Textos clásicos
España revolucionaria
por Carlos MARX
Publicamos a continuación el primer artículo de una serie de ocho que, con este título general, Carlos Marx escribió, entre septiembre y diciembre de 1854, en el periódico norteamericano New York Daily Tribune. Veamos brevemente en qué condiciones tuvo lugar esta publicación.
En 1854, Marx tenía 36 años.
Hasta 1848, había concentrado sus estudios en las cuestiones filosóficas y en la creación de las bases teóricas del comunismo. En 1848 y 1849, al calor de las luchas revolucionarias de la época, se había dedicado principalmente a los problemas de la política y de la táctica del proletariado.
A partir de 1850, Marx hace de la economía política el objeto esencial de sus estudios. La primera edición de la Contribución a la crítica de la economía política aparece en 1859; esta obra contiene ya la primera exposición metódica de la teoría marxista del valor y del dinero; en su introducción, tantas veces citada, se definen de un modo magistral las tesis fundamentales del materialismo histórico.
Al mismo tiempo que realizaba sus trascendentales trabajos teóricos, Marx escribía artículos, para ganarse la vida, en el periódico progresivo de Nueva York citado más arriba. Esta colaboración, que duró de 1851 a 1862, absorbía una parte considerable de su tiempo.
En los artículos escritos por Marx (en varios casos con la colaboración de Engels) sobre la India, sobre China, sobre la revolución española, sobre la guerra civil en EE.UU... se destaca su voluntad de apoyar las luchas revolucionarias progresivas, los movimientos democráticos y populares dirigidos contra la reacción y contra la opresión, cuyo desarrollo creaba las condiciones para las futuras batallas del proletariado por su emancipación.
Cuando estalla, en julio de 1854, la rebelión capitaneada por O'Donnell y Dulce contra la regencia de María Cristina y contra el gobierno de Sartorius (conde de San Luis), Carlos Marx envía al New York Daily Tribune varios despachos reseñando las noticias que llegan de Madrid a las capitales europeas.
Pero no se limita a eso. Desde el primer momento, Marx y Engels conceden una gran importancia a la revolución que se inicia en España. Marx emprende un estudio profundo de la historia de España.
En una carta a Engels del 2 de septiembre de 1854, escribe:
«Mi principal estudio ahora es España. Hasta ahora, sobre todo de fuentes españolas; he trabajado intensamente sobre la época de 1808 a 1814 y de 1820 a 1823. Ahora voy a entrar en el período de 1834 a 1843. Es una historia bastante confusa. Es incluso más difícil descubrir las causas de los desarrollos... Todo ello, muy condensado, dará aproximadamente unos seis artículos para el Tribune.»
Hoy es difícil poder leer en español estos artículos de Marx. La edición que de ellos se hizo en nuestro país bajo el título genérico de La revolución española está agotada. Teniendo en cuenta su importancia para todo el que quiera adentrarse en la interpretación científica del desarrollo histórico de España hemos creído oportuna la publicación de los que ofrecen mayor interés y que iniciamos en este número con la del primero de ellos.
Subrayamos ante el lector, especialmente, el análisis que en él hace Marx de las particularidades de la monarquía absoluta española. Le consideramos imprescindible para comprender nuestro siglo XIX e incluso ciertos aspectos del actual momento histórico español, por ejemplo, la vitalidad de la institución municipal, y la importancia, no sólo de los movimientos nacionales, sino de los particularismos regionales. (Nota del traductor.)
La revolución en España ha adquirido ya el carácter de situación permanente hasta el punto de que, como nos informa nuestro corresponsal en Londres, las clases adineradas y conservadoras han comenzado a emigrar y a buscar seguridad en Francia. Esto no es sorprendente; España jamás ha adoptado la moderna moda francesa, tan extendida en 1848, consistente en comenzar y realizar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. Tres años parecen ser el límite más corto al que se atiene, y en ciertos casos su ciclo revolucionario se extiende hasta nueve. Así su primera revolución en el presente siglo se extendió de 1808 a 1814; la segunda de 1820 a 1823 y la tercera de 1834 a 1843. Cuánto durará la presente, y cuál será su resultado, es imposible preverlo incluso para el político más perspicaz, pero no es exagerado decir que no hay cosa en Europa, ni siquiera en Turquía, ni la guerra en Rusia, que ofrezca al observador reflexivo un interés tan profundo como España en el presente momento.
Los levantamientos insurreccionales son tan viejos en España como el poderío de favoritos cortesanos contra los cuales han sido, de costumbre, dirigidos. Así, a finales de siglo XIV, la aristocracia se rebeló contra el rey Juan II y contra su favorito don Álvaro de Luna. En el XV, se produjeron conmociones más serias contra el rey Enrique IV y el jefe de su camarilla, don Juan de Pacheco, marqués de Villena. En el siglo XVII, el pueblo de Lisboa despedazó a Vasconcellos, el Sartorius del virrey español en Portugal, lo mismo que hizo el de Barcelona con Santa Coloma, favorito de Felipe IV. A finales del mismo siglo, bajo el reinado de Carlos II, el pueblo de Madrid se levantó contra la camarilla de la reina, compuesta de la condesa de Barlepsch y los condes de Oropesa y de Melgar, que habían impuesto un arbitrio abusivo sobre todos los comestibles que entraban en la capital y cuyo producto se distribuían entre sí. El pueblo se dirigió al Palacio Real, obligó al rey a presentarse en el balcón y a denunciar él mismo a la camarilla de la reina. Se dirigió después a los palacios de los condes de Oropesa y Melgar, saqueándolos, incendiándolos, e intentó apoderarse de sus propietarios, los cuales tuvieron, sin embargo, la suerte de escapar a costa de un destierro perpetuo. El acontecimiento que provocó el levantamiento insurreccional en el siglo XV fue el tratado alevoso que el favorito de Enrique IV, el marqués de Villena, había concluido con el rey de Francia, y en virtud del cual Cataluña había de quedar a merced de Luis XI. Tres siglos más tarde, el tratado de Fontainebleau –concluido el 27 de octubre de 1807 por el valido de Carlos IV y favorito de la reina, don Manuel de Godoy, Príncipe de la Paz, con Bonaparte, sobre la partición de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España–, produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de su hijo Fernando VII, la entrada del ejército francés en España y la consiguiente guerra de independencia. Así, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces por don Manuel de Godoy, lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada por el marqués de Villena. Asimismo, la revolución de 1854 ha comenzado con el levantamiento contra la camarilla personificada por el conde de San Luis.
A despecho de estas repetidas insurrecciones, no ha habido en España hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa en los tiempos de Carlos I o Carlos V, como le llaman los alemanes. El pretexto inmediato, como de costumbre, fue suministrado por la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, Cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto de las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era la superficie del movimiento. En su base estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del absolutismo moderno.
La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada, bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía aún feudal en una monarquía absoluta. Atacó simultáneamente los dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos. Aquéllas eran una modificación de los antiguos «concilia» góticos, y éstos, que se habían conservado casi sin interrupción desde los tiempos romanos, presentaban una mezcla del carácter hereditario y electivo característico de las municipalidades romanas. Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, de Provenza, del norte de Galia, de Gran Bretaña y de parte de Alemania, ofrecen una cierta similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas pero ni los Estados Generales franceses, ni el Parlamento inglés de la Edad Media, pueden ser comparados con las Cortes españolas. Se dieron, en la creación de la monarquía española, circunstancias particularmente favorables para la limitación del Poder real. De un lado, durante los largos combates contra los árabes, la Península era reconquistada por pequeños trozos, que se constituían en reinos separados. Se engendraban leyes y costumbres populares durante esos combates. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaron a éstos un poder excesivo mientras disminuyeron el poder real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron una gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se encontraban de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país, y el constante intercambio con Provenza y con Italia, dieron lugar a la creación, en las costas, de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría. En fecha tan remota como el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más potente de las Cortes, las cuales estaban compuestas de los representantes de aquéllas juntamente con los del clero y de la nobleza. También merece ser subrayado el hecho de que la lenta reconquista, que fue rescatando el país de la dominación árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años, dio a la Península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que predominaba en la Europa contemporánea. España se encontró, en la época de la resurrección europea con que prevalecían costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde la dignidad imperial le había sido conferida, las Cortes se reunieron en Valladolid{1} para recibir su juramento a las antiguas leyes y para coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes.
Las Cortes se negaron a recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y juraba las leyes del país no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana. Las Cortes con este motivo le dijeron: «Ha de saber, señor, que el rey no es más que el servidor retribuido de la nación.» Tal fue el principio de las hostilidades entre Carlos I y las ciudades. Como reacción frente a las intrigas reales, numerosas insurrecciones estallaron en Castilla, se creó la Junta Santa de Ávila, y las ciudades unidas convocaron la asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey «una protesta contra los abusos». Este respondió privando a todos los diputados reunidos en Tordesillas de sus derechos personales. La guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente por fuerzas superiores en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. Las cabezas de los principales «conspiradores» cayeron en el patíbulo, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron en favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos de la fuerza necesaria; pero Carlos utilizó sobre todo el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambos. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla que acusaban a éstas de inmisiones en sus antiguos privilegios y jurisdicciones. Por lo tanto la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de supresión de la Junta Santa. Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Carlos se dedicó a reducir sus privilegios municipales y aquéllas declinaron rápidamente en población, riqueza e importancia; y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes.
Carlos se volvió entonces contra los nobles que le habían ayudado a destruir las libertades de las ciudades pero que conservaban, por su parte, una influencia política considerable. Un motín en su ejército por falta de paga le obligó en 1538 a reunir las Cortes para obtener fondos de ellas. Pero las Cortes, indignadas por el hecho de que subsidios otorgados anteriormente por ellas habían sido malgastados en operaciones ajenas a los intereses de España, se negaron a aprobar otros nuevos. Carlos las disolvió colérico; a los nobles que insistían en su privilegio de ser eximidos de impuestos, les contestó que al reclamar tal privilegio, perdían el derecho a figurar en las Cortes, y en consecuencia los excluyó de dicha asamblea. Esto fue un golpe mortal para las Cortes y desde entonces sus reuniones se redujeron a la realización de una simple ceremonia palaciega. El tercer elemento de la antigua constitución de las Cortes, a saber, el clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Por el contrario, mediante la Inquisición, la Iglesia se había transformado en el más potente instrumento del absolutismo.
Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como social, ha exhibido esos síntomas tan repulsivos de ignominiosa y lenta putrefacción que presentó el Imperio Turco en sus peores tiempos, por lo menos en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron enterradas en una tumba magnífica. En aquellos tiempos Vasco Núñez de Balboa izaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en Méjico y Pizarro en el Perú; entonces la influencia española tenía la supremacía en Europa y la imaginación meridional de los íberos se hallaba entusiasmada con la visión de Eldorados, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal.
Así la libertad española desapareció en medio del fragor de las armas, de cascadas de oro y de las terribles iluminaciones de los autos de fe.
Pero ¿cómo podemos explicar el fenómeno singular de que después de casi tres siglos de dinastía de los Habsburgos, seguida por una dinastía borbónica –cualquiera de ellas harto suficiente para aplastar a un pueblo– las libertades municipales de España sobrevivan en mayor o menor grado? ¿Cómo podemos explicar que precisamente en el país donde la monarquía absoluta se desarrolló en su forma más acusada, en comparación con todos los otros Estados feudales, la centralización jamás haya conseguido arraigar? La respuesta no es difícil. Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías. Estas se edificaron en todos los sitios sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social.
Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y amasaban los diversos elementos de la sociedad hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medieval por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundió en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, la ciudades perdieren su poder medieval sin ganar en importancia moderna.
Desde el establecimiento de la monarquía absoluta las ciudades han vegetado en un estado de continua decadencia. No podemos examinar aquí las circunstancias, políticas o económicas, que han destruido en España el comercio, la industria, la navegación y la agricultura. Para nuestro actual propósito basta con recordar simplemente el hecho. A medida que la vida comercial e industrial de las ciudades declinó, los intercambios internos se hicieron más raros, la interrelación entre los habitantes de diferentes provincias menos frecuente, los medios de comunicación fueron descuidados y las grandes carreteras gradualmente abandonadas. Así la vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su configuración social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada históricamente en función de las formas diferentes en que las diversas provincias se emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se afianzaron y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de la actividad nacional. Y así como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que estaba en su poder para impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la cual se puede crear un sistema uniforme de administración y de aplicación de leyes generales. La monarquía absoluta en España, que sólo se parece superficialmente a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien al lado de las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a su cabeza. El despotismo cambiaba de carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias con sus diferentes leyes y costumbres, con diferentes monedas, con banderas militares de colores diferentes, y con sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo oriental sólo ataca la autonomía municipal cuando ésta se opone a sus intereses directos, pero permite con satisfacción la supervivencia de dichas instituciones en tanto que éstas le descargan del deber de cumplir determinadas tareas y le evitan la molestia de una administración regular.
Así ocurrió que Napoleón que, como todos sus contemporáneos, consideraba a España como un cadáver exánime, tuvo una sorpresa fatal al descubrir que si el Estado español estaba muerto, la sociedad española estaba llena de vida y repleta, en todas sus partes, de fuerzas de resistencia. Mediante el tratado de Fontainebleau había llevado sus tropas a Madrid; atrayendo con engaños a la familia real a una entrevista en Bayona, había obligado a Carlos IV a anular su abdicación y después a transferirle sus poderes; al mismo tiempo había arrancado ya a Fernando VII una declaración semejante. Con Carlos IV, su reina y el Príncipe de la Paz conducidos a Compiegne, con Fernando VII y sus hermanos encerrados en el castillo de Valençay, Bonaparte otorgó el trono de España a su hermano José, reunió una Junta española en Bayona y le suministró una de sus constituciones previamente preparadas. Al no ver nada vivo en la monarquía española, salvo la miserable dinastía que había puesto bajo llaves, se sintió completamente seguro de que había confiscado España. Pero pocos días después de su golpe de mano recibió la noticia de una insurrección en Madrid. Cierto que Murat aplastó el levantamiento matando cerca de mil personas; pero cuando se conoció esta «masacre» estalló una insurrección en Asturias que muy pronto englobó a toda la monarquía. Debe subrayarse que este primer levantamiento espontáneo surgió del pueblo, mientras las clases «bien» se habían sometido tranquilamente al yugo extranjero.
De esta forma se encontraba España preparada para su reciente actuación revolucionaria, y lanzada a las luchas que han marcado su desarrollo en el presente siglo. Los hechos e influencias que hemos indicado sucintamente actúan aún en la creación de sus destinos y en la orientación de los impulsos de su pueblo. Los hemos presentado porque son necesarios, no sólo para apreciar la crisis actual, sino todo lo que ha hecho y sufrido España desde la usurpación napoleónica: un período de cerca de cincuenta años, no carente de episodios trágicos y de esfuerzos heroicos, y sin duda uno de los capítulos más emocionantes e instructivos de toda la historia moderna.
(New York Daily Tribune, 9 de septiembre de 1854.)
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{1} Aquí hay un error cronológico en el texto publicado por el periódico New York Daily Tribune, en el que se basa esta traducción. Como se sabe, las Cortes de Valladolid se reunieron unos meses antes de la elección de Carlos V como emperador de Alemania. (N. del T.)