Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-marzo de 1951
Vol. II, número 7
páginas 37-47

José Sobrino Diéguez

Yo soy existencialista { * }

No voy, por lo tanto, a desarrollar en esta conferencia la exposición de un sistema filosófico más: voy a exponer mi propia filosofía. Y parto de esta afirmación, aunque muchas veces he visto, cuando respondo afirmativamente a la pregunta ¿es usted existencialista?, una sonrisa irónica en los que me escuchaban.

Tal parece que ser existencialista, significa ser algo malo: loco, extravagante, degenerado o morboso... y no sé cuántas cosas más por el estilo. Se habla de los existencialistas como si fueran los Atilas del pensamiento moderno, como si desde un café de París originaran toda la degeneración que padece hoy el mundo.

Digámoslo bien claro: todo este miedo respecto al existencialismo no es más que un producto de la más despreciable de las ignorancias, alimentada por muchos con la peor fe.

Cuando una cosa nos molesta, tendemos a desvalorizarla, más o menos conscientemente, a aplastarla como una mosca.

Es natural que, para una época que vive en la mentira, ha de resultarle muy fastidioso todo llamamiento a la sinceridad. El Existencialismo es un enemigo de esta Sociedad que tiene como norma fundamental de vida colectiva la hipocresía, y que convierte a cada individuo en asesino de su propio yo, en aras de un ficticio bienestar colectivo.

No hay nada más horrible que ser uno distinto a sí mismo. Y, sin embargo, nos allanamos a ello como si careciera de importancia, sin pensarlo, porque si lo pensáramos comprenderíamos que eso equivale a dejar de ser.

La costumbre, el miedo al qué dirán, a chocar con algo que no sabemos exactamente lo que es ni cómo se llama, porque unas veces son nuestros padres, otras nuestro círculo social, otras es la patria y otras el mundo, los que nos obligan a cometer el crimen más horrendo que puede cometer un hombre: el sacrificio de su propia personalidad.

¡Es hora ya de que el hombre renuncie a la mentira: a la mentira ante sí mismo, a la mentira ante los demás! NADA ES BUENO CUANDO NO ES SINCERO. Un hombre no es malo porque viole las leyes o la moral. [38] Un hombre es bueno cuando es sincero, cuando no fuerza su naturaleza para ser distinto: para ser rico, poderoso o feliz.

El deber-ser de un hombre no está determinado por ninguna ley ni por ninguna moral, y menos aun por lo que los demás crean que debe ser o les convenga que sea. El deber-ser de un hombre, es ser tal cual él quisiera ser, que es siempre igual a como él cree que se debe ser.

El hombre se encuentra ante su libertad y tiene el compromiso ineludible de asumirla, y la responsabilidad de realizarla en la sinceridad, esto es, de realizarse a sí mismo. Pero esta responsabilidad ante la libertad lo angustia por su carácter problemático; y el hombre huye ante ella refugiándose en lo banal, en lo cotidiano, sumergiéndose en la impersonalidad de la masa y condicionando los actos de su vida al ritmo de todos los demás hombres.

Pero ¡qué difícil es, no ya reaccionar, sino librarse de los hombres cuando se es hombre! La Sociedad nos oprime, pero la soledad nos asusta, pues no hay peor compañía que la de uno mismo cuando uno dista de ser lo que debiera.

La condición en que toda existencia se realiza, esto es, en que toda existencia crea su esencia, es la libertad. El hombre es libre, aunque sobre él actúan, indudablemente, distintas fuerzas exteriores, como son, por ejemplo, las fuerzas ciegas de la naturaleza, a las que está sometida su parte física, con la que se manifiesta como ser real en el mundo: su cuerpo. También las fuerzas de las circunstancias actúan sobre él, y entre ellas podemos señalar la más coactiva de todas, la de los hombres, de los demás, que actúan frente a él no sólo personalmente, sino también a través de un ente ficticio del que también él forma parte: la Sociedad.

Pero el hombre tiene dentro de sí potencial suficiente para dominar todas estas fuerzas e impedir que lo determinen. Este potencial extraordinario emana de su querer-ser. He aquí por qué ponemos el énfasis sobre él, substituyendo por esa fuerza subjetiva todos los postulados abstractos y objetivos sobre los que se intentaba fundamentar la conducta humana.

El querer-ser del hombre existencial lo enfrenta definitivamente a todas las demás fuerzas, y si decide luchar contra ellas, se convierte en un poder-ser. El hombre siempre puede-ser si quiere. Los mayores enemigos que pueden derrotarlo antes de entrar en la lucha, emanan de su interior: la duda, la falta de fe en sí mismo, hacen desaparecer esa confianza que le es vital para mantenerse en el combate sin desmayar hasta el triunfo. Entonces el hombre es vencido por sí mismo, por sus miedos.

Por eso es necesario que el hombre comprenda el alcance infinito de sus fuerzas, es necesario que se posea a sí mismo, que sea Caballero de su propia Fe. Tenemos, por tanto, que enseñarle, como primer paso, el camino de la subjetividad, para que sepa lo que es y lo que puede. Y tenemos también, por otra parte, que destruir el miedo supersticioso y fatalista al «se», el monstruo de lo impersonal que devora toda personalidad.

«Todo está bien cuando se sabe que todo lo está. Es preciso que sepan que son buenos y al instante lo serán todos, hasta el último», nos ha dicho [39] uno de los crucificados del error humano: Fedor Dostoyevsky, emulando como buen cristiano la frase sublime de la cruz: ¡Perdónalos Padre, porque no saben lo que hacen! No, no saben lo que hacen porque no saben que son buenos, y obran como si fueran malos. «Es preciso que sepan que son buenos...»

Hace pocos días, la muerte impidió que André Gide completara esa frase, que quiso recordarnos con su último suspiro: «Todo está bien...», había empezado a decir. No puedo hablar de la sinceridad sin tener un recuerdo para André Gide, un hombre sincero que supo ser su querer-ser; porque él sabía que su querer-ser era bueno, aunque los demás dijeran que era malo. Su existencia propia, coronada por la propia muerte, nos muestra una vez más, que el único camino que conduce al hombre a ser bueno es la sinceridad.

Pero cada vez que intentemos tomar ese camino, nos saldrán al paso todas esas fuerzas exteriores de que os he hablado, que son las fuerzas del mal.

La Sociedad gritará:

–Por ese camino tendrás que ir con los pies desnudos, porque yo te despojaré de todas las riquezas, y dejarás tu carne en jirones en los guijarros y en las zarzas. Marcharás solo, porque no tendrás dinero para comprar amistad, ni amor, ni gloria. Todos te despreciarán. Ese camino conduce al desierto. Fíjate en lo poco transitado que está, porque sólo, de tarde en tarde, se lanza por él un loco desesperado, de esos que hierven la luna en su cabeza.
En cambio, si tomas esta otra senda y te unes al rebaño de los hombres de todos los días, en cada recodo encontrarás dinero, con el que podrás comprarlo todo. Los demás te recompensarán agradecidos por tus pequeños sacrificios. Mira qué palabras tan sonoras: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Libertad significa que podrás hacer todo aquello que no te prohíban las leyes, la autoridad, tu familia, la moral, la religión, el jefe de tu oficina y el capricho de cada uno de tus semejantes. Fraternidad significa que todos los hombres son tus hermanos y tienen derecho a disfrutar del producto de tu trabajo. Igualdad significa que tú, aunque seas un hombre superior, serás tratado igual que si fueras el más inferior. Pero estos principios tan bellos sólo rigen la vida de los que quieren ser buenos. Sin embargo, si traicionas a los amigos, explotas a tus empleados, no pierdes oportunidad para robar, y para extraer de cada situación en que te encuentres y de cada hombre, la mayor utilidad posible por cualquier medio, si vives en perpetuo acecho y no te confías en nadie: entonces todos te respetarán, tendrás una posición social, una casa con todos los lujos, mujer e hijos, y podrás hacer todo lo que te venga en gana, porque estarás por encima de las leyes, y en cuanto a la moral te bastará con guardar las apariencias. La opinión de los demás tiene también su precio.

Por todo esto, la Sociedad, la Moral, los prejuicios y los sin-nombre, piden que se destierre al Existencialismo del ámbito de las ideas humanas, porque esa lepra horrible que es la sinceridad causaría más destrucción en el mundo actual que la bomba atómica.

Se dice que el Existencialismo está de moda. [40] Yo creo que desgraciadamente eso no es cierto. Se ha puesto de moda la palabra seguida de una serie de extravagancias, practicadas por esos snobs eternos que rinden culto a lo que no entienden, con tal de que parezca raro y llame la atención. El culpable de esto es Jean Paul Sartre, que ha tenido la virtud de atraer hacia sí a la afición literaria de esta posguerra llamando la atención con actitudes insólitas que mantienen sobre su persona una constante expectación que se satisface con el asombro.

Unos lo admiran ciegamente y lo llaman el Papa del Existencialismo. Otros lo temen y lo atacan hasta ridiculizarse ellos mismos con sus propios ataques, llamándole desde endemoniado hasta detritus de la burguesía decadente; desde niño gótico de café, hasta encantador de ratones, y aplicándole todos los pseudos posibles. Pero ni los que le rinden culto como a Dios, ni los que lo condenan por demonio, comprenden a Sartre.

Es indudablemente el mejor escritor que tiene Francia en la actualidad. Sus novelas, sus obras teatrales y sus biografías poseen originalidad y gran valor artístico. Pero sucede que la mayoría de los personajes de sus obras son verdaderos casos patológicos, y Sartre se complace en poner de manifiesto hasta el último detalle de su vivencia psicótica, expuesta por ellos mismos reflexivamente.

Robert Campbell, en un estudio crítico sobre la literatura filosófica sartreana, señala los aspectos positivos del Existencialismo que han sido divulgados por Jean Paul: «Defiende cierta forma (amenazadísima) de individualismo, combate la mala fe (muy próspera) bajo todos los disfraces, y, al propio tiempo, rehabilita la responsabilidad (muy desvalorizada) y la buena voluntad.»

Aun reconociéndole estos aspectos positivos y existenciales de su filosofía, yo he afirmado, ante el asombro de muchos, que Sartre NO ES EXISTENCIALISTA. Yo creo que una filosofía, al igual que la vida de un hombre, debe clasificarse de acuerdo con el sentido total de su mensaje, y no por la época o porque toque temas comunes a determinada filosofía. Sartre nos dice que el ser-para-sí, como él llama a la existencia humana, se envisca fatalmente, es derrotado por el ser-en-sí, como llama al ser-cosa. La muerte es el triunfo definitivo de la cosa. El hombre es una pasión inútil: toda existencia es un fracaso.

Esto aparta a Sartre del Existencialismo y lo sitúa dentro de la más pura tradición del pensamiento francés. Es característico de los pensadores franceses, que al descubrir algún problema que no captan dentro de la órbita de su comprensión racional, desvalorizan cualquier posible conocimiento futuro, declarando que es un absurdo. Jean Paul, cuando se ha soltado de la mano de su padre Heidegger y ha tratado de hacer filosofía por su cuenta y riesgo, ha caído en el absurdo de la nada. Quiero con esto decir que se encuentra todavía en lo que él llamó en el psicoanálisis existencial: «La etapa de los dioses.»

Queda aclarado que el existencialismo no equivale al sartreanismo, porque, en primer lugar, éste postula un sentido de la vida que no tiene sentido; y en segundo lugar, porque el contenido de la filosofía existencial es muy amplio y diverso, [41] de tal manera que en realidad no se puede hablar de Existencialismo, sino de existencialismos, pues cada filósofo de esta escuela tiene su propia personalidad, aunque sean iguales el punto de partida y las motivaciones de todos.

Uno de los puntos en que divergen los distintos filósofos existenciales, es en lo referente al problema religioso. Muchos ven en el existencialismo una filosofía atea, simplemente porque Sartre se ha declarado ateo. Kierkegaard y Marcel son teístas cristianos, y éste último se ha convertido al catolicismo. Heidegger, el más grande de todos los filósofos existenciales, ha declarado expresamente que su filosofía (inconclusa) no es atea. Piñera, que ha estudiado profundamente el existencialismo y en particular a Heidegger, me decía en una conversación: «Yo no creo que Heidegger sea ateo. Toda su filosofía parte de la existencia de Dios, pero situando la cuestión dentro de un paréntesis fenomenológico». Y luego agregaba que también en Sartre se nota esa presencia de la ausencia de Dios, que no es en la realidad una negación.

Creo, sinceramente, que entre el verdadero existencialismo y el verdadero cristianismo (porque ambos han sido objeto de mixtificaciones), no hay ninguna diferencia fundamental.

Será porque, como decía Gide: «Jamás el hombre está más cerca de Dios que cuando alcanza el límite extremo de la angustia y la desesperanza». Detrás de toda angustia está la esperanza, porque angustia es miedo y esperanza al mismo tiempo, y si en esa lucha no vence esta última, desembocamos en la desolación, que nos enerva y destruye toda posibilidad humana. «Allí donde falta la esperanza –ha escrito Marcel– el alma se seca y se extenúa.»

«El Existencialismo no es más que otra forma de hablar el Cristianismo», según Paul Foulquié, que a continuación agrega: «El Cristianismo provoca en quienes lo viven, estados que corresponden a la actitud existencialista: sentido de la existencia, de la responsabilidad, angustia, asombro ante lo irracional. Ciertamente hay algo que recoger en este movimiento del pensamiento, y no hace mucho que el propio Cardenal Arzobispo de Toulouse invitaba a los católicos a aprovechar la ocasión de hacer una cura de subjetividad.»

Jesucristo es para mí modelo del existencialista. Entró al mundo por un pesebre y salió por una cruz. Su primer dolor, dolor de pobreza, y el último, la ingratitud de los hombres. Nadie como él ha dado a la vida un carácter de misión. Y también, al verlo morir en la cruz, víctima de la incomprensión y escarnecido por los hombres que había venido a salvar, pudiera haberse pensado que su vida era un fracaso.

Predicó la sinceridad y despreció a los fariseos, a los insinceros, a los que ponían todo su empeño en parecer buenos, y no en serlo. Amó las miserias humanas y llamó bienaventurados a los que las sufrían.

Combatió los prejuicios sociales arrojando a los mercaderes del templo y haciendo milagros en días festivos.

Y por último, hasta padeció la soledad, no sólo de los demás hombres que tuvieron miedo de seguirlo, sino también de Dios:

–Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? [42]

No se puede casar el nihilismo con la lucha por la existencia. Decía Unamuno: «Sólo los débiles se resignan a la muerte final, y sustituyen con otro el anhelo de inmortalidad personal. En los fuertes, el ansia de perpetuidad sobrepuja a la duda de lograrlo, y su rebose de vida se vierte al más allá de la muerte.» Y aquel hombre de sinceridad dolorosa, escribía cuando le preguntaron cuál era su religión: «Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.»

«Es cosa de corazón», repetimos nosotros. Y allá cada uno, a solas, con el suyo. Si es un cobarde moral, le tendrá miedo a la angustia, y buscará un refugio dogmático para ahogar la voz de su corazón. Pero huir no es nunca un modo de vencer.

* * *

Y puestos ya a reivindicar el término «existencialismo», librándolo de mixtificaciones, agreguemos que tampoco es un quietismo ni un aislacionismo.

Ante la visión desolada que del hombre, del mundo y de la vida nos presenta esta filosofía, parece que se la ha confundido con otra, con el epicureismo, que parte de una visión semejante y propone cruzarse de brazos ante la desdicha, situándose al margen de la vida y ahogando dentro de nosotros el impulso vital. Pero el existencialismo, por el contrario, no solamente no es nihilista ni decadentista, sino que es una teoría extraordinariamente afirmativa, porque postula que cada hombre se construye a sí mismo en su existencia, y que por lo tanto puede ser lo que él quiera ser, esto es, puede ser bueno. Para esto tiene que luchar constantemente contra todas las fuerzas combinadas de la naturaleza y de los demás.

Es necesario vivir la realidad, «lo que tiene lugar fundamentalmente mediante la angustia, por la cual –según Heidegger– el hombre se percata de su finitud y de la fragilidad de su posición en el mundo, en el cual, proyectado hacia la muerte, ha sido arrojado».

La primera experiencia del existir es para Jaspers y Marcel la percepción de lo no inventariable, el darse cuenta de que siempre hay algo más allá. Esto corresponde a lo que Maurice Blondel entiende por «desbordamiento»: «Yo no puedo contener mi existencia. Ya en mi percepción mi pensamiento incuba y organiza; en mi pensamiento ya hay más que mi pensamiento; en mi voluntad querida hay otras sordas voluntades que me llevan más allá de los objetivos casuales. El entusiasmo es el aspecto afectivo de esta experiencia ontológica.»

De aquí, esa especie de alegría ofensiva que hace del existencialismo una filosofía optimista, de lucha y energía. Y de ese desbordamiento emana también la necesidad del hombre de vivir en sociedad, y unir a su responsabilidad, la que implica el ser social. El hecho de que el hombre sea una subjetividad (en sentido creador) no significa que su vivencia existencial tenga que ser aislada, sino que, al contrario, arranca de una vivencia semejante. El hombre es un ser-en-el-mundo, según Heidegger, y por lo tanto su existencia es en realidad coexistencia. [43] La comunicación existencial es para Jaspers una necesidad del existente. «No puede haber ningún hombre –dice– que sea hombre únicamente para sí como pura y simple singularidad. Sólo en el reconocimiento recíproco (en la comunicación entre «Yo» y el «Otro»), surgimos los dos como nosotros mismos en el plano de la existencia.»

Hemos dicho que la existencia del hombre consiste en darle a la vida un carácter de misión. Pero esta noción no estaría completa si no situáramos al hombre dentro de la comunidad. El hombre no es sólo ser-para-sí, sino también ser-para-los-demás. Sus actos y sus creaciones no le dan sentido a su vida sólo por ellos mismos, sino también por lo que significan para los demás hombres, para los que conviven con él ahora, y para los que serán en lo futuro.

Por otro lado, podemos responder aquí a las objeciones que se le hacen al existencialismo, en relación con la peligrosidad social que entraña el imperio de la sinceridad. Recuérdese que hemos unido el concepto sinceridad al de responsabilidad, y que ésta no es sólo del hombre para consigo mismo, sino también por lo que significa para los demás hombres. «La verdadera comunidad –dice Viktor E. Frankl– es, sustancialmente, una comunidad de seres responsables, mientras que la simple masa no es sino la suma de entes despersonalizados.»

El miedo ha triunfado en medio de la Humanidad. El hombre sólo ve la necesidad de huir, ¡de huir!.. ¿de qué? No lo sabe. Ya ni se detiene a preguntar por qué huye, y por qué huyen todos los demás. La mala fe ha creado la tiranía del temor. «La vida social es un mutuo acuerdo de insinceridades», nos dijo Martín Velilla en la primera conferencia de este curso. Y, desgraciadamente, es cierto. Sólo la mutua comprensión puede derribar al tirano. Pero nunca llegaremos a conocernos y comprendernos los unos a los otros, si no empezamos por ser sinceros. La fuerza que es necesaria para convertir esta sociedad devoradora de personalidades, en una comunidad de hombres libres y responsables, tiene que partir de la subjetividad de cada uno.

Cuando cada hombre se conozca y se realice plenamente, no sentirá temor frente a su semejante, porque se sentirá seguro de sí mismo. La mala fe no será necesaria. Porque la mala fe es un arma de defensa que nace del miedo, de pensar que si nos mostramos a otro tal y como somos, éste se aprovechará de nuestras flaquezas para dominarnos. El hombre corriente actual necesita del trabajo, para agotar en él toda su capacidad psíquica, porque en la soledad, en el ocio, lo invade el pensamiento de su responsabilidad, cae sobre él, de pronto, el sentido de su vida o la certeza de su muerte, y todo esto lo angustia y lo deprime.

Tanto el trabajo como las diversiones, son en muchas ocasiones una justificación para dar de lado a nuestra responsabilidad. Y he aquí cómo la cobardía ha sido quizá el móvil fundamental del progreso, de ese triste progreso material de nuestra gigantesca civilización.

Pero ese progreso ha traído consigo la comodidad, y al burgués le satisface esta compensación a cambio de su personalidad, y le espanta el desamparo de la libertad. La vida muelle le retiene y lo convierte en un cobarde moral. [44] Se dice a sí mismo, constantemente, que en cuanto pierda el soporte de su posición caerá sin remedio en el vacío. Llega un momento en que ya ni duda; se limita a no plantearse el problema.

Y esos tristes héroes de nuestra vida social exhiben como un heroísmo lo que no es más que un producto de su cobardía: trabajar, bailar, divertirse, emborracharse, &c. E inventan barreras contra sí mismos, o contra los demás que pretenden ser ellos mismos: Leyes, principios morales, autoridades, superestructuras estatales y todos los demás métodos para hacer renunciar a cada hombre, hasta con la tortura del hambre y de la soledad, a su propio yo. Y ¡ay de aquél que se atreva a recordarle que es un cobarde, ya se llame Jesucristo, Sócrates, Séneca o Existencialismo!

La banalidad, ese vaho reconfortante que emana de la vida impersonal, es para el hombre una especie de droga espiritual. Estamos acostumbrados a considerar como drogas un limitado número de venenos, pero yo he observado que el proceso de creación del hábito y las manifestaciones del toxicómano se producen idénticas con determinadas situaciones o refugios espirituales. Por eso llamo a esa falsa sociabilidad del hombre actual, toxicomanía espiritual del burgués.

Cuando el hombre cobra conciencia de sí, se revela ante sus ojos la necesidad que tiene de elegir un camino para realizar su vida. Pudiera pensarse que estoy hablando del conflicto vocacional, pero en realidad me refiero a un conflicto que abarca no sólo la profesión, sino el sentido total de la vida humana. «El tormento de la elección –dice Lóbel– quebranta y hace indecisos a los débiles. Cuando las energías no pueden alcanzar su objetivo por impedírselo corrientes opuestas o inhibiciones, se extingue la chispa divina de la felicidad.»

La angustia de la indecisión se apodera de él, y siente nostalgia de la época en que, por no tener conciencia de sí, era irresponsable. Muchas veces busca una huida en la psicosis o a través del suicidio. Pero la mayoría trata de encontrar alguien que tome sobre sí la responsabilidad de su elección, y si no lo encuentra, busca olvidar el problema en las drogas, en la borrachera, o en lo que yo llamaba «drogas psíquicas». Todos estos métodos de fuga son simplemente para echar a un lado la responsabilidad, que significa elegir.

La angustia es la manifestación afectiva de este planteamiento disyuntivo, y el cobarde termina huyendo de la situación angustiosa sin haberla resuelto, postergando indefinidamente esta solución mediante el mecanismo mental de la represión. Estas cesuras producen psicosis en mayor o menor grado, destrozan la existencia que marcha a la deriva, sin rumbo fijo, anulando sus propias posibilidades de ser.

No podemos predecir la trascendencia futura que tendrá el Existencialismo, pero yo veo en él un camino de salvación para esta Humanidad destruida por prejuicios e insinceridades, y que todavía se aferra a esas ideas que la han llevado a la tan pregonada crisis de nuestro tiempo, y que la llevarán a la aniquilación total. Porque el Existencialismo no va contra la sociedad, la religión, ni la moral, sino contra la falsedad dondequiera que ella se encuentre. [45] Y yo propongo que aquello que destruya la sinceridad, es porque no merece existir.

La filosofía existencial no autoriza a nadie a ser lo que no debe ser, sino al contrario. Es algo más serio de lo que muchos se creen, y no hay derecho a llamarles existencialistas a los que no merecen ni tan siquiera que se les llame hombres. Me indigna ver la inconsciencia con que se trata de desvalorizar lo que podría salvarnos. Les sugiero a aquéllos que no tienen nada que decir, que no utilicen el vocablo «existencialismo» para llenar con tonterías espacios vacíos. Les pido un poco más de conciencia de la responsabilidad.

* * *

Volvamos al existencialismo, y creo que después de este intento de revalorización, en que he dicho lo que no es, no será difícil explicar lo que es. Volvamos al punto de partida.

El problema de la relación entre dos principios metafísicos: la existencia y la esencia, es la encrucijada original que lanza por rumbos distintos al esencialismo o filosofía clásica que concedía la primacía a la esencia, y el existencialismo que afirma la prioridad de la existencia.

La afirmación de que en el principio es la existencia, es la base del existencialismo, común a todas las filosofías existencialistas.

Entendemos por esencia lo que una cosa es, y por existencia el hecho de ser. Entre las características de una cosa, hay algunas puramente accidentales, como suele ser el color, por ejemplo, pero hay otras esenciales, comunes e indispensables a las cosas para ser esto o lo otro, que nos permiten clasificarlas y situarlas al lado de otras que poseen esas mismas características, que tienen la misma esencia.

Clasificar a las cosas resulta sumamente fácil: las características esenciales son fundamentales a cada una, y se producen exactamente iguales en unas que en otras. La esencia en ellas era anterior a la existencia, porque antes de ser fabricadas había ya un concepto que les sirvió de molde fijo, una receta invariable conforme a la cual se fabricaron para ser útiles en una finalidad específica. Nada de esto depende de ellas porque no están capacitadas para variar por ellas su concepto, su receta ni su finalidad; y, agotadas sus posibilidades de uso, son transformadas, para usar sus elementos en otra cosa, con otra finalidad.

Pero en el hombre la existencia elige su esencia. Primero existe, y a él, y a nada más que a él, le toca llenar esa nada de su existencia con una esencia, con una vida que libremente escoge y realiza.

Existir no significa ser existencia, sino un irse a hacer existencia. Es el modo de ser peculiarmente humano. Existir no es ser, sino devenir en un perpetuo acontecer, un constante deserse para recrearse en el instante siguiente. La existencia es un ser de seres. Existir, de acuerdo con la etimología de la palabra, es partir de los que sé es (ex), para establecerse (sistere), al nivel de lo que antes no era más que posible. [46]

Stirner ha dicho: «Yo no soy la nada de la vacuidad, sino la nada creadora, la nada de la cual yo mismo lo creo todo.» El hombre no marcha hacia la nada, como ha proclamado Sartre, sino que viene de la nada y marcha hacia sí mismo. Nuestra historia, el ser-que-hemos-sido, ha quedado ya incrustado en el tiempo, invariable y eterno.

El ser de cada instante procrea al ser del siguiente. Vamos del pasado al futuro en una oscilación continua. Y mientras tanto, el presente parece resbalar entre uno y otro, negándose a nuestra posesión. Este devenir del ser no es una serie infinita y absurda, sino que hay un acontecimiento futuro en el que culmina la obra: la muerte. Hay un momento en que conseguimos asir el presente, que ya no nos soltará nunca, manteniéndonos en suspenso, de «cuerpo presente», ante un futuro que no será, contemplando un pasado que hemos sido, y que no podemos ya modificar.

La vida del hombre es un continuo ensayo de una obra que sólo se estrena después de la muerte del autor.

Durante la vida, el pasado influye en el porvenir, pero el porvenir no puede destruir lo pasado. Lo que ha sido está ya a salvo por toda la eternidad del peligro de no ser. Sólo el futuro corre el riesgo del «ser o no-ser» shakesperiano.

Frente a ese riesgo de no-ser, el hombre tiene que elegir el ser, o mejor dicho, lo que ha de ser. El hombre es libre hasta para elegir el no-ser, o para elegir lo que él quiere ser. Pero la responsabilidad que esto significa lo angustia; el hombre siente, según Kierkegaard, el síncope de la libertad.

Para Heidegger, esa angustia es el signo del sentimiento auténtico de la condición humana, «es el apercibirse de nuestro desamparo en el mundo y de nuestra marcha anticipada hacia la muerte. Nace como reacción a la cotidianeidad pequeño-burguesa, en la cual el ser se instala con confianza entre objetos tranquilizadores, en que sus propiedades, su sentido común, sus diversiones, le ocultan su desamparo».

El existente debe, a través de su angustia, asumir conciencia de su desamparo y de su libre posibilidad de ser lo que él decida en su querer-ser. Esta opción es para Kierkegaard, un acto generador de la personalidad, el momento privilegiado de la existencia, porque elegir es tan sólo por el hecho mismo de decidirse, un valor. Es la «apuesta» de Pascal o el «va todo» de Heidegger, porque con esta elección de nosotros mismos, ponemos en el juego la existencia.

No vamos a pretender que ninguna decisión comprometa de una manera definitiva a una existencia. En cada instante hay la posibilidad de retomar el rumbo y rectificar, aunque no existe la posibilidad de anular lo que hemos sido, siempre se puede salvar el sentido total de la existencia, pues esta, nunca ha de ser juzgada conforme a ningún acto en particular, ni aun al conjunto de ellos tomados aisladamente, sino en cuanto partes de un todo: el ser del hombre. Tampoco entendemos que para darle a la existencia un sentido, sea necesario buscar una finalidad a través de ella. El éxito o el fracaso de una empresa que busca un fin, depende de que se logre o no, está por lo tanto en función del resultado. En cambio, cuando decimos que existir es darle un sentido propio a la vida, el valor de esa orientación no depende de su resultado, [47] porque el único resultado del existir es la existencia misma. Pero hay una especie de Ley de Conservación de la Energía Espiritual, por la cual ningún pensamiento, ninguna intención o querer, acaece nunca en vano, ni se pierde, aunque nazca y muera en el interior del hombre, sin salir nunca al exterior.

¿Qué obligaciones tiene el hombre frente a su elección, o, mejor dicho, cuando se puede decir que una decisión ha sido buena? Recuérdese que decíamos al principio que un hombre sólo es bueno cuando es sincero, y que todo juicio sobre un hombre ha de basarse necesariamente sobre su propia escala de valores, de acuerdo con la cual él quiso vivir.

El Existencialismo niega la validez universal de una moral objetiva, por cuanto cada hombre es un ser único que se produce una sola vez. En materia de moral, no se puede legislar sobre el mito imposible del hombre abstracto o común, porque los hombres no sólo no son iguales, sino que todos son esencialmente distintos entre sí. Y por otra parte, la conciencia que dicta la norma no puede ser objetiva, pues aunque trate de aislarse de la situación en que se encuentra, siempre está sujeta, en última instancia, a su propia contingencia.

Es evidente que las circunstancias, conformando tanto el mundo externo como el interno, encauzan al individuo en determinado camino. Resulta muy cómodo luchar en el sentido en que las circunstancias lo impulsan a uno, y siempre queda la solución de acudir a ellas para justificar la propia conducta, tanto ante los demás como ante uno mismo. Pero si el hombre decide su querer-ser, se enfrenta definitivamente a todas esas fuerzas. Lo corriente es que el individuo busque una transacción, y trate de hallar una resultante, porque no se atreve a ser lo que él quisiera ser.

La actitud del existente es en el mundo actual una actitud insólita. Rompe la uniformidad y el ritmo maquinal de la vida cotidiana. La simulación (el estado ficticio de los demás hombres) reacciona contra lo insólito con una actitud de perplejidad. Le resulta inconcebible que alguien se atreva a luchar contra el monstruo de lo impersonal ante el que tuvo él que sacrificar su personalidad. Al ver que el existente rompe con los métodos usuales y no se ajusta al engranaje porque se niega a ser hipócrita, los demás tratan de aislarlo o destruirlo. La existencia auténtica lleva al desierto o al martirio. Lo heroico reside en arriesgarse a ser todo uno mismo, aunque se corre el peligro de ser nada. La transacción es una máscara de la cobardía. El hombre que decide realizarse a sí mismo necesita de todas sus fuerzas y todo su tiempo para ello, no puede ser al mismo tiempo «otra cosa». Esa «otra cosa» que nos exige el mundo como requisito indispensable para permitirnos vivir.

Pero esa renuncia a ser una cosa útil en el mundo, cuesta más de lo que la mayoría de los hombres pueden soportar. El hombre que asume su responsabilidad y decide realizarse en la sinceridad, se encamina solo, al borde del abismo, hacia la existencia auténtica del excepcional. Detengámonos en el umbral de esta decisión, que Gabriel Marcel ha expresado tan maravillosamente, en todo su hondo dramatismo: «Mientras miraba un perro echado ante una puerta, esta frase ha subido a mis labios: «Hay una cosa que se llama vivir; hay otra que se llama existir; yo he elegido existir.»»

——

{*} Con este trabajo se incorpora el joven y agudo crítico del existencialismo, José Sobrino Diéguez, al grupo de los colaboradores de la Revista Cubana de Filosofía. El presente trabajo es el texto de una conferencia pronunciada en el Ateneo de La Habana la noche del 16 de marzo de este año. En ella Sobrino Diéguez hace expresa y rotunda profesión de fe existencialista, con lo cual de paso lleva a cabo ciertos enjuiciamientos que la Revista estima que deben ser conocidos tanto de los que defienden el existencialismo como de los que lo atacan. Justa es la razón principal de que aparezca aquí publicado, además de sus otros méritos.

Nacido en Madrid en 1930, se instaló desde 1942 en La Habana, donde ha permanecido hasta ahora, excepto una breve visita a los Estados Unidos. Cursa actualmente la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana; ha colaborado en distintos periódicos de la capital, así como en revistas y otras publicaciones. Su artículo «Manuel Sanguily, primer ciudadano de la República», mereció ser premiado con la «Orden de Honor José Martí», que otorgan los Emigrados Revolucionarios Cubanos. Además de la filosofía, cultiva la literatura.

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