Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1948
Vol. 1, número 3
páginas 20-26

Humberto Piñera Llera

La posición de Sartre en la filosofía existencial {1}

 
I

Si se me pidiera una definición de la diferencia esencial entre el animal y el hombre, diría con absoluta convicción que ella consiste en que el hombre aparece caracterizado por el afán de perfección. Pues, en efecto, tal diferencia es la única que de veras separa al animal del hombre, y cuantos otros detalles pueden también consignarse como notas diferenciativas, están implicados en la ya aludida. En lo restante, sean características somáticas, séanlo psíquicas, la semejanza y el paralelismo de estructura y funciones se muestran asaz visibles en ambas formas de vida –la humana y la animal.

Pero, precisemos: ¿en qué consiste intrínsecamente este afán de perfección que filia exclusivamente al hombre? Consiste, para presentarlo esquemáticamente, en: 1) la capacidad que tiene el hombre de separarse de su contorno, de sustraerse a él, no físicamente –lo cual no tiene ninguna importancia–, sino inespacialmente (para no comprometernos por ahora con ningún vocablo tales como mente, espíritu, &c.); 2) la puesta de una conciencia, que adviene de la separación antealudida, y que, por una parte, implica el darse cuenta de; y por otra hace patente al hombre la indigencia de esa separación, o sea que sin que le sea posible independizarse totalmente de ese contorno, ha de hacerlo parcialmente, padeciendo con ello el ser y no ser simultáneos y recíprocos en que se resuelve en última instancia la vida humana. Finalmente, 3) la escindencia hombre-contorno se funda definitivamente en la trascendencia, que a su vez, y como en dos gradaciones sucesivas e intrastrocables, constitúyense en conciencia teórica y conciencia moral.

Hay pues, en el hombre, en primer término una capacidad dualificante, por la cual la totalidad de su ser se escinde en dos polos o subregiones, a saber: el hombre y el mundo, o como quería Fichte (aunque no sea posible admitirlo por razones que ahora no cabe exponer) el yo y el no-yo. Esa capacidad dualificante es la que justamente, al decir de Max Scheler, diferencia al hombre del animal en cuanto que éste sólo tiene medio, mientras aquél posee un mundo; o sea que sí es capaz de separarse de su contorno y objetivarlo, de tornarle en algo extraño a él, incomprensible y azorante. El hombre dementiza el contorno en que se halla indisolublemente situado, se niega a aceptarlo como algo suyo de hecho y de derecho, admitiendo en principio que lo sea de hecho, mas no de derecho, y es justamente por ello que se lanza a la aventura que consiste en preguntarse desde sí mismo por la razón de ser de ese contorno del cual se escinde inespacialmente y en cuya virtud se torna extraño y extrañante. El mundo es, pues, el resultado de un desglosamiento del hombre y su contorno, que torna a eso que así queda como la otra parte de la dualidad resultante en algo hostil al hombre, que le acosa y asedia al situarlo en la insoslayable necesidad de preguntarse por la razón de ser de eso que no es propiamente él, pero que, además, da razón del ser del hombre, para que pueda éste realizar cabalmente el destino propio. Al hombre le importa el mundo, tiene que importarle, pues la indiferencia (absoluta, como en el ser inerte, vbg., la piedra; o relativa, la vida instintiva del animal) no es posible en el hombre. Pero, con esto último, con el concepto de indiferencia, caemos en la segunda de las cuestiones apuntadas ab initio.

Que al hombre no le es indiferente el contorno, puesto que inicialmente se separa de él, convirtiéndolo en mundo, quiere decir que ha de dominarlo, de vencerlo, al menos en algún sentido. Este dominio del hombre respecto del mundo proviene del hecho específico de la conciencia, que, como señalábamos hace un momento, supone a la par que un darse cuenta de, la patencia de una indigencia. El hombre se da cuenta, advierte que está separado del mundo, necesariamente, por virtud de su naturaleza humana; pero que es esta una separación no de carácter espacial ni tampoco de simple naturaleza mental, como la que puede hacerse por vía de la abstracción. Separado, quiere decir en este caso que se sitúa en un cierto modo respecto del contorno, sin desligarse totalmente de él, porque ni el hombre incluye absolutamente ese contorno, al punto de que le pertenezca íntegramente, ni tampoco ese contorno es totalmente independiente de él. Por eso, como lo expresa acertadamente Heidegger: la puesta de la conciencia implica el mundo, y recíprocamente, este supone la puesta de la conciencia. Por esto es que puede el hombre tener conciencia de su presencia frente al mundo y a la vez padecer la radical indigencia y menesterosidad de ese mundo al cual se encuentra religado, en el sentido de un doble nexo: el del hombre respecto al mundo y el de éste respecto al hombre.

Es precisamente ahora cuando entra en juego el concepto de trascendencia, a todas luces delicado, aun muy impreciso y de gravísimas implicaciones filosóficas. Pero de modo aproximado podemos decir que la trascendencia es a la par la razón de ser primera y última de la existencia humana. El hombre se pone como tal, como existencia de una conciencia, en el hecho primario de su dualificación respecto del contorno, [21] o sea de la mundificación de éste; pero, además, y como remate de su puesta como hombre, ha de manifestarse como conciencia de una existencia, o sea como advertencia de ese mundo y su correspondiente patencia de la separabilidad nunca absoluta, y por lo mismo causante de la extrañeza por un lado y del sentimiento de menesterosidad por otro. Pero tanto en el comienzo como en el final de este juego, uno y el mismo en cada instante de la naturaleza humana, encontramos como fundamento, como ratio essendi de esos principios y fin que se repiten infinitamente en número y sucesión, a la trascendencia. Al trascenderse funda el hombre el mundo y en la trascendencia de éste encuentra el hombre la razón de su ser como humano. Por eso decíamos hace un instante que el hombre se pone como existencia de una conciencia (lo que equivale en cierto modo a la mundificación del contorno, a la escisión dualificante), y culmina en la conciencia de una existencia (la siempre relativa explicación de su ser como constante referencia a ese mundo a la vez propio y ajeno, a la vez amable y hostil).

La trascendencia dota, pues, al hombre de su ser como tal y del ser del mundo. Y ya esto advierte de su fundamental importancia respecto de todo modo de existir. Si el hombre no se trasciende en el mundo, para fundar éste, no hay humanidad posible; pero tampoco hay mundicidad que valga si el mundo no se trasciende en el hombre. Mas la trascendencia, que así justifica la existencia de hombre y mundo, requiere a su vez una propia justificación. Y esta ha de residir, como toda justificación, en la razón que le asiste para ser lo que es. En su caso, su razón de ser dimana no tanto de lo que podría ser, no importa el modo en que fuere, en su comienzo, sino en su culminación, al cabo de su acción operante. Y esta culminación está dada por lo que la trascendencia tiene que ver con la conciencia teórica y la conciencia moral respectivamente.

La conciencia, que sólo se da en el hombre, no es una cosa, al modo como solemos entender lo de cosa habitualmente. Ni tampoco un acto ni una acción, pese al sentido dinámico que les diferencia de la cosa. De donde la suspicacia con que el filósofo tiene que acoger la noción psicológica de conciencia, al menos por lo que dicha noción ofrece de «construcción». La conciencia, al menos filosóficamente, como también en el sentido de una nueva interpretación de la antropología, hay que entenderla como efectivamente la puesta del hombre en cuanto tal, como su advenimiento en cuanto ser que se ofrece íntegramente desde su exclusiva e intransferible condición de tal, en la triple connotación de su capacidad objetificante, de la patencia de su indigencia y de la posibilidad de su trascendencia, que implica, según se ha dicho ya, la de él respecto del mundo y la de éste respecto de él.

Esta conciencia, que así implica las ya aludidas capacidad objetificante y patencia de la indigencia, es pues, condición y resultado de la trascendencia. El hombre, por consiguiente, adviene a la hombredad y se asienta cada vez más en ésta, según la conciencia se afirma en su modo de ser como tal. La extrañeza desazonante en que se resuelve el mundo (el contorno mundificado) requiere, inevitablemente, pues, de otro modo la extrañeza no tendría razón de ser, que el hombre encuentre ocultas y como veladas por la incomprensión y la contradicción las cosas y los sucesos. Y en el afán de adivinar qué es lo que de veras late bajo esa costra de lo incomprensible y contradictorio, se funda la conciencia teórica, rectamente dirigida al qué son las cosas, los sucesos, es decir, cuál es su verdadero modo de ser; pues, lo que advertimos de inmediato no es sino lo aparente, lo mudable, lo efímero y tornadizo, ya se trate de cosas o de acontecimientos. Pero por detrás de lo mudable y contradictorio, algo parece subsistir y proyectarse con perfiles de eternidad, sin altibajos ni mudanzas en su fondo o en su forma. Realidad que trasciende, cualquiera que sea el tipo de conocimiento empleado, y que va ofreciéndose de modo cada vez más preciso, según el modo de conocer se depura; que va del mero conocimiento empírico al científico, y de éste al filosófico. Pero, también en la intuición de los valores eternos –la verdad, la justicia, la belleza, el bien, &c.– hallamos una comprobación de esa realidad que trasciende al hic et nunc del cotidiano modo de existir. Todo acto justo, o todo cuadro bello, &c., son relativamente justos o bellos. Algo, sin embargo, nos advierte que estamos religados a un otro modo de ser absolutamente justo, bello, verdadero, &c., que sólo en la trascendencia podemos alcanzar.

Finalmente, la conciencia moral sobrepasa a la teórica en cuanto que es la culminación de la trascendencia. El conocimiento empírico requiere del científico, ya que sin este último carece de toda justificación, pues lo empírico es la advertencia más diluida que puede hacer el hombre de la realidad por él mundificada. Pero a su vez el conocimiento científico carece de real fundamento si no se apoya en el filosófico, de donde la insoslayable necesidad de una metafísica tras toda física. Mas, a su vez, el propio conocimiento filosófico no puede quedar como mera justificación teórica, pues todo conocimiento rectamente fundado ha de estar además noblemente dirigido hacia el fin de los fines para el ser humano: un fin que se estructura doblemente como hazaña de libertad y salvación para el hombre. El hombre tiene que aspirar a la realización de estos dos propósitos, y todo empeño cognoscitivo, si ha de ser realmente válido, tiene que fundarse en su consecución. [22] Por eso, al cabo de toda metafísica, se encuentra una ética. No otro es el sentido del Sumo Bien platónico, de la charitas agustiniana y de la Razón Práctica de Kant.

Y ello porque el hombre aspira, ante todo, a ser libre. Más advierte, según se interna en el conocimiento de esa dualidad de que forman parte él mismo y el mundo, la diferencia entre lo que aparece y lo que es, entre lo mudable y lo persistente, o, como decía el viejo Platón, entre la doxa y el episteme. Al menos desde el comienzo de la filosofía el hombre establece una clara distinción entre las esencias y las existencias. A partir de aquí comienza la batalla que aún no ha terminado por llegar a una clara y si fuera posible terminante distinción entre ambos modos de la realidad. Mas, ¿qué ha pasado a este respecto? Lo veremos a continuación.

II

Nuestra civilización y nuestra cultura provienen de Grecia. Casi que no valía la pena decirlo, si no fuera por lo que hemos de exponer a continuación. Que provienen de Grecia significa, en este caso, que el módulo de nuestra concepción de la vida sigue siendo, en lo esencial de sí mismo, exactamente igual al de aquella. Igual, por cuanto a través de la historia de la cultura de occidente vemos cómo predomina inalterablemente la tesis helénica de una contraposición de esencias y existencias, que es el eje sobre el que giran tanto el conocimiento cuanto la acción. La cultura griega se inicia, al menos en lo que muestra de tesis influyente a través de los tiempos, con esa distinción entre lo aparente y lo real, entre el ser y el existir. Y como por ella estamos aún regidos y determinados, es por lo que todavía asistimos a una pugna, hoy ostensible en sumo grado, entre ambas calidades de realidad. Y, aún más importante: la libertad y la salvación han estado siempre y hasta ahora fundadas en esa distinción, y en el predominio de una u otra de ambas realidades.

Como es sabido, la historia de esa hazaña de siglos que es el filosofar, comienza cuando unos hombres, azorados por la extrañeza que producen las cosas y los sucesos, se preguntan qué son y por qué son. Pues advierte el hombre que él no es idéntico a esos sucesos y cosas, de donde la posibilidad de advertirlo, pero que sin embargo hay mucho de común entre él y ellos. Se encuentra en el mundo y frente a éste, en una insoslayable relación de mutua dependencia. Ni una absoluta soledad ni tampoco una plenitud absoluta, sino más bien un cierto intermedio. Y ¿cómo explicárselo?

Para el griego el hombre es una cosa más entre las demás cosas que le circundan, le maravillan y le azoran. Una cosa, claro está, que sabe de las otras y de sí misma, pero en una cabal exterioridad respecto de esas otras cosas que no son él, tanto como de sí. Por eso, y a diferencia de lo que luego va a ocurrir con el cristianismo, el tránsito en esa relación aludida es del mundo al hombre, no de éste a aquél. Es lo que se conoce de consuno como la falta de interiorización de la vida griega en la totalidad de su historia, de donde las tesis extrasubjetivas del trasmundo platónico, la entelequia aristotélica y la emanación plotiniana. Toda razón de ser del mundo y del hombre hay que buscarla afuera, exteriormente. Y esto explica la predominancia del intelectualismo y el esteticismo helénicos: el cosmos –el hombre incluso, corno inevitable parte de aquél– es logos y armonía. No en balde a la tríada platónica del Bien, la Verdad y la Belleza se arriba por teoría, por puro desfile intelectual.

Con el cristianismo, tiene lugar una completa inversión, que se sintetiza en el dual predominio de una radical interiorización y de una heterogeneidad raigal del hombre respecto del mundo. El hombre y el mundo proceden de la Nada, por un designio de Dios todopoderoso. Para llegar al conocimiento de lo que sea la realidad, hay que interiorizarse, volverse hacia sí mismo; mas no para quedarse aislado en sí, sino para a través de esta interiorización, en la que el mundo se aleja del hombre, acercarse a Dios, de donde dimana la sabiduría que permite saber de las cosas y de uno mismo. No es posible volverse en principio al mundo, porque, radicalmente, el ser humano es absolutamente heterogéneo a aquél, y para llegar a él ha previamente de pasar por Dios, a través de su propia interioridad. Además, el sentido y la significación del cosmos, posibles de hallar en Dios, no se obtienen puramente como un acto intelectual y estético (logos y armonía), sino por la caridad, como lo expresa San Agustín: non intratar in veritatem nisi per charitatem. Somos, y es el mundo, por el amor de Dios toda creatura.

Hasta el Renacimiento el mundo occidental vive suspendido en la mano de Dios. Esto se comprueba sin más en la tácita admisión, por acendrada fe, de una estructura piramidal de sobra conocida, que remata en Dios. Lo cual se traduce en una configuración universal de carácter teocrático y teocéntrico. Al través del amor se llega a Dios, que es la Verdad, y en esta está contenida la razón de ser de cuanto es o existe. El hombre medieval, pues, mira al cielo, y a su través contempla el suelo en que se asienta. Toda verdad, todo ser, todo destino tienen su raíz y su remate en Dios.

El Renacimiento es la señal más ostensible de un estado de quiebra de las convicciones medievales. Desde Santo Tomás y su sutil distinción entre razón y revelación, hasta Ockam y Cusano, pasando por Duns Scoto, la brecha es cada vez más pronunciada. Progresivamente, va quedando la razón como cuestión de puertas adentro del hombre y la revelación vase acentuando como actitud mística. La razón es atributo puramente humano, puesto que, como expresa Ockam, [23] la voluntad divina ha de estar más allá de toda limitación de la razón. Y como que Dios no es la razón, el hombre ha de retrotraerse a sí mismo, y permanecer en sí, y desde esta autopermanencia, hacer de su propio ser y del ser del mundo dos grandes temas. Hombre y mundo, humanismo y física, van a ser ahora y durante siglos los temas capitales de la cultura occidental.

Esto explica por qué adquiere, a partir del Renacimiento, tan extraordinario auge el tema de la ética, que en el medievo, o no existe, o es subsidiario del teológico. Se advierte ahora, al comienzo, en el afán de las utopías: Moro, Campanella, Bacon, como igualmente en los Ensayos: Montaigne, Petrus Ramus, Enrique Estienne, Erasmo. Y luego en los fundadores del idealismo subjetivo: Vives. Sánchez, Descartes; para hacerse finalmente decisivo en filósofos del jaez de Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley, Hume, la escuela escocesa, Kant, &c. La «pérdida de Dios» conduce al planteamiento de las dos grandes cuestiones que a partir del Renacimiento sofocan a la cultura occidental, a saber : la autosubsistencia del hombre y el problema de la libertad.

Porque estas no fueron cuestiones radicalmente decisivas para el medieval, y para el griego relativamente. Pues éste subsistía en la relación cosificante de hombre y mundo, y el problema de la libertad se reducía a encontrar una vía de escape en el conocimiento de la estructura armónica del cosmos, para traducirla en una actitud de vida. Y el medieval subsistía en Dios y era libre en él y en la medida en que Dios decretaba esa libertad. Pero desde el Renacimiento, como ha de depender de sí mismo, tiene que hallar en su propia autopermanencia la solución de ambas intrincadas cuestiones.

III

A partir del Renacimiento y en ininterrumpido proceso que alcanza a nuestros días, se opera una transformación que consiste esencialmente en transitar, primero, de la más acendrada creencia en Dios a otra no menos acendrada en el mundo; y luego de la creencia en este mismo, entendido como el correlato de la razón humana, a la conciencia. Y la historia de la filosofía comprueba cuán cabalmente cierta es esa afirmación. Especialmente desde Descartes queda el hombre constituido en punto de partida de toda realidad. Cada vez se reduce más y más a una pura conciencia –el ego cogito (Descartes), el hombre como legislador de la naturaleza (Kant), el «yo soy aquello que me hago» (Fichte), el mundo como voluntad y representación (Schopenhauer)–. En conclusión, que cada vez queda más y más librado el hombre a su propia y exclusiva razón de ser, que no sólo ha de responder de sí mismo, sino que también del mundo.

Esta convicción cada vez más arraigada de que el hombre surge de sí mismo y para sí mismo,concluye inevitablemente en una correlación hombre-naturaleza que se resuelve definitivamente en un esquema de pura esencia teórica fundada a su vez en la más ingenua de las «construcciones» a que pudo haber llegado jamás el hombre de occidente. Todo es, tiene que ser, pura construcción mental, diseño de una correlación constituida por dos entidades –hombre y mundo– en que ser y pensar, conocimiento y acción se implican y resultan una y la misma cosa. De donde el psicologismo que rige y determina toda filosofía y toda ciencia en las postrimerías del pasado siglo. El conocimiento y la acción se implican doblemente: por otra parte, sin la segunda el primero no tiene sentido. Así se instaura el reinado positivista del cientificismo y la técnica, que a su vez resultan basamentos de la noción de progreso, entendido como un proceso de inexorable avance en todos los órdenes. El progreso es el fatum de la humanidad.

Cuando sobreviene –tras la guerra de 1914-18, y para señalar alguna fecha– la triple crisis de la ciencia, la creencia y la acción, el mundo occidental está suficientemente saturado de la utopía progresista como para sumergirse en el caos en que actualmente vive. Al resquebrajarse con gran estrépito la ingenua concepción progresista del positivismo, vuelve a plantearse, quizá si con mayor fuerza que nunca, la vieja cuestión de las esencias y las existencias. Y esto ¿por qué? Trataremos de exponerlo sucintamente.

La virtud fundamental del conciencialismo que ha determinado la vida occidental desde Descartes hasta ahora, es en mi concepto la de haber aparejado hasta hacerlo imponerse triunfalmente el concepto, muy contemporáneo, de lo histórico como conditio sine qua non de lo humano. Y ¿por qué? El racionalismo es por esencia antihistórico, como se prueba con el mismo Descartes, quien en el Discurso del Método, no importa la excesiva cautela que despliega, nos hace ver que está resuelto a barrer con todo lo establecido –leyes, costumbres, tradiciones, incluso la vieja fe– para reestructurar el mundo sobre nuevas bases. Así lo histórico y su ingrediente capital, el tiempo, quedan casi abolidos durante cuatro siglos, y en su lugar se instala una concepción especial del cosmos asaz totalizadora. Pero ya desde comienzos del pasado siglo empiezan a manifestarse las primeras señales de una reconsideración del proscrito elemento temporal. Primero es Kierkegaard, luego Nietzsche, a continuación Dilthey, más tarde Bergson, &c. El perenne abismo entre alma y cuerpo, entre lo esencialmente humano y lo esencialmente mundo, que el positivismo no logra salvar, conducen a una reconsideración de ambas esencialidades, en la que vuelve a salir a flote el tiempo. Lo básico y fundamental en el hombre no es lo espacial, sino la dimensión temporal. El hombre difiere sensu stricto de lo demás en esa su temporalidad, su historicidad, [24] en ese su no ser totalmente de una vez y para siempre. Individual y colectivamente el hombre es devenible. Ese es, pues, su real modo de ser: en su existencia lleva, pues, su auténtica esencia. La vida humana es historia, porque el hombre comienza siempre siendo ya parte de una historia (personal, familiar, local, nacional, &c.) y sigue siendo después y no sólo en tanto que vive, sino aún después, historia (no ya de, sino en los que le subsiguen).

Creo que habrá de comprenderse ahora cuál es el real fundamento en que se basan los existencialistas, sea cual fuere su peculiar matiz. Ante todo, la historicidad a radice de lo humano. Pero veamos cómo enlaza esta historicidad con la tesis existencialista en general.

Desde Grecia hasta casi nuestros días, hemos tenido siempre una versión intelectualizada del hombre. Esta tesis intelectualista ha tenido la virtud de hacer siempre del hombre un concepto, o si se prefiere, un esquema fundado en un concepto filiado, como todo concepto, por una serie de notas fijas y determinadas. Entre esas notas se destacan, principalmente, las del espacio y el tiempo. El hombre es pues el «ser» que habita en cierto espacio y dura determinado tiempo, y que resulta, en virtud de tal modo de concebírsele, una pieza intercambiable, exactamente como ocurre con las de un tablero de ajedrez o con las partes de una máquina. Tenemos, pues, tres elementos, siempre indistintos respectivamente, por lo mismo, siempre constantes: tiempo, espacio y hombre. Lo demás –peculiaridades físicas, ambientales, sociológicas, morales, &c.– son meras matizaciones muy secundarias. Así, hombre es el nominativo al que corrige o modifica un adjetivo: «antiguo», «medieval», renacentista», &c. Y en esta simplista abstracción hemos venido chapoteando durante siglos. Pero no, el hombre es, unas veces, hombre medieval, y otras hombre helénico. Es decir, no helénico en cuanto hombre, sino hombre por cuanto ha sido precisamente helénico y no otra denominación.

Tal es, pues, el sentido de la expresión muy cara a los existencialistas: la esencia del hombre es su existencia, o como gustaba decir Dilthey: el hombre no tiene un determinado modo de ser. Si no se la entiende de modo preciso y sin que queden márgenes a la duda, poco o nada podrá avanzarse en el camino de una inteligencia del existencialismo.

Y esto además explica la marcada preferencia que exhiben los existencialistas por el dato al detalle, por la pormenorización de lo contingente y, en apariencias, carente de importancia. De acuerdo a esta postura se expresa Antonio Roquentin, el protagonista de La Náusea, en los siguientes términos: «Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio».

Es por lo dicho anteriormente por lo que la filosofía de Martín Heidegger –la más poderosa mentalidad existencialista de todos los tiempos– ha comenzado por preguntarse acerca del ser del hombre. Aunque su obra capital –Sein und Zeit– pretende esclarecer la fundamental relación de ser y tiempo, luego de precisar en lo posible la respectiva naturaleza de ambos términos, Heidegger confiesa que sólo desde la naturaleza humana como tal es que puede hacerse tal clase de preguntas, porque, además, sólo al hombre le interesa y le urge –por cuanto aún no lo sabe– esclarecer en qué consiste él mismo, ese su ser que corre y ha corrido siempre en el tiempo, sin que jamás haya sido posible apresar la esencia que le determina como tal.

Y todos los existencialistas convienen, por lo menos, en esa tesis fundamental de la esencia existencial del hombre, sean ateos o cristianos, admitan la razón o la rechacen resueltamente. Y entre los que rechazan resueltamente la razón y además se oponen a toda referencia a un tipo de trascendencia –Dios, la Nada, &c.– que en algún sentido pueda implicar el nexo de lo humano con lo estrictamente existencial, se encuentra Juan Pablo Sartre.

Es por esto que la filosofía existencial en su totalidad puede ser subdividida en dos grandes acápites, según que se postule una contingencialidad humana absoluta o restringida. En el primer caso, estamos en presencia del existencialismo ateo. En el segundo se trata del cristiano. Y es claro que a su vez, dentro de cada una de estas dos principales ramificaciones, es posible hallar múltiples matices y peculiaridades que escapan inevitablemente a la brevedad de estas notas.

Para situar debidamente a Juan Pablo Sartre como existencialista, habremos de referirnos previa y sucintamente a dos grandes figuras de la filosofía existencial de todos los tiempos, y de las cuales beneficia Sartre directa y abundantemente. Estas dos figuras son el danés Soeren Kierkegaard y el alemán Martín Heidegger.

Empero y por estimarlo oportuno, haremos ahora una breve especificación de la obra sartriana en general. Esta es posible agruparla en tres fundamentales acápites. 1) Obras propiamente filosóficas: El ser y la nada y El existencialismo es un humanismo. Aquella condensa el pensamiento del autor en torno a las dos cuestiones capitales, entre las cuales y en amplísimo trecho se mueven las restantes ideas subsidiarias de su actitud existencial. La segunda es un recuento y sin duda una adaptación asaz original en ocasiones de la temática existencialista de Martín Heidegger. 2) Novelas: La Náusea y El Muro (colección de novelas cortas). La primera sirve a Sartre para mostrar al aguafuerte [25] los dos puntos de vista que parecen resultarle más caros: el afianzamiento de la sinrazón (la náusea que asedia hasta vencer a Antonio Roquentin) y la tesis de la inevitable naturaleza devenible del ser humano. 3) Teatro. Aquí la obra de Sartre se muestra mucho más próvida. Comienza con la tetralogía Los caminos del mar, que incluye en principio La edad de la razón y El aplazamiento, y continúa con La ramera respetuosa y A puertas cerradas. En general, el teatro sartriano es la parte más difundida, comentada y discutida de toda su producción, ya que ha sido, sin duda, la que ha servido mejor a Sartre para exagerar sus tesis de la irracionalidad, del amoralismo y de la contingencialidad de la vida humana.

Y volvamos ahora a Kierkegaard y a Heidegger. En aquél encontramos dos cuestiones capitales, que son sin duda la médula de toda su filosofía. Por una parte la tesis de un nihilismo absoluto y terminante, que se endereza contra la patente vulgaridad del hombre común, que según Kierkegaard es la fermentante levadura de esa abrumadora anonimidad y perenne desmentida de la auténtica condición personal, que es el individuo en cuanto parte alícuota de la masa. Sólo retrayéndose cada vez más, hasta alcanzar en dicha contracción un escape decisivo a la vulgar anonimidad, puede el hombre sentir la esencial miseria de su realidad como hombre, y padecerla en su integridad, a fin de sentirse entonces y sólo así como tal hombre. Nihilismo que implica el reconocimiento, mejor la patencia, de la miserable condición humana y por ende, además, la constatación de que existencialmente, es decir, en su itinerario terrenal, el hombre es pura contingencialidad librada a sí propia exclusivamente. Pero es ahora cuando aparece la segunda de sus cuestiones capitales, o sea lo que Kierkegaard ha llamado el «salto», es decir, que al hombre le cabe la posibilidad de refugiarse en Dios –el tránsito al Infinito amable, al seno de Dios–; pero, eso sí, siempre que se aparte de la creencia ad usum gregis, y se resuelva en la pureza absoluta del cristianismo primitivo.

Tal es, en apretada síntesis, el pensamiento kierkegaardiano. Veamos ahora el de Heidegger. Este toma de su predecesor la tesis del nihilismo y la desarrolla de manera profunda y asaz sobrecogedora. El hombre surge de la Nada para volver inexorablemente a ella, a través de dos modos de existencia, que aunque parecen, cada, uno a su modo, facilitar el escape de esa Nada (que es para Heidegger la Muerte), lo que en realidad consiguen es hacerla más amable al hombre, si cabe la expresión. Veamos cómo.

La nada no es una negación, sino más bien, como expresa Heidegger, la patencia del existir. Quiere decir con ello que, en primer lugar, no hay una creatio ex nihilo de acuerdo al dogma cristiano. La condición esencial del hombre es ser-en-el-mundo (In-der-Welt-Sein), ¿desde cuándo? Desde ya –valga la expresión bárbara–. Y ¿cómo? Pues, declara Heidegger, por el hecho de una puesta de la conciencia, de eso que al comienzo llamábamos existencia de una conciencia, y que implica y culmina en la conciencia de una existencia. O sea que el hombre sabe que existe, y existe porque lo sabe (que existe).

Ahora bien, que la Nada existe quiere decir que al hablar de Nada no estamos expresando lo mismo que cuando, preguntados por la situación o presencia temporal de algo o de alguien, contestamos: «no está ahí», «se fue», &c. Surgimos de la Nada, porque ella es precisamente la posibilidad de nuestro existir, pero no surgimiento por creación o por aparición (tal cual surge en escena un actor), sino que surgir en este caso significa hacerse inteligible el Mundo y con él a nosotros mismos. Es por eso que la Nada, la posibilidad de desinteligibilizar el mundo y a nosotros mismos, nos agobia constantemente. El mundo es, pues, a modo de inmensa tembladera en la que tratamos afanosamente de asentarnos valiéndonos de los interrogantes qué y para qué. Y en este afán, el hombre ha construido o tiene dos salidas, una inauténtica, a la que lo lleva el miedo y que es la existencia banal (Alltag); y otra la auténtica, producida por la angustia (legítima patencia de la nada), y esta es la existencia genuina (Eigentliche Existenz). Con aquélla caemos en la vida vulgar del hombre de masa (das Man); con ésta nos situamos en la actitud del que sabe que todo es vanidad de vanidades, y que, pura y nuda contingencialidad, el hombre ha de desembocar en la Muerte, el otro extremo de la Nada. Y es aquí donde, como vemos, Heidegger se separa de Kierkegaard. Por eso es su existencialismo ateo.

Sartre utiliza la concepción nihilista de Kierkegaard prescindiendo, eso sí, de la tesis del «salto». O sea que se queda con lo que refiere a la pura contingencialidad de la vida humana. Y aprovecha de Heidegger la tesis de la Nada como fundamento de esa contingencialidad, pero no admite la distinción heideggeriana de las dos formas de existencia (auténtica y banal) y la inevitable liquidación de ambas en la Muerte (Sein zum Tode). En cambio, insiste excesivamente en la determinación que la nada ejerce en la estructura de la naturaleza humana y en la del mundo, que en Heidegger no aparece así; pues el pensador alemán, aunque rechaza de plano que ab initio la puesta de la conciencia como tal y el conocimiento implícito en ella sean de naturaleza teórica, no niega la gradual inteligibilización del cosmos, siempre posible al hombre, aunque tan posible resulte igualmente su desinteligibilización, o sea la sumersión absoluta en la Nada. Y este es el flanco acusadamente irracionalista que muestra, como su aspecto más destacado, la filosofía existencial de Sartre. Podría decirse que Sartre se complace en llevar al extremo la tesis heideggeriana [26] de la posible y constante capacidad (llamémosle así) de anulación de lo inteligible humano y cósmico, tanto como la inicial y esencial en Heidegger de la puesta del hombre como pura actitud práctica, el hombre del útil, del instrumento, del para qué, previo al del qué y el por qué.

En La Náusea ha logrado plasmar Sartre de modo preciso lo que para él significa y constituye esa su tesis de la irracionalidad como el ingrediente primordial de la existencia humana y en general de todo existir. «La palabra Absurdo –dice Antonio Roquentin– nace ahora de mi pluma; hace un rato, en el jardín, no la encontré, pero tampoco la buscaba, no tenía necesidad de ella; pensaba sin palabras, en las cosas, con las cosas. El absurdo no era una idea en mi cabeza, ni un hálito de voz...» Y más adelante escribe: «Pero yo, hace un rato, tuve la experiencia de lo absoluto: lo absoluto o lo absurdo. No había nada con respecto a lo cual aquella raíz no fuera absurda...»

Empero esta tesis es compartida, y es pues oportuno consignarlo ahora, por la mayoría de los existencialistas contemporáneos, como sucede, para citar sólo un caso más, con el también escritor francés Albert Camús, entre cuyas obras es posible citar L'Etranger, Caligula, Le malentendu, La Peste, Le mythe de Sisyphe. En esta última nos dice: «Se trataba antes de saber si la vida debía tener un sentido para ser vivida. Aquí aparece, al contrario, que será tanto mejor vivida mientras no tenga sentido». Y poco después añade: «Vivir es hacer vivir el absurdo».

Para concluir, ensayaremos una brevísima recapitulación de lo que es posible considerar como puntos fundamentales de la filosofía de Sartre. En primer lugar, como Heidegger y en general los existencialistas, afirma que no es posible hablar de una naturaleza humana, pues el hombre es «lo que se hace». Empero este hacerse implica según Sartre una decisión colectiva, con lo cual difiere de Heidegger, ya que tal decisión colectiva supone una causa física, real, respecto de la angustia. Para Sartre la angustia es el resultado del sentimiento individual de responsabilidad colectiva. Lo cual se explica si atendemos a la condición sociológica de la obra de Sartre.

En segundo lugar, se opone a la idea de Dios porque ésta, según Sartre, implica inevitablemente la admisión de lo esencial en términos de la naturaleza humana como arquetipo (la esencia hombre), ya que la idea de Dios presupone la prefiguración de esa naturaleza humana arquetípica. Y toda prefiguración, toda arquetipicidad significa un eludimiento de la verdadera responsabilidad humana por el hecho de existir como tal. La libertad sólo puede provenir de una absoluta espontaneidad.

Esto supone, en tercer lugar, la negación de valores, normas, &c. El hombre está condenado a ser libre. Nada de prefiguraciones ni teologismos capaces de determinar su conducta. Puede a lo sumo atender el consejo ajeno, pero hasta cierto punto, pues incluso ya en su selección de tal o cual consejero, va implicada la decisión al respecto. Y así, de acuerdo a lo expresado, no cabe hablar de una naturaleza humana, pero sí de una condición humana, o sea la ineludible realidad del hombre de hallarse en un mundo, lo que equivale a decir que forzosamente ha de trabajar, de luchar en contra o a favor de otros, de morir, &c. Factores que exhiben dos caras: una objetiva, por cuanto son igualmente vividos por todos; subjetiva la otra, ya que cada quien los vive de acuerdo a sus peculiaridades intransferiblemente personales.

El hombre, en conclusión, dice Sartre, se inventa a sí mismo. Su relación con el mundo es indisoluble e inevitable, y su vida es programa que comienza y alcanza hasta donde la propia decisión humana puede o quiere hacer que llegue. De esta suerte, el hombre se halla connotado en su verdadera naturaleza por dos factores: la espontaneidad y la responsabilidad. El hombre ha forzosamente de escoger, de seleccionar entre hombres y cosas, pero si en esto no cabe la libertad, sí en cambio en lo que toca a la selección, ya sea ésta por espontánea decisión o por asesoramiento, aunque en este último caso, y como ya se dijo, hay una decisión previa a la selección.

Si se me exigiera una escueta definición de la actitud filosófica de Sartre –descontada la peligrosa sumariedad de tal definición– diría que es la filosofía de la irracionalidad llevada hasta el extremo de una construcción sistemática de la sinrazón. En este sentido cabe infligirle una durísima crítica. Pero si atendemos a lo que ella representa como fiel trasunto de una realidad universal, y en cuanto acabada expresión de una gravísima crisis, como es la que actualmente exhibe la vida occidental, diría que es admirable. Lo admisible no es precisamente lo que Sartre, al menos aparentemente, quiere que sea esa realidad proyectada como futuro, sino lo que él genialmente ha logrado plasmar como lo que, pese a todo, es contemporáneamente. En fin de cuentas, es como si retrocediendo fugazmente a través de los siglos, cediera la palabra al sabio de Efeso, y volviéramos a oír su admonitoria voz: la estancia segura es para el hombre lo abierto para la presencia de Dios.

Parece, en efecto, como que de nuevo hayamos cerrado esa puerta. Cuando vuelva a abrirse, Juan Pablo Sartre será entonces como una saludable advertencia en la Historia.

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{1} Conferencia pronunciada en la Sociedad Lyceum el 28 de septiembre de 1947.

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Humberto Piñera Llera
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