Franco se quita la careta
Los discursos de Franco en Valencia están en la línea del que pronunció en Garabitas. Una línea en la que no se ve ninguna apertura hacia una «evolución» del régimen, tal como parece que instaban al «caudillo» algunas de sus amistades. Una línea en que la rigidez, queriendo dar sensación de fuerza, muestra la esclerosis del régimen, la enfermedad mortal que le corroe. No sólo no hay apertura hacia una «evolución», sino que hay una clara, inconfundible, regresión; una vuelta atrás, a los orígenes fascistas de la dictadura.
Por primera vez, desde el fin de la segunda guerra mundial, Franco —que había llevado el cinismo hasta autoproclamarse «campeón del mundo libre» cuando sus compinches Hitler y Mussolini yacían bajo tierra y podían serle de poco socorro —reivindica al fascismo germano-italiano derrotado por la coalición antihitleriana: «Pudieron los vencedores de la última guerra retrasar el proceso evolutivo que en Europa se había iniciado; pero las nuevas concepciones económico sociales —las de Hitler y Mussolini— van abriéndose camino y vemos a las viejas naciones utilizar procedimientos y doctrinas que hubieran escandalizado hace quince años.
El odio a los vencedores de la segunda guerra mundial, en bloque, es exhalado en cada uno de los tres discursos de Valencia, lo mismo contra el comunismo que contra «ese mundo liberal que en Europa todavía se lleva», al que amenaza con «una revolución verdadera», es decir, con el fascismo.
Franco se coloca, pues, en las posiciones más ultrancistas. Pero al hacerlo no sólo denota el aislamiento internacional de su régimen, puesto de manifiesto inconfundiblemente durante las huelgas de abril y mayo, sino que publica, e incluso ahonda más, su aislamiento interior. No es casual el espectáculo grotesco de las listas de «adhesión a Franco» que inserta su prensa, en las que a los «Consejos provinciales del movimiento» se suceden, casi exclusivamente... los «consejos provinciales del movimiento». Y todo el mundo sabe lo que pintan esos «consejos» y que, las más de las veces, tras ellos está exclusivamente el gobernador civil.
Todo el mundo sabe —o se imagina— asimismo, cómo se ha «fabricado» la «concentración» de Valencia, pero lo que ignoran muchos españoles es cómo han fracasado en germen decenas de otras manifestaciones del mismo carácter que los franquistas quisieron y no pudieron hacer, por falta de comparsas, en otros lugares de España.
Y es natural. ¿Quién va a seguir a Franco por el camino de la rehabilitación de Hitler y Mussolini en un momento en que —como afirma «Ecclesia» del 26 de mayo— «cunde por todas partes una tendencia irresistible hacia la democratización de todo en la sociedad»?
Al decir: « Hemos dado la batalla contra lo que descomponía la vida española... pero no la hemos podido dar fuera», Franco no hace sino lamentarse de que Hitler y Mussolini no pudieran ganar, ínternacionalmente, la guerra que él ganó con la ayuda de ellos, en España contra el pueblo español. Franco reconoce el desfase —él mismo utiliza este término— entre su régimen y el mundo actual. Un desfase que proviene no de que España se haya «adelantado» a los demás países, cómo osa afirmar. Desgraciadamente, y por culpa de Franco, España acude a esta hora internacional con un retraso de muchos años sobre otros países. La verdad es que el franquismo es un puro anacronismo y de ello toman conciencia hasta los españoles que estuvieron más ligados a él. Por eso, ai conjuro de las huelgas obreras de abril y mayo, se levanta en todo el país una oposición tan amplia y tan compacta.
Tratar de reducir esta oposición a «residuos de la vieja política», a «jóvenes imberbes deslumbrados por las campañas rojas» y a «conspiraciones extranjeras» es engañarse y pretender engañar al último cuadrilátero de sus fieles: ahuyentar el miedo cantando un estribillo desacreditado a fuerza de abusar de él.
¿Son «extranjeros», «imberbes», «residuos de la vieja política» los mineros de Asturias y los quinientos mil huelguistas de esta primavera? ¿Lo son si no, los millones de españoles que durante esas semanas, aun no yendo declaradamente a la huelga, han permanecido en empresas y oficinas poco que cruzados de brazos, sintiéndose solidarios con los huelguistas? ¿Son «extranjeros» los miles de estudiantes que manifestaron en Madrid, Barcelona, Valencia y los que, en otras universidades, estaban de corazón con sus compañeros? ¿Son «extranjeros», «conspiradores» e «imberbes» Menéndez Pidal, Aranguren, Pérez Ayala, Cela, Laín Entralgo, Alfonso Sastre y cuantos han firmado el documento de los intelectuales? ¿Lo son acaso Aurora Bautista, Marcela Sánchez Mazas, y los centenares de mujeres que se manifestaron en la Puerta del Sol? ¿Y los numerosos miembros de las fuerzas armadas que trataron con respeto a los huelguistas, porque comprendían la razón que les asistía?
Efectivamente, si le dejaran a Franco todos los españoles terminaríamos siendo extranjeros, o por lo menos, emigrados desde los braceros de Andalucia y Extremadura, hasta los campesinos de Castilla, Levante y Galicia, pasando por los mineros y metalúrgicos de regiones más desarrolladas que tienen que abandonar el país en busca de un pan que el régimen les niega; desde los republicanos emigrados en 1939 y posteriormente, hasta los demócratas y liberales antifranquistas a los que hoy se da a escoger entre el campo de concentración de Fuerteventura o el exilio. Todo lo que respira, trabaja y piensa terminará teniendo que marchar al extranjero, entre todos, dándonos la mano, sobreponiéndonos a diferencias hoy secundarias, no ponemos fin al régimen de Franco, que deshonra a Esapaña y la vacía de su substancia vital.
Franco trata de mantener sobre subierta a la tripulación de su navío alzando el chovinismo y los rescoldos fascistas que aún pueden alentar en ella. Pero este «capitán» que cree en el «vértice del ciclón» cuando está hundiéndose en lo más fuerta del torbellino, se encuentra ya al final de la navegación. Los discursos de Valencia bien pudieran ser el canto del cisne. Pese a cuanto él diga, los españoles no siguen a Franco. Los españoles estaban en huelga en mayo y abril y volverán a estarlo muy pronto, en masas más grandes y compactas, para dar al traste con la dictadura. los españoles están con los partidos que, desde los monárquicos a los comunistas, se pronunciaron el 21 de mayo contra el régimen. Los españoles están por las cinco condiciones del programa aprobado en Munich. Franco reivindicando a Hitler y a Mussolini; Franco doliéndose de la derrota de éstos, es la imagen del condenado que en los últimos momentos de su existencia como gobernante, se arranca la máscara para «ponerse en orden con su conciencia» y desaparecer de escena con el mismo atuendo fascista con que entró en ella.