Punta Europa
Madrid, mayo-junio 1956
números 5 y 6
páginas 148-156

Pedro Antonio Núñez

Dámaso Alonso ante el
Homenaje a Menéndez Pelayo

Dámaso Alonso: Menéndez y Pelayo, crítico literario. (Las Palinodias de Don Marcelino),
Biblioteca Románica Hispánica. Editorial Gredos, 1958.

No era un lapsus

El 14 de enero de 1956 la Universidad de Madrid tributó a Menéndez Pelayo un homenaje público con ocasión del primer centenario de su nacimiento. Entre los portavoces del claustro figuró don Dámaso Alonso, catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras y poeta. Quienes le oyeron pensaron que su discurso había sido escrito en un mal momento o simplemente en un arrebato de mal humor, y abandonaron el Paraninfo con el ánimo predispuesto para el olvido. Pero no. El prof. Alonso desarrolla ahora su conferencia en un librito, publicado dentro de la Biblioteca Románica Hispánica, que él mismo dirige. Y en el prólogo declara que el autor y la editorial imprimen esta obra «como muestra de nuestro regocijo ante el primer centenario de Menéndez Pelayo». Ni más, ni menos. Convertidas en libro, las extrañas opiniones del prof. Alonso sobre Menéndez Pelayo, no pueden quedar en simple monólogo.

Un título impropio

La obra se titula Menéndez Pelayo crítico literario. Pero el prof. Alonso deja intacto el tema propuesto. ¿Qué importancia tenía para Menéndez Pelayo la crítica textual? ¿Cuáles eran sus conceptos del ritmo, los géneros y el estilo? ¿Cuál su poética? ¿Cómo entendía las relaciones entre el artífice, su creación y su circunstancia? ¿Era sintética o analítica la crítica de Menéndez Pelayo? ¿Predominaba la técnica o la intuición? Ni a estas ni a ninguna otra pregunta fundamental responde el prof. Alonso. Y, como no cabe suponer que ignore lo que promete con su título, hay que considerar a éste como de una impropiedad bastante próxima al fraude intelectual.

Inoportunidad suma

¿A qué consagra, entonces, el prof. Alonso las 120 páginas de su estudio? El autor lo declara expresamente: «persigo en este trabajo las retractaciones fundamentales» o «palinodias» de Menéndez Pelayo (pág. 13). Y el prof. Alonso insiste en el [149] vocablo «palinodia», quizá por su matiz peyorativo. A este fin, evidentemente poco encomiástico, se endereza un ensayo que, parodiando a Bossuet, hubiera debido titularse Breve historia de las variaciones de don Marcelino. Sin negar a nadie el derecho de escribir semejante historia, es preciso reconocer que la ocasión más propicia no es la de un homenaje. Difícilmente nos imaginamos la Histoire des variations des Eglises protestantes en un «Festschrift» a Lutero. Una cosa es la discrepancia y otra la incivilidad; también son distintos la intención y la desatención, el ser irónico y el ser descortés. La inoportunidad del prof. Alonso ha sido, en este caso, inmarcesible y suma.

El vocabulario «apologético»

Los modos con que está escrito este ensayo producen verdadero asombro en el lector habituado a la prosa universitaria. El prof. Alonso pone en boca de Menéndez Pelayo frases como ésta, naturalmente imaginativa: «Yo ya soy mayor (un niño mayor) y no pienso como el niño chico que yo era hace poco» (página 13); y anota que Menéndez Pelayo se «sacaba de la manga... nutridos volúmenes de Historia» (pág. 17). El prof. Alonso alude a las «puerilidades» (pág. 19), a la «sensual y material paganía» (pág. 26), a los «versos atiborrados de ciencia antigua» (pág. 29), de la «ira» (pág. 31), al estilo «declamador, gritador, de ideas enterizas y crujientes» (pág. 32), al «entusiasmo fanático y exclusivista» (pág. 38), a la «deformación» (págs. 40 y 56), a la «tozudez» (pág. 43), a los «errores» (págs. 43, 72, &c.), a las «mediocridades que tuvo que alabar» (pág. 46), a las «inexactitudes» (pág. 47), al «adaptarse a la corriente» (pág. 49), a las «equivocaciones» (pág. 49), al «duro y agresivo gusto clásico» (pág. 53), a las «palabras que nos producen pena» (pág. 53), a las «verdades parciales» y «totales confusiones» (pág. 54), a las «distinciones» preteridas (pág. 55), al criterio «intolerante» (pág. 55), a las «afirmaciones contradichas» (pág. 58), a los «olvidos» (página 58), a la «furibunda fulminación» (pág. 69), a los «apresuramientos» (págs. 72 y 76), a las «desgraciadas afirmaciones» (pág. 72), a las «obras inconclusas» (pág. 75), a lo que «se le escapa» (pág. 77), al «embarullamiento de redacción» (pág. 77), al «no enterarse» (pág. 78), al «no ver» (pág. 78), al «leer para escribir» (pág. 79), al «desconocer» (pág. 86), al «ignorar» (página 86), a los «prejuicios» (pág. 86), y al «no darse cuenta» (pág. 94), de don Marcelino.

Pero no acaba aquí el homenaje del prof. Alonso a Menéndez Pelayo. La jocosa familiaridad con que trata al Maestro suele [150] estar tan alejada del respeto debido, que produce estupor. «¡Qué hombre, qué frenesí!» (pág. 18), exclama el prof. Alonso. Y en otro lugar (pág. 30) se pregunta: «¿Y por qué a este hombre no lo gustaba Góngora?» (este hombre era Menéndez Pelayo). Luego se alude a los «veintiséis añazos» (pág. 48), se nos recuerda que era «una criatura» (pág. 55) y se le cita como «el bueno de don Marcelino» (pág. 70). Pero de cuantas consideraciones de carácter personal hace el prof. Alonso sobre Menéndez Pelayo, acaso la más sorprendente sea aquélla en la que, aun reconociéndose sin competencia alguna, Dámaso Alonso insinúa el desviacionismo herético del Maestro. He aquí el texto insólito: «Me guardaré mucho de dictaminar (no es de mi incumbencia) acerca de la ortodoxia o heterodoxia, desde el punto de vista católico, de la Imitación de una oda teológica de Sinesio de Cirene, Obispo de Tolemaida. Lo que sí es evidente es que en ella la expresión (por lo menos) se diría llevarnos a los mismos linderos de un emanantismo plotiniano» (pág. 26).

De lo que antecede se deduce que estamos ante una auténtica diatriba. Parece increíble; pero es así. El ensayo está escrito en términos tales, que para encontrarle antecedentes no basta remontarse a las páginas polémicas de Revilla y Azcárate, que eran relativamente moderados en el uso del dicterio. El antecedente de este pequeño libro del prof. Alonso hay que buscarlo en los artículos que Guardia, el resentido emigrado mallorquín, escribió a fines de siglo contra Menéndez Pelayo en la Revue Philosophique.

Objeciones menores

Y, para concluir esta esquemática reseña, de calificativos y de objeciones menores que el prof. Alonso dirige a la persona y a la obra de Menéndez Pelayo y que, por su porte, no merecen réplica, cabe recordar este juicio poco benévolo de los versos del Maestro: «...sus Estudios Poéticos, también un tomo bien lastrado: poesías traducidas (o imitadas) del griego, del latín, del italiano, del francés, del portugués, del catalán, ¡ah!, y también unas cuantas poesías originales» (pág. 18). El prof. Alonso, que no quiere desperdiciar ocasión, por poco propicia que sea, desliza esta frase: «El hombre maduro y cargado de honores tiene que escribir a veces estudios sobre libros de versos bastante insulsos, de conocidos aristócratas (¡qué se le va a hacer!)» (página 20). El prof. Alonso no duda en decir de Menéndez Pelayo, el apologista de Pereda, Valera y Galdós, de Wagner, Anatole France y Carducci, que se había vuelto de espaldas al arte de [151] su época» (pág. 48). Y para demostrarlo denuncia la presunta incomprensión de Menéndez Pelayo hacia Bécquer. Pero como acontece que en las Cien Mejores Poesías, Menéndez Pelayo selecciona nada menos que dos rimas, el prof. Alonso, son su benevolencia habitual, concluye que los poemas no son suficientemente representativos (pág. 49). Y se trata de «Qué solos se quedan los muertos» y «Del salón en el ángulo oscuro».

Conviene añadir, para dar una idea del talante con que el prof. Alonso ha escrito su ensayo, que de la inacabable obra de Menéndez Pelayo apenas cita otras frases que aquéllas que él cree que Menéndez Pelayo no debió escribir nunca, o aquéllas otras en que el Maestro, con su acostumbrada modestia, se censura a sí mismo. Y en ocasiones llega el prof. Alonso a dedicar páginas, no ya a citar selectivamente, sino a lamentarse de lo que no escribió el incansable polígrafo.

Clasicismo intolerante

La primera objeción fundamental que el prof. Alonso formula contra Menéndez Pelayo como crítico literario es la de su «clasicismo intolerante» (pág. 30). De la gravedad de este presunto fallo de don Marcelino nos da una idea el hecho de que, según el prof. Alonso, Menéndez Pelayo revisó su criterio en 1883, cuando tenía 26 años. El prof. Alonso dedica treinta páginas –la tercera parte de su libro– a demostrar y a lamentar que Menéndez Pelayo fuera de un clasicismo intolerante entre los 21 y los 26 años. Esta es la primera importante cuestión que el prof. Alonso considera oportuno recordar con ocasión del centenario.

Para documentar su tesis el prof. Alonso cita algunos fragmentos de la Epístola a Horacio, poema escrito por Menéndez Pelayo en 1876, en los linderos de la adolescencia. A veces el prof. Alonso cita mal, lo que es imperdonable en él. Me refiero al verso 123, que en el autógrafo decía: «¡Bárbaros siglos de la edad presente!» (Ed. Nac. vol. LXI, pág. 187), y no «¡Bárbaros hijos de la edad presente!». Esto es, sin embargo, accidental, porque con una u otra lectura, los fragmentos aducidos prueban el ferviente clasicismo del joven Menéndez Pelayo, pero en modo alguno su intolerancia hacia las demás formas de entender el arte. Los esfuerzos interpretativos del prof. Alonso tropiezan con textos claros y unívocos. Pero es que, aun cuando Menéndez Pelayo condenase en su Epístola a Horacio a todas las lenguas romances, y a todos los escritores no grecolatinos, y a todos los estilos no clásicos, y a todas las razas no mediterráneas, y a todos [152] los mitos y saberes no helénicos, carecería de sentido utilizar como profesión de fe vitalicia un poema escolar. Es como si pensáramos que el prof. Alonso todavía en 1944 era insipiente porque en un verso suyo publicado entonces se lee: «No sé. Sólo me llega el venero de tus ojos». (Oscura Noticia, pág. 12). No es, sin embargo, extraño que al prof. Alonso le sorprenda que en una epístola dedicada a Horacio, Menéndez Pelayo encomie al poeta latino. Le sorprende tanto como a nosotros su curioso homenaje al Maestro.

Desarrollando su tesis, el prof. Alonso acusa a Menéndez Pelayo de no entender lo germánico. Produce estupefacción que, después del estudio nada sospechoso de parcialidad de Araquistain, Menéndez Pelayo y la cultura alemana, se pueda insistir sobre este rancio punto. Ahí están las cartas de Menéndez Pelayo a Schurchardt y a Valera, y volúmenes de estudios germánicos que prueban hasta la saciedad que Menéndez Pelayo ha sido uno de los más sagaces intérpretes y defensores que ha tenido entre nosotros la cultura germánica. «Sólo a los grandes es dado comprender y sentir totalmente a los grandes y expresar de esta manera su grandeza», ha escrito don Marcelino para manifestar su entusiasmo ante las páginas de Hegel sobre Hamlet. Pues bien; ningún español de su tiempo merece esa frase como Menéndez Pelayo cuando habla de Schiller o de Goethe, de Humboldt o, de Wagner. Es más, el texto que el prof. Alonso cita, extraído del Ultílogo, prueba lo contrario de lo que él cree. Reproduzcámoslo: «¿El gusto alemán? ¡Horror! La misma relación tiene con el nuestro que el del Congo o de Angola. Nada de Heine, de Uhland, ni de Rückert. Todo eso será, y es de positivo, muy bueno allá en su tierra, pero lejos, muy lejos de aquí. Nada de humorismos ni de nebulosidades. Situm quique. A los latinos, poesía latina; a los germanos, germanismo puro» (pág. 32). Según el prof. Alonso de aquí se deduce una consecuencia: «No hay más modelo posible que Horacio» (pág. 32). Pues bien, lo que se deduce es precisamente que Horacio no puede servir de modelo para los germanos. La noción subyacente al juicio de Menéndez Pelayo citado no es la intolerancia, como cree el profesor Alonso, sino lo más opuesto a ella, el relativismo de los valores, en este caso de los estéticos. O sea: un entendimiento historicista del arte.

El prof. Alonso, para reforzar su argumentación acerca del clasicismo y del antigermanismo de Menéndez Pelayo, le acusa de no haber estimado a Heine (pág. 41). Tal acusación es infundada, pues no hay un solo texto de Menéndez Pelayo en el que se niegue todo valor al poeta. Por el contrario, en uno de los [153] dos prólogos que consagró D. Marcelino a versiones castellanas del lírico alemán, Menéndez Pelayo se acusa de no haber apreciado «bastante» a Heine. Esto no quiere decir que alguna vez le hubiera negado todo valor, sitio que cada día le había ido gustando más. Tampoco acierta, en fin, el prof. Alonso cuando busca en Heine una piedra de toque para contastar el germanismo de Menéndez Pelayo, porque el gran lírico era un afrancesado que los alemanes no tienen por exponente del genio nacional.

Es claro que las deducciones del prof. Alonso están montadas sobre interpretaciones violentas, y con una apoyatura textual deficiente y escasísima. A los muchos fragmentos que citan Araquistain y Pérez Embid en sus conocidas monografías, y que prueban hasta el cansancio el germanismo de Menéndez Pelayo, se puede añadir uno que, por hallarse en una oda juvenil, es extraño que no haya tenido en cuenta el prof. Alonso: «No envidiará ya más la gente hispana al germano tenaz, al sabio griego» (Ed. Nac. LXI, pág. 216). Estos versos, en los que Menéndez Pelayo compara a Alemania con la Grecia clásica y la supone envidiada por sus compatriotas, no constituyen una retractación valetudinaria; ¡están escritos a los 19 años! La tesis del prof. Alonso no se puede sostener seriamente. En el Menéndez Pelayo juvenil no hay ni hostilidad ni incomprensión hacia Alemania; hay complejo de inferioridad nacional. Pero si, para solaz del prof. Alonso, aconteciera que entre los papeles manuscritos de Menéndez Pelayo se encontrara uno del tiempo de la Epístola a Horacio en el que don Marcelino, todavía menor de edad, escribiera: «desprecio a Bach, a Kant y a Goethe, que nada significan en la historia del espíritu humano», ¿qué sería esto sino una anécdota divertida?, y ¿qué sentido podría tener dentro de la obra de Menéndez Pelayo? ¿Sería no ya conveniente, sino lícito, citar semejante papel después del volumen consagrado por Menéndez Pelayo a la estética del Idealismo alemán? Sólo pensar en tal mezquindad produce rubor.

Poesía tradicional

La segunda reserva importante que el prof. Alonso hace a la obra de Menéndez Pelayo es que éste en 1877 «niega la poesía tradicional» (pág. 53), o sea, aquella poesía de autor personal que, al pasar de generación en generación, sufre modificaciones de paternidad desconocida (pág. 54). Para apoyar esta afirmación el prof. Alonso sólo encuentra en la vasta obra de Menéndez Pelayo un corto texto que dice así: «Si por la lírica nacional se [154] entiende, como debe entenderse, lo mismo la de los eruditos que la del pueblo, la lírica nacional es la horaciana, o si se quiere, la leontina. Si se entiende la popular, no existe o no vale la pena restaurarse, y aun oso afirmar que ningún pueblo la tiene. El genio popular no es lírico, es épico, es impersonal por excelencia; no cuenta, refiere. Épica es la admirable poesía de nuestros romanceros. Tiene también su lirismo el pueblo, pero, o rudimentario o aprendido. Cese en nuestros vates esa manía de las coplas, de los cantares y de las seguidillas. Si son populares, no son buenos; si son buenos no son populares» (págs. 53-54). Por más que se relea este fragmento no se deduce de él negación alguna de la poesía tradicional. Lo que afirma Menéndez Pelayo es que la poesía lírica popular, cuando es buena, tiene un autor que no es el pueblo, sino el poeta. Y esto ¿quién podría negarlo? Pues bien, del texto que sólo contiene esta evidencia elemental el prof. Alonso pretende extraer nada menos que el antitradicionalismo poético de Menéndez Pelayo, el autor de la Antología de poetas líricos, y de los Estudios sobre el Teatro de Lope de Vega. El propio prof. Alonso admite que a partir de 1890 hay abundantes testimonios del interés de Menéndez Pelayo por la poesía tradicional. Pero el fondo de la cuestión ya pasa a segundo término; lo importante de las quince páginas que el prof. Alonso dedica al tema no es este reconocimiento, más o menos tardío, sino la muestra que nos ofrece de hasta qué límites puede llegar su propósito de «exaltar» a Menéndez Pelayo.

La negación del barroquismo

La tercera acusación fundamental que el prof. Alonso formula contra Menéndez Pelayo es «la negación del barroquismo» (pág. 67). Y la funda en los conocidísimos juicios adversos a Góngora. Sobre esto no hay duda alguna. A Menéndez Pelayo no le gustó el Góngora culterano, como al prof. Alonso no le gusta el Menéndez Pelayo poeta. Lo que no cabe es deducir del anticulteranismo una genérica hostilidad hacia el barroco. Al intentarlo (pág. 77) el prof. Alonso, erudito reivindicador de Góngora, demuestra desconocer lo barroco como categoría estética, y lo confunde con el culteranísmo poético. De no ser así no hubiera podido afirmar el antibarroquismo de un autor cuya obra está literalmente cuajada de panegíricos de formas barrocas (lo miguelangelesco, lo calderoniano, la contrarreforma, el suarismo, el plateresco, el manuelino, &c.), de un autor cuyo [155] estilo literario es en sí mismo la exaltación de un ideal barroco postrenacentista. La distinción es tan elemental que insistir sobre ella sería sinónimo de ensañamiento.

No menos inconsecuente es deducir del anticulteranismo de Menéndez Pelayo una condena general del simbolismo francés y de toda la poesía moderna, que Menéndez Pelayo no conoció ni pudo conocer. Las consideraciones del prof. Alonso se fundan en este texto mutilado y que no procede de un ensayo sobre temas poéticos, sino de una glosa a Croce. Dice así: «La aberración extrema de Góngora... tiene mucha semejanza con la de los modernos poetas decadentes, nacidos de la degeneración del romanticismo...» (pág. 72). El prof. Alonso identifica estos poetas decadentes, a que Menéndez Pelayo vagamente alude, con el grupo de simbolistas que escribió en la minoritaria revista «Les Décadents», de la que ignoramos si Menéndez Pelayo llegó a tener noticia. El segundo paso deductivo –verdaderamente cristobalino– del prof. Alonso consiste en llegar a la conclusión de que al rechazar a los simbolistas, Menéndez Pelayo «rechazaba también a toda la poesía española de la primera mitad del siglo XX» (pág. 75). Es decir, que cuando Menéndez Pelayo señala accidentalmente la filiación culterana y romántica de ciertos poetas decadentes de su tiempo, nos priva de medio siglo de poesía lírica. Es ésta la más extraordinaria y malabarística deducción del prof. Alonso. Y no deja al lector otra réplica que la del estupor.

Escolio sobre lo feo

Al final de su ensayo el prof. Alonso explica cómo Menéndez Pelayo «descubrió» el valor estético de lo feo y de lo grotesco; fue tardíamente, al tener que leer a Hegel y a Víctor Hugo para escribir la Historia de las Ideas Estéticas. Hasta entonces Menéndez Pelayo había creído, erróneamente, que la belleza es el fin del arte (pág. 93). También en esta ocasión, tan intrascendente, sienta el prof. Alonso más que una hipótesis aventurada, una afirmación gratuita.

En ningún lugar de su vastísima obra sostiene Menéndez Pelayo que el fin único del arte sea la belleza. Pero si, dada la peculiar técnica investigadora del prof. Alonso, esta razón resultara insuficiente, hubiera debido detenerse ante otra de singular fuerza: resulta excesivo creer que en la plenitud de su vida Menéndez Pelayo no tenía la menor idea de la importancia [156] de lo feo en el arte. ¿Cree el prof. Alonso que don Marcelino no conocía la iconografía clásica de Medusa, los realistas retratos caldeos y romanos, las representaciones románicas y góticas del diablo y de las quimeras, la literatura satírica helenoromana, etcétera?

Es preciso admitir que el prof. Alonso supone demasiado.

Capítulo aparte merecerían los escarceos filosóficos del prof. Alonso, quien afirma sin reservas que el fin del arte no es la belleza, sino la emoción y la expresión (pág. 94). Pero no vamos a analizar ahora sus puntos de vista sobre materia tan compleja. El fin del arte no es pura y simplemente la expresión, porque hay expresiones inartísticas; tampoco es la emoción porque las dolencias, los crímenes y el paisaje, que no son obras de arte, emocionan. Del arte, como de cualquier noción abstracta, no se puede hablar con la facilidad y el subjetivismo habituales en un ensayo crítico-literario. Sólo a genios como a Menéndez Pelayo se les puede exigir que reúnan la intuición interpretativa, la precisión filosófica y la calidad formal.

Conclusión

Es de justicia consignar que el prof. Alonso termina su homenaje a Menéndez Pelayo con elogios más bien hiperbólicos que suenan a estrambote y postdata. Media docena de frases apologéticas se diluyen y pasan prácticamente inadvertidas en el centenar de páginas que ocupa la diatriba.

Al fin de su pequeño libro, el prof. Alonso, refiriéndose a don Marcelino, se pregunta: «¿Merece la pena nuestro esfuerzo, hormiguitas que arrastramos nuestro grano de arena, junto a la obra de la inmensa catedral que levantó un solo hombre?» (pág. 105). A juzgar por la última producción del prof. Alonso, sinceramente creemos que no merece la pena. Y es penoso llegar a esta conclusión, porque en la desigual obra de don Dámaso Alonso hay algunos trabajos puramente profesorales y elaborados sin prejuicio que son, ciertamente, muy estimables.

Una consideración postrera. Acaso algún lector piensa que estas glosas son tan negativas como las que el prof. Alonso dedica a Menéndez Pelayo. Y lo son; pero con dos notas diferenciales: la oportunidad y la verdad.

 


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