Filosofía en español 
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acotaciones

El retorno a lo nuestro

por Efraín González Luna

Catedral de México

Tal vez estamos acercándonos al momento en que con mayor violencia será combatida una doctrina que, precisamente por eso, urge formular categóricamente.

No importa que aún no tengamos la definición precisa, perfecta, la que contenga los datos substanciales de la realidad definida y nada más, la que no pueda aplicarse a otra cosa y represente con fidelidad la que contiene. Lo que interesa es el ser y la presencia de la Hispanidad, que está en nosotros y nos habla con voz cada día más fuerte y clara; que tiene crecientes virtudes de iluminación retrospectiva y de conciencia actual; que dicta inexorablemente, en el puesto de mando donde se preparan trayectorias y destinos de nuestras patrias hispano-americanas –puesto desertado frecuentemente por los gobernantes–, la ruta de nuestra historia inmediata, de la historia que está ya haciéndose en silencio.

Cuando la marcha es fácil, los sentidos y el conocimiento se diluyen en el paisaje y se embriagan en el ritmo danzante del paso, la vida toda se concentra en el goce del instante fugaz. Pero en la dolorosa tensión de las crisis decisivas, cuando el mundo exterior se conjura contra el hombre y en la sombra lo oprime la amenaza de catástrofes inminentes, en Dios y en sí mismo encuentra las únicas fuerzas capaces de dominar la circunstancia adversa. Por fin se conoce, se identifica, se encuentra en su propia entraña esencial poderes insospechados, luces e ímpetus capaces de alumbrar caminos y de salvar obstáculos. En esas coyunturas vitales los pueblos hacen lo mismo, confrontados con el mismo misterio: se reconcentran en su identidad mientras en torno se derrumban los andamiajes de la rutina en que hasta entonces vivieron y, tal vez casi estrangulados por fuerzas hostiles, tal vez mientras oficialmente siguen representando en el escenario internacional personajes ficticios, tienen súbitamente, o como remate de un largo proceso más o menos inadvertido, la revelación de su ser radical y verdadero, de su vocación y de su misión auténtica, que no olvidarán jamás. Como en la Parábola del Hijo Pródigo, la salvación es siempre la vuelta a la casa paterna, es decir, la renuncia a la aventura y el retorno al ser.

Estamos liquidando una época histórica, la que iniciara el siglo XVI con la Reforma Protestante, y muy pronto estará cerrado el balance de fin de ejercicio. Nos abruma la certidumbre de una bancarrota irremediable. Más que estar totalmente arruinados, somos una ruina.

El proceso y los resultados del movimiento cuyas convulsiones finales presenciamos, pueden sintetizarse así:

El hombre sufre una degradación personal: de hijo de Dios se convierte en unidad biológica. La caída no deja de serlo porque coincida con progresos técnicos, que son pábulo, no remedio de la desesperación y de la barbarie.

El Occidente se desorganiza, literalmente. Deja de ser organismo, es decir, unidad viviente, espontánea y solidaria, para bajar a la categoría de mecanismo, de sistema de articulaciones artificiales, obra de interés, de habilidad y de fuerza. Se rompió el vínculo que hacia la Cristiandad, la conciencia de participar en una comunidad superior, de índole espiritual, pero eficazmente activa sobre la realidad terrestre, capaz de reducir las divergencias locales, depositaria de valores de justicia y salvación, por las que valía la pena vivir, luchar y morir. Con estos valores se formó una cultura que quiso hacer de Europa una Ciudad de Dios, jerárquicamente situada, como en el corazón de círculos concéntricos de alcance infinito, en un orden de comuniones cada vez más perfectas, culminando en la indefectible bienaventuranza sin término. La demolición de esta unidad es la triste tarea de la época moderna.

Correlativamente, la conducta individual y la colectiva mudan su repertorio de motivaciones. La santidad es suplantada por el éxito, la salvación por el bienestar, y la historia, en vez de afán religioso, es empresa de lucro y de poder. Cruzada y misión, banderas capaces de fundir a Europa en una sola decisión heroica, mueven a risa. Son otras ahora las causas que desbordan fronteras y borran diferencias. La internacional del dinero y la del odio son anverso y reverso de la misma tela.

Las doctrinas e instituciones políticas corresponden a la desnaturalización del hombre y de la comunidad social. El péndulo oscila entre extremos de anárquica delicuescencia o de feroz regimentación; pero siempre la persona humana es negada y el Estado es cualquier cosa, menos una "organización de la libertad" y una gestión del Bien Común.

Todo esto ha venido a desembocar en la matanza de estos oscuros días nuestros, en que cada camino posible está cerrado por poderes de esclavitud y salvajismo a la aspiración anhelante del hombre occidental. No es lo peor la crueldad de la tragedia física, ni siquiera la tortura moral directa, que empapa de dolor el mundo, sino la sombra sucia y espesa en que se ahoga nuestra angustia, el no ver puerta ni salida por ninguna parte, el no vislumbrar el sacrificio, –una opción de sacrificios es la única postura razonable– que nos llevará a la luz, esta miserable dosificación de amenazas, complicidades y traiciones que ahoga hasta la esperanza de salvarnos.

Isabel la Católica
Isabel, símbolo del espíritu que edificó la América Española

México y los demás países hispano-americanos, arrastrados por la incontrastable succión de la vorágine, son unidades dolorosas en la liquidación, no solamente porque el incendio de la guerra impone una cruel confrontación de la especie toda con las consecuencias de su locura suicida; sino porque interiormente sufrieron también, en mayor o menor medida, la intoxicación mortal. Es el drama de todos en el que todos tenemos un papel y una responsabilidad. Nuestras patrias se escaparon de la casa familiar y, a la zaga de señores o rufianes, siempre en calidad de pobres comparsas olvidadas de su dignidad nativa, corrieron aventuras culpables por los tortuosos caminos de la evasión inútil, que se vierten en el terrible día presente.

Un pueblo que en semejantes condiciones no se desnudara de disfraces, no fuera sinceramente honrado consigo mismo y no se abrazara a su propia substancia indeformable para mantenerse a flote en medio de la tempestad, hasta que el nuevo día ponga término al desesperado bracear jadeante, no merece sobrevivir. Esto es lo que hacen todos los pueblos que se salvan y serían culpablemente ciegos si negaran a otros el derecho y la necesidad de seguir este camino.

He aquí por qué el retorno a la Hispanidad es un impulso incoercible, el destino mismo, exigente y perentorio, de las naciones americanas de estirpe española.

Una de las trampas más perversas armadas por la propaganda frente-populista y en que la opinión anglo-americana, incluso una buena parte de la católica, se ha dejado coger, es la que identifica la Hispanidad con el actual régimen político de España. Sin discutir aquí la justificación o ligereza de los ataques contra el movimiento y el gobierno encabezados por Franco, conviene establecer categóricamente que no debe a éstos –movimiento, gobierno, jefe– la vida ni el empuje de la Hispanidad, ni está subordinada a ellos o dirigida por ellos. España misma, no digamos uno de los episodios de su historia, es una provincia –central, venerable, vital– en el mundo de la Hispanidad. La fábula de la conspiración para la reconquista, por la Madre Patria, de sus hijas libres de América, no solamente mueve a risa. Ojalá pudieran darse cuenta quienes acuñan o ponen en circulación semejantes patrañas de lo difícil que resulta para un hispanoamericano dominar la impresión de que no una mera ignorancia inspira esos lamentables infundios.

La Hispanidad es un tesoro viviente de valores espirituales, que, como todos los destinados al hombre, tienen una virtud ética, es decir, una capacidad inmanente para la promulgación de normas universales, superiores a combinaciones políticas, a intereses nacionales y a combinaciones internacionales. El actual gobierno español puede servir, olvidar o traicionar a la Hispanidad, como otro gobierno cualquiera de ayer o de mañana; pero no puede sujetarla a su suerte ni reducirla a sus limitaciones específicas, porque es realidad que lo desborda, como desborda todo particularismo estrictamente nacional. Al examinar, abandonando la metáfora para utilizar un procedimiento más ceñido y directo de definición, el contenido del concepto ilustre, veremos cuán altos son los niveles en que se asienta, cuán por encima de contingencias y circunstanciales formula nuestro itinerario.

La Hispanidad es el cuerpo y el alma, la unidad y la forma de un consorcio supranacional ligado por un triple vínculo: la estirpe espiritual, la comunidad histórica y el parentesco racial. Es un organismo de cultura que integran España y las naciones americanas que de ella nacieron. No es un movimiento político dirigido a la formación de una entidad natural necesariamente generadora de direcciones políticas, cuyo sentido conviene desentrañar. Desde luego, no podrá ser nunca confederación, liga, imperio u otra forma cualquiera de unión internacional que suprima o limite la plena soberanía de los países hispanos, comprendiendo en este apellido a todos los que forman parte de la Hispanidad. Esta no impone, ni tolera, ni pretende la generalización entre sus miembros de determinados tipos de constitución o actividad del Estado, ni autoriza la injerencia de ninguno de aquellos en el régimen interno o en las relaciones exteriores de los demás. Cualquier interferencia de esta índole constituiría precisamente la negación de la Hispanidad, el peor de los atentados posibles contra su naturaleza y sus propósitos. Cuando se habla de ella como de un Imperio, se alude simplemente a una dimensión supranacional, no a formas ni contenidos políticos. Los que se indignan, se escandalizan o tiemblan ante esa palabra, ignoran o tuercen su sentido específico. La Hispanidad no confisca ni disminuye la libertad interna y exterior de las naciones hispanas, no se apodera de su destino ni de parte alguna de él, no las articula en ningún mecanismo político.

El ser determina el obrar. Por tanto, la identidad nacional exige un comportamiento político peculiar y la comunidad de factores constitutivos tiene que ser origen de necesidades políticas coincidentes entre los países hispánicos. Lo que interesa es señalar la substancia y los rumbos de esta espontánea, incoercible actividad política derivada de la Hispanidad.

Desde luego, es claro que la comunicación, la colaboración y la asistencia entre las naciones hispánicas, tienen que ser de un grado superior, por la intensidad y la calidad, al que normalmente prevalece en las relaciones entre pueblos no participantes de factores vitales comunes. Inglaterra y los Estados Unidos han ilustrado brillantemente esta tesis en el actual conflicto mundial. Naturalmente, no pensamos en efusiones líricas y meras constataciones teóricas de un parentesco inútil, sino en una vida internacional que teja entre nuestros pueblos, inclusive en el terreno económico, relaciones sólidas, abundantes, estables, unificadoras de conciencia y creadoras de una rica solidaridad orgánica. Cuando se piensa en el aislamiento de nuestros centros de cultura, tanto entre los países hispánicos del Nuevo Mundo, como respecto de España, en el casi totalmente nulo intercambio comercial, en la falta de vías terrestres y marítimas de comunicación, en la inexistencia de un sistema aduanal congruente, en la ignorancia recíproca en que hemos venido viviendo, estamos ya señalando las exigencias perentorias de la política internacional que un mexicano egregio, Alemán, vio y preconizó genialmente en el tiempo oportuno; pero que jamás ha sido seriamente intentada después. Interiormente, un grandioso programa de alumbramiento de los olvidados veneros de nuestra identidad nacional, de rectificaciones honradas, de reanudación de nuestro presente a la tradición jurídica, a la vida municipal, a la organización agraria y al sentido paternal del Estado, sobre los que España cimentó la edificación de nuestras Patrias; pero, más que todo, de continuación de la tarea redentora del mestizaje en inéditas formas reclamadas por la coyuntura histórica presente y de fidelidad a los factores vertebrales de nuestra cultura espléndidamente propia y universal al mismo tiempo, mana de las premisas que hemos dejado sumariamente establecidas.

Hispanidad
La Hispanidad no es extraña ni distante: es el camino natural de la Raza hacia el espíritu

Ya se habrá advertido que lo que vivifica y actualiza, con intacta novedad de génesis, las normas, las tesis, los ímpetus y las realizaciones de este vigoroso anhelo, que tiene definitivamente acuñado su nombre –Hispanidad–, no puede ser de ninguna manera algo episódico, contingente, local, ya sea que ocurra en España o en cualquiera de los países hispanos de América; tiene que ser, por el contrario, algo de dimensiones universales y eternas, con la alta ubicación de todas aquellas culminaciones del espíritu que son capaces de iluminar y conducir a la humanidad entera:

Es la noción plenaria del hombre, organismo sensible y espíritu inmortal; es la afirmación, la defensa y el goce de una ecúmene cristiana, justa, ordenada, generosa; la participación en una cultura integralmente humana, es decir, tendida como una escala perfecta desde lo terrestre hasta lo infinito; es la postulación de una doctrina política que hace de la comunidad y del soberano auxiliares del destino del hombre, y de éste un sujeto responsable de su propio bien y del de sus semejantes; que organiza jerárquicamente las comunidades sociales, protegiendo especialmente a las más próximas a la persona humana –la familia, la profesión, el Municipio–, y dotándolas de fueros, estatutos y patrimonios de ejemplar eficacia; la doctrina política que Vitoria y Suárez llevaron a formulaciones, no superadas todavía, refrenando la predisposición despótica del Estado y declarándolo súbdito de la ley moral, sujeto responsable y punible; la doctrina que definitivamente subordinó el poder a la norma de justicia y fundó el Derecho Internacional. Es la idea de la valoración preeminente del espíritu sobre la materia, cimiento para una concepción de la vida no como negocio ni bienestar, sino como misión y, consiguientemente, inspiración de una conducta que repugna el cálculo y alegremente asume los más duros sacrificios.

Es, en suma, alma de la Hispanidad el espíritu mismo que, recién lograda la unidad de España, salvó a Europa de un total derrumbamiento y edificó la América española.