Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1950
Vol. 1, número 6
páginas 62-65

Pedro Vicente Aja

Cuatro visiones de la libertad moral

Hacia una previa instalación del tema

La libertad de la voluntad, tema que intentamos explorar, en este muy modesto esfuerzo, es una cuestión de naturaleza metafísica. Tal evidencia nace de una previa depuración del asunto. Hartmann lo hace a las mil maravillas: sobresale su esclarecimiento en cuanto a que la libertad de la voluntad no se la confunda con algún otro concepto más o menos afin. Esta confusión resulta singularmente favorecida por la equivocidad del vocablo. Pues este suele aplicarse a objetos que nada tienen que ver con el libre albedrío. Por eso resulta imprescindible una correcta ubicación del tema.

Yerro enorme y del jaez apuntado lo hallamos al tratar de equiparar la libertad moral con la jurídica. Consabido es que esta última está referida al ámbito del Derecho. La libertad jurídica no es un hecho, sino una facultad derivada de una norma. Allí donde principia el deber legal termina la libertad jurídica; mientras que, en lo moral, concebimos la libertad como un poder sin limitaciones exteriores, capaz de traspasar la linde de lo permitido.

Otro error consiste en confundir el libre albedrío con la libertad de acción. Esta no es la libertad del querer: pues se refiere a la ejecución de lo que el sujeto quiere, sin entrar a examinar si tal querer es radicalmente libre.

Después de todo, la libertad de acción no es más que una especie o clase de la llamada libertad externa. Y esta última suele asemejársela al concepto de la libertad moral: no es menos reprochable esta confusión. Nótese que por libertad exterior débese entender la autonomía de la voluntad frente a las situaciones reales; contrapónese el sometimiento del sujeto a la circunstancia en que se mueve. Pero la creencia en esta libertad es ilusoria, pues la decisión del querer no puede ser independiente de las posibilidades y características que la situación ofrece. Por otra parte, si la libertad del querer –la que ahora nos ocupa– no es un mito, sin duda constituye algo diverso de la supuesta libertad exterior.

¿Habrá que buscar la libertad moral en el fuero interno del hombre? Sí, pero responder a esta interrogante suele llevar a otro equívoco no menos deplorable. Ha de apuntarse. El mundo del acontecer interno se haya sujeto a una legalidad necesaria, lo mismo que el cosmos físico; y el error consiste en que algunos conciben la libertad moral como una forma de independencia ante tales leyes. Por supuesto, quien espere de la psicología una solución positiva del problema de la libertad se verá defraudado. Sea cual fuere la legalidad del devenir interno, resulta indubitable que la libertad del querer no es la independencia de éste frente a la situación íntima.

Ahora bien: situar este problema en su ámbito exacto comporta adelantar un poco la solución misma de la cuestión, así como reafirmar su índole metafísica e incuestionablemente ética. Descartando que la libertad moral puede consistir en una independencia, en una autonomía, en una indeterminación ante lo externo o lo interno, emergerá, necesariamente, como una determinación sui géneris, como una forma de determinación positiva, que emane de la voluntad misma, y a ella sola se deba. Será conveniente, empero, volver por estas precisiones: lo será oportunamente, cuando toquemos el asunto en la ética kantiana y en el pensamiento de Nicolás Hartmann.

La libertad moral entre los griegos

Por lo pronto y para roturar camino, vale la pena detenerse, aunque sólo fuere un instante, en la concepción que de la libertad tuvo el mundo antiguo, y a renglón seguido explorar no más que someramente las aristas sutiles del planteamiento cristiano.

En la antigüedad, especialmente en Grecia, aquello que se entiende por libertad es sólo una manera consciente de saberse determinado. En efecto, la libertad aparece vinculada casi siempre al conocimiento, de acuerdo con el ideal clásico del sabio. Este es el hombre libre por excelencia. Pero su libertad resulta un raro modo de ser libre: radica en ser un conocedor del bien y del mal, en saber lo que debe hacerse y lo que debe evitarse, pero con absoluta independencia de la posibilidad de hacerlo o de evitarlo. Esto alcanza mayor claridad si se tiene en cuenta que en Grecia el hombre es sólo una parte de la naturaleza. Y si la naturaleza como tal está determinada, el hombre, como una parte de ella y dentro de la misma, andará uncido a su sino. Lo singular es que al hombre, y en lo culminante al sabio, le es dable conocer esta realidad. Y este conocer que la naturaleza y, dentro de ella, él mismo están determinados, es el precio de su libertad. En este caso, la libertad se presenta como una aceptación inapelable por conocimiento, como la sumisión al destino; pero esta sumisión exige para ser verdaderamente libre –importa subrayarlo– la comprensión del destino mismo, el conocimiento de la universal determinación de todo ser y de todo acontecer.

El cristianismo y la libertad de la conciencia

Eso que Nicolás Berdiaef llamó la irrupción de lo divino en el tiempo histórico, fue la primera doctrina que aportó a la conciencia humana un concepto de la libertad distinto y opuesto al mundo helénico. [63] Por lo pronto, el cristianismo comienza con una afirmación de la libertad indisolublemente vinculada a la personalidad humana; aunque, como es lógico, esta libertad no sería incompatible con la absoluta predeterminación divina. Es San Agustín quien se encarga de plantear esta no por aparente menos profunda antinomia: «el hombre –dice el obispo de Hipona– hace libremente lo que Dios sabe que ha de hacer con libertad». Véase cómo la absoluta predeterminación divina no impide que el hombre actúe libremente, que usufructúe, justamente lo que no alcanzaba en Grecia: una posibilidad de decidirse, de escoger, de hacer o de no hacer. Naturalmente que no es propio del hombre un absoluto determinismo, pues este, que es la entera libertad, corresponde a Dios. Pero por la vía de su libertad relativa –relativa en cuanto a que es una concesión proveniente de la absoluta libertad– puede el hombre salir de su determinación y forzosidad.

Por otra parte, este descubrir, este plantear el principio de la libertad espiritual le otorgó al cristianismo su excepcional historicidad y dinamismo sostenido: cosa a la que el mundo antiguo era totalmente ajeno. Si la acción libre, y por ello responsable, del sujeto activo es inherente a la naturaleza misma del cristianismo, también lo es a la esencia de la Historia. Y, por vía de asomo a la problemática de la Filosofía de la Historia –cosa que después de todo no deben vedar las limitaciones de este trabajo– es posible hallar que sin la existencia de un sujeto capaz de obrar libremente, sería imposible concebir la misma formación de la Historia.

Otro costado interesantísimo se revela al relacionar la idea del Bien con la noción de la libertad. Los griegos, por supuesto, no vieron esta conexión. Ellos afirmaban la necesidad del Bien y la razón del Bien. Entendían el Bien como una necesidad consciente, como un resultado del triunfo de la razón. Sócrates aparece como un genuino representante de esta concepción helénica. Sin embargo, por obra y gracia del cristianismo lo esencial en el Bien se desplaza de la concepción del Bien como necesidad, al Bien que reconoce como soporte a la libertad. Hasta en los mejores tiempos de su florecimiento, dice Berdiaef, la filosofía griega nunca llegó a expresar el verdadero concepto del Bien. En cambio el cristianismo afirma la libertad del Bien. Nada más exacto que esta afirmación del gran pensador cismático, pues hoy radie para en mientes acerca de que en el cristianismo el Bien es el resultado de la libertad espiritual y que solamente el Bien así entendido tiene una genuina validez. En efecto, el cristiano repugna la obligatoriedad razonada de un Bien con caracteres de necesidad.

Del mismo modo, el presupuesto de la libertad espiritual choca abiertamente con esa resignación ante el destino propia del mundo griego. Esta sumisión consciente, considerada como la expresión de la máxima sabiduría que pudiera alcanzar el hombre, aparece tanto en la tragedia como en la filosofía griega. En la actitud cristiana, por el contrario, obran unos principios alteradores que no armonizan con esa resignación. Ello se debe a que en el trasfondo de toda inquietud hay un cierto margen de libertad, y esto que resulta obvio para el hombre cristiano, puesto que la recibió de su creador, constituye, ya se ha visto, la esencia misma de la Historia. Y, sobre todo, de la Historia como tragedia: con todo lo que tiene de conflictivo y catastrófico, –pues toda libertad verdadera no solamente entraña la libertad del Bien sino que presupone la del Mal.

El problema de la libertad moral en la ética kantiana

Para internarse en la posición que sobre estos extremos sostuviera el filósofo de Koenigsberg importa subrayar algunas batientes directrices de su pensamiento, a saber: el formalismo, el subjetivismo trascendental y la culminación en él de un desplazamiento en el soporte de toda actividad filosófica.

En lo que toca al formalismo, ésta es una característica que señorea toda su filosofía y que, en lo que se refiere a la conducta práctica del hombre, aparece como una superación de la Ética empirista o de bienes.

Lo atinente al subjetivismo trascendental (autonomía de la voluntad) constituye el meollo de sus formulaciones éticas: se verá claramente a medida que exploremos su concepción.

Señalar en Kant la culminación de un desplazamiento en el soporte de toda actividad filosófica, equivale a reconocer un proceso que ha estado ocurriendo en Occidente durante todo el tiempo que media hasta los umbrales del Renacimiento y que se formaliza en el filósofo de Koenigsberg. En efecto, lo que fue, en el cristianismo y todas las concepciones metafísicas que más se nutrieron de su influencia, una fe en la divinidad como sustentáculo del hombre, iría derivando y acabaría como en una fe del hombre en sí mismo. En cierto modo, como en un apoyo del hombre sólo en sí propio. Claro que no se trataría de una prescindencia total de Dios; pues se utilizaría reiteradamente el argumento ontológico, o sea lo que se ha llamado la Teodicea, o lo que es lo mismo: fundar la realidad del mundo en Dios.

De manera que Kant aparece, en la historia de los grandes sistemas filosóficos, como el pensador que consigue independizar, aislar insistentemente el tema humano del tema teológico. Su gran aventura metafísica comporta –si cabe hablar formalmente de metafísica en Kant– un tratar de fundar toda realidad en sí misma. En este sentido Kant tuvo el mérito, que no le ha regateado Hartmann, [64] de disociar el problema ético del religioso, aunque, y por ello mismo éste es un reproche Hartmaniano, no supo aprovechar –cual lo concibiera la Ética religiosa de la Edad Media– el certero pensamiento de la libertad del ser humano como libertad frente a la providencia y la predestinación divinas.

Al filósofo de Koenigsberg la libertad humana se le revela, en honda concordancia con lo ya expuesto, como una función ontológica de la posición singularísima que el hombre ocupa ante diversas clases de determinación. Kant sostuvo insistentemente que entre causalidad y libertad no existe oposición alguna, pues para él la libertad de la voluntad era compatible con la legalidad de la naturaleza. Se opuso resueltamente a los esfuerzos, un tanto ingenuos, que se venían haciendo para demostrar la existencia del libre albedrío echando por tierra la teoría determinista. Kant superó este error y vio las cosas de otro modo.

El proceso cósmico, reconocía el filósofo de Koenigsberg, está sujeto a una determinación absoluta. Su legalidad es indefectible. Ni siquiera en el hombre sufre excepciones, pues éste pertenece también a la naturaleza. Por eso, desde el punto de vista ontológico, el sujeto no es libre. Es decir, no es libre frente a la causalidad natural. Pero el hombre no pertenece solamente al mundo físico sino que participa de otro reino. En su estructura entra la naturaleza pero no se puede olvidar su ser de razón (Vernunftwesen). Consecuentemente la libertad ha de concebirse como libertad positiva o legalidad propia de la voluntad al lado de la que tiene la naturaleza. La libertad del querer quedará firmemente establecida siempre que se logre descubrir dentro del orden de la Naturaleza un punto en el cual la legalidad de la voluntad se introduce, provocando una nueva serie de manifestaciones concatenadas causalmente. Como se ve la originalidad de la tesis kantiana radica en la concepción de la libertad como un poder no determinado de modo causal, como una determinación distinta, sui géneris, oriunda de la voluntad y que se inserta en el acaecer cósmico sin destruir su legalidad específica.

Pero esta determinación sui géneris, corresponde en el kantismo a los principios morales. Y la ley moral, integrada por estos principios, es la autolegislación de la razón práctica. Por eso se dice que la Ética Kantiana es autónoma, puesto que el sujeto obra autónomamente cuando la norma que rige su comportamiento proviene de su propia voluntad; y no como sucede en las Éticas Heterónomas en que la norma proviene de una instancia ajena al sujeto. Es la voluntad pura, dirá Kant, y no el querer empírico sujeto a influencias de orden sensible, la que legisla la ley moral. Trátase de una voluntad que se determina a sí propia, siempre de acuerdo con un principio racional. Esta voluntad incapaz de obedecer a motivos empíricos de determinación es la legisladora de nuestra conducta, y sólo a través de ella puede concebirse la realización de las dos exigencias planteadas por el imperativo categórico: la de autonomía por una parte, y la de universalidad por la otra. Voluntad libre será pues aquella que encuentra el principio de su determinación en sus propias leyes. Lo dubitable en Kant, es que la voluntad se de a sí misma sus normas, mas no se vea forzada a cumplirlas. El sujeto puro práctico debe poder transgredir la ley que él mismo se ha dado, porque si no tuviera la posibilidad de tal incumplimiento no gozaría de genuina libertad. Ello es así porque el deber ser que postulan los principios éticos, no determinan el albedrío, en la misma forma en que las cosas son determinadas por las leyes naturales. Esto, precisamente, porque la ley moral no es un principio necesario sino obligatorio. Y ya se sabe que la posibilidad del incumplimiento es de la esencia de toda obligación. Si la voluntad se viere forzada por el deber, no sería querer moral, y sus decisiones no podrían imputársele al sujeto.

Por otra parte, Kant considera a la voluntad pura como libre en cuanto no obedece a más motivo de determinación que el principio que reside en su misma esencia. Cuando cumple las máximas que de ella misma emanan, hace patente su libertad.

Hartmann y la cuestión del libre albedrío

Las anteriores elaboraciones del kantismo ofrecieron oportunidad inestimable a Nicolás Hartmann para llevar a cabo un análisis y crítica profundos. Consecuentemente, el autor de la Ethik no sólo acepta sin rodeos que la solución del problema de la libertad constituye la suprema exigencia de la ética, sino que críticamente se pregunta si es posible, acaso, hallar satisfecha dicha exigencia recurriendo al subjetivismo trascendental del principio. La doctrina ética de Kant, contesta Hartmann, oculta una serie de supuestos arbitrarios; y, a renglón seguido, afirma que resulta inadmisible aceptar que los principios éticos provengan de la razón práctica. El planteamiento hecho por Kant, en el sentido de que el origen de la ley moral solamente puede situarse en la voluntad pura, deriva, en realidad, de una falsa alternativa. Para el filósofo prusiano existen solamente dos posibilidades: una que las leyes éticas provengan del mundo externo, otra que su fuente esté en la propia razón. En el primer caso, serán empíricas, carecerán de generalidad y sólo podrán servir de fundamento a imperativos hipotéticos; en el segundo, valen objetivamente, son incondicionadas y autónomas, y tienen el rango de imperativos categóricos.

El error consiste –asevera Hartmann– en creer que el planteamiento anterior implica una genuina e insalvable alternativa. Si tal cosa fuera cierta, entonces sí que la solución kantiana sería correcta. [65] Pero nada impide admitir que valgan de manera objetiva y no posean ninguna de las fuentes señaladas por el filósofo de Koenigsberg, pues, en lo profundo, el fundamento de todo deber ha de buscarse –tal como lo enseña la moderna axiología– en valores que no derivan del mundo externo, ni dependen tampoco de consideraciones racionales o apreciaciones subjetivas.

Pero aún admitiendo –continúa Hartmann– que los principios éticos provienen de la razón práctica, esto no demostraría el libre albedrío de persona individual: sólo quedaría demostrada la libertad trascendental de la razón. Esa razón práctica de que habla el filósofo prusiano no es –en lo intransferible– la voluntad del hombre. Es más bien un querer trascendente. Y la libertad trascendental no debe confundirse con la libertad moral de la persona. En efecto, el libre albedrío aparece como esa independencia del ser humano que hace posible atribuir a éste responsabilidad por los actos que ejecuta. Ahora bien: si la instancia decisiva no radica en el sujeto individual, sino en una razón práctica universal, lo que aquel realice deberá imputársele a ésta, y el hombre no podrá ser considerado como ser responsable es decir, como persona auténtica. Kant quiso demostrar la libertad moral, mas no se percató de que sus razonamientos tendían a la demostración de algo enteramente distinto: la autonomía de los imperativos éticos. Y esto no roza, ni levemente, el punto neurálgico discutido. Pues, lo que al hombre interesa, no es inquirir si un sujeto trascendental conciencia absoluta tiene o no libertad: lo que le preocupa es cerciorarse de que él mismo es libre.

Además, –pregunta Hartmann en el curso de su crítica a los postulados kantianos–, si la voluntad se da su propia ley, ¿por qué luego la transgrede? Téngase en cuenta que la libertad estriba, precisamente, en que pueda ser transgredida. Pero, ¿cómo será esto posible, si el principio moral forma parte de la esencia misma de dicha voluntad? ¿Puede algo ser y no ser su esencia mismo tiempo? Tal vez la solución estaría en admitir –como recurso explicativo– la influencia de impulsos antimorales ajenos. Más esto equivaldría a postular la existencia de dos voluntades: una pura (de la que emana el principio) y otra empírica (sujeta al principio y a otros determinantes). Véase cómo, en este caso, la libre sería la empírica, y la pura mantendría su autonomía, pero no disfrutaría de genuina libertad. He aquí donde está, para Hartmann, el gran error de Kant: en este supeditar la voluntad pura (legisladora del mundo moral) al principio autónomo de su esencia, exactamente como la naturaleza obedece a las leyes que la rigen. De donde se concluye que el subjetivismo trascendental no satisface a la suprema exigencia de la Ética. Y no sólo no resuelve la cuestión previa de la libertad, sino que la desencamina fatalmente.

La reflexión moderna, en lo que atañe al problema de la libertad moral, debe arribar a una síntesis de las enseñanzas escolásticas y las doctrinas del gran pensador prusiano. Y en este camino, la idea de la libertad hay que contemplarla con lentes bifocales. Sólo así notaremos su doble sentido. Por un lado, lo que de positivo tuvo la Escolástica al concebir la libertad del ser humano como libertad frente a la predestinación divina: del mismo modo afirmaremos la libertad moral, en un plano puramente metafísico, como una acción libre del hombre frente a los imperativos éticos; por otro lado, no debe sacrificarse la conquista lograda por Kant en la tan importante tercera antinomia, al revelar que el libre albedrío es compatible con la legalidad de la naturaleza.

Pero semejante síntesis sólo es posible –aclara Hartmann– cuando la ley moral no proviene de la propia voluntad que ha de acatarla o, lo que es igual, cuando representa una legislación heterónoma y no autónoma. Ello no implica que la ley moral ha de tener su fuente en una voluntad distinta de la del obligado, sino que su fundamento debe buscarse en una instancia objetiva, independiente del albedrío de la persona humana.

Hartmann halló la instancia objetiva, sustentadora de las normas morales, en el mundo de los valores. Esa instancia objetiva reside en los valores éticos, y se manifiesta a través de las normas que exigen realizarlos. Claro que ello supone lo siguiente: a) la existencia de un reino de objetos inmateriales llamados valores. b) la posibilidad del conocimiento de éstos, a través de una intuición apriorística de tipo emocional, y c) la posibilidad de que el hombre en su conducta realice tales valores.

Con Hartmann definiríamos a la libertad moral, como la posibilidad que tiene el sujeto de decidirse por un valor o un disvalor.

Lo sumamente interesante en todo esto es que, por vía de la axiología, no sólo se arriba a un replanteamiento de la tesis heterónoma en el problema de la libertad moral, sino que ello constituye también una ruta expedita para reconciliar plenamente al hombre con Dios. De Max Scheler son estas poéticas, hondas y altísimas palabras, entresacadas textualmente del tomo segundo de su Ética: «...es por consiguiente en el amor a Dios donde hallan su unidad última, orgánica y enteramente indivisible, los principales valores morales, la misma santificación y el propio amor a Dios».

Pedro Vicente Aja

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