Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 1-6 + 131

Revista Cubana de Filosofía

Director: Humberto Piñera Llera
Consejo de Redacción:
Rosaura García Tudurí · Mercedes García Tudurí
Máximo Castro Turbiano · Pedro V. Aja Jorge
Dionisio de Lara Mínguez

Instituto Nacional de Cultura · La Habana, Cuba
Impreso en Cuba por Editorial «Hércules», O'Reilly 459, La Habana.
Esta revista se terminó de imprimir en los talleres de Editorial Hércules, O'Reilly 459, Apartado 2999, en La Habana, Cuba, el 26 de junio de 1956


· Editorial · H.P.Ll. · 3-6
· Ortega y Gasset y el Premio Nobel · H.P.Ll. · 6
· Valor de la circunstancia en la filosofía de Ortega y Gasset · Mercedes García Tudurí · 7-14
· Ortega y Gasset y la idea de la vida · Humberto Piñera Llera · 15-25
· Ideas estéticas de Ortega y Gasset · Rosaura García Tudurí · 26-33
· El mundo cultural en que surge Ortega y Gasset · 33
· Nuestro tiempo en el pensamiento de Ortega y Gasset · Miguel F. Márquez y de la Cerra · 34-44
· Jose Ortega y Gasset · Félix Lizaso · 45-51
· Momentos singulares de la vida de Ortega y Gasset · 51
· Ortega: recuento y epílogo · Dionisio de Lara Mínguez · 52-61
· Ortega y Gasset y la crítica de arte · Rafael Marquina · 62-71
· Ortega y Gasset y el tema de la razón · Máximo Castro Turbiano · 72-85
· Momentos estelares del pensamiento de Ortega y Gasset · 85
· El Estado como piel · Francisco Izquierdo Quintana · 86-89
· Perfil humano de don Jose Ortega y Gasset · Fernando de la Presa · 90-103
· Imagen de Ortega y Gasset · Jorge Mañach · 104-125
· Ortega y Zubiri, o la trascendencia · Javier de Barahona · 126-127
· Ortega y los malentendidos · Fausto Masó Fernández · 128-130

 
Editorial

Hace sólo unos meses –el 18 de octubre del pasado año– moría en Madrid el ilustre autor de La rebelión de las masas. Con su desaparición se hace aún mayor el vacío que se ha abierto en la cultura occidental de unos años a la fecha. Pues, con efecto, tras la desaparición de Croce, de Einstein, de Mann y de Claudel la vida intelectual europea registra ahora una baja tan sensible como es la de Ortega y Gasset. Mas debe decirse que su muerte no produce la emoción consiguiente y hasta el estupor que un suceso de este género debe causar, sino que, además, en el caso de Ortega y Gasset ha sido motivo de una extraordinaria conmoción. Pues nuestro filósofo es uno de esos hombres epocales, que en torno a su figura concentran toda la atención de una vasta zona de las esenciales preocupaciones de su tiempo. Por eso ha sido Ortega un hombre del siglo XX a la vez tan admirado como combatido, a un tiempo amado y odiado, pues le cupo el singularísimo destino de reunir en su poderosa personalidad las condiciones capaces de provocar tanto el elogio admirativo como el recelo mortificante, la ajena pretensión de que él fuera la suma responsabilidad por los males y los bienes de todos, como asimismo el punto de inculpadora referencia respecto de cuanto, directa o indirectamente, tuviese que ver con su pensamiento. Jamás un hombre de letras ha sido el blanco preferido y constante de tantas y tantas ofensas y defensas, por lo que probablemente nadie, como intelectual, ha debido padecer y gozar al mismo tiempo la amargura de la incomprensión, el encono y la maledicencia, como exactamente la miel de las alabanzas, de la adhesión y hasta la comprensión. ¡Destino imponente, pero no por esto menos triunfal y tampoco menos lacerante! Mas, no es preciso ni siquiera elegante adoptar un gesto patético. ¿Por qué? ¿Para qué? En fin de cuentas, es el destino del intelectual, y frente a éste sólo queda la sabia recomendación socrática a Fedón, ya en el umbral de su muerte, es a saber, que con respecto a lo intelectual, si de veras se cree en esto, queda sólo seguirlo, servirlo y permanecer alegre aun en el caso de las más graves contingencias.

Porque Ortega supo siempre hacer esto último, pese a que en él hizo presa con salvaje furia la imputación de frivolidad, de irresponsabilidad y de superficialidad, [4] es que debemos, como un impostergable tributo a su memoria, hacer algunas manifestaciones al respecto.

Asombra que haya gentes tan miopes como para calificar a Ortega de frívolo. Si se dice que toda su obra no registra la misma densidad, el mismo rigor, ya esto es en cierto modo admisible, porque no constituye una excepción el caso de nuestro ilustre pensador. Pero si algo no tolera de ningún modo el calificativo de frívolo esto es la obra de Ortega en su conjunto. Si algo caracteriza la empresa colosal de Ortega es precisamente la seriedad de su pensamiento, por lo que se puede afirmar que Ortega «enserió» la vida intelectual española. Admitamos, sin embargo, que alguna parte de su producción es de sustancia más ligera que el resto. Bien. Pero esto nada aduce en contra de la seriedad fundamental del pensamiento orteguiano. Y, en fin de cuentas, ahí están, monolíticas, apuntando en nuestro tiempo con inequívoco signo miliar, esos portentos que se llaman Meditaciones del Quijote, El Espectador, España Invertebrada, La rebelión de las masas, El tema de nuestro tiempo, En torno a Galileo, &c. Mas, parece que la maliciosa conseja proviene de cierto gusto personal de nuestro filósofo por el trato con gentes de la aristocracia española. Y aunque así haya sido, ¿es motivo capaz de justificar la «frivolidad» cogitativa de don José? En tal caso, Sócrates, Dante y Erasmo son unos frívolos charlatanes, indignos de la gloria que el mundo les ha dispensado. Mucho me temo que detrás de esa gratuita imputación anden como sombras huidizas la envidia y la incapacidad que suele acompañar invariablemente a la primera.

Se ha solido decir también que Ortega es un irresponsable. Desde luego que esta imputación proviene de aquellos que hubiesen querido ver a nuestro filósofo caer de bruces en una anónima trinchera, o morir encadenado en una inhóspita prisión, o enfrentarse al piquete ejecutor. Pero es la ocasión para preguntar qué hacía ese pelafustán que así le incrimina ahora, mientras Ortega, de bruces sobre los difíciles textos y sumido en sus profundas meditaciones, presiente, otea y atisba el porvenir que tan agudamente predijo para la Europa del presente. Sin duda que ese pelafustán andaba, muy cómodamente, en la tarea que Clarín le recomendaba a los intelectuales frustrados, es a saber, fundar una familia, o dos, o tres... Pues bastante tiene ya el pensador con darle al mundo en que vive el producto de su mente egregia. ¿Por qué exigirle a un hombre como Ortega más de lo que supo dar? Pues esa dote suya a los hombres de su raza y a la humanidad en general no es sólo la de una obra intelectual, sino que agrega a ésta las notables consecuencias de una inspiración y un magisterio capaces de servirle al mundo para recorrer luego un largo trecho de su historia.

Finalmente, se dice que Ortega es superficial. Y es preciso preguntar: ¿cómo? [5] Pues de la única manera en que es posible admitir esto, es si se prueba que su magistral claridad es idéntica a la superficialidad. «La cortesía del filósofo es su claridad», solía decir, y ¡cuán cierto es todo esto! Pues una cosa es la «expresión de oscuridad» (lo que no puede ser ya más claro de lo que aparece) y otra muy distinta es la «oscuridad de expresión». Y Ortega siempre supo ser claro, muy claro, como consecuencia de una claridad que siempre le poseyó a él. Tenía el don de presentar los más abstrusos temas con una transparencia que daba la impresión de ser suaves y accesibles a cualquier entendimiento. Mas esto era el resultado de su capacidad intelectiva, que al modo de una misteriosa alquimia, transmutaba en reluciente oro hasta los más tercos elementos.

Lo que ocurre, en el caso de Ortega, es lo mismo que ha venido sucediendo con todos los grandes hommes des lettres españoles desde Séneca a las fechas actuales, y es que jamás han dejado de comprometerse con su respectiva circunstancia. Pues el alma española parece albergar un mágico resorte que se dispara al exterior a la más leve oscilación de éste. En notorio contraste con el habitual modo de producirse el pensador grave y profundo de otras latitudes, vemos que el español no puede desentenderse de lo inmediato y circunstante, en donde parece encontrar el estímulo y la temática de sus especulaciones. Piénsese en Unamuno y el propio Ortega, y retrospectivamente en Menéndez y Pelayo (cuya obra no por azar es polémica), o en Ganivet, o yendo más lejos en Quevedo o en Vives, &c. ¡Cuán diferentes, en verdad, de esos otros pensadores que se llaman Descartes, Leibniz, Kant, Bacon, Husserl, &c.! Con lo cual no queremos dar a entender que el pensamiento de estos hombres no haya sido, en más de un respecto, motivo de enconadas querellas, sino que ellos mismos aparecen sumidos en una zona que abstrae de lo inmediato y polémico actual. En fin de cuentas, que no podemos imaginar a Ortega o a Unamuno fuera de esa conviviente área donde se asienta toda peripecia ecuménica y que predispone su pensamiento. ¡Qué contraste el de la Crítica de la Razón Pura y Del sentimiento trágico de la vida, o el de Los datos inmediatos de la conciencia y La rebelión de las masas! Pues mientras vemos al alemán y al galo al discreto contraluz de su biblioteca o en reposado gesto ante el auditorio atónito, hemos de imaginarnos a los dos españoles a la greña perenne con el resto del contorno. Tal vez si esto mismo determina que nos resulten familiares en exceso, por lo que, con cierta levedad de trato a la vez entrañable e irrespetuosa, les hacemos desmesuradas exigencias, que, en el fondo, consisten sólo en la subconsciente pretensión de que tomen a su sarga tanto lo suyo como lo nuestro.

Pero ninguna de estas contingencias puede hacer variar el curso, ya definitivo, de una vida de incalculables consecuencias. [6] El tiempo, ese inexorable nivelador de toda diferencia, irá poniendo las cosas en su justo sitio y en la perspectiva de la historia el nombre y la obra de Orgeta y Gasset alcanzarán su dimensión definitiva. Pero es preciso enjuiciarle con la serenidad y la objetividad que demanda todo pensamiento capaz de responder por si mismo. A esto se debe que la Sociedad Cubana de Filosofía, bajo los auspicios del Instituto Nacional de Cultura, haya consagrado a la memoria del insigne pensador español un ciclo de conferencias dedicada, cada una de ellas, a un aspecto de su vasta obra. Estos trabajos son los que ahora aparecen recogidos en este número de la Revista Cubana de Filosofía, que se dedica in integrum a la persona y el pensamiento de don José Ortega y Gasset. A su indeclinable memoria, por todo cuanto ha significado para el espíritu de la cultura occidental, y en particular para el de nuestra raza, va dedicado, con profunda emoción, este modesto esfuerzo de la filosofía cubana.

H. P. Ll.

Ortega y Gasset y el Premio Nobel

Entre los grandes escándalos intelectuales de los que tendrá que dar cuenta algún día nuestra época, tal vez no haya ninguno como el de esa «ignorancia» de la excepcional calidad de un hombre de la estirpe de Ortega y Gasset. Ni siquiera el acertado calificativo de «uno de los doce pares de la inteligencia europea», con que le designara Curtius, fue motivo suficiente para honrar al Premio Nobel y al espíritu de esta época, invitándole a formar parte de esa minoría egregia que la mencionada distinción hace aún más destacable. No valió de nada que Ortega haya dado al mundo, en la tersa y cromática prosa que le es característica, una parte esencial del pensamiento contemporáneo. Pero, mientras se le postergó en forma que casi parece deliberada –porque es imposible creer que fuera desconocido en los círculos que determinan la adjudicación del Premio Nobel–, se cometieron insignes torpezas cual es la de otorgar el Premio como «literato» a Winston Churchill. O sea que un político con apenas tiempo para dictar a su secretario suplanta a Ortega y Gasset. Hasta entonces habíamos creído en la seriedad del Premio Nobel. Pero cuando la fuerza de los intereses creados hace que sobre un pensador y escritor como Benedetto Croce prevalezca un político cuya cultura es más que periférica (y este es el caso en sus detalles), ya no es posible seguir tomando en serio un galardón que parecía estar caracterizado por el respeto a la cultura. La crisis de ésta en el presente se comprueba una vez más. Y tal vez sí debamos preferir que no se la haya otorgado a Ortega y Gasset: no porque la mayoría de los laureados no la merezcan, ya que es todo lo contrario, sino porque, después de lo que acabamos de reseñar, no resulta del todo ofendida la vida del espíritu si algunos como Ortega, que la personifica de modo egregio, queda fuera de tamañas adulteraciones provocadas por el predominio de la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón.

H. P. Ll.

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José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
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