Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-diciembre de 1949
Vol. 1, número 5
páginas 4-12

José Ferrater Mora

Dilthey y sus temas fundamentales

La necesidad de que los esquemas bajo los cuales se exponen y aun interpretan las doctrinas de los filósofos no sean estimados como una incómoda ortopedia se muestra de modo muy acentuado en la filosofía de Dilthey. Ni siquiera la ortopedia cronológica es estrictamente adecuada. Pues el pensamiento de Dilthey posee una característica de la cual participan, ciertamente, algunos filósofos de su misma época, pero que en ningún otro se acentúa tan decididamente: el desbordar el marco temporal dentro del cual es provisionalmente encerrado. En último término, filosofías como las de Brentano o Lachelier –para limitarnos a dos de las que operaron más por su espíritu que por su estricta letra– han quedado bien pronto transvasadas a otros pensadores, de tal suerte que, sin dejar de influir vigorosamente en la posterior filosofía, su influencia se presenta bajo un muy distinto aspecto. En cambio, el pensamiento de Dilthey no sólo desborda el marco, sino que, además, por así decirlo, lo impregna. No sólo su influencia se extiende ampliamente durante todo el siglo XX y aun comienza de un modo plenario a operar solamente durante este siglo, sino también, y sobre todo, porque tal pensamiento nos es, todavía hoy, problema.

Nada de extraño tiene esto si tenemos en cuenta que para el mismo autor se le presentaba su filosofía como constitutivamente problemática. Y que al presentársele como problemática su filosofía, se le presentaba como problemática la misma vida de que tal filosofía había surgido. No podemos aquí referirnos parsimoniosamente, como sus fieles probablemente exigirían, a la relación entre la vida de Dilthey y su filosofía. En la misma óptica que en una visión microscópica, una visión casi esquemática no puede utilizarse. Pero una referencia biográfica será realmente ineludible.

Wilhelm Dilthey nació en Biebrich, sobre el Rin, en 1833, y cuando llegó a Berlín, hacia 1850, «se hallaba en su punto culminante el gran movimiento por el cual se logró la constitución definitiva de la ciencia histórica y, gracias a ella, de las ciencias del espíritu».{1} Allí encontró a los gigantes de la historia: a Bopp, a Böck, a Niebuhr, a Mommsen, a Ritter, a Ranke, a Jacob Grimm. Se ha subrayado mucho la relación de Dilthey con esas figuras; menos se ha destacado la que él tiene presente ante todas: Trendelenburg, de quien procede en gran parte la visión de la estrecha relación entre el pensar filosófico y la historia viva, pues Trendelenburg «personificaba la convicción de que toda la historia de la filosofía había existido y seguía existiendo para fundamentar la conciencia de la conexión ideal de las cosas».{2} Esto le condujo bien pronto a trasponer a otro plano, y a distinto nivel, un problema que aparentemente era de índole específicamente kantiana. Por la superficie de contacto, el Dilthey de la primera hora parece empeñado en confirmar la labor y la orientación de quienes veían en una vuelta a Kant la única salvación posible de la filosofía frente a la disolución con que el positivismo radical la amenazaba. El mismo rasgo antimetafísico bajo el cual se nos aparece por lo pronto el pensamiento de Dilthey podría confirmar el anterior supuesto. Sin embargo, aun la superficie de contacto queda pronto abandonada. Cierto que Dilthey se propuso «investigar la naturaleza y la condición de la conciencia histórica»; en otros términos, se propuso llevar a cabo una «crítica de la razón histórica» –o, si se quiere, una crítica de la razón pura basada en la concepción del mundo histórico-filosófica. Pero este propósito y la labor realizada para llevarlo a cabo no representaban en modo alguno, como a veces se ha querido suponer, la solución del problema, sino el planteamiento radical del problema mismo. En efecto, la investigación de la razón histórica era en principio tan sólo la manera de eludir un modo de consideración que, como el propio de la filosofía científico-natural preponderantemente positivista, no podía satisfacer a quien buscaba por encima de todo la plenitud de la vida. Y, por otro lado, esta busca no podía tampoco, a su entender, apaciguarse con una pura y simple adhesión a la concepción tradicional teológica, susceptible acaso de una «restauración artificial», pero no de una revivificación plena sin antes haber pasado por la disciplina de una teoría del conocimiento. De ahí la situación por así decirlo incómoda del propio Dilthey dentro de las corrientes predominantes de los últimos sesenta años: como ha indicado certeramente Alejandro Korn «lo separa del siglo XIX su preferencia por las ciencias del espíritu, y del siglo XX su negación de la metafísica».{3} Sin embargo, esta situación no impidió que el «problema» de Dilthey se fuese convirtiendo poco a poco en uno de los problemas filosóficos capitales del pensamiento contemporáneo. Conviene, pues, una vez más precisarlo desde la misma altura histórica desde la cual el propio Dilthey lo veía. [5]

Dilthey llegó a la conciencia de este problema ya antes de publicar su casi único libro formal: la Introducción a las ciencias del espíritu (1883), del cual como es sabido, quedó terminado sólo el primer volumen. En 1882 había ocupado, en Berlín, la cátedra que dejó vacante Lotze, tras haber sido profesor desde 1866 en Basilea, desde 1868 en Kiel y desde 1871 en Breslau. Durante estos años habían madurado sus pensamientos en el sentido y la orientación que ya no dejó de seguir siempre. Lo muestra, por ejemplo, su Estudio de la historia de las ciencias del hombre, de la sociedad y del Estado (1875) donde se declara terminantemente la necesidad de buscar un fundamento seguro para que las antes llamadas ciencias morales y políticas, y ahora cada vez más frecuentemente calificadas de ciencias del espíritu puedan encontrar, para decirlo en los términos de Kant, «el seguro camino de la ciencia». La publicación de la Introducción revelaba con plena madurez este propósito, cuyo cumplimiento llenó su vida entera. Los escritos publicados a partir de aquella fecha, sobre todo aparecidos en publicaciones periódicas, y en particular en las Sitzungsberichte de la Academia de Berlín, representaban, por consiguiente, el crecimiento orgánico de la misma idea. Citemos por orden cronológico los escritos principales, teniendo en cuenta que luego van a ser completados por los proyectos, bosquejos, o escritos inéditos, que sólo la aparición de los Gesammelte Schriften a partir de 1922 permitieron conocer de modo suficiente. En 1886 aparece el discurso Imaginación poética y locura; en 1887, La imaginación del poeta. Materiales para una poética; en 1888, Sobre la posibilidad de una Pedagogía de validez general; en 1890, las Contribuciones para una solución del problema acerca del origen de nuestra creencia en la realidad del mundo externo y su legitimidad; en 1892, Las tres épocas de la Estética moderna y su tema actual; en 1894, las Ideas para una Psicología descriptiva y analítica; en 1896, las Contribuciones al estudio de la individualidad; en 1905,1os Estudios para la fundamentación de las ciencias del espíritu; en 1900, El origen de la hermenéutica; en 1905, Vivencia y poesía; en 1907, La esencia de la filosofía; en 1910, la primera y única mitad de La estructura del mundo histórico en las ciencias del espíritu; en 1911, Los tipos de la concepción del mundo. Producción, sin duda, de apariencia fragmentaria, sobre todo si se tiene presente la forma misma, incierta y tanteante, del filósofo, pero producción fragmentaria sólo si se considera que únicamente la expresión rotunda y a la vez sistemática se halla en el polo opuesto de todo fragmentarismo. Mas el carácter fragmentario de la producción de Dilthey obedece a otra causa además de la puramente formal; hay en esta tendencia a lo no sistemáticamente terminado una orientación decidida hacia un modo de filosofar hecho por analogía con el de las ciencias, atento al problema y sin querer forzar su inclusión dentro de la magna y fácil solución del sistema. Así, el fragmentarismo de Dilthey, surgido de muy distintas causas, tiene siempre una misma y única dirección o, si se quiere, obedece a una única constante. Desde este punto de vista pueden ya considerarse como relativamente conciliables las diferentes imágenes que en los últimos tiempos se nos han presentado de la filosofía de Dilthey. Esta no sería el resultado de un talento particular para las investigaciones científico-espirituales y su fundamentación, sumidas en una filosofía relativista de la vida, sino más bien el continuo entrecruzamiento de tres tipos de investigación: el teórico-científico, el histórico-científico y el hermenéutico-psicológico, donde el término «entrecruzamiento» designaría simplemente el necesario desequilibrio de cualquier particular tendencia frente al tema principal, el de la elevación de la «vida» a una comprensión o a una conciencia de sí misma.{4} Podría ser también una integración de la filosofía por medio de cuatro asuntos que, a la vez, podrían ser etapas: una historia de la evolución filosófica como propedéutica; una teoría del saber; una enciclopedia de las ciencias y una teoría de las Ideas del Mundo.{5} Podría ser una auténtica «introducción a las ciencias del espíritu» constituida principalmente por esta obra, a la cual se agregaría, como propedéutica y a la vez corno coronamiento, una dilucidación histórica de la cual la parte de historia de la metafísica del citado libro constituiría un comienzo, fragmentariamente proseguido en sus múltiples investigaciones de historia espiritual, sobre todo en su concepto y análisis del hombre del Renacimiento y la Reforma, y de los siglos XVI y XVII. Esto representaría una verdadera fenomenología del espíritu, pero no en un sentido sistemático-metafísico, sino empírico-evolutivo. La culminación de este movimiento le llevaría a la segunda y última parte de su obra, a la teoría de las concepciones del mundo, fundamento a su vez de una verdadera filosofía de la vida sobre bases hermenéuticas.{6} Cualquiera que sea la interpretación de la historia evolutiva del pensamiento de Dilthey es forzoso, en efecto, reconocer que todos estos temas están inclusos en su obra, y que la separación artificial de cualquiera de ellos la dejaría lamentablemente trunca. No otro es el propósito explícitamente declarado por Dilthey al manifestar en diversas ocasiones que, tras haber descubierto la conciencia histórica engendradora de relativismo, ha descubierto la posibilidad de que esta conciencia histórica es la única capaz de superar el relativismo y, [6] por consiguiente, el mismo historicismo que la ha fundado.

Sobre todos estos supuestos podremos entonces comprender la marcha del pensamiento diltheyano. Este se inicia, según habíamos apuntado, con el propósito de fundamentar la autonomía de las ciencias del espíritu. Es justamente el tema de una posible crítica de la razón histórica. Dilthey toma, pues, aparentemente un punto de partida kantiano. Pero, como hemos visto, este kantismo es bien pronto abandonado en aras a una necesaria ampliación de sus propios supuestos. El sujeto cognoscente en el sentido de la gnoseología moderna no podía, en efecto, serle suficiente: «por las venas del sujeto cognoscente que construyeron Locke, Hume y Kant –dice Dilthey en uno de los pasajes más citados de su obra– no circula sangre verdadera, sino el enrarecido jugo de la razón como actividad meramente intelectual».{7} Lo que se trata, pues, de hacer, una y otra vez, es tomar al hombre en su totalidad, en la diversidad de sus fuerzas, como ser que quiere, siente y representa, aunque, dice el filósofo, «el conocimiento parece tejer sus conceptos con la simple materia del percibir, del representar y del pensar».{8} La primera posición de Dilthey sería, pues, esta: anti-intelectualismo, siempre que por él no entendiéramos un mero y gratuito ataque a todo lo intelectual, sino un vigoroso intento de situar la esfera intelectual dentro de la más amplia esfera de todo lo humano existente. De ahí el sensible cambio que experimenta entonces la estructura de todas las condiciones que posibilitan el conocimiento; en vez de un apriorismo cognoscitivo penetra en el campo de los problemas epistemológicos la historia evolutiva del desarrollo que, partiendo de la totalidad de nuestro ser, responda a las fundamentales cuestiones planteadas a la filosofía.

De los propósitos de Dilthey a su cumplimiento va un largo trecho que, como sabemos, no siempre fue recorrido. No es por ello menos cierto que semejante trecho liga siempre íntimamente los propósitos con la forma en que fueron cumplidos. Quiere esto decir, que si los párrafos anteriores son a todas luces insuficientes para caracterizar los principios metodológicos del pensamiento de Dilthey, la verdad es que tales principios son el desarrollo consecuente de lo expuesto en los mencionados párrafos. En efecto, buena parte de las más conocidas intuiciones del filósofo proceden de dicha fuente. El propio «realismo volitivo», que, como actitud especial adoptada en la teoría del conocimiento, parece que debería constituir sólo una de las consecuencias últimas de su filosofía, está, en efecto, implícito en las mencionadas consideraciones. Lo mismo cabe decir, y a mayor abundamiento, de la distinción, por lo pronto metódica, entre el modo indirecto con que se nos presenta el mundo exterior, objeto de las ciencias naturales, y el modo directo e inmediato con que se nos presenta el mundo interior, objeto de las ciencias del espíritu. Diferencia de presentación que no excluye una cierta subordinación del primero al segundo, por cuanto la misma exterioridad sólo puede justificarse como existente en la medida en que está dada en el complexo y trama de la vida. Más todavía: este ser dado en la trama de la vida tiene formas particulares, por medio de las cuales se realiza por vez primera la diferencia entre un yo, entre un impulso, y el obstáculo o resistencia con que topa.{9} Sin duda que tal «origen» de la idea del mundo exterior sería rechazada por el kantismo y por el neokantismo, los cuales la juzgarían como demasiado poco trascendental y demasiado psico-fisiológica. Mas la oposición a lo trascendental puro por parte de Dilthey, y el hecho de haber elegido una vía distinta, no son consecuencias de una incomprensión de sus exigencias internas, sino justamente el resultado de haber advertido hasta qué punto la realidad trascendental se mueve en un piano meramente abstracto y, de consiguiente, resulta notoriamente incapaz de solucionar el problema de la legitimidad del mundo externo. Así, también en este problema se manifiesta la orientación de Dilthey hacia una conciencia concreta, tan alejada de lo trascendental como de la reducción psico-fisiológica. La conciencia a que Dilthey se refiere, tanto en el tratamiento de este problema como en el de los demás temas de su filosofía, es la conciencia histórica y, por consiguiente, algo igualmente distinto de lo gnoseológico-trascendental y de lo natural-empírico. Por ser la conciencia no sólo una realidad que tiene historia, sino, y sobre todo, una realidad que es histórica, podrá operar en el sentido de una conciencia fundamentante, sin que esta fundamentación necesite ser una proposición universalmente necesaria o un supuesto arbitrario. La teoría del conocimiento es, así, una disciplina de las «constantes de la conciencia» siempre que esta conciencia sea estimada como algo que no está simplemente constituido por un conjunto de constantes, y menos todavía como una sustancia que, como tal, las posee.

El pensamiento de Dilthey sigue desde este instante una marcha cuya coherencia se manifiesta paradójicamente a través del ya proverbial fragmentarismo con que se expresa. Ensayemos, pues, una recapitulación de sus jalones principales, que en este caso van a coincidir con sus fundamentales temas.

1. Ante todo, se trata de fundamentar la autonomía de las ciencias del espíritu por medio de una investigación gnoseológica que, basada –esto es siempre esencial para el filósofo– en la descripción y la hermenéutica histórica, [7] supere los puntos de vista opuestos del positivismo naturalista y del espiritualismo tradicional. Una vez establecida esta fundamentación, puede ya iniciarse la metodología y sistemática generales de las ciencias. Para la edificación de ellas se necesita una previa fenomenología del espíritu que, aprovechando ciertamente los materiales, y mismas ideas, de Hegel, no sea su simple absorción en una metafísica, y menos todavía en una metafísica determinada. La fundamentación metafísica tradicional de las ciencias del espíritu, tal como se ha desarrollado sobre todo, según Dilthey, en la antigüedad y en la edad media, así como la fundamentación preponderantemente naturalista que, por el imperio ejercido por la ciencia de la naturaleza, se ha desarrollado con caracteres casi inundatorios a lo largo de la época moderna, deben ser abandonadas, pues todas ellas representarían, para decirlo con los términos familiares a Hegel, una falsa apariencia, o, si se quiere, una serie de momentos falsos de una verdad que sólo por la integración de todos sus instantes fenomenológicos podría llegar a ser verdadera. La fenomenología del espíritu es, pues, inexcusable. Mas esta fenomenología tiene, una vez más, no un carácter metafísico-dialéctico, sino un carácter decididamente histórico-empírico o, para decirlo más rigurosamente, histórico-hermenéutico. De aquí que el historicismo de Dilthey, sobremanera evidente cuando se trata de atenerse al aspecto diríamos externo de sus investigaciones, se atenúe considerablemente cuando examinamos su aspecto propiamente filosófico. Entonces el historicismo aparece sobre todo como una manera de salvación del imperio ejercido por la metafísica tradicional y por el positivismo naturalista, los cuales, como vimos, tienden menos a ser suprimidos que, en un sentido parecido al de Hegel, absorbidos o integrados. El examen histórico de la metafísica que contiene la Introducción a las ciencias del espíritu, y los demás estudios históricos de Dilthey, pueden ser considerados, en este sentido, como una introducción histórico-metódica al problema de la autonomía del mundo científico-espiritual más bien que como una confirmación de supuestos previamente establecidos a base de un análisis psicológico o trascendental que implicaría con toda seguridad la permanencia e inalterabilidad de la estructura de la conciencia. El «círculo vicioso» a que esto da lugar es, sin embargo, más aparente que real. O, mejor dicho, es real sólo si nos atenemos a las exigencias de una lógica que ignore lo histórico. De hecho, representa en buena parte la estructura misma de la realidad de que se trata de dar cuenta. Las ciencias del espíritu se fundamentan por la historia. Y, a la vez, la historia recibe su más adecuada fundamentación por medio de las ciencias del espíritu.

2. Como consecuencia de lo anterior, queda descubierta la historicidad esencial del ser espiritual y, por consiguiente, la del hombre mismo en la medida en que es efectiva y positivamente –no, pues, sólo «metafísicamente»– una realidad perteneciente al orden del «espíritu». Desde esta altura puede cobrar ya entera significación la tan repetida frase de Dilthey: «Lo que el hombre es, lo experimenta sólo por medio de la historia». A la razón pura, supuestamente universal e inalterable del hombre, se contrapone la razón histórica; al hombre como naturaleza o como inmutable razón se opone el hombre como historia. De ahí que la gnoseología de las ciencias del espíritu sea entonces una parte, metódicamente la principal, de la crítica de la razón histórica, de la exploración de la integral conciencia humana. Pero el problema no queda, desde luego, solucionado indicando meramente en qué consiste; es preciso avanzar más en el sentido propiciado por Dilthey para ver de que manera podemos extraer de su método y de sus postulados todo su fecundo resultado. No es suficiente, por lo tanto, establecer una diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, con la simple indicación, por lo erizada de dificultades, de que cada una de ellas trata de unos ciertos objetos que le son propios, y establecer acto seguido en qué consiste la propiedad de esos objetos. La oposición entre la generalidad y la individualidad, origen para Windelband de las ciencias nomotéticas –que «ponen» la ley– y de las ciencias idiográficas –que «describen» al individuo–, no aclararía para Dilthey suficientemente la peculiaridad de lo espiritual. Tampoco bastaría una distinción que, como la de Rickert, se centra en la idea del valor. La diferencia entre los objetos naturales, en los que su ser es el «estar ahí», y los objetos culturales, cuya existencia se determina por su incorporación a un valor, no es, por supuesto, igual que acontece con Windelband, enteramente falsa, pero puede anunciarse cuando menos que resulta, para un pensamiento como el de Dilthey, «parcial».{10} Lo mismo, y por análogos motivos, cabría decir de una distinción que no tiene un solo representante típico, pero que no por ello se halla menos arraigada en el pensar de la época: la que supone una ontología en la cual el tiempo «cualitativo» sería el fundamento de la realidad anímico-espiritual y, por consiguiente, de toda cultura. Todas ellas serían, para Dilthey, distinciones meramente formales. Frente a ellas precisa establecer un fundamento de distinción que muerda efectivamente sobre lo concreto y que, comprendiendo por igual al objeto y al método de su conocimiento, constituye una base real y no sólo formalmente suficiente. Dilthey la encuentra en la diferencia entre el entender y el comprender. El entender es la operación propia de las ciencias naturales; el comprender es la operación pertinente a las ciencias del espíritu.{11} [8] El objeto está dado en éstas de una manera inmediata y directa y no a través de un rodeo, generalmente de carácter analítico-simbólico. De aquí que muy pronto el centro de la meditación de Dilthey pase a la psicología. La psicología puede ser, por una parte, como sus comentaristas han dicho repetidas veces, el fundamento de las ciencias histórico-espirituales y lo que permite otorgar una cierta «consistencia» o «permanencia» a la inapresable fluidez de lo histórico. La psicología podría ser, en sumo, un modo de constituir una ciencia que permitiera superar el relativismo que la primitiva meditación de Dilthey había desencadenado. Pero, evidentemente, se trata de algo más que de esto. En la investigación psicológica se halla la primera vía de acceso a una hermenéutica a través de la cual se pasará a una superior comprensión del mundo histórico y, por consiguiente, a una filosofía de las concepciones del mundo que aclarará de raíz lo que por filosofía misma se entienda. Conviene, pues, antes de bosquejar sumariamente el perfil de las postreras meditaciones de Dilthey, detenerse en la fundamentación misma del saber psicológico.

3. La psicología aparece como «una fundamentación psicológica de las ciencias del espíritu», como una sistemática a la cual allegan materiales los estudios históricos y en los que a la vez, éstos se fundan. Mas esta psicología no es tampoco la psicología que, por analogía con la ciencia natural, construían los psicólogos de su tiempo. De ahí la distinción primaria entre una psicología «explicativa» –próxima al entender científico-natural– y una psicología «descriptiva y analítica» –cercana y casi identificada con la comprensión científica del espíritu. Pues así como la «ciencia explicativa» es «toda subordinación de un campo de fenómenos a una conexión causal por medio de un número limitado de elementos (es decir, de partes integrantes de la conexión) unívocamente determinados»,{12} la psicología explicativa es «la derivación de los hechos que se dan en la experiencia interna, en el estudio de los demás hombres y de la realidad histórica a base de un número limitado de elementos analíticamente descubiertos».{13} Esta psicología, que partió del análisis de la percepción y de la memoria, condujo poco a poco a un asociacionismo basado en las sensaciones a partir de las cuales se intentaba esforzadamente construir toda representación superior. Mas este intento de construcción resulta ineficaz, y por eso el mayor inconveniente de esta psicología era, como la gnoseología kantiana, el de desatender la riqueza plenaria de la vida humana y de sus conexiones concretas para quedarse con un ser por cuyas venas discurrían zumos intelectuales o sensibles increíblemente enrarecidos. Lo que se necesita para una fundamentación de las ciencias del espíritu parece ser, pues, cosa muy distinta: algo que «someta a la descripción y, en la medida de lo posible, al análisis, la entera poderosa realidad de la vida psíquica».{14} De ahí la nueva psicología propugnada y elaborada por Dilthey, una psicología que, evitando la introducción arbitraria de puntos de vista psicológicos en la teoría del conocimiento, capte realmente el complexo anímico. Esta psicología es descrita por Dilthey en términos que no agotan, por supuesto, su esencia, pues su comprensión requiere, a la vez, poner en funcionamiento el saber psicológico ante lo concreto, pero que puede en cierto modo entenderse si nos atenemos a estas precisiones: «Entiendo, dice Dilthey, por psicología descriptiva la exposición de las partes integrantes y complexos que se presentan uniformemente en toda vida psíquica humana desarrollada, tal como quedan enlazadas en un único complexo, que no es inferido o investigado por el pensamiento, sino simplemente vivido. Esta psicología es, por lo tanto, una descripción y análisis de un complexo que está dado siempre de modo originario como la vida misma. De aquí resulta una consecuencia importante. Tiene por objeto las regularidades que se presentan en el complexo de la vida psíquica desarrollada. Expone este complexo de la vida interna en un hombre típico. Observa, analiza, experimenta y compara. Se sirve de cualquier recurso para la solución de su tarea. Pero su significación en la articulación de las ciencias descansa justamente en el hecho de que todo complexo utilizado por ella puede ser mostrado como miembro de un complexo mayor, no inferido, sino originariamente dado».{15} Mas esto no bastaría si, además, no se tuviera en cuenta la «poderosa realidad efectiva de la vida anímica» examinada en la historia y en los análisis del hombre efectuados por los grandes poetas y filósofos. Una vez más, pues, la psicología se basa en la comprensión histórica que, a su vez, se funda en tal psicología. La «profundidad de la vida misma», como Dilthey señala, es la única que puede desvanecer cualquier formalismo. El examen de la estructura de la vida psíquica permite revelar, así, los caracteres que la aproximan a las tesis más caras del pensamiento psicológico contemporáneo: historicidad, forma estructural, cualidad,{16} se superponen aquí con las notas de cualidad, duración y dinamicidad en que ha insistido desde diversos ángulos la investigación psicológica afanosa de superar el atomismo mecanicista. No podemos, claro está, detenernos en un punto cuya intelección requeriría la lectura de las obras mismas del filósofo. [9] Señalemos sólo que la persecución de la riqueza de la «mismidad» del yo únicamente puede alcanzarse en tanto que subrayemos de continuo la interconexión de todas las vivencias no sólo individuales, sino también sociales y en una buena parte, históricas.{17} Sólo así podremos llegar al cuarto tema, el que engendra desde el final –como suele paradójicamente ocurrir en la filosofía– el pensamiento entero del filósofo.

4. Este tema es, como se dice al final de la psicología, el de tender un puente entre la psicología y la comprensión del mundo histórico. No se hace esto sin un ataque a fondo del problema de la individualidad y de la tipología. Menos aun sin un estudio sobre el problema de la vivencia. Esta aparece como algo revelado en lo que Dilthey llama «el complexo anímico dado en la experiencia interna». La «definición» de la vivencia –en la medida en que pueda definirse– queda entonces mejor comprendida si nos atenemos a los mismos términos usados por el filósofo. La vivencia es, en efecto, para Dilthey, un modo de estar la realidad ahí –un modo de existir lo real– para un cierto sujeto que coincide con el «yo propio». La vivencia no es por ello algo dado; somos nosotros quienes penetramos en el interior de ella, quienes la poseemos de modo tan inmediato, que hasta podemos decir que ella y nosotros somos la misma cosa.{18} Por eso la vivencia es una realidad que no puede ser definida simplemente por medio de un Innewerden. «La vivencia, escribe Dilthey, es un ser cualitativo: una realidad que no puede ser definida por la captación interior, sino que alcanza también a lo que no se posee indiscriminadamente... La vivencia de algo exterior o de un mundo exterior, se halla ante mí en una forma análoga a aquello que no es captado y que sólo puede ser inferido».{19} Esto hace inevitable que se plantee en todo su rigor y en toda su plenitud el problema mismo de la vida, y con ello la conciencia de que es «la vida misma» la que se presenta ante la filosofía como el principal problema. No se trata, pues, ya, simplemente de una fundamentación de las ciencias del espíritu por medio de una peculiar manera de apresar sus objetos, ni tampoco de la constitución de una ciencia psicológica en cuyo centro sea colocada la noción de vivencia, sino que la vivencia y la comprensión conducen al corazón mismo de una vida que desde este momento va a convertirse en objeto de todas las meditaciones. Ahora bien, la visión de esa vida es precisamente el tema del análisis del mundo histórico. La insistencia por parte de Dilthey de que la vida no puede ser captada unilateralmente por uno de sus modos; de que debe contribuir a su comprensión un método dentro de cuyo ámbito se dé la nueva visión psicológica y del análisis del mundo histórico en su conjunto, muestra hasta qué punto el tan reiterado «complexo estructural» es algo que penetra de punta a punta toda la realidad y también toda posible comprensión de ella. Captamos la estructura psíquica, pero no para detenernos en el examen de una cierta forma de la realidad que por azar es de carácter psíquico, sino porque esta forma de realidad, desarrollada inevitablemente a través de una historia, es la única que permite acercarse a toda realidad en cuanto tal. En último término, todo se da dentro de la vida. Por consiguiente, la vida misma, no como una arbitraria hipóstasis de un concepto, sino como algo esforzadamente capturado por los más diversos medios, surge como el ámbito en cuyo interior se manifiesta toda realidad efectiva. Una vez más, pues, hallamos el intento de establecer una fenomenología del espíritu que tenga un fuerte sesgo empírico-histórico y no simplemente, como el que tenía en Hegel, especulativo-sistemático, pero que indudablemente recoge de las intuiciones de Hegel todas las riquezas ocultas tras su descarnado –y acaso sólo aparente– formalismo. El sistema tiene que ser reducido a «conciencia histórica». Y la conciencia histórica es el último punto a que se llega tras haber pasado por el gnoseologismo de una fundamentación autónoma de las ciencias del espíritu, por la erección de una psicología analítica y descriptiva, por el análisis –filosófico e histórico– de las vivencias dadas en todos los complexos psíquicos, por la hermenéutica. Esta es la verdadera comprensión de la vida, a diferencia de la vivencia que es acaso sólo un modo de tener acceso a la comprensión total, a aquella que comprende no solamente la individualidad relativamente estable del hombre, sino lo que se revela de la vida en el curso de su excursión histórica. «La vida se comprende a sí misma en su propio ser mediante categorías extrañas al conocimiento de la naturaleza». Esto quiere decir no sólo que hay una separación, sino que la naturaleza misma puede aparecer como algo situado en el nivel de la vida.{20} En otros términos, la hermenéutica tiende a cubrir todos los huecos que se habían producido entre el conocimiento de la naturaleza y el del mundo histórico-espiritual, entre el entender y el comprender. Pero con esto hemos llegado ya al umbral del pensamiento último de Dilthey y conviene decir acerca de él algunas palabras.

Lo que penosamente se ha adquirido es, así, la «conciencia histórica». Y esta conciencia es algo muy distinto de un vago relativismo historicista. La conciencia histórica es la negación de todo absolutismo racionalista, pero en modo alguno la negación de un absoluto, si por éste entendemos simplemente lo real. Este absoluto podría ser la historia como revelación del hombre si no fuese que entonces habría que entender la historia como algo más que el mero transcurrir a lo largo del tiempo de la existencia humana. [10] Lo que tiene lugar en el curso de la historia es el desenvolvimiento dramático –y no simplemente forzoso– de una «inteligencia» cuya forma de explicación es precisamente la «razón histórica». Por lo pronto, pues, tenemos descartado, en el caso de este pensador, una mera tendencia hacia un vago irracionalismo. Se trataba más bien en todos los casos de «dar razón» del fenómeno ofrecido, pero se trata de dar de él una «razón histórica», esto es, dramática. Decir que lo que el hombre sea, sólo podrá experimentarlo a través de la historia, quiere decir, en efecto, que sólo la «conciencia histórica» podrá proporcionar un saber acerca del hombre. En verdad, no podemos hablar ni siquiera con plena propiedad del hombre, como si fuese un ente relativamente invariable, a quien hubiese acontecido tener una historia, sino que nos es forzoso referirnos a él más bien como el último residuo que queda tras haber exprimido de él cuanto no sea histórico. De ahí que un estudio del hombre y una filosofía pertinente no puedan tampoco realizarse mediante un simple análisis, psicológico o hermenéutico, de la vida humana, sino que tengan siempre que implicar una excursión sobre la historia concreta de esta vida, es decir, sobre el complexo total de ella. El fundamento de esta propensión se halla, desde luego, en el mismo punto de partida de Dilthey: no podemos salir fuera del campo de lo que se nos da en la conciencia, la cual está constituida a su vez por lo que se nos da. Pero esta conciencia y su experiencia se distinguen radicalmente de la conciencia kantiana; es la conciencia que no niega, antes al contrario afirma de continuo, la riqueza de la vida y para la cual existir es mucho más que objetivar el mundo y lograr un conocimiento del mismo. Pero la conciencia que se ha encerrado, por así decirlo, dentro de la riqueza de sí misma, siente que esta riqueza no le es suficiente si de alguna manera no es absoluta. En otros términos, en el mismo instante en que Dilthey parece cumplir el entero ciclo de su evolución filosófica se le plantea el problema más agudo de su filosofía: el de la antinomia entre la pretensión de validez absoluta que tiene todo pensamiento, y la condición histórica del pensar efectivo.

Esta contraposición se le presenta, ante todo, como una contraposición «entre la conciencia histórica actual y todo género de metafísica como concepción científica del mundo».{21} La citada antinomia es, pues, si se quiere, un «tema de nuestro tiempo». Ahora bien, y para citar las palabras mismas de Dilthey, en este caso suficientemente terminantes, la única posibilidad de resolverla es la «autognosis histórica». «Esta tendrá que convertir en objetos suyos los ideales y las concepciones del mundo de la humanidad. Valiéndose del método analítico, habrá de descubrir en la abigarrada variedad de los sistemas, estructura, conexión, articulación. Al proseguir de este modo su marcha hasta el punto en que se presenta un concepto de la filosofía que hace explicable la historia de la misma{22} surge la perspectiva de poder resolver la antinomia existente entre los resultados de la historia de la filosofía y la sistemática filosófica: en este caso se cumpliría con la tarea de la filosofía en algún sentido que pudiera satisfacer a nuestra necesidad, y esta filosofía llegaría a entenderse con la conciencia histórica».{23} Desde este momento todos los esfuerzos del filósofo se dirigen a solucionar por las vías más diversas la contraposición citada. La filosofía –que es entonces ya la disciplina encargada del magno problema– debe cobrar conciencia de la multiplicidad de concepciones del mundo, cada una de ellas con pretensión de validez absoluta, y a la vez debe buscar un supuesto que no sea racionalista ni trascendental, sino situado en el ámbito mismo de la total experiencia. Las concepciones del mundo aparecen entonces como símbolos de la vida, falsos sólo en la medida en que pretenden independizarse. O, como Dilthey señala, precisando una vez más la diferencia entre la filosofía trascendental y la suya: «La filosofía trascendental marcha, tras los conceptos que nosotros formamos acerca de la realidad, a las condiciones bajo las cuales los pensamos. El análisis de la historia de la filosofía o la percatación histórica de sí misma que la filosofía realiza, pasa de los sistemas a la relación del pensamiento con la realidad, tal como la vislumbraban los filósofos trascendentales, pero la investiga apelando al análisis histórico y la busca como algo histórico».{24} De aquí a la «filosofía de la filosofía», no hay, sin duda, más que un paso. Como hecho histórico humano, la filosofía se convierte entonces en objeto de sí misma. Lo que se niega es, pues, la independencia pretendida de cada concepción del mundo, pero no ella misma en cuanto algo contenido en el ámbito de una filosofía que, a su vez, emerge del ámbito de la vida. Ahora bien, los «tipos de la concepción del mundo» que se han dado con mayor pureza a lo largo de la historia del pensamiento son tres, que deben ser considerados más como conceptos-límites que como efectivos términos absolutos. El primero de ellos es el naturalismo, que puede ser materialista o puede ser fenomenista y positivista; el segundo es el idealismo de la libertad, surgido principalmente del conflicto moral y la percepción de la actividad volitiva; el tercero es el idealismo objetivo, que se manifiesta sobre todo cuando se tiende a la objetivación de lo real, a la conversión de toda realidad en ser y en valores trascendentales, de los cuales la realidad del mundo es, a la postre, una manifestación o una explicatio. [11] El estudio de estas tres concepciones del mundo se completa con una historia evolutiva de las visiones del mundo y de la vida que se encuentran de una manera concreta a lo largo de la historia partiendo de las etapas primitivas. Lo que aquí nos importa, sin embargo, no es ese análisis histórico, sino aquellos momentos teóricos que Dilthey hace valer a lo largo del mismo. En todos los casos, la conciencia trascendental se le resuelve siempre en conciencia histórica; en todos los casos permanece frente a la ruina de los sistemas la actitud radical del hombre y en el caso de la filosofía, la función de ésta dentro de la cultura y de la sociedad humana. Lo que ello significa es, ante todo, lo que Dilthey exploró acaso por vez primera: que la filosofía no solamente no puede reducirse a los sistemas filosóficos, más ni siquiera a los pensamientos filosóficos; que la filosofía es, en suma, un modo de vida humana; que, por lo tanto, «la filosofía no se halla limitada a una determinada respuesta a la cuestión del enigma de la vida; consiste, en general, en esta pregunta y respuesta».{25} Lo cual quiere decir que la filosofía persiste en tanto que el hombre cobre conciencia del «enigma de la vida», pero puede decir asimismo que la conciencia de esta conciencia podría representar el último momento histórico de la filosofía. En la investigación diltheyana la filosofía acaba por morderse la cola a sí misma. Justamente por eso llega Dilthey a veces a una especie de retroceso de su conciencia histórica al suponer que «la naturaleza humana es siempre la misma» y, por consiguiente, que hay algo a lo cual puede llamarse la naturaleza humana. La vida como «raíz última de la concepción del mundo» podría ser el nuevo absoluto que Dilthey buscara si no fuera que cuando, saliendo de la fórmula, ensaya la descripción, se encuentra de nuevo con una riqueza que incluye dentro de sí todo lo histórico. En último término, es la dialéctica incesante entre la vida y la historia, y el hecho de que cada uno de estos términos incluya al otro, lo que permite que la filosofía de la filosofía no se quede en ningún momento detenida en ninguna fórmula.

La filosofía de Dilthey es, como se ha dicho muchas veces, constitutivamente inconclusa. Sería, pues, una traición a su propio pensar ensayar una conclusión de ella. En verdad, justamente por este problematismo con que se presentó a sí misma ha podido proseguir su desenvolvimiento en todas las etapas de la filosofía contemporánea hasta llegar a nuestros días. Pero esta falta de conclusión no impide que no haya habida por parte del filósofo un ensayo enérgico para destacar lo que él mismo llama «la idea fundamental de mi filosofía», que no por manifestarse en un estadio relativamente temprano de su desarrollo (1880) es menos significativa. Dejemos, pues, en este punto la palabra al mismo filósofo:

«La idea fundamental de mi filosofía es que hasta ahora no se ha puesto como base al filosofar la experiencia total plena, sin mutilar, es decir, toda la realidad entera y verdadera. Sin duda, que la especulación es abstracta; también incluyo en ella, en oposición al culto de Kant que hoy impera, a este gran pensador; llegó a Hume partiendo de la metafísica de la escuela, y no son los hechos psíquicos en su pureza los que constituyen su objeto, sino las formas vacías del espacio, el tiempo, &c., vaciadas por la abstracción escolar, y la autoconciencia representa la conclusión y no el punto de partida de su análisis. En Kant se disolvió a sí misma la filosofía abstracta del entendimiento; no la destruyó él desde fuera, sino que su destino fue que se verificara en él esa disolución. Pero como el punto más hondo a que llegó Kant fue una facultad abstracta de producción, una forma sin contenido (de acuerdo con su punto de partida), la forma podía producir de nuevo forma; y como en las tres Críticas desarrolló las funciones psíquicas aisladamente de un modo formal, pudo resurgir de nuevo el intelectualismo, forma del mero pensar como lugar originario de lo absoluto en nosotros. ¡Qué espectáculo el que nos ofrecen las Críticas de Kant! El pensamiento aniquila su propia pretensión a una configuración infinita y eterna, pues se busca en el pensamiento lo que no hay en él y se atribuye a la voluntad lo que desde un principio se originó como visión superior del mundo, también con la cooperación de ella, de la totalidad de nuestra vida.

Pero no es menos abstracto el empirismo. Ha tomado como base una experiencia mutilada, deformada de antemano por una concepción teórica atomista de la vida psíquica. Tómese lo que el empirismo llama experiencia: ningún hombre entero y verdadero puede aprisionarse en esa experiencia. ¡Un hombre reducido a ella no tendría fuerza vital ni para un día!

Los principios mediante los cuales trato de suministrar a la filosofía de la experiencia la base completa que necesita, son:

1. La inteligencia no es un desarrollo en el desarrollo en el individuo aislado y que sería comprensible desde él, sino que constituye un proceso en el desarrollo del género humano, y éste es el sujeto en el que se da la voluntad de conocimiento.

2. Y, ciertamente, la inteligencia existe como realidad en los actos vitales de los hombres, actos que tienen todos, también, los aspectos de la voluntad y de los sentimientos, y, por lo tanto, existe como realidad sólo en esta totalidad de la naturaleza humana.

3. El principio correlativo a éste, es: sólo mediante un proceso histórico de abstracción se constituye el pensamiento abstracto, el conocer, el saber. [12]

4. Pero esta inteligencia entera y verdadera incluye también la religión o metafísica o lo absoluto como aspecto de su realidad, y sin éste no es nunca real ni efectiva.

La filosofía, así entendida, es la ciencia de lo real.»{26}

José Ferrater Mora
Bryn Mawr College

——

{1} Rede zum 70. Geburstag (1903). Gesanzmelte Schriften, V (1924), 7. Citaremos siempre por los GS, con excepción de algunas citas finales en las que aprovecharemos la excelente versión de Eugenio Imaz.

{2} Loc cit.

{3} A. Korn, La filosofía de Dilthey, conferencia dada en la Sociedad Kantiana de Buenos Aires, 4-XII-1933, inédita (citado por E. Pucciarelli en Introducción a la filosofía de Dilthey, Publicaciones del Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad de La Plata. La Plata, vol. XX 1937).

{4} Cf. M. Heidegger, Sein und Zeit, 1935, S. 77, pp. 397-404.

{5} Cf. José Ortega y Gasset, Dilthey y la idea de la vida (Revista de Occidente, XLII y XLIII, 1933-1934); también en Teoría de Andalucía y otros ensayos, 1942, pp. 127-213.

{6} E. Imaz, El pensamiento de Dilthey, 1946, especialmente pp. 66 ss.

{7} Einleitung, &c. 1883). GS, I, XVIII.

{8} Loc. cit.

{9} Beiträge zur Lösung der Frage vom Ursprung unseres Glaubens an die Realität der Aussenwelt und seinen Recht (1890). GS, V, 104.

{10} Véase, sobre todo, Beiträge zum Studium der Individualität (1895-96). GS, V, 242 ss.

{11} Véase, sobre todo estos puntos GS, IV, 144, 172, 318; VII, 220 ss.

{12} Ideen über eine beschreibende und zergliedernde Psychologie (1894). GS, V, 139.

{13} Op. cit., 158.

{14} GS, V, 156.

{15} GS. V, 152.

{16} Cf. E. Pucciarelli, La psicología de Dilthey (Publicaciones del Centro de Estudios Filosóficos de la Universidad de La Plata. La Plata, 1938, pp. 25-84).

{17} GS V, 224-25.

{18} Cf. GS, V, 237-240. También GS, VI, 97, 99 y, sobre todo, VI, 314. Véase asimismo Das Erlebnis und die Dichtung (1907), 1924, 300 ss.

{19} GS, VII, 230.

{20} GS VII, 232.

{21} W. Dilthey: GS, VIII, 3.

{22} Subrayado por nosotros.

{23} Id., 7.

{24} Id., 13.

{25} Los tipos, &c. I, 2.

{26} GS, VIII, 175-76.

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