Gustavo Bueno
¿Crisis en el marxismo o revolución en el marxismo?
I
«Marxismo» quiere aquí significar «teoría marxista». Por tanto, estamos hablando de «crisis teórica» del marxismo y de «revolución teórica» en el marxismo.
Pero «teoría», en el contexto de «teoría marxista» –en cuanto se la sigue considerando como una teoría viva, actual– no es algo que pueda ser reducido (filológicamente) a los límites de la MEGA. Como teoría política, que pretende controlar el proceso mismo de la historia, no solamente tiene que incorporar las etapas que precedieron a su formulación (modo de producción asiático, esclavismo, &c.), así como también dar cuenta de las teorías políticas implicadas por éstas etapas (teorías que serán consideradas como ideológicas). Tiene también que incorporar –y esto es lo más paradójico– las etapas que le son posteriores, en particular, el mismo desarrollo de la teoría en su función de organizadora de los procesos políticos histórico-universales posteriores a 1873. Por ello, cuando se habla de marxismo, se habla, desde luego (MEGA) de Engels, pero también de Kautsky; se habla de Lenin, pero también de Stalin; de Rosa de Luxemburgo y de Trotsky, de Gramsci y de Mao. Acaso no de Bernstein, por ejemplo. Es como si hiciéramos a Marx, en cierto modo, «responsable» de las interpretaciones de los marxistas –al menos de aquellos que han tenido un significado histórico universal (y ello en la medida en que una teoría de la Historia, como la de Marx, si bien no tiene por qué llegar a descender a las interpretaciones ulteriores de la teoría en lo que tienen de subjetivo o psicológico, sí que tiene que llegar a estas interpretaciones a través de la obligación de dar cuenta de los procesos histórico universales ligados a ellas)–. Y así resulta que, de hecho, hablamos, de un modo no enteramente gratuito (creemos), de «crisis del marxismo», cuando, según otros, debiera hablarse sólo de «crisis del leninismo» (o de la interpretación leninista de Marx), o de «crisis del estalinismo» (o de la interpretación estalinista de Marx y de Lenin), &c.
Una teoría con las pretensiones de la teoría marxista, que asume como material propio la masa integra de procesos reales (políticos, económicos, sociales, religiosos) a los cuales busca orientar (o, lo que es lo mismo, con cuya orientación histórica objetiva pretende estar identificada), no puede ser indiferente al curso mismo de los acontecimientos que ella ha previsto, o incluso inspirado. El material que le sucede es, sin embargo, interior a ella; el desarrollo de la teoría no puede reducirse a la condición de un proceso lógico abstracto que pueda practicarse al margen del, propio curso de ese mismo «material».
II
La «crisis del marxismo», de la que todos hablamos, por tanto, no girará tanto en torno a los ajustes lógico formales de la teoría marxista (por ejemplo, de los ajustes entre las supuestas incoherencias entre la teoría del valor del Libro I y la de los precios del Libro III de El Capital), –la «crisis» lógico formal de una doctrina como la marxista siempre podrá encontrar alguna salvación también formal–, cuanto en torno a su extracto material, a la coordinación de los sucesos que le son futuros, pero no externos. Y esto porque tales materiales «ulteriores» no podrían entenderse meramente como externos verificadores o falsadores (en el sentido de Popper) de una teoría cerrada previa, sino como contenidos internos de una teoría abierta de la cual constituyen también internos desarrollos. No se trata tanto, pues, de poner la crisis de la teoría marxista en supuestas incoherencias entre las partes de la doctrina de Marx, o en inadecuaciones de la teoría (de sus predicciones) con los hechos ulteriores: se trata de poner la crisis en la eventual incoherencia e inadecuación a la vez de estos materiales (ulteriores, además de anteriores) entre sí, en la medida en que las interpretaciones de la doctrina (que sean desarrollados suyos) tampoco resulten coherentes entre sí. Podemos incluso aventurar como fórmula bastante general de esta crisis teórica, así entendida, la siguiente: una crisis teórica del marxismo se produciría allí en donde aún estando «prevista» (y aún más: programada y puesta en ejecución) por la teoría una cierta conexión de identidad (una verdad) entre diversos términos (o trozos) de la realidad histórica, tal identidad deja de producirse, como si los materiales fuesen los responsables de la «disociación». Las «crisis del marxismo» (de la teoría marxista) tendrían entonces la forma de «crisis de identidad» –pero no en el sentido metafísico hegeliano (como la autonegación de una sustancia realmente idéntica) sino en el sentido dialéctico (el de la disociación de una identidad entre términos que fueron, no solamente pensados, sino construidos como partes de una misma estructura). Algunos ejemplos que se dejan cómodamente acoger por ésta fórmula:
1) La Primera Guerra Mundial significa acaso la primera gran crisis del marxismo, la de la Segunda Internacional, a propósito de su doctrina del proletariado, de la identidad o unidad del proletariado internacional. La Guerra obligaba a desplazar ese proletariado internacional al limbo de la virtualidad pura, por cuanto esa identidad de la clase universal resultaba fragmentada por determinaciones particulares (nacionales) que, fuesen o no superestructurales, lo cierto es que estaban influyendo en acontecimientos de escala planetaria.
2) Esta crisis habría sido resuelta por el leninismo: la Revolución de Octubre demostraba de nuevo la realidad del proletariado al hacerlo protagonista de la primera gran revolución socialista. La teoría marxista resultaba así desarrollada (no meramente «apuntalada») con la doctrina del capitalismo imperialista. Esta doctrina daba cuenta del «aplazamiento» de la construcción de esa unidad del proletariado que la primera Guerra había desmentido, por cuanto la unidad reaparecía (una vez roto el eslabón más débil) en un futuro próximo merced precisamente a la consolidación de la Unión Soviética. Esta consolidación (que comportaba la «electrificación» de Rusia y la revolución agraria de los años treinta) cubre el período estaliniano y está apoyada precisamente sobre la identificación de la Unión Soviética con la Patria del Socialismo, núcleo en torno al cual habrá de reconstruirse la virtual unidad mundial. La segunda gran crisis del marxismo comenzará a producirse ahora al ritmo de la progresiva disociación entre la Unión Soviética y la Patria del Socialismo (o del Socialismo, a secas). Literariamente, la crisis está anticipada ya en los comienzos del estalinismo (Trotsky), reflejada en sus fases centrales (Orwell, Animal Farm) y caricaturizada en sus últimas etapas (Soljenitsin, Glucksmann, Henri-Lévy), pero acaso se realiza objetivamente (históricamente) en el conflicto chino-soviético. A mi juicio, ésta ha sido la crisis más profunda de la teoría marxista y la que más repercusiones ha debido tener y deberá seguir teniendo en el movimiento comunista internacional. Para resolverla (en términos que no sean meramente psicologistas –«traición a la revolución», «culto a la personalidad»–) se ven empujados muchos por la necesidad de regresar hasta componentes muy lejanos de la teoría marxista: la Unión Soviética podría así ser «envuelta» por la teoría marxista, desde luego, pero a condición de que los propios desarrollos de Lenin y de Stalin sean reducidos, en gran parte (por medio de categorías marxistas disponibles) a la condición de componentes ideológicos. La Revolución de Octubre no sería una traición, pero tampoco una revolución que haya instaurado el modo de producción socialista; es acaso una revolución antiimperialista (ideológicamente entendida como socialismo por Lenin y por Stalin) que se acoge, no ya a la categoría del modo de producción socialista, sino a la de una formación que recuerda el modo de producción asiático, un monopolismo de Estado industrial, no ya agrícola (Bahro).
3) Simultáneamente a la crisis teóricas a las que hemos aludido, crisis determinadas por la dialéctica misma de los materiales internos a la propia «jurisdicción» de la praxis marxista y como contrafigura de esta dialéctica interna tiene lugar el proceso de consolidación del capitalismo, o el aplazamiento indefinido de su agonía. Muchas veces se aduce ésta consolidación o recuperación del capitalismo (después de la Gran Depresión y de la Segunda Guerra Mundial) como principal instrumento de refutación de la teoría marxista. En mi opinión, esto no es correcto, salvo acaso para quienes entienden la teoría marxista al modo popperiano, interpretando la «recuperación del capitalismo» puede ser asimilada por la propia teoría marxista (en cierto modo esta recuperación es ella misma marxista, en una dirección contrarecíproca), y no ya sólo por medio de una nueva corrección de parámetros, sino incluso dando lugar a un desarrollo de la propia teoría (en el sentido por ejemplo de Sweezy y Baran). Si no me equivoco, la crisis que para el marxismo representa la consolidación del capitalismo, hay que situarla en otro lado. Por así decir, no en la existencia de la recuperación, sino en su contenido: no es una supuesta predicción del marxismo aquello que hace crisis, sino un componente más profundo (creemos) y menos advertido de la teoría marxista, a saber, la concepción del trabajador industrial como protagonista del modo de producción capitalista, entendido en el contexto del progreso de la humanidad hacia el comunismo. Porque la recuperación del capitalismo en la forma del «capitalismo monopolista» de Sweezy y Baran, por ejemplo, implica un entendimiento de la producción en términos tales que el trabajador industrial ha de comenzar a ser clasificado, en gran medida, entre las superestructuras, en su sentido más peyorativo. La identidad en la base, establecida por la teoría marxista clásica, entre trabajador industrial y clase universal (y no sólo por su negatividad de clase desposeída, sino también por su condición positiva de heredera de la ciencia politécnica que soporta la humanidad, como el siervo hegeliano a su señor) comienza a disociarse. Y se disocia primero, porque el trabajador industrial deja de ser, no sólo el que exclusivamente es trabajador manual, sino, también, el «paria de la tierra» –los parias de la tierra viven ahora precisamente en los países no industrializados, en la India, en África– y segundo, y, sobre todo, porque aquello que produce el trabajador industrial, su producción, ha perdido el prestigio progresista que correspondía a los productos de la industria del siglo XIX (ferrocarriles, electricidad) y adquiere los tonos más falsos y sombríos de los productos superestructurales: tanques y automóviles, aviones de guerra y napalm, además de cirios pascuales y coca-cola. Las fuerzas del trabajo pierden con esto el prestigio prometeico que habían adquirido como alumbradoras de las energías prístinas de la Naturaleza, motores de la Historia, frente al lujo superestructural creado por artistas y escritores al servicio de la burguesía, o de las fuerzas de la cultura, en general (que resultan ser, por otra parte tan trabajadoras, en el plano jurídico laboral, como las primeras). El proletariado deja de poder ser identificado, en cuanto clase trabajadora, con la conciencia práctica de la humanidad en la nueva formación capitalista (y por supuesto, en la industria armamentista del monopolismo de Estado) no solamente ya no es identificable con el curso básico de la producción dominadora de la Naturaleza, sino que comienza a presentarse como algo que amenaza y corroe ese curso, en cuanto despilfarra, ciega y agota los recursos energéticos y conduce al suicidio de la vida antes que a la «reconciliación del Hombre con la Naturaleza». El determinismo cultural, la «ideología ecologista», son motores importantes de la crisis de la teoría marxista en aquellas partes suyas que, al parecer, estaban más preservadas, por su abstracción, de una contrastación empírica (Hombre/Naturaleza, Base/Superestructura) y obligan a desarrollar la teoría marxista en direcciones muy distintas a las que conducía el progresismo decimonónico.
4) Como último ejemplo del concepto de «crisis del marxismo» que estamos ensayando: la identificación entre el Estado y la Clase Dominante (explotadora) – parte de la teoría marxista clásica correlativa de su identificación entre el proletariado y la clase universal, con la doctrina de la revolución asociada a ella– comienza también a entrar en crisis al disociarse, en la Unión Soviética, en el «Estado de todo el pueblo» y en el Capitalismo al reconocerse que importantes funciones del Estado no pueden interpretarse como meros servicios instrumentales de la clase capitalista (ni menos aún del fascismo), sino como funciones autónomas administrativas, ligadas a burocracias no capitalistas, comparables acaso a las castas de escribas del modo de producción asiático.
III
Las crisis de la teoría marxista, tal como las venimos analizando, no parecen implicar necesariamente el reconocimiento de su agonía, puesto que precisamente cada crisis viene acompañada de una ampliación del campo de la teoría, de un regressus hacia conceptos más abstractos, desde los cuales las identidades (verdades) rotas parecen volver no ya precisamente a restaurarse, pero sí a ser reabsorbidas en identidades de más amplio radio.
Ahora bien: ¿podemos afirmar que éste proceso de resolución de la crisis ha dado lugar siempre a resultados igualmente satisfactorios? Yo creo que no. Y me parece que la acumulación de éstas rupturas de nexos de identidad preestablecidos por la teoría marxista está acaso determinando en ella algo más que una crisis, o que un conjunto de crisis, está determinando una revolución de la teoría, una Umstülpung del marxismo comparable a la Umstülpung que el hegelianismo sufrió en la época de Marx y por obra de Marx mismo.
Cuando hablo de esta inversión o «vuelta del revés» del marxismo, lo hago naturalmente en un sentido analógico –puesto que ésta inversión del marxismo no tiene el sentido de una involución hacía el idealismo. He aquí los términos de mi analogía: suponiendo que la Umstülpung del sistema hegeliano por Marx quedase bastante aproximadamente definida, en el marco de los estratos hegelianos del Espíritu (subjetivo, objetivo, absoluto), como la transmutación del significado del Espíritu absoluto (que Marx «pasará» a la esfera del Espíritu Objetivo, como superestructura), la Umstülpung del marxismo que estaría produciéndose quedaría definida en el marco de la escala de los modos de producción que constituyen el contenido del materialismo histórico (a su vez, necesitado de una ampliación que profundice la «estructura, plana» –Hombre, Naturaleza– en el que ha sido concebido). La teoría de los modos de producción y de su sucesión histórica –sea lineal, o bien no lo sea– es la parte de la teoría marxista que mayor incidencia tiene, sin duda, en los programas estratégicos o planes políticos comunistas: diríamos que constituye el «plano» mismo de éstos programas. Y cualquiera que sea el estatuto que se otorgue a éstos modos de producción, y al orden entre ellos, parece lo cierto que todos están pensados como tendiendo a desembocar, mediata o inmediatamente, en el comunismo, en el modo de producción comunista. Ahora bien, el comunismo, hoy por hoy, no es una categoría de la historia efectiva, puesto que está más allá de la historia, y no porque se sitúe en un lugar celeste (aunque algunos piensan que su lugar es, por cierto, interplanetario –los militantes comunistas que sean cristianos verán acaso en esto una aproximación a su antiguo ideal del paraíso celestial, que les aguarda si llevan una vida santa y justa y acaso heroica–), sino, sencillamente, porque se sitúa en el futuro, mientras que la historia, por definición, se refiere al pasado. Sin embargo, el comunismo confiere sentido y orientación a las fases históricas que le anteceden, comenzando por la fase cero, por la llamada «comunidad primitiva» (¿se definirá la comunidad primitiva por medio de las relaciones de igualdad –como hace Marvin Harris– o bien poniendo en ella en primer plano las relaciones de fraternidad?). Se diría (si se nos permite una comparación con los procedimientos de la Geometría proyectiva) que la «fase final» (comunismo) viene a desempeñar un poco el papel que en el análisis de las figuras finitas proyectivas alcanzan sus proyecciones en los puntos de infinito: las propiedades proyectivas de una figura, las razones dobles principalmente, han de conservarse invariantes en todos los miembros de la clase proyectiva, y las figuras formadas en la transformación proyectiva infinita, por su sencillez, simplifican muchas veces la demostración de las propiedades proyectivas «finitas». Decía Marx en los Manuscritos de 1844: «El comunismo verdadero es la solución del enigma de la Historia y sabe que es ésta solución».
Ahora bien, ocurre que el marxismo acostumbra a representarse ésta figura de infinito –el comunismo– en términos tales en los que desaparecen las «razones dobles», digamos, las relaciones dialécticas de conflicto que vinculan las partes constitutivas de un modo de producción. Los motivos por los cuales esto haya sido así no vamos a estudiarlos en éste lugar. En cualquier caso no hay que olvidar que el Marx maduro se refirió al comunismo principalmente en sus aspectos económicos y de un modo muy sobrio: «sobre lo que ocurrirá después de la revolución social –dice Engels– Marx habla sólo en términos generales, de una forma muy general». Además, Marx ha dicho explícitamente (en Nationalökonomie und Philosophie) que el comunismo no es el fin de la evolución humana, sino el principio de la Historia (algo que Croce no tuvo en cuenta cuando vio la concepción marxista del comunismo como la «detención de la Historia»). Pero lo cierto es que la fase del comunismo nos viene siempre descrita en términos más bien metafísicos que dialécticos, cuando nos atenemos a sus contenidos. Se diría que no porque Marx se resista a representarse ésta edad es posible entenderla omitiendo el proceso de su representación: entenderla es aquí precisamente imaginarla (si es que se trata de un estado terrenal, empírico, y no de un estado espiritual, transfísico, inimaginable por definición). Se diría que Marx sabía que el peligro mayor para los conceptos abstractos por medio de los cuales formuló el concepto de la sociedad comunista era su representación –a la manera como el peligro mayor para el concepto teológico del Paraíso Terrenal es su representación en imágenes, por otra parte ineludible–. (Podría decirse que la mejor crítica al mito del Paraíso Terrenal la constituye el tomarlo en serio y pensar en él, desarrollar representativamente su idea – porque éste desarrollo transforma el mito en una ridícula fantasía–). En el concepto de comunismo, sin embargo, está contenida la noción de la reconciliación de los hombres entre sí –reconciliación que incluye acaso la formación de una raza homogénea, de aspecto malayo– así como la reconciliación del Hombre y de la Naturaleza, de la Base y de la superestructura, del trabajo intelectual y del trabajo manual, «creciendo las fuerzas productivas y corriendo a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva» (Crítica del Programa de Gotha). Es la época del Hombre total, politécnico, del hombre en el cual todas las contradicciones habrán sido resueltas, en el cual la fraternidad (más que la igualdad) entre los hombres, habrá sido instaurada, la alienación cancelada y el «reino de libertad» definitivamente conquistado. (Algunos marxistas se representan éste estado final como la apoteosis del hombre que, como única conciencia del cosmos –«Pimpollo de la Tierra», diríamos con Fray Luis– habrá incluso dejado de tener que depender de los animales y de las plantas y, soberano de la naturaleza, producirá por síntesis sus propios alimentos, extraídos de un mundo inagotable). Desaparecido el Estado, una sociedad universal, que sólo necesitará de la «administración de las cosas», iniciará, en la paz perpetua, una vida indefinida. La cultura florecerá, suprimido el determinismo económico (que, según Petrovic, rigió sólo para las etapas anteriores, «prehistóricas»), como expresión superabundante del hombre libre, en su variedad inofensiva, infinita y pacífica: «¡Dejad que cien flores florezcan y que se opongan cien escuelas de pensamiento!».
Sin duda, muy pocos marxistas dejan de estar hoy sometidos a un pudor tal que les permita diseñar de ésta suerte el modo de producción comunista. Pero la cuestión es que aunque la representación se mantenga, por pudor, en la penumbra, su concepto ejerce funciones decisivas. Si se habla de «revolución traicionada» o fracasada, es precisamente en función de que la fase final no se ha instaurado, o porque se aplaza continuamente en el tiempo. Si el socialismo no es «comunismo en formación», ¿cómo puede entonces la clase obrera seguir estando directamente interesada en él?, pregunta Rudolf Bahro. Los más críticos y acaso también los más cínicos, concederán que éstas representaciones nos llevan a la utopía, pero defenderán el utopismo en nombre del «principio de esperanza» (Bloch).
¿Cómo, sin embargo, aceptar una representación metafísica en el seno del materialismo histórico? ¿Cómo podrían perderse en ésta figura proyectiva final las «razones dobles», es decir, las relaciones dialécticas constitutivas de los modos de producción históricos si es que estas relaciones dialécticas son el principio de la vida y del movimiento? Acaso pudiéramos interpretar simplemente, como recurso para mantener la coherencia del materialismo dialéctico, al menos de un modo formal, para no «detener la Historia», la tenaz propensión de tantos soviéticos en el interés por los extraterrestres, así como su ya vieja política de los viajes espaciales. Sin duda ésta política puede ser explicada a partir de otras motivaciones (dar salida al enorme excedente industrial derivado del desarrollo de la Unión Soviética, espionaje, meteorología o explotación de recursos energéticos). Pero, en todo caso, semejante política permite reintroducir, aunque de un modo imaginario, y «formal», las «razones dobles», la dialéctica, en ese Estado metafísico; una dialéctica imaginaria y externa porque procede por la introducción del deus ex machina de los extraterrestres y de las naves espaciales que salen en su busca. Y una dialéctica imaginaria, externa y gratuita, no puede tomarse como alternativa de la dialéctica interna que el materialismo histórico requiere en el momento de diseñar el concepto de comunismo.
Porque si en éste se han de conservar las «razones dobles», es preciso también que se conserven las contradicciones, las inconmensurabilidades, aunque ellas se den en otro plano diferente de aquél que el capitalismo determina. A fin de cuentas, se trata no de otra cosa sino de aplicar las propias categorías de la dialéctica materialista al propio modo de producción comunista, a fin de rebasar su representación metafísica y utópica. Ese mundo comunista no puede ser el escenario del Hombre total, el lugar en el que se cancela la alienación humana –simplemente porque éstos conceptos son, no ya utópicos, sino metafísicos (de la misma manera que el Paraíso Terrenal no puede ser el escenario de Adán, por la sencilla razón de que el «primer hombre» es un concepto que no tiene más consistencia que el concepto de «círculo cuadrado»).
La desaparición del hambre, de la miseria, o de la servidumbre, no implica la desaparición de los conflictos humanos, sino acaso el comienzo de conflictos verdaderamente humanos (no cuasi animales, por así decirlo), internos al hombre, en su relación mutua y con la Naturaleza. La necesicad de alegar los recursos energéticos –no ya por su escasez global, pero sí por su agotamiento específico– determinará convulsiones tan violentas, como aquellas que se derivaron de la propiedad privada; el control demográfico de la población puede abrir una dialéctica tan terrible como la que se dio en las épocas primitivas, o menos primitivas, estudiadas por Harris (el envejecimiento de la población planteará el problema de la eutanasia sistemática). La administración de las cosas (sustitutiva de esa administración de las personas con que se designa a la política, al Estado) es un concepto vacío, sólo compatible con una sociedad enteramente preprogramada en sus bases genéticas (al modo del Mundo Feliz), porque, ¿cómo podrían las nuevas generaciones incorporarse a la República universal sin mediar desde luego un proceso de educación y adoctrinamiento? ¿Y quién mantendría la dirección y coordinación de los miles de encargados de la transformación de la cría humana en ciudadano? ¿Es ésta administración de cosas o es administración de personas? Y, sin embargo, muchos siguen pensando en la supresión futura de todo tipo de administración de personas como si esto tuviese algún sentido, salvo aquél que les permite «tolerar», por transitorios, los actuales procedimientos «prehistóricos» del adoctrinamiento y de la educación.
IV
Lo que designamos como «Revolución en la teoría marxista» es principalmente algo así como éste Umstülpung del marxismo que estaría operándose en el momento en que se trata de reconstruir la totalidad del materialismo histórico –y de la política a él asociada– a la luz de ésta figura proyectiva de infinito conservadora de «las razones dobles». Consiste en transmutar la representación armónica y metafísica por una representación dialéctica y tenazmente antiutópica. En lugar de ver el estado final como el término de la serie de modos de producción en los cuales se han eliminado sus servidumbres, el Umstülpung de la teoría marxista consiste en gran medida en contemplar desde un estado final, él mismo dialéctico, a las distintas etapas y situaciones de la Historia positiva.
La revolución en la teoría marxista a la que venimos refiriéndonos repercute evidentemente en la interpretación de multitud de los procesos históricos dados en las diferentes etapas de la Historia, comenzando por la concepción de la misma comunidad primitiva. Así mismo, por ejemplo, los conflictos entre los distintos Estados feudales, o capitalistas, o incluso los propios conflictos entre los Estados socialistas, podrán verse ya a una luz distinta, porque otras serán las relaciones entre la base y la superestructura.
¿Pensará alguno que esta revolución transmutación de la teoría marxista es demasiado especulativa y que a los problemas concretos –aquellos que, según dicen, han de someterse al análisis concreto (¿?)– que el marxismo tiene planteados les resulta indiferente ésta revolución? No lo creemos así; antes bien, nos parece inmerso en la más completa inocencia un marxista que, sin querer entrometerse en éstas cuestiones llamadas «especulativas», cree haber alcanzado el mayor grado de la hipercrítica cuando se entrega al «análisis concreto de la realidad concreta» y que no puede ser otra cosa sino comentario libre, sin regla alguna, y entregado al ingenio de cada cual (que puede ser, desde luego, muy grande). La revolución en la teoría marxista implica, ante todo, el cambio de actitud global de quien colabora en la instauración del socialismo y recíprocamente. Por ejemplo, no será su actitud la del «reproche continuado» ante el malvado capitalista, o el diagnóstico de los grandes problemas de la vida en términos de problemas de «alienación capitalista», ni su actitud global tendrá que estar precisamente orientada a la consecución del estado del bienestar (en el que el consumidor satisfecho podrá disponer de raciones de cultura abundantes, hermosos esparcimientos, competiciones gimnásticas no antagónicas, campeonatos de ajedrez y hasta del silencio de los templos), al epicureísmo, sino, nos atreveríamos a decir, su actitud global estará más cerca de la actitud que conocemos históricamente con el nombre de estoicismo. Bastaría considerar las diferencias en la orientación en los programas de los partidos políticos derivadas de enfocar su estrategia desde una perspectiva armonista o desde una perspectiva dialéctica, para medir el alcance de ésta Umstülpung. El armonismo, por ejemplo, tenderá fácilmente al gradualismo, y recíprocamente; tenderá a la política del incremento de la producción, del ingreso de España en el Mercado Común Europeo, incluso del ingreso de España en la OTAN, en la medida en que confía en que el desarrollo del propio capitalismo conduce a un estado monista en el que las contradicciones han de ser resueltas. Preferirá las formas democrático formales, decretará la alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura, en virtud de una armonía presupuesta (olvidando que los «bloques históricos» incluyen la composición de partes opuestas, unidas ante terceros), se alejará del leninismo –en cuanto leninismo significa no ya precisamente la dictadura de un proletariado difícil de identificar, cuanto evidencia en la necesidad de una vanguardia de la clase trabajadora–, practicará la accidentalidad de las formas de Gobierno (puesto que cree saber que en el «punto de infinito» una corona más o menos es una cantidad despreciable), y considerará a su Partido como uno más entre los representantes de un pueblo que se considera armónicamente coherente en sus partes, por definición. La lucha contra las multinacionales será acaso su principal objetivo, al menos verbal, y su política de masas, la extensión absoluta de la cultura superior, con especial consideración del arte, del folklore y demás entretenimientos del tiempo de ocio. En resolución y prácticamente: estará enredado en el oportunismo, se aturdirá con la copiosa problemática de la política cotidiana (de la que se obtendrá, sin duda, algún paliativo que permita mantener la organización partidista y su burocracia), y llegará naturalmente a formar parte del propio sistema global que la admite en el seno de su propia oposición. Porque aun cuando se hiciese con el poder, su política no podría diferenciarse de la opuesta mucho más de lo que se diferencia la mariposa gris llamada Biston betularia de su forma mutante llamada Biston carbonaria.