grandes tesis de la filosofía Tomista). Pero cuando Ortega comienza a sacar la cabeza, cuando protesta contra la estrechez del pensamiento kantiano, cuando llama a cuentas a la razón pura, cuando comienza a desconfiar de la realidad exterior, ya la Summa, desgraciadamente, era poco más o poco menos que una imagen empolvada olvidada en un rincón de un convento dominicano; lo que quiere decir también que ya para entonces el equilibrio tomista se había perdido totalmente.

Ortega se da cuenta de que la tendencia relativista se inspira en un noble afán de respetar la admirable volubilidad de todo lo vital, pero comprende también que la conquista de esa fina imparcialidad ante la muchedumbre de los fenómenos históricos no se consuma sin la renuncia más difícil y más dramática, sin la renuncia a la verdad. Y como quiera que el racionalismo renuncia a la vida, a la consideración del fenómeno vital, a la motivación radical del pensamiento, a la contemplación de la única esfera trascendente, en su sentir, pues en esa esfera se nos da todo lo demás, la irreductible antipatía, la insalvable antinomia que las dos tendencias provocan lleva a don José por el camino de asimilarla con mucha gracia al dístico de los dos Papas Pío:

Pío, per conservar la sede, perde la fede.
Pío, per conservar la fede, perde la sede.

II

Imaginemos un hombre que ha caído en las tranquilas aguas de un río y que se dispone con toda confianza a nadar pausadamente, rítmicamente, para ganar la orilla sin prisa y sin angustia. De pronto ese hombre se siente arrastrado por una impetuosa corriente escondida y no le queda más remedio que bracear con vigor, y cuando comienza a dominar el impulso del agua, se da cuenta de que otra masa líquida, y otra, y otra pretenden apartarlo de la ribera. Ortega se lanza a la corriente de su generación y la tranquilidad aparente de la superficie, de una superficie acaso más fatigada que persuadida, ganada por un escepticismo suicida, por un pirronismo mortal, no le engaña, no le impide sospechar que esa aparente tranquilidad, ese desgano han sido provocados por sus dos venas ocultas contra cuya hipertrofia tiene que dirigir toda su aguda terapéutica: realismo-idealismo, de una parte; de la otra racionalismo-subjetivismo. [38] He ahí el primer quehacer de D. José Ortega y Gasset.

En su primer libro, el libro de la primera mocedad, nos dice con toda franqueza: Yo sólo ofrezco «modires considerandi», posibles maneras nuevas de ver las cosas viejas. Para ofrecernos esas nuevas maneras de ver las cosas, Ortega se vio en la necesidad imperiosa de llamar a juicio, de revisar todas las cosas viejas cuyo significado, cuyo alcance proverbial nadie ponía en duda o, lo que es peor, a nadie le importaba. Entre 1902 y 1914 comienza a superar el idealismo de sus antiguos maestros de Marburgo y a explicar los problemas de que su fórmula está cargada. Ya en 1914 –año en que aparece también Ser y tiempo de Heidegger– ve la luz el libro Las meditaciones del Quijote, y allí se enfrenta Ortega con la realidad inmediata, es decir con el río en que está inmerso quieras o no. Allí aparece ya la cacareada y a veces poco entendida circunstancia.

En alguna ocasión he tratado de señalar el contorno, de marcar el perfil de lo que yo siempre he entendido por circunstancia en el sentido orteguiano, y entonces dije que por circunstancia no debe entenderse aquello que suele expresarse gráficamente frotando las yemas de los dedos índice y pulgar, es decir lo cominero, la menudencia de cada día y de cada hombre, sino el contorno del hombre en tanto que tal; aquello que lo rodea, quiera el hombre o no quiera, desde la cuna al sepulcro; lo que lo diferencia de los animales y de las cosas: su libertad, y, dentro del ámbito de la libertad, la resistencia, la antilibertad que le ofrece todo lo que lo rodea, desde el aire que respira hasta el Estado, que es algo así como una piel que resiste su albedrío; su historicidad, porque el gato o el tigre de hoy son los mismos del paraíso terrenal, mientras que el hombre de hoy es la suma de todas las generaciones anteriores y, además, su yo único e insustituible: su mismidad, es decir su facultad de ser sí mismo, de poder volver sobre sí mismo, de mirarse, de buscar en sí mismo el sentido de todo, como hizo la generación de la segunda mitad del siglo III por consejo de San Agustín, Obispo de Hipona y Padre de la Iglesia.

En El tema de nuestro tiempo, aparecido en 1923, nos aclara que el sujeto no es un yo puro e inmutable que refleja la realidad, sino que impone a la realidad su propio modo de ser, pero aclara también que esa configuración de la realidad por parte del sujeto no implica una deformación o un falseamiento de la realidad misma. Nos advierte que todo ensayo filosófico atiende a dos instancias: lo que las cosas son y lo que se ha pensado sobre ellas, para así, de esa manera, evitar todo error ya cometido. Se trata, pues, de revivir las cosas, de volver a vivirlas, –creación y crítica–, rasgo, por lo demás, común a casi toda la reflexión griega.

Estamos ya en el camino de perspectivismo. La generación, «compromiso dinámico entre masa e individuo», es para Ortega el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, «el gozne sobre que ésta ejecuta sus movimientos». «La variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación». [39]

En las lecciones universitarias ofrecidas entre 1928 y 1936, a las que asistieron María Zambrano y Luis Recaséns Siches, cuyos cursos en La Habana seguí con marcada atención y con agradecida devoción, Ortega emprende ya la tarea de establecer una nueva base del pensar filosófico, pero –entiéndase esto bien– una base absoluta, radical, primaria, autónoma y pantónoma.

Hemos visto que en El tema de nuestro tiempo nos ha enseñado a conocer al sujeto. No es un yo puro, un medio transparente, no produce deformaciones en la realidad.

Ortega propone con los hechos una síntesis ejemplar: «Si interponemos en la corriente de un río un cedazo, una red, ésta deja pasar unas cosas y detiene otras; las selecciona, pero no las deforma. Ortega explica de esa manera la función del sujeto, del ser viviente ante la realidad cósmica que le circunda. El sujeto no se deja traspasar sin más ni más por ella, como acontece al imaginario ente racional creado por las definiciones racionalistas, ni él finge una realidad ilusoria. La función del sujeto es claramente selectiva... Cuando dos hombres miran el mismo paisaje desde distintos lugares, no ven lo mismo. La distinta situación en que se encuentran hace que el paisaje se organice entre ambos de distinta manera. Hay detalles del paisaje que ocupan el primer término con respecto a uno de los hombres; para el otro estos quedan borrosos y como oscurecidos. Además, como las cosas puestas unas detrás de otras se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. No tendría sentido que cada uno de estos hombres declarase falso el paisaje del otro. Tan real es uno como el otro. Pero tampoco tendría sentido, subraya Ortega, que puestos de acuerdo, en vista de no coincidir sus paisajes, esos hombres los juzgasen ilusorios... La realidad cósmica es tal que solo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. LA PERSPECTIVA ES UNO DE LOS COMPONENTES DE LA REALIDAD. Lejos de ser su deformación es su organización.

De manera que la metafísica de Ortega, sea o no sistemática, sea o no metafísica, no suprime el sujeto, pues nos enseña a conocerlo, y no escamotea el objeto, pues lo ampara contra las posibles deformaciones que pudiera infligirle aquél. No anula, pues, la relación sujeto-objeto. Aquella frase que tanto nos ha asustado, aquellas palabras que encierran un antidogmatismo más aparente que real (sólo aparente, mejor dicho), aquellas palabras: Lo que es verdad en absoluto es el perspectivismo, no deben ser entendidas como una amputación de la realidad. LA VERDAD ES LA PERSPECTIVA... DE LA REALIDAD. El sujeto selecciona la realidad sin deformarla. Ahí está la realidad; ahí están los sujetos (LOS SUJETOS) que la seleccionan; ahí está, pues, la perspectiva que (lo dice el propio Ortega, El tema de nuestro tiempo, página 199 del Tomo III de las Obras completas) es uno de los componentes de la realidad.

III

Esto mismo y de esta forma acontece con cada pueblo y, sobre todo, con cada época. [40] Toda época tiene su peculiar participación en la verdad y en todos los valores, lo que no impide seguir proclamando con San Agustín que Verum est id quod est. Lo que ha querido decir Ortega es que la perspectiva es un ingrediente de la realidad que olvidaron el realismo ingenuo y el idealismo ingenuo. La tesis orteguiana de la razón vital replantea el problema del conocimiento sobre las bases o sobre la recomendación, mejor dicho, de evitar toda actitud beata. Ni creer en la realidad del mundo exterior sin preguntarse por la posibilidad del conocimiento, ni dudar de la consistencia del ser de las cosas. Se trata, pues, de una reforma de la razón tradicional, de una rectificación del realismo ingenuo, y del idealismo ingenuo también. Así llegamos a la Razón vital que añade aquel nuevo ingrediente: la Perspectiva. Nada menos, pero nada más.

(La pretensión de referir los indudables logros de la filosofía de Ortega a aquel idealismo moderado de Santo Tomás, nos llevaría demasiado lejos. Además, es éste un tema que no hay por qué tratar necesariamente aquí. Quede constancia, sin embargo, de que la filosofía neotomista trabaja sin descanso con el propósito de elaborar una filosofía cristiana de la vida. No una filosofía de la vida cristiana, que es otra cosa. Una filosofía cristiana de la vida, sí; pero filosofía de la vida a fin de cuentas.)

IV

¿Qué es la vida para Ortega? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la naturaleza humana?

Aclaremos en primer lugar qué queremos decir cuando afirmamos que Ortega plantea por primera vez en la historia del pensamiento el problema de la vida. ¿Quiere indicar esta afirmación que los presocráticos, los filósofos de la Academia, los peripatéticos, los escolásticos, los cartesianos, los filósofos críticos, los racionalistas, los neo-críticos jamás se detuvieran en una indagación seria sobre la vida? No... pero... es evidente que el mérito del cristal consiste en dejar ver a través de él y que él no se vea. Tanto mejor serán los lentes a través de los cuales miramos cuanto nos sea posible desentendernos de los mismos, es decir cuanto no nos demos cuenta de que los estamos usando, de que los necesitamos. Esta necesidad de aislamiento de lo fáctico en la tarea del conocimiento, se expresa en Fenomenología mediante un término griego que se traduce así: epojé (-e-p-o-c-h-e). El epojé fenomenológica consiste, por consiguiente, en despojar al dato de todo cuanto no sea sí mismo, es decir el dato mismo. Por eso se recurre frecuentemente a la metáfora que he empleado. Quien contempla un árbol a través del cristal de una ventana, si quiere tener la noción del árbol, ha de aislar de la visión el cristal que se interpone entre el sujeto y el objeto; el cristal no forma parte del dato (árbol) que se quiere conocer. Pues bien, la filosofía anterior a Ortega, a juicio mío, REALIZO, SIN QUERERLO, EL EPOJÉ DE LA VIDA. Es claro que los pensadores anteriores a Ortega tenían la noción de que eran seres vivientes, se habían percatado de que vivían, algunos se habían preguntado qué sería la vida, eso que llamamos vida; [41] pero la meditación, la metafísica, encandilada por el resplandor cegador ora del sujeto, del yo, ya del objeto, no podía ver a su alrededor, como aquél que al salir de un local en tinieblas a la luz solar, no puede ver nada de lo que lo rodea. Habíamos vivido el siglo del realismo puro, y la filosofía había Insertado en el área del pensamiento la esfera de los objetos ideales al lado de la esfera de la realidad física; después vivimos un siglo de idealismo puro, de tiranía del yo, para dar paso al imperio de la diosa razón; por fin la axiología vino a mostrarnos la esfera de los seres que no son, sino que valen, la esfera de los seres valiosos, de los valores. Fue necesaria la meditación de Ortega para saber que la vida es la única esfera auténtica de la meditación, la única radical y primaria, porque en ella se dan todas las demás.

(El respeto más elemental a los que han dado prueba tan grande de generosidad, viniendo a escucharme, me obliga a convenir con ellos en que el concepto de epojé que incidentalmente he expuesto, no conviene con el del escepticismo griego, para el que consistía en suspender el juicio, ni con el de Husserl, para quien consiste en un sistema de reducciones de la reflexión de la conciencia intencional pura sobre los actos intencionales; pero como Husserl emplea el término «poner entre paréntesis», me he atrevido a exponerlo de aquella manera, en gracia a la claridad gráfica.)

Yo y el mundo somos componentes abstractos de la realidad radical que es mi vida. Ni el sujeto es anterior e independiente del objeto ni viceversa. Lo radical y lo primario, que constituye la esencia de la vida toda, es la compresencia de sujeto y objeto. Nuestra vida es una realidad distinta de las demás realidades. Mi vida es distinta de las demás realidades, pero además la base y fundamento de todas ellas. La vida es una realidad cuyo ser consiste en pensarse y hacerse pensar a sí misma; que es sólo en la medida en que es para sí. La vida es intimidad con nosotros mismos y con las cosas: la coexistencia de con mi mundo en cuanto me doy cuenta de mí mismo y de las cosas. Y mi vida, nuestra vida, es la realidad primaria, la realidad indubitable, la certeza autónoma y pantónoma.

Mi vida es sentir lo que me falta, mi vida no es cosa sino todo lo contrario de cosa, es decir no cosa, porque la cosa es algo ya hecho y mi vida es algo por hacer, algo que consiste, precisamente, en hacerse. Mi vida es retazo, fragmento, pero ¿FRAGMENTO DE QUÉ?

Hemos visto ya como en el pensamiento de Ortega la perspectiva funciona como un componente de la realidad. Yo creo, pues, que la razón le sobra por encima de la sotana al P. Ramón Roquer cuando afirma que tenemos que convenir en que el objeto en Ortega no se reduce a ser mero correlato gnoseológico del sujeto, y que el perspectivismo se salva así del relativismo y encaja en un realismo más o menos crítico. «Con ello desaparecería la pretendida superación de la antinomia: realismo-idealismo, pero de Ortega sacaríamos un método aceptable que nos permitiría subsumir los textos aparentemente incompatibles». [42]

V

¿Y qué decir del concepto de la vida dentro de ese sistema?

Hay quiénes estiman que esa dimensión de la vida, ese sentir lo que nos falta, ese ser retazo o fragmento es lo inmediato, el punto en que se manifiesta la necesidad de lo trascendente.

Ese sentido de búsqueda supone lo trascendente, porque NO SE BUSCA LO QUE NO SE SUPONE; ese sentido de retazo, de fragmento, supone LA UNIDAD; porque la proposición retazo, fragmento, SUPONE UNA DIMENSIÓN ANTERIOR: tela o unidad de las que el retazo o fragmento formaron parte.

El sentido de la búsqueda lo encontramos ya en las páginas de las Confesiones. «¿Dónde estaba yo, Señor, cuando os buscaba? –clama angustiado San Agustín–. Os tenía delante de mí, y habiéndome apartado de mí mismo, y estando lejos y fuera de mí, a mí mismo no me hallaba, y mucho menos a Vos».

A Ortega le debemos también el habernos enseñado el camino para huir de la arbitraria sustancialización de la sociedad. Nos ha enseñado también el camino de la rectificación de las doctrinas que reducen lo social a actos individuales o interindividuales. Conviene saber, percatarse de que el sujeto de lo social no es ningún individuo; es la gente y ninguno en concreto. Lo social es una forma de vida cosificada que está ahí. Lo social entraña una deshumanización del hombre. La sociedad no crea; el individuo crea y la sociedad adopta la creación. Así, lo que primero fue obra del individuo se objetiva en función social. Por eso Recaséns, ilustre filósofo del derecho, ha podido decir que el derecho es vida humana objetivada. Lo son también el estilo, el arte, las costumbres, las formas de vida, &c. Ortega, pues, determina ontológicamente lo social.

VI

¿Dónde está lo vivo, cuáles son los logros verdaderos de la filosofía de Ortega?

Antes de tratar de responder esta angustiosa pregunta, debemos formularnos esta otra, con el ilustre sacerdote de Vich, Jaime Balmes: ¿Cuáles son las conquistas prácticas de la filosofía? Balmes se adelanta a respondernos: «En el orden material muchas; en el social harto escasas; en el moral y religioso ninguna».

Yo he sentido siempre un profundo respeto por Balmes, el expositor; su Filosofía elemental me asomó por primera vez al maravilloso espectáculo del pensamiento; creo, sin embargo, que la breve Historia de la filosofía es de todas las obras de Balmes la menos lograda (a Kant, por ejemplo, no quiso entenderlo); creo, también, que las conclusiones del virtuoso sacerdote e ilustre pensador se resienten del pesimismo de su tiempo. [43] Una breve ojeada sobre la historia de la filosofía política y sobre las páginas de la filosofía jurídica y social nos convencerán de lo contrario. La dignidad ética de la criatura humana, concepto cristiano traducido por la filosofía occidental; el derecho a la felicidad terrena, la igualdad, la libertad, los derechos individuales, los derechos laborales, el tono moderno de la propiedad, todos se han ganado a medida que el pensamiento filosófico ganaba el respeto y la consideración de las gentes.

———

Y a Ortega: ¿Qué le debemos?

En primer lugar, los que venimos de esa cuenca maravillosa, cuna de pueblos grandes y de razas inmortales que es el Mediterráneo, y nos hemos nutrido en los senos ubérrimos de España, debemos a Ortega haber puesto de moda nuestra propia lengua en una época en que los españoles de España aprendían a arrastrar la «rr» para parecer franceses.

En segundo término, Ortega coloca a los hombres de su tiempo, a su generación en una postura cuya holgura dependerá de nuestra habilidad para saber acomodarnos definitivamente. Yo no quiero volver con pegajosa insistencia sobre lo ya tratado, porque si en el curso de este trabajo no he tenido la felicidad de dar a los oyentes una idea pobre pero aproximada de lo que en su turno histórico supo hacer Ortega, entonces hará bien el Profesor Piñera en no invitarme de nuevo a ocupar este lugar.

En los comienzos de este trabajo me atreví a hacer una afirmación temeraria sobre la cual debo volver ahora, siquiera sea brevemente: Ortega, dije, es el único filósofo de España. Entiéndase esto bien. Balmes, por ejemplo, fue un clarísimo expositor, pero nada más. Suárez, Vitoria, Bráñez y, en general, los geniales pensadores de los siglos XVI y XVII, fueron más teólogos que filósofos, aunque las aportaciones de Vitoria y Suárez a la filosofía jurídica merezcan un altísimo lugar. ¿Y Unamuno?, se dirá. Allá voy. Yo estoy enteramente de acuerdo con la profesora María Zambrano cuando afirma que la filosofía de Unamuno es una filosofía suicida. «La filosofía de Unamuno, dice María, es un ansia de eternidad que se condena a la nada. La de Ortega es ansia de eternidad que vive». Nadie niega, por supuesto, que los conatos de Unamuno para superar el puro racionalismo y el positivismo y elevar al hombre a un plano trascendente, no pueden ser considerados con indiferencia; pero nadie puede negar su angustia, la angustia con que se bate en retirada ante el ímpetu de la razón. Fuera de nosotros mismos y de nuestra cardíaca; de eso ¿qué? ¿Quién sabe si en su interior el cangrejo resuelve ecuaciones de segundo grado? Si del todo morimos, ¿para qué todo? El que sufre vive y el que vive sufriendo ama y espera... y es mejor vivir en el dolor que no dejar de ser en paz. ¿Para qué vivimos? Para eso; para vivir sufriendo y esperando contra toda esperanza. En Dios podrán encontrarse el anhelo, la voluntad de eternidad, el deseo; la razón, la inteligencia jamás. Esto, Señores, en el peor de los supuestos sobre la filosofía de Ortega, es bastante peor que esquivar a Dios. [44]

Don José Ortega y Gasset –ya lo recordé en otra ocasión– nos ha dejado a todos los españoles seis hermosos volúmenes que contienen todas –o casi todas– sus profundas, hermosas y generosas lecciones. Nos ha dejado también el hermoso ejemplo de su vida. Este magnífico legado, una obra genial iluminada por una vida ejemplar, debería bastar para señalar su paso por la vida y marcar la cruz de su sepultura. Sin embargo, como ha dicho Mañach con su acierto de siempre: Más se le reclamaba: que tuviese el desdoblamiento heroico, que hubiese llevado el talento a las trincheras...

Hombre español, estudiante español –si alguna vez lo fue–, periodista español, filósofo de España, ni aún con la compañía de sus virtudes ciudadanas, ni con la seguridad de haber sido un Grande de su Patria, ni con el consuelo de haber intentado lo mejor, quiso Ortega vivir fuera de España, y mucho menos ver, por fin, a Dios desde otro suelo. Ortega fue más español que Séneca, que es decir mucho. Séneca aprendió a vivir en el destierro; Ortega no lo supo resistir. ¿Cómo podemos culparle de la realidad de aquella visión que su gran amigo Antonio Machado nos adelanta en unos hermosísimos versos que, por desgracia, pueden extenderse a todos los yermos del mundo?

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
–no fue por estos campos el bíblico jardín–,
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2007 www.filosofia.org
José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
Hemeroteca